lunes, 3 de mayo de 2021

60 años de “Cabalgar el Tigre” – Actualizando el catálogo de la decadencia (2 de 10). LA RUPTURA DEL HOMBRE CON LA FAMILIA

Los últimos sesenta años no han contribuido a mejorar la situación de la familia. Los procesos iniciados en la primera mitad del siglo XX, con la decadencia de la familia burguesa, se han ido acelerando desde entonces y, hoy, prácticamente ya no queda nada, no sólo de la familia “tradicional”, sino ni siquiera residuos de la familia “burguesa”. También el este terreno la desintegración de una estructura orgánico–social se ha desarrollado de manera cada vez más acelerada, hasta el punto de que, si en 1961, cabían esperanzas en que la familia continuara siendo “la célula base de la sociedad”, tal como sostenían algunos, a pesar de su franca decadencia, hoy ya nadie puede hacerse ilusiones al respecto: la familia, tal como la concibió la sociedad burguesa ha desaparecido por completo.

Lo que queda y sigue llamándose “familia”, es un agregado inestable (la duración media de un matrimonio en España es de 16,8 años), que ni siquiera es utilizado a fines de supervivencia de la especie, mediante la paternidad (España es el país de la Unión Europea con el nivel más bajo de natalidad, con 1,3 hijos por mujer en edad fértil, incluyendo las mujeres inmigrantes instaladas en España que, hasta ahora, han tirado hacia arriba estas cifras que, de no ser por ellas, posiblemente serían inferiores a la unidad). En estas condiciones, la familia es una institución que ha sufrido un destino similar a cualquier otra heredada de períodos anteriores: simplemente, se ha extinguido y lo ha hecho en medio de la mayor de las confusiones.

A decir verdad, la familia es una de esas instituciones en las que se ha puesto de manifiesto hasta qué punto la degradación de una institución en el seno de la modernidad, la convierte en reflejo especular, sino en caricatura, de lo que fue en otro tiempo.

No está de más estructurar el presente parágrafo exponiendo cómo fue la Familia en las sociedades tradicionales. Seguiremos en esto a Foustel de Coulanges (al que frecuentemente recurre Evola en el Rivolta contro il mondo moderno), para pasar a enumerar las posiciones presentadas en Cabalgar el Tigre. Esto nos permitirá realizar, finalmente, un análisis de la deriva de la institución familia desde 1961 hasta nuestros días y establecer algunas conclusiones.

LA FAMILIA TRADICIONAL

En la sagrada tierra de Europa nació una concepción de la familia que merece ser recuperada. Foustel de Coulanges explica en su obra no superada y más que centenaria obra La Ciudad Antigua, que si nos trasladamos con la imaginación al mundo clásico encontraremos en cada casa un altar y, en derredor del altar, a una familia congregada. La familia tiene conciencia de sí misma gracias a la memoria de sus ancestros. Si careciera de ancestros, ni siquiera existiría. Los vivos y los muertos están unidos en torno a este altar y no lejos de él, siempre cerca de la casa, se encuentra la tumba de los antepasados, que Foustel denomina “la segunda mansión de la familia”. Y añade: “allí reposan en común varias generaciones de antepasados: la muerte no los ha separado. Permanecen agrupados en esta segunda existencia y continúan formando una familia indisoluble”. Porque lo que une a los miembros de la familia antigua es la religión del hogar y de los antepasados, sin duda la mejor y la más realista de todas las religiones. Resulta difícil que la presencia de un dios, ignoto, personalizado e improbable, condicione nuestro comportamiento cotidiano, pero la fidelidad a los ancestros, a los de nuestra sangre, de nuestro linaje, a los que nos precedieron y de los que somos últimos vástagos, eso sí que tiene fuerza de compromiso.

La familia antigua tenía su altar en el hogar. Hogar, religión, familia, eran lo mismo. El fundamento de la familia era religioso y cultual. Separándose de la familia, el individuo quedaba al margen de la sociedad; espiritualmente se convertía en un desahuciado porque jamás su memoria sería recordada por los miembros de su familia. La idea era que, al morir, el hombre clásico perdía su cuerpo físico, pero una entidad más profunda seguía acompañando a los miembros de su familia y se manifestaba a través del fuego sagrado del hogar situado en el altar del culto doméstico. Además, las familias patricias romanas podían establecer con toda precisión el origen de su linaje en algún dios o héroe de la mitología clásica: Hércules, Agamenón, Aquiles, Marte, etc. Y había que ser fiel al linaje de los ancestros porque ellos eran dioses.

Cada culto doméstico era diferente al resto y particular. Cuando una joven perteneciente a una familia determinaba terminaba casándose con un miembro de otra familia, no se trataba sólo de una boda con consecuencias sobre la herencia, la dote, la descendencia, etc. sino que afectaba, sobre todo, al culto doméstico. Abandonar el hogar paterno y construir otro con el esposo, equivalía a convertirse a otra religión: de ahí la importancia del matrimonio y la gravedad de la elección. Por eso los antiguos llamaban al matrimonio “ceremonia sagrada”.

La boda constaba de tres episodios: el primero transcurría en el hogar del padre, el tercero en el hogar del marido y el segundo era el tránsito de uno a otro. Inicialmente, el padre de la novia, en su hogar ofrecía un sacrificio a los ancestros y declaraba que entregaba a su hija al novio. Solamente si el padre accedía a que su hija se desligara del culto doméstico, el matrimonio era considerado válido. Para entrar en la nueva religión doméstica, debía, previamente, abandonar la antigua. La segunda fase era una ceremonia iniciática que equivalía a un rapto: no en vano, el marido cogía entre sus brazos a la novia y entraba así en el nuevo hogar, costumbre con tal arraigo que se ha perpetuado incluso en nuestros días. Las amigas de la novia y ella misma debían gritar y realizar un simulacro de resistencia, aunque, claro, ninguna aspiraba a que el “rapto” fracasara. Ya en el hogar, el esposo colocaba a la esposa en presencia de la divinidad doméstica. La rociaba con agua lustral y tocaba el fuego sagrado. Rezaban unas oraciones y comían juntos una torta de pan, frutas y vino. Las tres fases se llamaban: traditio, deductio in domun y confarreatio. La fórmula romana: “Nuptiae sunt divini juris et humani communicatio” [el matrimonio es una ley divina y una comunicación humana] implicaba que la mujer había entrado a formar parte de la religión del marido.

Así concebían nuestros ancestros la unión de un hombre y una mujer con vistas a formar una familia. Foustel, por eso concluye: “La institución del matrimonio sagrado debe ser tan antigua en la raza indoeuropea como la religión doméstica, pues la una va unida a la otra. Esta religión ha enseñado al hombre que la unión conyugal es algo más que una relación de sexos y un afecto pasajero, pues ha unido a dos esposos con los poderosos lazos del mismo culto y de las mismas creencias”. Por todo ello, el matrimonio era sagrado e indisoluble: “Solo –dice Foustel– la religión podía separar lo que la religión había unido”.

Luego estaba la cuestión de los hijos. Cada romano y cada griego tenían el máximo interés en dejar un hijo tras de sí, porque gracias a ellos dependía su propia inmortalidad. Es más: tener hijos era uno de los deberes para con los antepasados, pues su dicha podía durar lo que durase la familia. En el mundo indo–europeo, el primer hijo recién nacido se llamaba “el hijo del deber”, los demás eran hijos del amor, de la pasión o de los efectos de una noche de luna llena. Pero el indo–europeo debía ante todo cumplir con su deber engendrando el vástago que supondría la posibilidad de prolongar el linaje. Porque el matrimonio era poco menos que obligatorio. Foustel cuenta que Dionisio de Halicarnaso había visto en los viejos anales de Roma una ley que prescribía el matrimonio de los jóvenes. Cicerón en sus comentarios sobre la ley romana dice que proscribía el celibato. Y Foustel colige de todo esto que “el hombre no se pertenecía, sino que pertenecía a la familia”.

Pero No era suficiente tener un hijo. El hijo, además, debía ser engendrado según un ritual sagrado para que pudiera tener el poder de perpetuar la religión doméstica (y, por tanto, a la familia misma). El vínculo de sangre no era suficiente para prolongar la familia: era preciso un vínculo superior. Foustel, una vez más, explica con brillantez: “el hijo nacido de una mujer que no hubiese estado asociada al culto del marido por la ceremonia del matrimonio, no podía participar por sí mismo en el culto”. El casamiento era, por ello, obligatorio. Su objeto no era el placer, ni el pragmatismo, ni la fusión de dos fortunas patricias o del hambre y las ganas de comer plebeyas. El matrimonio servía para unir a dos seres del mismo culto doméstico para hacer nacer un tercero que fuera apto para continuar este culto.

Estaba claro que, si la mujer era estéril, el matrimonio podía disolverse sin excepciones. Lo fundamental para el griego y el romano antiguo era que la familia no se extinguiera y que la llama del culto doméstico jamás se consumiese. Y a este objetivo se subordinaba el amor, el pragmatismo o la pasión. Más aún: en las legislaciones indo–europeas más antiguas, si la esposa enviudaba, estaba escrito que debía casarse con el familiar más próximo del marido. Y si tenía hijos con él, éstos se consideraban hijos del difunto.

El nacimiento de una hija no suponía cumplir con el “hijo del deber”. Debía ser hijo varón. Pero tener un varón tampoco bastaba. Era preciso recibirlo en la comunidad religiosa familiar. El rito prescribía que, inicialmente, el hijo fuera reconocido por el padre. Luego venía la iniciación que los romanos celebraban al noveno día de vida del recién nacido, los griegos el décimo y los hindúes el duodécimo. El hijo era presentado a los dioses domésticos, una mujer debía llevarlo en brazos y dar con él varias vueltas en torno al fuego doméstico. A partir de ese momento se consideraba que el niño había entrado en la comunidad familiar, estaba obligado (tenía el derecho, sería más adecuado) a practicar el culto doméstico y a profesar la religión de los antepasados, un privilegio más que una obligación.

En aquellos tiempos se tendía a que las familias fueran numerosas; la propia matrona romana era el símbolo de la fertilidad y de las necesidades de aquella sociedad tan ruda como pura y esencial. Además, si algo caracteriza a Roma era el pragmatismo. De ahí que existiera un ritual de adopción que garantizase la incorporación de hijos no sanguíneos al linaje. Si un linaje carecía de hijos varones, la legislación y el ritual permitían que se incorporara uno. Se repetían las mismas exigencias que para el matrimonio: para que un hijo pudiera integrarse en una nueva religión debía de abandonar la antigua. Cuando se adoptaba un hijo era preciso, ante todo, iniciarle en el culto familiar: “introducirlo en la religión doméstica, acercarlo a los penates” [dioses del hogar]. El lazo de nacimiento quedaba roto, el vínculo otorgado por la iniciación era más fuerte y, desde luego, superior. Se integraba en una nueva familia y, para ello, era preciso emanciparse de la anterior; esto es, debía emanciparse de la religión practicada por su antigua familia que, a partir de ese momento, ya no era nada para él. Para el mundo clásico, el lazo de la sangre no era nada a la hora de establecer un parentesco –cualquiera que sea– era preciso el vínculo del culto. Porque –recuerda Foustel– “la religión determina el parentesco”. El hijo no podía recibir la herencia del padre si no compartía el culto doméstico o si había abrazado otra forma de culto.

En las sociedades indo–europeos la religión doméstica, la familia y el derecho de propiedad estaban íntimamente unidos. Cada familia tenía sus dioses y su culto; la propiedad se inicia precisamente con ese concepto: la familia es propietaria colectiva de los dioses. En un segundo paso, dado que los dioses están asentados en el culto doméstico, esto es, en el hogar, y éste sobre una tierra, existe finalmente una relación misteriosa entre los dioses y el suelo. Eta concepción estaba arraigada de tal manera que la pena de destierro, por la cual el sujeto debía abandonar la tierra de sus ancestros, era considerado tan grave como la pena de muerte, e incluso más, porque suponía vagar por el mundo como un muerto en vida, sin relación con un linaje, con un culto doméstico y con un hogar.

Después de los dioses, el hogar –templo de esos dioses– constituye la segunda etapa de la aparición del derecho de propiedad. Pero, fijémonos, que no se trata de una propiedad individual, sino familiar. Aquella seguía sin existir. El hogar tenía puerta y esta debía permanecer cerrada, ¿por seguridad? ¿para preservar la intimidad? Sólo en parte: no conviene que el hogar permanezca abierto para que alguien ajeno a la familia vea el desarrollo del culto doméstico. Por eso los dioses de este culto se llamaron “penates”, literalmente dioses interiores u ocultos. Por eso mismo, el hogar estaba aislado del exterior mediante un cercado que delimitaba un espacio sagrado protegido por el dios protege. Violar este recinto suponía, no tanto un atentado a la propiedad privada, como un sacrilegio y una muestra de impiedad. De ahí la dureza con que siempre se castigó en el mundo antiguo el “allanamiento de morada” (que contrasta con la lasitud actual ante el fenómeno “okupa” y la simpatía que el ultraprogresismo le depara).

El domicilio era inviolable: el dios doméstico –comenta Foustel– “ahuyentaba al ladrón y alejaba al enemigo”. El recinto sagrado era el herctum [la herencia] y en su centro estaba el altar doméstico. Cada casa debía estar aislada de otras; no podía haber muros en común (también aquí el “reflejo” actual es sorprendente, si tenemos en cuenta los rasgos de las viviendas modernas). “¿Qué hay de más sagrado que la morada de cada hombre?” se preguntaba Cicerón. Foustel escribe: “Para invadir el campo de una familia era necesario derribar o cambiar de sitio un límite; ahora bien: este límite era un dios. El sacrilegio era horrendo y el castigo severo”. Los romanos establecieron en su legislación más antigua: “Si ha tocado el término con la reja de su arado, que el hombre y sus bueyes sean consagrados a los dioses infernales”, en otras palabras, que debían ser sacrificados en expiación.

Nadie podía vender su propia casa ni renunciar a ella (lo que contrasta con el afán especulativo moderno: se compra una casa para revalorizarla y revenderla realizando una “buena inversión”). Era una ley antigua: ni vender la tierra ni dividirla. “Fundad la propiedad en el derecho del trabajo, y el hombre podrá enajenarla. Fundadla sobre la religión y ya no le será posible, pues un lazo más fuerte que la voluntad humana asocia al hombre a la tierra” escribía Foustel. La propiedad no es el patrimonio de un sujeto, sino que éste es su depositario en tanto que mero eslabón en la cadena del linaje. Por eso mismo, la expropiación con fines de utilidad pública era desconocida por los antiguos. La Ley de las Doce Tablas prescribía la imposibilidad de confiscar las tierras de un deudor, pero con la misma autoridad establecía que el cuerpo de éste pertenecía al acreedor.

El derecho de sucesión estaba plenamente regulado y garantizado (mientras que, en la actualidad, el “impuesto de sucesiones” tiende a desincentivar y a castigar la entrega de una herencia patrimonial). Cicerón resume: “La religión prescribe que los bienes y el culto de cada familia son inseparables y que el cuidado de los sacrificios recaiga en aquel que reciba la herencia”. El cuidado del culto y la sucesión eran inseparables: “transmitiéndose la religión doméstica de varón en varón, la propiedad se hereda del mismo modo”, recuerda Foustel. Lo que hace que el hijo herede no es la voluntad personal del padre. El padre no necesitaba hacer testamento: el hijo hereda sin restricciones. Pero es el hijo mayor el que hereda; no la hija. ¿Por qué?

Dado que la hija no es apta para mantener la llama de la religión doméstica en la medida en que, al casarse renuncia al culto de su propia religión para asumir la del esposo, por eso mismo no tiene derecho a la herencia. Hacer heredera a la hija implicaría dejar al altar doméstico sin culto. ¿Y si el padre moría sin hijos? Entonces se intentaba buscar entre sus familiares quien debía ser el continuador del culto. La ley ateniense prescribía que “Si un hombre muere sin hijos, el heredero es el hermano del difunto, con tal que sea hermano consanguíneo; a defecto de éste, el que hereda es el hijo del hermano: pues la sucesión pasa siempre a los varones y a los descendientes de los varones”.

De todo esto puede deducirse que nuestros antepasados no daban importancia alguna al testamento (venerado y regulado hasta la saciedad por los leguleyos de nuestros días). Los recios habitantes de Esparta lo proscribieron, simplemente. Solón, en su código, lo permitió sólo a quienes morían sin herederos. Legar arbitrariamente los bienes era una opción que apareció en un tiempo muy posterior a los orígenes. Todo el patrimonio era indivisible e iba a parar al primogénito, el “hijo del deber”. El Código de Manú, ley de los antiguos arios establecía que “el primogénito sienta por sus hermanos menores el amor de un padre por sus hijos, y que éstos, a su vez, lo respeten como a un padre”.

El padre de familia detenta una autoridad equivalente y similar a la de un jefe de Estado. En el mundo clásico el origen del derecho no hay que buscarlo en un legislador, sino en la familia. Los principios que regían a la familia, con el tiempo pasaron a ampliar su radio de acción y a trasladar sus principios a un marco más amplio. De este concepto ha quedado, como recuerdo lejano, la afirmación de que la “familia es la célula básica de la sociedad”.

La autoridad familiar no la detentaba el padre en tanto que tal: por encima del padre se encontraba la religión doméstica y el dios al que los griegos llamaban el “hogar–dueño” y los latinos “lar familiae pater”. Era una divinidad interior o, con más precisión, la creencia que anida en el alma humana, de una autoridad indiscutible a partir de la cual se establecía la jerarquía familiar. El padre era el primero en tanto que encendía el fuego sagrado y lo conservaba. Era el “pontífice”, que establecía puentes entre el mundo humano y el de los lares. Le correspondía dirigir y ejecutar la liturgia y los sacrificios, pronunciar las oraciones. La familia se perpetuaba a través suyo. Cuando moría se transformaba en un ente divino que los descendientes invocaban.

La mujer tenía otro rango, ni superior, ni inferior, simplemente diferente. No podía tener hogar propio ni presidir el culto. Era la materfamilias, pero perdía el título al morir el marido. Soltera estaba sometida al padre; muerto el padre, a sus hermanos; casada, a su marido; muerto el marido, a sus hijos. Que no se vea en esta dependencia una imposición, ni el derecho del fuerte, sino que derivaba de las creencias religiosas que situaban al varón como pontifex del culto doméstico.

La mujer ejercía también, en cierto sentido, un sacerdocio. Gozó de los derechos derivados de ser la encargada de velar para que el hogar no se extinguiera. Sin ella, el culto doméstico resultaba insuficiente. Si el paterfamilias enviuda, pierde por eso mismo el sacerdocio. En contrapartida, la legislación, las costumbres y la tradición romana atribuían a la mujer una alta dignidad (muy diferente del actual concepto de “igualdad”), tanto en su papel de madre-matrona como de amante. Pocas sociedades como la romana han tenido en tan alta estima a la mujer y la han dotado de semejante veneración, incomparable con el rol social actual de la mujer. El hijo, por su parte, no podía cuidar el culto doméstico mientras viviera el padre, aunque se casara y tuviera hijos. En la casa romana, en la casa indo–europeo, si bien no existía la igualdad de derechos y obligaciones, si al menos había una igual dignidad.

La religión doméstica configuraba el núcleo familiar y lo organizaba. Se equivocan quienes atribuyen a este modelo organizativo un machismo inherente a la condición de varón como padre. “Pater”, utilizada en griego, latín y sánscrito, se diferenciaba de “genitor” (“gânitar” entre los hindúes), palabra con que se definía a quien había contribuido al nacimiento de los hijos. Por lo demás, su autoridad distaba mucho de ser absoluta: era dueño del hogar y de sus bienes, pero no podía ni entregarlo, ni enajenarlo. Podía repudiar a los hijos, pero no era una decisión que se tomara a la ligera pues podía correr el riesgo de morir sin descendencia y, por tanto, su familia se extinguiría y los manes de sus antepasados caerían en el olvido. Cualquier derecho de que gozara el padre estaba acompañado de obligaciones. Era el primero de entre los miembros de su familia, porque le correspondían unos deberes tan absorbentes que, en el fondo, no era sino el primer servidor de la familia.

Los lares eran los dioses terribles encargados de castigar a los humanos y velar sobre el destino del hogar. Los penates, dioses que nos hacen vivir, mantienen nuestro cuerpo y sostienen nuestra alma. Los manes son nuestros antepasados devenidos dioses tras la muerte. Dioses protectores, dioses mantenedores, dioses destructores, era difícil que el romano en su hogar se sintiera solo: toda una cohorte sutil le acompañaba, le protegía y lo sostenía. El dios de la caridad no existía. El amor al próximo tampoco. Un hombre veía en otro a un ente exterior a sus ritos, con el que no tenía oraciones en común, ni siquiera dioses. Por lo mismo, el romano antiguo no imploraba a su dios en beneficio de alguien ajeno a la familia. También ignoraba lo que era la caridad: el romano entendía sólo de deberes. Y el primero de todos era contraer matrimonio. El celibato no era solo una negligencia, era también un crimen.

Estas notas nos parecen suficientes como para hacernos una idea, bastante aproximativa de lo que fue la familia en sentido originario: una institución sagrada y, en este sentido, efectivamente, “célula-básica” de una sociedad que, en cada nivel jerárquico más amplio, hasta llegar al Imperium, reproducía el mismo esquema. Pues bien, de esta institución no queda absolutamente nada. De hecho, la familia burguesa no fue más que un fuego fatuo surgido del cadáver de aquella institución. A lo largo de los párrafos anteriores, hemos apostillado en varias ocasiones que lo “actual”, lo “moderno” es, también en este terreno, el reflejo y la inversión de la normalidad “originaria”.

Evola, que en Cavalcare la Tigre, da por sentado que conocemos los fundamentos de la familia según la Tradición, pasa directamente a la crítica de la familia burguesa. Vale la pena repasar las líneas maestras por las que discurre esta crítica, pero poder advertir luego las evoluciones posteriores a 1961.

EVOLA Y LA CRÍTICA A LA FAMILIA BURGUESA

Los puntos sobre los que se asienta la crítica evoliana a la familia burguesa están incluidos en el parágrafo 27 de su obra. Los podemos resumir así:

1) El matrimonio sólo se volvió un rito y un sacramento, tardíamente en la Historia de la Iglesia (no antes del siglo XII). La ceremonia religiosa fue obligatoria para toda unión que no quisiera ser considerada como un mero concubinato en el Concilio de Trento (1563).

2) San Pablo, significativamente, anuncia el verdadero significado del matrimonio–rito, cuando utiliza la palabra "misterio" (en Efesios V, 31–32) y no “sacramento”. Pero la Iglesia parece haber olvidado esta concepción.

3) Una unión de tipo “sagrado” (antigua concepción clásica de la familia), solamente es concebible en casos excepcionales, cuando se parte de la base de una devoción absoluta, casi heroica, de una persona a otra, en la vida y en el más allá.

4) En una civilización y en una sociedad materializadas y desacralizadas como las nuestras, es por lo tanto natural que los diques que se oponían a la disolución de la concepción cristiana del matrimonio y de la familia —por más problemática que fuera esta concepción, como acabamos de decir— hayan cedido y que, en el actual estado de cosas, nada exista que merezca ser defendido y conservado.

5) Por lo que respecta a la institución familiar, su crisis en nuestros días es tan manifiesta como la idea romántica ochocentista de patria, tratándose de procesos en amplia medida irreversibles, ligados a factores característicos de los últimos tiempos.

6) La familia ha cesado desde hace tiempo de tener un significado superior y de estar cimentada en factores vivos que no sean simplemente de orden individual. El carácter orgánico que ofrecía su unidad en otros tiempos, se ha perdido en el mundo moderno.

7) En la mayoría de los casos, la familia de los tiempos modernos es una institución de carácter pequeño–burgués, casi exclusivamente determinada por factores naturalistas, utilitarios, rutinarios, primitivamente humanos y, en el mejor de los casos, sentimentales.

8) Sobre todo ha desaparecido su eje esencial: la autoridad, ante todo espiritual, de su jefe, del padre: la que puede encontrarse en el origen etimológico de la palabra pater: "señor", "soberano".

9) ¿Qué autoridad puede revestir el padre, si, se reduce hoy casi exclusivamente a una máquina de fabricar dinero pluriempleado? ¿Cómo reconocer a la unidad familiar moderna un carácter diferente de un conglomerado unido por factores extrínsecos, necesariamente expuesto a procesos erosionadores y disolutivos?

10) Al prestigio decaído del padre corresponde el distanciamiento de los hijos, la ruptura cada vez más nítida y brutal entre las antiguas y las nuevas generaciones. A la disolución de los lazos orgánicos en el espacio (castas, cuerpos, etc.) corresponde en nuestros días, la de los lazos orgánicos en el tiempo, es decir, la interrupción de la continuidad espiritual entre las generaciones, entre padre e hijo.

11) Es significativo que este fenómeno se manifieste de un modo particularmente crudo en lo que queda de la antigua aristocracia nobiliaria, en las que hubiera podido esperarse que los lazos de la sangre y de la tradición hubieran sido más duraderos.

12) El hecho de que, en una civilización materialista y sin alma, la familia esté desprovista de todo significado superior contribuye, entre otras, a la aparición de fenómenos extremos entre la juventud: la "juventud quemada" y la creciente criminalidad juvenil.

13) Dada esta situación y cualquiera que sea la causa principal, imputable a los padres o a los hijos, incluso la procreación asume un carácter absurdo y no puede razonablemente continuar siendo una de las principales razones de ser de la familia.

14) La unidad familiar sólo podía permanecer sólida mientras que una manera de sentir suprapersonal tuviera suficiente fuerza para hacer pasar a un segundo plano los hechos simplemente individuales. Antaño, en un matrimonio se podía no ser “feliz”, sin embargo, la unidad permanecía. Al contrario, en el clima individualista de la sociedad actual, no puede invocarse ninguna razón superior para mantener la unidad de la familia cuando el hombre y la mujer "ya no se entienden" y los sentimientos o el sexo le conducen a nuevas opciones.

15) En principio, un “hombre diferenciado” no puede conceder, en el actual estado de cosas, ningún valor al casamiento, a la familia o a la procreación. Todo ello puede serle ajeno y no reconoce en ello nada que tenga un significado y merezca su atención.

16) Sobre el matrimonio, la mezcla de lo sagrado y lo profano y el conformismo burgués son evidentes, incluso en el caso del matrimonio católico indisoluble. En realidad, tal indisolubilidad, que en el ambiente católico debería proteger a la familia, no es hoy más que una fachada.

Tales son los puntos de vista evolianos en relación a la crisis de la familia. Queda ahora explicar las derivas que ha tenido la institución familiar en los últimos 60 años (que dan la razón a nuestro autor y, al mismo tiempo, son necesarias para redefinir la actitud del “hombre diferenciado”, el único para el que Evola escribió su obra.

1. Más allá de la ruptura generacional

En los años 60, efectivamente, existió una disrupción entre la “generación de la guerra” (la Segunda Guerra Mundial) y la “generación de la postguerra”. En realidad, no era algo nuevo, sino lo que venía ocurriendo desde principios del siglo XX. Los avances técnicos y los cambios en los ritmos de vida habían generado las diferencias generacionales. Pero no fue sino hasta mediados de los años 60, cuando la comunicación entre las generaciones empezó a volverse difícil. Si tenemos en cuenta que la postguerra fue un período de grandes cambios y de aceleraciones en todos los terrenos de actividad humana, tampoco esto puede extrañarnos, como tampoco nos extraña el que, a medida que estos cambios, se iban haciendo cada vez más continuos hasta alcanzar la endiablada velocidad actual, las diferencias ya no fueran entre generaciones, sino en el interior de cada generación: en el siglo XXI, bastas apenas 2 años de diferencia en el momento del nacimiento, para que los nuevos nacidos conozcan realidades muy diferentes. En los años 80-90, bastaban 5 años para que se operasen estos mismos efectos: los nacidos en 1980 no habían conocido el ordenador personal, pero los que nacieron en 1989, manejaban ya un PC antes incluso de llegar a la escuela. Los nacidos en 2000, al cumplir los 7 años ya eran usuarios habituales de Internet y los que nacieron 10 años después, manejaban con más facilidad la telefonía móvil que el antiguo PC. Hasta los años 70, se consideraba que “una generación” tardaba 25 años en ser reemplazada por la siguiente y era, más o menos, homogénea: hoy esos plazos se han acortado extraordinariamente.

Hoy, resulta casi imposible encontrar temas de conversación no solamente entre padres e hijos, sino incluso entre miembros de lo que, por edad, debería ser la misma generación. La transmisión generacional se ha interrumpido y no son solamente los padres quienes “no entienden” a los hijos, sino que, incluso, el diálogo es imposible entre hermanos separados por un lustro de diferencia. Las conclusiones que podemos extraer de este fenómeno son, por una parte, la confirmación de la velocidad de aceleración que está experimentando la modernidad, propia de todo cuerpo sólido que cae por una pendiente y cuya velocidad, por pura inercia, va aumentando. Por otra parte, nos encontramos de nuevo con la confirmación de la crisis de la estabilidad del mundo burgués, trasladado al diálogo intergeneracional.

2. Los “nuevos modelos familiares” como resultado de la pérdida de las identidades

Sobre las cenizas de la familia burguesa y como resultado de su crisis irreversible, se han alzado lo que, pomposamente, ha recibido el nombre de “nuevos modelos familiares”, esto es, de las alternativas surgidas a la familia burguesa. Y aquí, todo vale, hasta el punto de que pueden preverse sus desarrollos futuros en los próximos años.

Los elementos propulsores de estos “nuevos modelos familiares” son tres fenómenos íntimamente concatenados:

- El dogma del “relativismo” y de la “libertad”: todo vale y nada es completamente “bueno” ni “malo”, por tanto, todo es legítimo.

- El dogma de la igualdad aplicado a este terreno: ningún modelo familiar es superior a otro, dado que “somos iguales”, cualquier forma de relación y de organización entre humanos, es aceptable.

- El dogma del progreso hace que se conciba, aun sin esperar los resultados, a los “nuevos modelos familiares”, no sólo como legítimos, sino además superiores a cualquier otro.

Se da por supuesto que los “nuevos modelos familiares” son provisionales: cuando una unión no “funciona”, o aparece la posibilidad de cambiar a otro modelo que pueda reportar más satisfacciones personales, nadie tiene el más mínimo empacho en realizar tal cambio.

El resultado es que, mientras las familias tradicionales tenían un ciclo de duración que se prolongaba por espacio de generaciones y la familia dejaba de ser algo que uniera a la generación de los padres, de los hijos, de los abuelos, etc, a lo largo de linajes, para la familia burguesa el ciclo de vigencia era mucho menor y siempre ligado a la fortuna familiar, dado que la herencia quedaba distribuida entre todos los hijos, en lugar de corresponder solamente al primogénito como había ocurrido en las sociedades tradicionales. Éste, el hijo mayor, heredaba, no solamente el patrimonio -evitando así su fragmentación- sino las responsabilidades del padre. Es significativo, así mismo, que parte del patrimonio familiar -que ya ha tributado los impuestos establecidos- vuelva a pagarlos en concepto de “impuesto de sucesiones”. El Estado, simplemente, aspira a anular el peso de las herencias. Si a esto unimos otros fenómenos sociales aparecidos en los últimos tiempos y que analizaremos en su lugar, el resultado es que todo juega en contra de la familia burguesa que ya no está en condiciones de oponer ninguna resistencia a los “nuevos modelos familiares”, ni siquiera en nombre de los principios más conservadores.

Existe una unanimidad en aceptar estos “modelos”, a pesar de que nada sugiere -sino todo lo contrario- que resulten viables y que, difícilmente, podrán consolidarse en el tiempo.  Podemos establecer una ley: a medida que se produce un alejamiento de la sociedad Tradicional, se va perdiendo su carácter esencial, la estabilidad y la perennidad de su modelo de familia, para ir cayendo en formas, en sí mismas, pura transitoriedad inestable.

Entre otros, podemos citar como “nuevos modelos familiares”, la figura de la madre soltera que haya decidido tener un hijo mediante algún procedimiento de reproducción asistida; las madres solitarias que después de un divorcio -en España, los jueces atribuyen siempre la custodia de los hijos a las madres, salvo en casos de notoria incapacidad de la madre. Ambos modelos se conocen como “familias monoparentales”. Las parejas de lesbianas y las de homosexuales forman “familias homoparentales” que también pueden tener hijos gracias a la reproducción asistida, a la donación de semen, el “vientre de alquiler” o a la adopción. La opción de aquellos hombres que deseen ser padres en solitario, puede ser desde la adopción hasta el vientre de alquiler. Habitualmente, feministas radicales y colectivos LGTBI+ se quejan de que determinados países no permiten la “adopción” de nacionales por parte de parejas homosexuales o de padres o madres en solitario.

Además de estos “modelos” podríamos hablar también de los restos de la familia burguesa que actualmente tiende a llamarse “familia nuclear” (dos adultos de sexo opuesto más sus hijos). Sin embargo, este tipo de familia, sometida a los vaivenes del divorcio y de las crisis económicas, puede dar lugar a “familias extendidas” (en las que, además de padres e hijos, conviven bajo el mismo techo otros parientes, tíos, abuelos, sobrinos), las “familias de padres separados”(en la que los hijos viven unos períodos con su padre y en otros con su madre), las “familias reconstituidas” (en las que dos cónyuges procedentes de distintas unidades separadas previamente y con hijos una o ambas, han decidido vivir en común, pasando los hijos a ser hermanastros”, modelo en el que se incluiría también hombres o mujeres que hayan enviudado previamente o que hayan sido padres o madres solteros), finalmente encontraríamos a las “familias adoptivas” (en los que la pareja decide adoptar a un hijo que, casi inevitablemente, resulta proceder de un país extranjero, casi siempre del Tercer Mundo).

Al ritmo que avanzan las propuestas de los sectores más progresistas de la sociedad, parece inevitable que, en un plazo de 15 a 30 años, sea posible reivindicar “nuevos modelos familiares” en los que ni siquiera se tendrá en cuenta la biología. Por el momento, la ciencia ficción ya avanza parejas formadas por entidades biológico-mecánicas (cyborgs) con humanos e, incluso, hay “animalistas” que proponen los mismos derechos para las mascotas (en EEUU se han dado ya múltiples casos de testamentos en los que el beneficiario de una herencia es una mascota, habitualmente perros o gatos…). Así que es fácil prever lo que nos espera en los próximos lustros.

Asustarse por esta perspectiva no es una opción. Temerla tan poco. Sonreír, quizás sea lo más oportuno. Estamos ante estertores terminales de una sociedad que se aproxima a su fin. No puede sorprendernos, ni siquiera airarnos, el que las formas de organización más absurdas, todo aquello que civilizaciones anteriores, desde el neolítico, han rechazado como inservible, constituya, tanto en este como en otros terrenos, el signo de los tiempos de la modernidad.

3. La caída de la natalidad como síntoma

Otro de los aspectos sobre los que no hay que asustarse es sobre la caída de la natalidad. España es, en la actualidad, incluso tras la llegada de diez millones de inmigrantes en los últimos 25 años, uno de los países europeos con más baja natalidad. A ello contribuyen tres factores: de un lado, las condiciones económico-sociales, cada vez más adversas a causa de la inflación, la pérdida de poder adquisitivo de los salarios y al encarecimiento general de la vida. De otro lado, los ritmos de vida modernos, determinados agentes químicos presentes en la alimentación (incluso en la más “sana”), contribuyen a generar todo tipo de problemas en el esperma del varón y en la motilidad de los espermatozoides. Finalmente, los valores que han sustituido a los de la familia tradicional: el culto al cuerpo y a la belleza, la aspiración o no tener ataduras de ningún tipo para el propio placer, la negativa a asumir responsabilidades y cargas propias de la paternidad e incluso la pérdida de los instintos propios de los mamíferos superiores, presentes en el ser humano y que, como veremos, resulta significativo, como reflejo de una decadencia, también, de carácter biológico. En cualquier caso, todos estos fenómenos están íntimamente ligados a la modernidad.

En realidad, el hecho de que la natalidad descienda, no es nada de lo que haya que alarmarse. Indica, simplemente, que algo anómalo ocurre en la sociedad. De hecho, “calidad” y “cantidad” siempre han estado en razón inversa. Lo realmente preocupante es que, en la actualidad, nada sugiere que una bajada en las tasas de natalidad, como la que se están dando en los países de Europa Occidental, desde hace casi medio siglo, redunde en un aumento en la “calidad” de los nacimientos. A decir verdad, lo que se constata es justo lo contrario: lo que se delata es, sobre todo, una crisis global de la maternidad que afecta, sobre todo a las razas caucásicas, en absoluto a otros marcos étnicos. Da la sensación de que esos grupos étnicos, por las razones que antes hemos enumerado, han perdido “vitalidad”, o si se quiere, “instintividad”.

Aunque solamente fuera por razones instintivas (en tanto que el soporte de lo humano es fisiológicamente un mamífero superior), el ser humano debería tener los mismos instintos que estas especies, sometidos, por supuesto, a modulación: instinto de agresividad, instinto territorial e instinto de supervivencia manifestado con la generación de hijos. En otros marcos geográficos, la situación no es mejor: se tienen más hijos que en Europa, pero los problemas generaciones son similares, agravados -en China, en la India, en el mundo árabe- por una masificación jamás conocida en períodos anteriores.

Pero la realidad es que, en Europa, el descenso de la natalidad no ha generado unos pocos nacimientos de individuos de una estatura excepcional, ni en el Tercer Mundo, el aumento de la población se ha traducido en aparición de un mínimo porcentaje de seres espiritualmente superiores.

La hora del régimen de “sucedáneos” también ha llegado a este terreno. Ya en los años 90, vimos, no sin cierta sorpresa, la aparición de “mascotas” electrónicas (los “tamagochi”) que había que cuidar como si se tratara de hijos biológicos: era preciso estar pendiente de ellos, alimentarlos, despertarlos, entrar en sus rutinas… Era una moda, pero, en cualquier caso, significativa. Posteriormente, las familias han tendido a sustituir a los hijos por las mascotas. Se trata, por supuesto, también de una moda impuesta por determinadas empresas instaladas en este sector. Son muchos los poseedores de una mascota que les deparan el mismo amor, incluso, la abnegación propia que un padre puede entregar a un hijo biológico. En torno a las mascotas se ha desarrollado toda una industria de servicios: peluquerías caminas, alimentación con todo tipo de complementos vitamínicos, cirugía y medicina, incluso vestimenta y gadgets. Obviamente, el próximo paso es atribuir derechos a las mascotas que antes fueron solo patrimonio de lo humano. Cada vez más personas afirman, sin ningún tipo de ambages, que quieren más a su mascota que a cualquier humano e incluso mantienen animadas conversaciones con ellos o los sacan a pasear en carrito, o arropándolos en invierno con abrigos, mantas e incluso botas, demostrando con ello que lo ignoran todo sobre la vida y las características de estos animales. Pero tampoco aquí hay que sorprenderse: el amor a los animales, la defensa de sus derechos, e incluso la denuncia a los “abusos” de que son víctimas las vacas al manosear sus ubres para extraer leche o las gallinas al robarles los huevos, no pueden ser sino considerados como síntomas de una especie de locura colectiva, grotesca habitualmente y en ocasiones, incluso, siniestra.

Todo esto nos demuestra que, tras el repliegue de lo espiritual, ha seguido el declive de lo psíquico, al que no ha tardado en seguir la decadencia del mismo soporte biológico del ser humano. Si el ser humano está compuesto por cuerpo, alma y espíritu, hoy estos tres elementos están en crisis.

4. La pérdida del sentido de la paternidad

Una sociedad que ni siquiera es capaz de recordar lo que es la “autoridad”, no ya la Autoridad Espiritual, sino la pura y simple autoridad más allá de la simple represión, es una sociedad en la que la noción de la paternidad, sería insostenible en la medida en que implica una forma muy concreta de Autoridad. Hay que situar la crisis de la paternidad como un frente más abierto por la crisis de la Autoridad.

Hoy, aludir a la autoridad paterna implica hacerse acreedor de los epítetos de “reaccionario”, “patriarcal” y “machista”. Toda forma de autoridad (que no sea la tendente a mantener el orden público) es considerada como “castradora”: al impedir hacer algo se evita que esa persona “experimente” y decida por sí mismo.

En las sociedades tradicionales, Autoridad y Jerarquía, eran los polos de agregación y las fuerzas motrices de la sociedad: la Autoridad ordenaba y polarizaba en torno suyo irradiando energías y ejemplo; esta Autoridad se dividía en grados y niveles generando una jerarquía que implicaba siempre una complementariedad en todos sus niveles: la autoridad llegaba y marcaba el camino a los que tenían determinadas carencias del carácter. Eso era una sociedad “orgánica”. Cualquier sociedad en la que no existe un centro o un polo de referencia claro, es una sociedad inorgánica y a largo plazo inviable.

La sociedad burguesa ya transformó al padre en una máquina de traer dinero a casa y a la madre en una mezcla de ama de llaves, nodriza e institutriz. Las “conquistas sociales” de los años 60 integraron a la mujer en el mundo del trabajo convirtiéndola, además de sus responsabilidades familiares, en un personaje tan alienado como su marido en tanto que ambos no eran dueños de su trabajo. El paso siguiente, la destrucción de la familia burguesa, se ha cubierto de manera irreversible. El final de la sociedad burguesa ha coincidido con los últimos estertores del principio de autoridad. En realidad, si todos fuéramos “iguales”, nadie tendría el derecho de imponerse y guiar a otros. Hoy, como máximo, la autoridad se extrae de la aceptación numérica expresada en las papeletas de voto y se trata siempre de una autoridad provisional en la que ni siquiera cuentan las cualidades morales, éticas o profesionales, sino simplemente el número de votos recibidos. Por tanto, no es que el fin de la autoridad en el seno de la familia -tanto de la autoridad paterna como materna- sea un elemento inesperado, sino que supone que está próximo a alcanzarse el punto omega de los principios elevados a dogmas con la revolución de 1789.

5. Los nuevos arsenales legislativos

Desde los años 80, la ciencia ofrece a las mujeres técnicas de reproducción asistida. Inicialmente, fueron utilizadas para resolver los problemas de familias en las que alguna de las partes estaba incapacitada fisiológicamente para tener hijos, pero luego, la técnica fue utilizada por mujeres que no habían contraído matrimonio, pero querían tener hijos.

A partir de 2005, la legislación española -y luego otras legislaciones europeas- siguiendo las directivas de la UNESCO introdujeron el derecho al matrimonio de las parejas homosexuales y, poco después, su derecho a la adopción, eliminándose cualquier limitación legal que pudiera existir. Poco después se aplicó la misma regulación a las uniones de hecho, por transitorias y circunstanciales que fueran.

En España, la legislación del período “zapateriano” estableció, además, facilidades extremas al divorcio que pasó a ser una práctica generalizada, reduciendo al mínimo los plazos de “separación” y pasando directamente a la ruptura de todo vínculo administrativo entre los cónyuges, práctica que seguía a la Ley del Divorcio establecida por el gobierno de Adolfo Suárez en 1981. Cualquier pequeña disputa conducía legalmente y, sin períodos de reflexión, directamente a la disolución de todo vínculo.

La ley del aborto, inicialmente aprobada en 1985, sufrió durante el período de Zapatero una reforma en profundidad que, prácticamente, convirtió el aborto en universal, legal, libre y gratuito, pasando de practicar en España menos de 500 en 1986, a 100.000 en 2020. Las estadísticas demuestran que hay mujeres que han entrado en el quirófano hasta ¡seis veces! para abortar, en un momento en el que existen múltiples métodos anticonceptivos, o formas de interrumpir el embarazo mediante procedimientos farmacológicos.

A pesar de que la legislación española, en estos momentos no admite la figura del “vientre de alquiler” -también conocido como “maternidad subrogada”- lo cierto es que viene haciéndose desde los años del franquismo

Pero nada de todo esto ha servido para tranquilizar y refrenar los ánimos de una izquierda que se ha quedado, prácticamente, sin ideas-fuerza, y pide más y más rápidamente, medidas legislativas tendentes a liquidar los últimos residuos de la familia burguesa, a propulsar cualquier nuevo modelo familiar que pueda idearse. La reacción solamente ha llegado de los ambientes católicos, motivada por cuestiones de dogma y de fe. La derecha política “conservadora”, apenas ha hecho nada para oponerse a estas iniciativas legislativas.

UN MUNDO EN EL QUE LA FAMILIA HA DEJADO DE EXISTIR

Lo que nos puede deparar el futuro en los próximos años en relación a la paternidad es fácil de prever: la fecundación en incubadoras artificiales que sustituirán a la madre y el tener hijos “a medida y bajo demanda” figuran en estos momentos entre los principales objetivos de las nuevas investigaciones genéticas. De ahí al futuro pintado en Un mundo feliz de Aldous Huxley, no hay más que un paso. Al igual que en la novela, la “felicidad” se ha conseguido liquidando a la familia, a la diversidad cultural, al arte, a la religión, la filosofía y el amor. No es difícil establecer el diagnóstico: la familia burguesa ha sido sustituida, tras un período de decadencia que termina exteriorizándose a partir de la “contestación juvenil” de mediados de los 60, no por un “nuevo modelo familiar”, sino por la “no-familia”, esto es, por entidades provisionales, de dudosa eficacia, en todos los casos, como “células base de la sociedad”.

Los períodos de fin de ciclo se caracterizan precisamente por el caos al que conduce la sustitución de fórmulas tradicionales ya degradadas por nuevos experimentos que tienden a atomizar la sociedad en lugar de darle una mayor coherencia. Pues bien, esto ha ocurrido en apenas 60 años, tal como anticipaba Evola y como describía Huxley en su novela (que, más que una novela crítica, casi habría que considerar como una “hoja de ruta” en la marcha hacia un futuro que desdice el título de su novela).

La relajación de las identidades sexuales a la que hemos aludo en relación al sexo (ver La ruptura del ser humano con la sexualidad) ha tenido también como resultado, la aceleración de la crisis de la familia y su destrucción irreversible. El hecho mismo de que las condiciones socioeconómicas (que examinaremos en su lugar) hayan hecho inevitable que en la mayor parte de los hogares se precisen dos salarios para poder afrontar el día a día, ha obligado a padre y madre a permanecer durante la jornada laboral fuera del hogar y, por tanto, a imposibilitarles, en la práctica, las tareas de educación de los hijos. En ese punto, el Estado ha sustituido a la familia en la “educación” de los hijos. El fracaso de los sistemas educativos y las condiciones y dogmas que imperan en la enseñanza actual, han destruido también la posibilidad de transmitir conocimientos válidos y de ofrecer una visión del mundo y unos valores instrumentales, convirtiéndose las aulas en meros silos y contenedores para el almacenamiento del “material humano” (los hijos), mientras los padres trabajan.

A todos estos elementos que contribuyen a la aceleración del hundimiento de cualquier estructura social estable, se une la marcha acelerada de los progresos técnicos y la aparición constante de nuevas modas y de productos culturales que, como hemos dicho al principio, provocan una imposible transmisión generacional de conocimientos e, incluso, la propia comunicación entre padres e hijos y entre hermanos separados por pocos años de edad, en los raros casos en los que las “unidades de convivencia” (que no familias) tienen más de un hijo. Los hijos han dejado de ser educados por los padres, y el Estado ha fracasado en la tarea: el medio y el clima socio-cultural, las modas y los dogmas en vigor son quienes modelan a las nuevas generaciones. Pero no perdamos de vista el que, desde la Grecia clásica, incluso desde el neolítico, la familia había sido considerada, con razón, célula base de la sociedad. Faltando coherencia en las familias, la propia sociedad y su expresión organizativa, el Estado, es la que se resiente.

La pregunta que ya se planteó Evola hace 60 años es ¿cómo puede actuar un “hombre diferenciado” que no ha perdido de vista lo que fue la familia tradicional en el período terminal que le ha tocado vivir? No puede añadirse mucho más a lo escrito en aquel momento por nuestro autor: en 1961, a pesar de no poder prever, algunos desarrollos que se han producido en estos últimos 60 años en relación a la familia, tenía muy claro que, en la fase de desintegración de la institución que conoció ya en aquella época, no podía salirse en defensa de la familia burguesa en la medida en que ésta lo reducía todo a un mero pragmatismo que -tal como ocurrió- fue variando su orientación a medida que las condiciones objetivas de carácter económico-social, obligaron a ello.

En estos momentos de fin de ciclo resulta absolutamente imposible reconstruir en la práctica modelos de familia tradicional (esto es, pre-burguesa). Los “hombres diferenciados” a los que Evola dirigía su obra, solamente podían aspirar a transmitir valores y a preservar el concepto de “familia tradicional”, reconociendo las pocas posibilidades de adaptarlo a las condiciones del fin de ciclo. Evola afirmaba que, en estas circunstancias, la paternidad ya no puede estar vinculada a la sangre o al linaje: nosotros podemos añadir que, tampoco puede estar vinculada a ninguno de los “nuevos modelos familiares”, en la medida en que no son un “más”, sino un “menos”, en relación al modelo burgués. Además, lo importante, no es “formar familias” sino garantizar la “transmisión” de valores y de certidumbres en condiciones de restablecer la continuidad generacional supliendo el abismo creciente generado por la modernidad entre las distintas generaciones.

Es el momento de volver a la etimología y al concepto tradicional de la palabra “familia”. El término procede del término latino que implicaba a todas las personas que vivían bajo el mismo techo y que no incluían -y esto es lo importante- solamente a los que eran de la misma sangre, sino también a los invitados, a los sirvientes (que, individualmente, eran llamados “famulus” o “servus”) y a cualquier otra persona que conviviera bajo aquel hogar. La “res familia” era el patrimonio del grupo. Entre todos ellos existía un trato “familiar”. Pero, la palabra “familia” tiene un origen pre-latino, el mismo concepto está presente en los pueblos indo-europeos. Algunos lingüistas han sostenido que el término famulus, famelo, familia, deriva del sáncrito dhe-mon (poner) del que procedería dhaman (doméstico o propio de la casa). El mismo sufijo se encuentra en el término latino, mientras que, en griego, la raíz sánscrita daría lugar a themelios, fundamentos y a themis, justicia o ley, en las que está presente la raíz sánscrita dhe. Pero fueron los latinos los que más afinaron la concepción tradicional designando por este término a todos los habitantes de la casa, fuera cual fuera su parentesco y su lugar jerárquico. Pues bien, tal es el concepto que se trata de recuperar.

Sustituyendo el término “casa” por “valores”, lo que tendremos es la pertenencia a la misma familia de todos aquellos que compartan los mismos valores. El enunciado podría establecerse así: “somos familia, si compartimos la misma visión del mundo”.

En la antigua Roma, el pater familias, como hemos visto, podía integrar en su clan a todo aquel que aceptase el culto doméstico, abandonara el suyo y viviera bajo su mismo techo. Algo parecido es lo que podría servir en estos momentos de fin de ciclo para garantizar el tránsito al nuevo momento histórico que está por llegar. Deberían ser individuos “diferenciados”, dotados de autoridad natural, verdaderos maestros espirituales, quienes polarizaran en torno suya a quienes compartieran los mismos puntos de vista, reconstruyeran rituales y estilos propios de cada “familia”. Solamente así podría garantizarse el tránsito.

En cuanto a las familias que, en esta época, hayan conseguido mantener su unidad y una cierta voluntad tradicional, las que se hayan salvado de la destrucción de la institución, deben reforzar sus rasgos identitarios, su funcionalidad, alejándose del modelo burgués y de la degradación de éste en los “nuevos modelos familiares”, para, en la medida de lo posible, restablecer los vínculos de transmisión de valores entre las distintas generaciones y la enseñanza de un estilo de vida que libere a los hijos de la tiranía de la modernidad, de sus modas, sus usos y hábitos.

Cada época impone a los que viven en ella determinadas condiciones. En la actualidad, por adversas que sean todas ellas, no pueden evitar que, cualquier propuesta que pueda realizarse tenga sus límites y difícilmente pueda aspirar a algo más que mantener vivos los valores tradicionales, evitar su pérdida y agrupar a un cierto número de “hombres diferenciados” o con voluntad suficiente como para serlo, sin hacerse ilusiones y sin pretender siquiera influir en el conjunto de una sociedad, muerta en su espíritu y en sus posibilidades de prolongarse en el futuro. No será, desde luego, en el final de esta última parte de nuestro ciclo histórico en el que lograremos hacer revivir la familia tradicional, pero sí podremos hacer que otros nacidos en el nuevo ciclo que vendrá puedan conocer y vivir estos valores.