miércoles, 19 de mayo de 2021

Un subgénero cinematográfico De la pornografía antinazi a las novelas “stalag” (7 de 8) – Hacia una interpretación psicológica

 

En las novelas anticatólicas del siglo XIX, habitualmente escritas por pornógrafos librepensadores, se solía tomar como temática, las increíbles aberraciones sexuales del clero, incluso del papado. Autores como Léo Taxil (véase Revista de Historia del Fascismo, nº XI, artículo: Leo Taxil, antisemitismo y antimasonismo) no fueron una excepción en la época, de la misma forma que antes, la “leyenda negra” antiespañola se había cimentado sobre relatos similares. Así pues, el contenido erótico de los relatos stalags no es, de hecho, una novedad en las literaturas populares, lo realmente nuevo es que esta concretamente se destina a judíos que hubieran deseado “estar allí” (en los campos de concentración) pero que, por razones de edad no pudieron.

Esta literatura fue seguida masivamente y afectó sobre todo a los jóvenes. Era leído también por chicas adolescentes judías y sus dimensiones solamente pueden entreverse cuando se consulta la Biblioteca Nacional del Estado de Israel en donde están depositados todos estos pulps. Hacia 1965, el filón se agotó. Las tiradas bajaron a la frontera delo antieconómico y frecuentemente apenas vendían entre 300 y 400 ejemplares. El mercado se había saturado y la epidemia pasó con la misma velocidad que apareció. En 1965 el fenómeno estaba liquidado y los stalag publicados, en su mayoría, se convirtieron en pasta de papel sobre el que ya no volvería a imprimirse literatura pornográfica.

En los años siguientes, aumentó la tensión de Israel con el mundo árabe que desencadenó la guerra árabe–israelí, la llamada “de los seis días”. El Israel vencedor del conflicto ya no necesitaba sugestiones eróticas de tipo masoquista. En algunos de los últimos relatos, el esquema había variado sensiblemente: eran hombres de las SS los que torturaban a mujeres judías… y este planteamiento parecía excitar mucho menos a los lectores.

Hacia una interpretación psicológica

La vida de los pocos autores de stalags que ha podido ser localizados albergan tantos evidentes desequilibrios psicológicos que es fácil, a partir suyo, deducir toda una teoría sobre el por qué triunfaron estas novelas populares en Israel. Ya hemos mencionado a uno de ellos, Yehiel Feiner De–Nur, ante el que el doctor Freud se hubiera frotado las manos si lo hubiera visto en la antesala de su consulta. Pero no es el único. Otro de ellos, por ejemplo, localizado por los productores del documental Stalags, holocausto y pornografía en Israel, Eli Keydar, era un activista radical de izquierdas de madre judía alemana. Escribía para sobrevivir, pero sus padres, desde muy joven le habían repetido que no era “suficientemente bueno” para hacer gran cosa en la vida. Creció, pues, frustrado y acomplejado, inseguro, atemorizado por el hecho de que la previsión de sus padres se hiciera realidad. Él mismo, entrevistado para el citado documental, sostenía que sus padres eran “impredecibles” y que no quería nada de ellos. Tras fracasar como periodista pasó a la literatura popular. Un editor le mostró la portada de un pulp norteamericano, recordó el contenido de La casa de muñecas y así nació el nuevo género.

Keydar se limitó a invertir el paradigma sexual de la época: las mujeres, habitualmente, débiles y consideradas como víctimas se convertían en dóminas crueles y poderosas. Por su parte, los pilotos norteamericanos hasta entonces tenidos como símbolo de la masculinidad pasaban a ser peleles violados y asumir el papel de víctimas. La familia de la madre de Keydar había desaparecido en los años 40–45 y ella misma se sentía culpable por haber sobrevivido así que fingía con cierta frecuencia que se moría y culpabilizaba a su hijo de casarle cualquier disgusto. Es evidente que la vida familiar de Keydar no parecía ser el mejor, ni el más estable de todos los mundos posibles.

En aquella época en todo Israel se producían situaciones similares; la presión social sobre los supervivientes del “holocausto” les generaba a estos un complejo de culpabilidad: “¿por qué ellos han perecido y no yo?”. Y no se trataba de casos individuales. En 1960, la mitad aproximadamente de la población del Estado de Israel había estado detenida en campos de concentración de Europa Central durante la Segunda Guerra Mundial; un evidente complejo de culpabilidad sobrevolaba sobre los supervivientes: no solamente habían sobrevivido, sino que se preguntaban cómo diablos no habían hecho nada para impedir el gaseamiento de millones de los suyos, ellos que estaban allí, en los “campos de la muerte”, pasivos y resignados. Para colmo, era frecuente, incluso que los supervivientes se sintieran acomplejados pensando que otros tenían en mente que habían colaborado con los nazis para garantizar su propia supervivencia (¿cómo demostrar que no se había sido un odioso kapo colaboracionista y cruel simplemente para sobrevivir?). No era raro que algunos de estos judíos supervivientes fabularan historias en las que se presentaban como víctimas de indecibles tormentos. De hecho, en la postguerra, e incluso en nuestros días, aparecieron relatos falsos sobre el “holocausto” (y falsos residentes en campos) en donde algunos judíos narraban historias imposibles que en algunas ocasiones incluso fueron denunciadas por sus propios familiares como completamente imaginarias.

Por otra parte, en 1960, todavía no existían ni siquiera en Israel suficientes publicaciones que aludieran a los campos de concentración. De tanto en tanto aparecían artículos en revistas y muy ocasionalmente libros sobre el tema (realmente fue con posterioridad al proceso a Adolf Eichmann cuando todo esto se volvió algo habitual). La literatura stalag rellenaba este vacío y se adaptaba perfectamente tanto a los pensamientos más íntimos de los supervivientes y a su psicología profunda (el haber sobrevivido les generaba cierta pulsión masoquista, mientras que la ira oculta contra quienes creían que les censuraban el haber sobrevivido era el origen de otra pulsión sádica y vindicativa).

En aquel tiempo, entre la poca literatura que se había difundido sobre el “holocausto” se solía hablar de la figura siniestra del “kapo”, el preso colaboracionista que ayudaba a mantener el orden y la administración dentro del campo, así que no era raro –tal como se refleja en el citado documental– que la gente tendiera a pensar que los supervivientes habían sido los más “duros” e incluso, posiblemente, los más crueles con otros detenidos. Sorprende que en aquel momento –y nuevamente es el documental quien nos lo revela, un documental realizado por israelitas para la TV israelita– existiera cierta contención a la hora de hablar del “holocausto” en el interior del Estado judío.

Esta actitud cambió con la escenificación del proceso Eichmann. La opinión pública israelí pudo ver a los testigos supervivientes describir horrores sin fin y explicar que habían sobrevivido gracias al azar. A partir de ahí emergió una nueva literatura sobre el “holocausto” que tiende (en la medida en que todavía existe hoy cincuenta años después de aquel proceso) a presentar los sufrimientos de los judíos presos supervivientes, al menos tan intensos como los de los fallecidos. De hecho, uno de los leit–motivs de esta literatura es tender a demostrar que los muertos sufrieron menos que los vivos y que estar vivo y haber estado presente en el “holocausto” supuso un “plus” de sufrimiento que los muertos se ahorraron.

Pero los relatos stalag no sirvieron solamente para eso. Para algunos, esta literatura era un simple revulsivo contra la tensión asfixiante que rodeaba al Israel de aquella época, un Estado que parecía estar rodeado de enemigos, mientras que sus “aliados” estaban muy lejos. Para otros, el problema era con quién identificarse. En efecto, cuando se lee un relato stalag o se ve una película de Naziexplotation, el sujeto está obligado (por débil que sea la carga “artística”) a identificarse con alguno de los protagonistas. Por increíble que pueda parecer, el documental judío sobre esta literatura stalag sostiene que el espectador judío mantenía una actitud ambivalente ante lo que leía: “no estaba claro con quién se identificaba el lector”, dice textualmente la voz en off (y subrayamos que es un documental judío, pues, de otra forma, expresar un criterio así podría dar lugar a alguien que no perteneciera a la propia etnia hebrea, a arriesgarse a un juicio por “ofensa a las víctimas del Holocausto”), si con los desgraciados prisioneros o con las exuberantes SS femeninas. Parece deducirse que el lector albergaba ciertas pulsiones sado–masoquistas: de un lado se identificaba con el sufrimiento y la angustia de las víctimas, de otro con el poder de sus verdugos. Podemos imaginar los efectos deletéreos de esta literatura en los cerebros en formación de los jóvenes adolescentes, chicos y chicas, que leían estos textos a escondidas de sus padres.

El documental recuerda que los jóvenes judíos de los años 60 se sentían extraordinariamente atraídos por la estética del nazismo y que en los mercadillos solían comprar bota de montar de piel que les sugerían la sensación de poder e incluso se recuerda que uno de los personajes que más fascinación ejercieron sobre aquella generación fue el famoso doctor Mengele al que el documental define como “alto, joven, guapo, elegante, viril, atractivo, fuerte, inteligente”… y sobre todo “con poder sobre la vida y la muerte”.

Otro de los testimonios que saca a colación el documental es el de un joven judío actual que viaja frecuentemente a Alemania, sirve en los cuerpos de seguridad del Estado judío y no tiene inconveniente en confesarse coleccionista de relatos stalag. Afirma frecuentar a la hija de un antiguo SS (algo que parece relativamente improbable si tenemos en cuenta que el joven no debe tener más de 27 años y la supuesta hija debería, como mínimo, tener justamente el doble de edad) y explica que cada vez que la sodomiza le excita considerarlo como una “venganza por el Holocausto” y añade, textualmente: “me gusta pensar en su padre, el SS: tú mataste judíos ahora mira como sodomizo a tu hija…”. Insistimos, una vez más, en que todo esto puede verse en un documental filmado por judíos, lo que lo convierte en particularmente autorizado para hablar sobre estos temas. Pero no dice mucho sobre la salud mental del Estado de Israel.

Como hemos dicho antes, las religiones abrahámicas con su idea de pecado, culpa y falta sitúan a sus fieles ante una difícil situación: cada pensamiento, palabra y obra puede convertirse en una fuente de pecado. Otto Rank (de origen judío, por cierto) en su teoría sobre los complejos sostiene que estos son susceptibles de sublimarse (por tanto, de liberar al sujeto de su peso) y para ello basta con encontrar a alguien más culpable que uno mismo. La literatura stalag permitió a los judíos liberarse de sus complejos de culpabilidad (“¿por qué yo sobreviví y otros no?”) e incluso, permitió aligerar el complejo de culpabilidad colectivo de un pueblo que, castigado por Jehová por culpa de sus faltas, fue dispersado por todo el orbe y le fue negada la llegada de un mesías redentor.

Pero, al mismo tiempo, los relatos stalag presentaban una serie de prácticas sexuales sado–masoquistas que tenían una doble vertiente: por una parte eran condenadas por la norma moral, pero por otra, no eran ejercidas por judíos, sino por mujeres nazis, lo que facilitaba el que sus lectores tuvieran la oportunidad de excitarse con las descripciones pero sin asumir la parte de culpa del placer sado–masoquista que les proporcionaba: la responsabilidad histórica de las crueldades recaía sobre… los nazis, aunque la satisfacción íntima fuera de adolescentes judíos. Ellos, los nazis, eran los únicos culpables y los relatos stalag contribuían a aumentar esa sensación: hay víctimas y hay verdugos; si los nazis son los verdugos y, por tanto, los judíos son las víctimas.

Sería difícil demostrar que la efusión de relatos stalag fue favorecida oficialmente justo en el momento en el que Israel había asestado un golpe al derecho internacional, secuestrando a Adolf Eichman en Argentina, a fin de sublimar la conciencia de culpabilidad, pero es, en cualquier caso, significativo, que apareciera en los días del proceso al antiguo oficial de las SS. Pero, todo lo dicho hasta aquí vale para los relatos stalag, un producto solamente difundido en Israel. ¿Qué puede decirse del resto de pornografía anti–nazi difundida en Occidente? ¿Qué explicación se le puede dar? ¿Por qué tuvo cierta audiencia en algunos países, entre ellos España, pero especialmente en Italia?

Es fácil explicarlo: en occidente, la pornografía es uno de los caminos problemáticos por los que ha derivado la sexualidad. En sí misma, la pornografía no es condenable ni inocente, es, simplemente un recurso para quien precisa un apoyo para su sexualidad, para quien está obsesionado por el sexo, o bien para quien tiene fantasías inconfesables imposibles de llevar a la práctica.

Más que un recurso para vivir intensamente la vida sexual en pareja, la pornografía es, antes bien, un recurso para vivir la sexualidad en solitario o bien para alimentar unas fantasías eróticas imposibles de llevar a la práctica o de muy difícil traslación a la realidad. Nuestras sociedades buscan la liberación en el sexo, cuando en realidad de lo que se trata es de liberarse de la obsesión compulsiva por el sexo. La pornografía refuerza esta obsesión. Liberarse de la obsesión por el sexo no implica abstinencia, castidad, ni contención, sino simplemente, dominar el sexo en lugar de ser dominado por él.

En realidad, en todo lo que tiene que ver con la sexualidad, las relaciones de poder, de dominación y sumisión están siempre presentes, en ocasiones deliberada y voluntariamente y en otras simplemente son inherentes y están implícitas en la vida sexual. Las campañas antinazis, pero también la misma estética del nacionalsocialismo, tienden a mostrar al III Reich como una “opción de poder”, acaso como la “voluntad de poder” en estado puro. Las relaciones sexuales son, así mismo, relaciones entre una parte dominante y otra dominada, entre alguien que penetra y otra que es penetrada, entre quien tiene la fuerza para dominar y quien tiene el poder de seducción. Las propias campañas antinazis elevaron el listón del concepto de “poder” que se forjó el NSDAP: para el partido fundado por Adolfo Hitler se trataba de que la “comunidad del pueblo” aceptara la dirección de un “führer” en el cumplimiento de su destino nacional. La misma presencia del führer implicaba la idea de un “consenso” en la totalidad de la población. El führer era el baluarte de la nación y la encarnación de su mismo “genio” racial. Hasta aquí lo que fue real y objetivamente el nacionalsocialismo.

Sin embargo, la propaganda antinazi convirtió el nazismo solamente –y esto es importante, “solamente”– en sinónimo de dictadura, de la más férrea de todas las dictaduras, de una idea de poder sin límites en donde una pequeña superélite (las SS), emanada de una élite (el NSDAP), tenía todo el poder sobre la vida y la muerte. Y esta visión, para algunos erotónomanos, especialmente tentados por las fantasías sadomasoquistas, resultó extremadamente excitante: quien tiene el poder sobre la vida y la muerte, tiene también el poder sobre la sexualidad y sobre todas las fantasías y manifestaciones de la misma.

Las fantasías eróticas deseables para algunos, pero irrealizables en tanto que su brutalidad las proscribe y da lugar a responsabilidades jurídicas y penales, se viven en la intimidad y en la oscuridad de una sala de proyección, visualizando cintas en las que las peores perversiones (presentes de alguna manera en los deseos ocultos de quienes han acudido a verlas sabiendo lo que se encontrarán: nadie ve un western si odia los duelos a pistola, los caballos y los ranchos, nadie asiste a una proyección del subgénero de Naziexploitation si es un alma cándida que se horroriza por la violencia y abomina de la brutalidad en la vida sexual…) aparentemente se hacen realidad: el sujeto se identifica con una de las partes, con el SS torturador o con la víctima torturada, o incluso con ambos, en complejos sado–masoquistas.

Mientras Israel, la literatura stalag exorcizó los fantasmas del pueblo judío, en Occidente fue un puro producto de ocio perverso. Lejos de ser un síntoma de “liberación sexual” (las películas de Naziexploitation no aparecieron antes, sino después del inicio de la llamada liberación sexual), eran, más bien, un síntoma de la miseria sexual de Occidente. Una sexualidad que ha ido derivando cada vez más hacia el terreno de las parafilias y de las obsesiones y la sexualidad imaginaria que contenía se ha ido separando cada vez más de la sexualidad real y realizable.

A fin de cuentas, el subgénero de Naziexploitation ha sido una muestra del pansexualismo contemporáneo mucho más que una forma de antinazismo. El hecho de que muchos de sus productores y directores hayan sido de origen judío o progresistas orientados hacia el antifascismo es completamente secundario: negamos, por ejemplo, que Pasolini aspirase a realizar denuncia social con su Saló o los 120 días de Sodoma, en realidad lo único que hacía era trasladar sus fantasmas a una filmación. Y en cuanto a los productos de peor gusto, difícilmente podían entrar en un contexto de una campaña antifascista, sino que más bien eran meros subproductos en los que la falta de imaginación erótica se conjugaba con sado–masoquismo y ultraviolencia.

El fascismo y el nazismo en todo este cine era solamente un vehículo (como por lo demás lo fue también el estalinismo en algunas producciones del mismo tipo una década después y como actualmente es el “terrorismo islámico” en algunas producciones de diferente estética que hace gala de los mismos contenidos) accidental. Simplemente el fascismo y el nazismo constituían el eslabón más débil de las ideologías políticas en los años 70; en Italia (en donde emergieron buena parte de estas producciones, incluso Visconti, Pasonini y Liliana Cavani eran italianos, como el 75% de directores de Naziexploitation) la campaña antifascista alcanzó su clímax en los mismos años en los que este género eclosionaba.

Es cierto que años después, algunos directores que participaron en estas producciones quisieron imitar a Pasolini (que explicaba que mostrar escenas de coprofagia ambientadas en la República Social Italiana estaba destinado a denunciar la “comida basura”…), justificando sus producciones con argumentos de denuncia antiterrorista y demás excentricidades. Era evidente que se trataba de capear como se pudiera la responsabilidad en la difusión de un género de crueldad inaudita, escenas aberrantes y sexualidad enfermiza, brutal y violenta. Si no habían sido capaces de producir mejores películas, tampoco iban a ser capaces de encontrar argumentos más válidos.

Lo más sorprendente en este género es que la moral sexual del III Reich osciló entre lo convencional y lo sorprendentemente avanzado, pero nunca, desde luego, ni desde los altavoces del régimen, ni desde la práctica misma del gobierno, se estimuló absolutamente nada que pudiera ser considerado aberrante o enfermizo. Es cierto que Goebels reconoció en su diario en varias anotaciones que “la homosexualidad era el cáncer de partido” y que, en la cúpula dirigente, especialmente en las SA, existieron cuadros de alto nivel que lo eran (tal como explicamos en el número 14 de la Revista de historia del Fascismo, en el dossier: La noche de los cuchillos largos. La purga de los leales), pero todo induce a pensar que se trató de opciones personales. Contrariamente a lo que sugiere todo este cine, desde Visconti y su Caída de los dioses, lo cierto es que Himmler modeló a las SS a su imagen y semejanza: y, no hay ninguna duda de que, en esa institución, la homosexualidad nunca fue admitida y que las ordenanzas implicaban que el SS debía tener un alto control sobre sí mismo, incluida sobre su sexualidad. Si tenemos en cuenta que las SS llegaron a tener 900.000 hombres y que la mitad de ellos cayeron en combate, resulta hasta cierto punto grotesco presentarlos –a no ser que se trate simplemente de denigrarlos como se suele hacer en toda propaganda de guerra contra el enemigo– por sus supuestas veleidades sado–masoquistas.

La pornografía anti–nazi es, por todo ello, una caricatura que evidencia la crisis de la sexualidad de una época (los años 60 y 70, en donde se encuentra el período dorado de estos géneros), pero no de la sexualidad del III Reich (que hacía ya un cuarto de siglo que había desaparecido), sino de la sociedad occidental burguesa. No son las realidades del III Reich lo que se muestra en estas cintas sino los horrores y frustraciones, los deseos inconfesables, las prácticas más reprobables, los fantasmas sexuales y las perversiones de la sociedad occidental conformada por los vencedores del conflicto. No es raro que, como hemos visto, muchos de sus directores no solamente fueran erotómanos de la peor especie, sino que también fueran antifascistas.