Estoy firmemente convencido de que un hombre en la vida tiene que conocer tres experiencias: una cárcel, un cuartel y un burdel. Yo he conocido las tres, pero eso sí, moderadamente. La primera vez que estuve en la cárcel fue en 1974 cuando era una de los “sospechosos habituales” en Barcelona y siempre que se producía algún incidente vinculado a la extrema-derecha, la policía tenía a bien detenerme. Mi teléfono en la época estaba habitualmente intervenido y mi correo también (lo sé por que la policía me interrogaba sin el menor recato con copias de las cartas). En 1975 quise sacarme el carné de conducir moto. Era necesario un informe de la policía y a mí no me lo dieron hasta que, justo al morir Franco, se abolió la absurda medida.
En realidad, el problema se había derivado de las intervenciones telefónicas. Ignacio Castells era un gran amante de hablar por ese teléfono que la policía tenía tan intervenido como el mío. Hacia 1972 nos detuvieron por primera vez. Nos habían enviado una nota en sobre: “Acuda a la Jefatura de Policía por un asunto de su interés”, eufemismo que nos costó tres días a la sombra y que nos preguntaran una y otra vez por el PENS y por el asalto a la Gran Enciclopedia Catalana. Han pasado más de 35 años así que no tengo el menor inconveniente en explicar lo que ocurrió: el asalto no lo realizó nadie del PENS sino falangistas de Barcelona que utilizaban las siglas PENS para firmar algunas de sus acciones. ¿Qué si sabía quiénes eran? Pues sí, lo intuía primero y luego tuve la convicción. ¿Y quiénes eran? Pregúnteles a ellos, yo practico la misma técnica que la masonería: si el interesado no revela su condición, yo no voy a hacerlo.
En aquella primera ocasión todo era nuevo, desde el gris desvaído de las paredes de la Jefatura de Policía, la tristeza de aquellos corredores, el olor a zotal en los calabozos, los primeros contactos con delincuentes comunes, unos fideos con pimentón flotando entre agua amarillenta como potaje y, sobre todo, unas chicas alegres y encantadoras que nos invitaron a pollo a l’ast, prostitutas cogidas en alguna de las muchas redadas que tenían lugar en el Barrio Chino. Aquellas mujeres de facciones endurecidas, trajes provocativos y ajustados, se me aparecieron a partir de entonces con un rostro que el cliente habitual no suele reconocerles. Sabían lo que era las privaciones y estaban dispuestas a mostrar su solidaridad con unos chavales como nosotros, recién llegados a los calabozos.
En aquellos calabozos sombríos los ruidos se viven con extraordinaria intensidad. Un grito dos celdas más allá, un delincuente que pide ir a mear, un guardia que lo envía a paseo, otro guardia que le abre la puerta, otro que viene y te pregunta: “Y tú, chaval, ¿Qué has hecho?”. Antes de contestarle, otro preso ya se ha puesto a gritar y otro dice que se va a chinar. Y el olor a zotal cada vez más intenso y penetrante que mata toda bacteria y es capaz de acabar con cualquier forma de vida si se consume con sobredosis. En los calabozos, los guardias deseosos de mantener su integridad ante el ataque de los virus, suelen rociar el cubo del friegasuelos con sobredosis de zotal.
En la tercera detención en tanto que “sospechoso habitual”, empezaba a estar harto de todo aquel baile incómodo para mí pero sobre todo para mis padres. Policía buena, policía malo, gritos, amenazas, preguntas reiterativas, estúpidas frecuentemente, baile de preguntas: ¿es que la policía no tenía nada mejor que hacer? ¿es que no había, incluso dentro de la extrema-derecha, riesgos mucho más concretos que unos chavales que, a fin de cuentas, no formaban parte más que de una tribu urbana de esos que en la época adoptaban una estética política? Había muchas de esas tribus urbanas: la de la Joven Guardia, la de las Juventudes Comunistas, la de los Jóvenes Comunistas Revolucionarios, qué se yo… Miente –o se engaña, lo que quizás sea peor- quien diga que todos aquellos grupos eran “políticos”. Lo eran sólo accidentalmente; en realidad, todos queríamos vivir una aventura iniciática que nos indicara que habíamos dejado atrás adolescencia y entrábamos en la juventud. La sociedad nos había hurtado los ritos de tránsito y nosotros los reconstruimos. Dejábamos nuestras siglas pintadas en las paredes, adoptábamos unos rituales comunitarios (nosotros nos saludábamos brazo en alto cuando nos encontrábamos, cantábamos las mismas canciones, solíamos vestir igual: cazadora de cuero negra, pantalones ajustados), cuando comprobábamos que éramos capaces de vivir nuestra aventura iniciática (una carrera ante los grises, una pelea con los militantes de izquierda, tomar la palabra en cualquier asamblea) empezábamos a darnos cuenta de que ya éramos hombres y necesitábamos a mujeres. Pero esta ya es otra historia.
Nos metieron aquella primera vez en una celda colectiva. Siempre hay una “primera vez” y yo tuve en aquella ocasión la sensación de que me habían quitado la virginidad y que, a partir de ese momento ya no sería un “ciudadano normal”, sino alguien que había pasado por el calabozo y compartido tres días de su vida con putas, carteristas, tocomochos que aún abundaban en la época, sirleros e inmigrantes ilegales. Sí, porque ya en aquella época, en la celda colectiva en la que nos encerraron había moritos y negros cada uno a la espera de su expulsión. Uno de los negros era un delincuente muy conocido. No levantaba más de 1.30 del suelo y estaba visiblemente contrahecho. Dentro de la escala de totalidades de negro, éste ocupaba el negro azabache que incluso entre los negros de menor intensidad era denostada como “inferior”. Entre eso y que todos los bajitos tienen mala leche, el hombre a poco de salir acuchilló en una pendencia a quien le había delatado. Lo reconocí por la descripción que la siempre meticulosa Vanguardia (que entonces añadía la coletilla de “Española”) daba del crimen: “El negro, de cortar estatura y jorobado, dio saltos para llegar al cuello de la víctima. Cada salto suponía una nueva cuchillada en la yugular”.
Al salir, Ignacio volvió a sus habituales llamadas a toda hora comentando como había ido la detención: “¿Te acuerdas del jefe del grupo?”. Sí, me acordaba, un tal Peña que luego fue jefe superior de policía de Granada. E Ignacio proseguía: “Fíjate el gilipollas, me contó que iba de estudiante secreto a la universidad”. Peña era, a la sazón, el Jefe del Grupo IV de la Brigada Político Social de Barcelona, encargada de investigar a la ultra-derecha y a la ultra-izquierda anarquista. Era un muestrario de los particulares tipos policiales de la época: eran conscientes de que no éramos peligrosos así que no nos sometieron a los malos tratos y torturas de los que habitualmente se quejaban los clientes de izquierda que pasaban por allí. Claro está que nosotros no matábamos y en cambio la extrema-izquierda anarquista, en cambio, sí. Dos años después, en un oscuro tiroteo dentro de un portal resultó detenido Puig Antich, pero un policía, Anguas Barragán, resultó muerto. Ignacio se refirió también al que parecía el brazo derecho de Peña, un tal Alfonso Simón que nos había explicado que era “hijo de caído” sin explicar de caído en qué guerra, ni porque su edad no correspondía con la de cualquier “hijo de caído” que se preciara. Era evidente que estaba haciendo el papel de “policía bueno”. “Menudo gilipollas”, nos dijimos. Y Simón, a todo esto, escuchando la conversación. A partir de ese momento, Ignacio y yo nos convertimos en “sospechosos habituales”. Nunca nos lo pudo perdonar.
Aquella primera detención y las tres que siguieron en pocos más de cuatro meses sirvieron solamente para que nos fuéramos habituando a aquello que en la primera ocasión fue todo novedad. No fuimos procesados en ninguna ocasión. Cuando a las 72 horas de detenernos nos llevaban al Juzgado de Guardia, éste nos ponía en libertad a la vista de que ni había indicios de nada salvo de pertenencia a “organización ilegal” de la que el juez era el primero en percibir que se trataba más de un grupo juvenil (teníamos 18 y 19 años) sin importancia ni repercusión alguna. Pero lo cierto es que en la tercera ocasión, el Diario Femenino, de DOPESA, que luego pasaría a llamarse Mundo Diario, había publicado nuestras iniciales y esto empezaba a ser un feo asunto, a parte de interrumpirnos estudios y crear una situación de tensión familiar insoportable (la policía en tres ocasiones registró mi habitación ante la alarma consiguiente de mis padres). Pero, al parecer, nosotros éramos los “sospechosos habituales” más recomendables. Otros tenían “protección aérea” y hubiera bastado que les molestasen para que el subjefe local del Movimiento o incluso algunos concejales del Ayuntamiento, hubieran manifestado su protesta. Así pues, nosotros éramos los “sospechosos habituales” más ideales: nuestros padres eran burgueses medios que habían aprendido a huir de problemas y, una vez terminada la detención, serían los primeros en querer olvidar el incidente.
Dado que las asociaciones de vecinos y las plataformas democráticas consideraban que los atentados contra librerías y centros culturales eran una amenaza contra ellos, presionaron para que la policía demostrara la misma eficacia que demostraba con ellos. Y era entonces cuando nos detenían a nosotros. Treinta y tantos años después carecería de sentido que negara lo hecho a la vista de que unas ultramemorias son precisamente para eso, para asumir mis responsabilidades, pero nada más allá de ellas y es por eso que puedo decir lo mismo que le dije a la policía hace más de tres décadas: yo no tuve absolutamente nada que ver con aquellos atentados a librerías y centros culturales, ni nadie del círculo en el que me movía. Aquellos atentados fueron cometidos por gente que utilizaba unas siglas que nosotros, ingenua y torpemente, había pintado por toda Barcelona PENS. Eso era todo. Muchos años después, uno de los que habían cometido aquellos atentados me dijo refiriéndose a otro grupo similar al PENS surgido unos años después (el grupo Patriotas en Pie): “Por la boca muere el pez”. Y era que en aquella época nosotros solamente negábamos ante la policía la comisión de aquellos atentados… pero no en nuestras publicaciones (y cuando lo hicimos fue con letra pequeña). Éramos unos criajos y creíamos que eso potenciaba nuestra sigla y la aureola de miedo que se había organizado en torno a ella. Cuando fuimos conscientes del problema, lo primero que hicimos fue disolver el PENS. Pero ya era tarde.
La cuarta detención, con el PENS ya disuelto, se produjo tras el bombazo que destrozo los anaqueles del Cine Balmes. Proyectaban La Prima Angélica de Antonio Saura; en un momento dado, el actor Antonio Delgado aparecía en escena con camisa azul y el brazo enyesado brazo en alto, suscitando algunas risas en la platea. En el momento en que me detienen, ni había visto la película, ni el PENS existía, ni yo militaba en ningún grupo de extrema-derecha; es más, frecuentaba otros ambientes y, sobre todo, leía y me identificaba con los “franceses no conformistas de los años 30”, me nutría con la poesía de Pound, leía a Freud, y buscaba el amor como un perro busca un árbol sobre el que orinar. Estaba en la edad de amar y amé, y fui amado: solamente eso hubiera bastado para dar sentido a mi vida. Pero seguía siendo “sospechoso habitual” y recurrieron a mí… seguramente por que Castells, de nuevo me había llamado y comentado por teléfono quién había podido colocar el explosivo. En esta ocasión, los tres días de detención no se saldaron con la habitual puesta en libertad en el juzgado de guardia, sino que el caso fue remitido al Tribunal de Orden Público. Dado que era jueves y el sumario no llegaría a Madrid hasta el viernes tarde cuando ya había acabado la jornada laboral, no habría respuesta hasta el lunes o martes. Así que durante ese tiempo nos almacenaron en la cárcel Modelo de Barcelona. Fue mi primera estancia carcelaria. Me cogía a cuatro manzanas de casa así que tampoco iba a ser un drama sino, como máximo, otra experiencia.
Compartí celda con un inmigrante marroquí y con un estafador catalán. Un abuelo que tenía a bien hacerse pasar por coronel del ejército (fue cabo durante su paso por la legión, eso sí) me enseñó las primeras artes de la supervivencia carcelaria: “no se te ocurra hacer amigos dentro de la cárcel y no des tu dirección a ninguno cuando salgas. Las amistades que se conocen en la cárcel no valen la pena”. Y me lo decía mientras intentaba desatascar enérgicamente un inodoro con la escoba. Se notaba que era un taleguero veterano. El estafador, por su parte, había sido detenido durante la boda de su hija con el consiguiente escándalo y el desmayo de la amantísima esposa. Sobre el marroquí poco puedo decir salvo que devoraba un hígado incomestible, mal guisado y repleto de válvulas que todos los demás habían rechazado.
Desde las ventanas de la celda pudimos ver a los presos del MIL y a los de la Asamblea de Catalunya buena parte de los cuales harían brillante carrera política en los años siguientes.
Castells y yo deseosos de no anquilosarnos nos presentamos voluntarios a cuantas tareas pudimos: barrer la galería, fregar los suelos, repartir comida. Todo se nos antojaba nuevo. Éramos unos inconscientes, apenas nos dábamos cuenta de que estábamos en la cárcel, nosotros hijos de la burguesía media catalana, causando a nuestros padres un dolor infinito. En la cárcel –y también en el calabozo- uno aprende a atribuir importancia a los ruidos. Cualquier ruido puede indicar un cambio de estado. En el calabozo, el ruido de la cancela y unos pasos que se acercan es lo que separa la placidez de la celda a un interrogatorio más o menos agitado. En la cárcel, circulaban historias sobre maltratos, sótanos en donde funcionarios desalmados golpeaban a los presos y todo tipo de relatos truculentos que los presos veteranos solía contar sembrando inquietud entre los novatos. Fue por eso que, cuando el martes, cuando ya llevábamos en las celdas cuatro días, a eso de las 12:00 de la noche se oyó el sonido de las cancelas y los pasos de los funcionarios en el silencio de la segunda galería, no pude sino experimentar la peor de las sensaciones. Aquello se podía complicar. Hasta ese momento habíamos vivido “el período”, esto es, un tiempo de observación y espera en la que se mantenía a los presos dentro de la celda. Por eso Ignacio y yo procurábamos eludir esa inmovilización forzosa ofreciéndonos como voluntarios para “tareas serviles”. Al abrirse la puerta, un funcionario adusto me ordenó sacar el colchón y mis cosas. Recorrí sólo aquella siniestra galería alumbrada solamente con tenues luces. En un pasillo me encontré con los otros tres detenidos de nuestro grupo. Todos estábamos sin saber qué iba a ocurrir y los funcionarios se negaban a informarnos. Cinco minutos después, y contra todo pronóstico, nos encontramos en la calle, tomando unas cervezas en el bar “Modelo”… Había tenido mi primera experiencia carcelaria, demasiado breve como para poder valorarla, demasiado joven como para poder entender su importancia. Lamentablemente, a esta seguirían otras.
De aquella experiencia no quedó ningún rastro judicial. Pero el Tribunal de Orden Público acertó a procesar a un tal Costa-Ojeda, un tipo relativamente conocido en el ambiente ultra de la época, que no tenía absolutamente nada que ver con nosotros.
Hubo que esperar seis años después para que tuviera un nuevo percance. Era junio de 1980, habían pasado más de seis años desde la última detención y ya casi me había olvidado de todo lo que suponía el ritual del calabozo, sus olores y sus ruidos. Estaba entonces en el Frente de la Juventud, surgido de la fusión de los restos del Frente Nacional de la Juventud con la organización madrileña con aquel nombre. Los de Fuerza Nueva, entonces en la cúspide de su crecimiento, convocaron una manifestación en la Ciudad Condal. El gobierno civil la prohibió con un argumento que no era de recibo (que podían producirse incidentes con otros grupos políticos). La razón no era esa, sino que Fuerza Nueva el año anterior había movilizado a 14.000 barceloneses en una manifestación que recorrió desde el local de la organización en Mallorca-Urgell hasta el Monumento a José Antonio en la otrora avenida de la Infanta Carlota. Claro está que en aquel momento, Fuerza Nueva estaba dirigida en Barcelona por un personaje que no procedía de la extrema-derecha, sino que había coqueteado con la izquierda en su período de estudiante. Por otra parte, en aquel momento, la extrema-izquierda independentista se mostraba excepcionalmente activa y agresiva. Eran los tiempos en los que en el entorno de grupos tan heterogéneos como el JERC, del PSAN y los antiguos de EPOCA, se estaba empezando a gestar ese aborto que luego sería Terra Lliure. Mientras que la extrema-izquierda marxista (LCR, PTE, ORT, OICE, FRAP) habían caído en la atonía o simplemente se habían disuelto, los independentistas iban de gallitos y solían manifestarse en la calle de manera agresiva y sin ocultar su intención de realizar una fotocopia reducida de ETA. Algunos de estos grupos –gente del PSAN- llegaron a colaborar incluso con ETA(pm) en el asalto al Cuartel de Berga… justo antes de ser todos detenidos.
En Catalunya jamás ha existido un caldo de cultivo para algo ni remotamente similar a ETA. El FAC en los años 70 fue una improvisación en la que confluyeron individuos procedentes de distintos entornos radicales ansiosos todos ellos de emular a ETA y, según se contaba en la época en los mentideros bien informados, había sido impulsada por elementos catalanistas moderados deseosos de reproducir las mismas simetrías del País Vasco: se trataba, como allí, de que unos dieran los palos al árbol y otros cogieran las nueces. Pero, Catalunya es muy diferente a Euzkadi y, finalmente, tras dos docenas de petardazos, uno de los cuales causó la muerte de un guardia civil que custodiaba la Delegación de Hacienda, fueron detenidos todos los militantes, todos los simpatizantes y algún otro que pasaba por allí. Las cosas eran así en la época.
Siete años después de la pulverización del FAC, algunos medios del independentismo radical estaban dando pasos para constituir lo que luego sería Terra Lliure. A esta organización le cabe el dudoso honor en el ranking de organizaciones terroristas internacional de ayer y hoy (y seguramente del mañana) de haberse causado más víctimas a sí mismos que en el “enemigo”. A cuatro militantes de TLl les estallaron las bombas en las manos con el resultado de muerte en tres casos y de gravísimas e insuperables mutilaciones en un tercero (al que, por aquellas casualidades de la vida le vendía cocaína, más que cortada, guillotinada, un ex miembro del FNJ de Gerona o Girona, aunque el Ge me parece mucho más oportuno que el Gi a tenor del origen del topónimo, pero esta es otra historia). De no haber sido completamente desarticulados poco después, seguro que varios más habrían resultado despedazados por su propia impericia. Es lo que tiene querer ser terrorista y no saber como serlo. TLl sería una irrisión de no haber cuatro muertos por medio. Tres de sus propias filas y uno, una pobre mujer a la que se le cayó la casa encima tras el bombazo. Lo dicho, el terrorismo no casa bien con Catalunya ni con los catalanes y no es raro que todo intento de cristalizar una organización así, o una franquicia de ETA, se haya saldado son la hecatombe. Tanto es así que ETA, desde el 2002 ya ha renunciado a poner pie en Catalunya e incluso a haber declarado –vía Carod- una “tregua” en esa autonomía en vista de que cada vez que ponía el pié ahí, perdía hasta la camisa.
Pues bien, tras esta digresión sobre las miserias del terrorismo independentista, volvamos a la manifestación de junio de 1980. Fuerza Nueva se había conformado con la resolución del Gobierno Civil. Nosotros no. En esa época, en el Frente de la Juventud sosteníamos la teoría del “juego de las partes”. Fuerza Nueva tenía un diputado en el Parlamento y quizás hubiera podido sacar un segundo por Madrid, un primero por Valencia y otro por Cantabria e incluso por Toledo y/o Ciudad Real, si las cosas no se le hubieran torcido y si su imagen no hubiera ido empeorando progresivamente. Pero, en aquel momento, nosotros no sabíamos que Fuerza Nueva carecía de futuro (y en lo personal no me convencí hasta que, estando tras un télex en Bolivia, el cabezal impresor no terminara de formar la noticia sobre las candidaturas de extrema-derecha presentes en las elecciones de 1983, media docena: entonces ya no había nada que hacer) y los militantes del Frente de la Juventud asumíamos el rol de “vanguardia militante” mientras que Fuerza Nueva debía de haberse contentado con el papel de “partido de masas”. Nosotros éramos, realmente, una vanguardia militante, pero Fuerza Nueva era cualquier cosa menos un “partido de masas” y sus militantes frecuentemente se veían implicados en más incidentes violentos incluso que nosotros. Pero, entonces, nosotros éramos fieles a esa estrategia del “juego de las partes” y, allí donde a Fuerza Nueva le habían prohibido una manifestación, era oportuno que ellos dieran marcha atrás y aceptaran la decisión, mientras que nosotros saltábamos a la calle y denunciábamos que esas prohibiciones tendrían como resultado más incidentes.
Así que nos preparamos para la manifestación: cócteles molotov, clavos que al ser arrojados al suelo siempre dejaban una punta hacia arriba, botes de humo fabricados por nosotros mismos, nos iban a acompañar en el “salto” que tuvo lugar en la Diagonal desde la Plaza de Francesc Maciá (entonces todavía de Calvo Sotelo, pero ya cambiado el nombre o a punto de cambiar) hasta el local de la UCD situado a 300 metros. La idea era, simplemente, cortar el tráfico, organizar un atasco lo más fenomenal posible para que la policía no pudiera tener acceso y lanzar cócteles molotov contra la sede de UCD. ¿Qué pasaba? ¿no había madurado? Sí, y ese era el problema: que la estrategia que habíamos diseñado era, simplemente, suicida.
Había una gran diferencia entre el FNJ y el FJ. En el primero nos tomábamos cierta molestia en formar militantes, prepararlos técnica y políticamente, pero aquello seguía sin funcionar. Nos dábamos cuenta de que un militante medio tardaba entre seis y doce meses en entrar, militar y desaparecer sin dejar señas. Así que no valía la pena formar militantes… porque pronto abandonaban la organización (una vez consumado su período de tránsito de la adolescencia a la juventud, nuevamente) y su puesto era sustituido por otros militantes completamente inexpertos a los que había que formar. Así pues, en el “segundo frente”, el Frente de la Juventud, no se trataba tanto de “formar y preparar” como de aplicar la teoría del limón: cuando un militante novel se acercaba a la organización se trataba de exprimirlo mientras durase su estancia entre nosotros, sabedores de que su período limitado de militancia había que aprovecharlo por todos los medios. Esto es, exprimirlo como un limón. Nuestra justificación es que no lo hacíamos en beneficio propio (de los tres dirigentes nacional del Frente surgidos del primer y único congreso de la organización: uno terminó asesinado en extrañas circunstancias, Juan Ignacio González, otro exiliado durante más de veinte años, José de las Heras y yo jodido y bien jodido durante un período que terminó en octubre de 1987, es decir, siete años de embrollos judiciales e inestabilidad personal) sino por una estrategia que advertía que contra más tiempo pasaba, más se ponía cuesta arriba nuestra lucha. Entre los delirios estratégicos que se nos ocurrían en la época, la hipótesis golpista era la que barajábamos. Mientras que para la extrema-derecha clásica, el golpe de estado militar era un fin en sí mismo, para nosotros era algo diferente: indicaba una etapa de inversión de tendencias.
En esa época manejábamos la “teoría de la escalera” según la cual la conquista del Estado (que creíamos firmemente como posible) era una etapa de ascenso que pasaba por distintas etapas cada una de las cuales era necesaria para llegar a la siguiente. No es que el golpe de Estado nos atrajera particularmente, pero sí era la posibilidad de dejar atrás el juego de los partidos y sus luchas, todo ese separatismo que no nos hacía ni pizca de gracia y la posibilidad de que lo más oportunista de la izquierda llegara en breve al poder. El golpe de Estado era, pues, el peldaño que debíamos a subir para afrontar una nueva etapa en la que el enemigo quedaba debilitado y nosotros fortalecidos. A esa etapa debía seguir otra marcada por la búsqueda de apoyos internacionales en donde nosotros teníamos mucho que decir en Europa y América Latina. Tal era la hipótesis estratégica en la que nos movíamos en el “segundo frente”.
La manifestación no fue de masas. Debieron acudir unas 60-70 personas. Más que una manifestación era un “salto” de los muy típicos en la época: un grupo de gente interrumpía el tráfico y se disolvía. Se encendieron los botes de humo, se lanzaron los clavos y al llegar delante de la sede de UCD, en lugar de un cóctel molotov, por aquello de la exageración, se arrojó una garrafa molotov que dejó el portal del edificio como la coronación de una crema catalana con azúcar quemado. Se atravesaron algunos coches en los laterales de la Diagonal y, en definitiva, hasta ese punto todo había sido un ejercicio de guerrilla urbana, más o menos diestramente ejecutado. Pero no, a partir de ese momento las cosas se iban a torcer.
Habíamos calculado 5 minutos para el desarrollo de la manifestación y el lanzamiento de la garrafa molotov y luego “aire”. Sin embargo, no todos los que estaban con nosotros eran miembros del Frente y, por tanto, ignoraban nuestras intenciones. Permanecieron más tiempo del que aconsejaba la prudencia, manifestándose por calles adyacentes, hasta que, finalmente, la policía logró salvar el atasco y detener a varias manzanas de allí a tres militantes de la extrema-derecha de los que, por lo que recuerdo, solamente uno pertenecía al Frente.
Cinco días después, llamaban a las 7:00 horas a mi domicilio y, por supuesto, no era el lechero. Mi mujer les cerró la puerta en las narices y yo saltaba por una ventana interior. Junto a mí –y ese era el motivo por el que saltaba- saltaba también una pareja de italianos huidos de su país. Una semana después nos volvimos a encontrar… en París. Había comenzado otra fase de mi aventura.
Todavía recuerdo cuál fue el pensamiento que afloró en mi cerebro cuando alcancé de un salto el edificio contiguo: “Ahora, por fin comienza la aventura”. La aventurera terminaría con una primera estancia en la cárcel parisina de La Santé tras indecibles peripecias que no vienen mucho al caso en este capítulo, proseguiría con una breve estadía en la recién inaugurada cárcel de Alcalá-Meco y un apoteósico fin de fiesta de 14 meses en la Cárcel Modelo. Todo se paga en esta vida, pero el afán de aventura se paga más caro que cualquier otra cosa.
(c) Ernest Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - http://infokrisis.blogia.com - Prohibida la reproducción sin indicar origen
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