Infokrisis.- El 30 de enero tendrá lugar en Logroño un homenaje a un camarada muerto durante una escalada, casi diría "en acto de servicio". Sus amigos y camaradas van a elaborar un cuaderno con distintos textos sobre la montaña y resultó un honor que nos pidieran un artículo para incluir en esa obra, a tenor de nuestra común atracción por las cumbres. Reproducimos a continuación este artículo. Sirva este artículo para estimular la afición por la escalada y la práctica de los deportes que implican un cultivo del carácter y de la voluntad...
Sobre la prueba de la montaña
Hay deportes que son completamente opuestos en su naturaleza profunda. Indican, a la postre, dos orientaciones del espíritu que hablan por sí mismas y que pertenecen a dos tipos humanos, en principio, antitéticos.
Espacio y tiempo
No nos referimos a la contradicción aparente que pueda existir por ejemplo entre las carreras de velocidad y las de fondo cada una de las cuales requiere cualidades físicas completamente diferentes. El velocista lucha contra el tiempo, el fondista devora el espacio. Ambos tienen que ver con dos concepciones que representan dos momentos históricos: la diferencia entre civilizaciones “tradicionales” (las que luchan contra el espacio) y las civilizaciones “modernas” que lo hacen contra el tiempo.
No es raro, por ejemplo, que el velocista sea un atleta moderno que aparece con la restauración (sui generis) de las Olimpiadas por el barón Pierre de Coubertin. En la antigüedad clásica el deporte rey era la marathón que rememoraba la carrera del atleta guerrero que trajo a Atenas la noticia de la victoria griega sobre Asia en la llanura del mismo nombre.
Carreras de velocidad y de fondo, son todavía hoy las pruebas reinas de las Olimpiadas, como si esas pruebas generaran un eco incognoscible pero extremadamente atractivo en el seno mismo de la modernidad. Son, a la postre, dos formas de tratar el espacio y el tiempo. Diferente es la antítesis entre sky y montañismo.
Subir y bajar
El practicante del sky se limita a descender, sin hacer esfuerzo, casi abandonándose a sí mismo, intentando evitar los obstáculos y mantener el equilibrio. No debe realizar más esfuerzo que el de optimizar sus performances para hacer un mejor crono. El montañero, por el contrario, asciende. Su preocupación no es el cronómetro, sino lo lejano de su conquista. Tiende hacia lo alto, casi como si se tratara de una perífrasis simbólica del hombre que intenta superar su estado y ascender a mundos superiores trascendentes.
Si el esquiador no precisa realizar esfuerzo, sino tan solo un ejercicio de habilidad, en la escalada es preciso unir un físico, una voluntad y una serenidad a prueba de bomba, una preparación física excepcional y una estabilidad de la mente, a una voluntad inquebrantable de llegar a la cima a conquistar y, por supuesto, a una técnica depurada. La escalada es pues un deporte “integral”. El sky es una diversión…
La técnica se ha ido perfeccionando a lo largo de los últimos 60 años. Ha llovido mucho desde que Edmund Hillary y el sherpa Tensig alcanzaron la cima del Himalaya en los cincuenta. Han aparecido instrumentos que hacen “segura” la escalada. Hay textos de generaciones de montañeros que describen lo que va a encontrar quien pretende conquistar cada pico y recomiendan la ruta más segura. El exceso de técnica ha tendido a minimizar el riesgo y la espontaneidad. El escalador de hoy casi sigue una ruta “segura”, utiliza GPS, tiene a su disposición partes metereológicos que le previenen de lo que puede encontrar. El riesgo ha disminuido en la medida en que la aventura ha dejado de ser tal y se ha convertido en mera técnica.
Vida y muerte en la escalada
De todas formas, para quienes conocemos la montaña, sabemos que nunca hay nada seguro en una escalada y que las modernas tecnologías no han podido arrebatar el prurito de aventura que tiene cada ascensión y la incertidumbre de su desenlace. La prueba son los muertos en la montaña y el que todos los que en alguna ocasión hemos clavado escarpias y enganchado mosquetones hayamos conocido de cerca la experiencia de la muerte.
La técnica en el alpinismo no ha logrado arrebatar la espontaneidad de la aventura en la montaña. Se escala para conquistar. Se asciende para demostrar algo tan simple como que se tiene el valor para llegar hasta donde muy pocos llegan. Y, aunque la técnica obligue casi a dotarse de aparatos electrónicos, lo cierto es que, a fin de cuentas, el escalador está solo en una pared y solo tiene como apoyo a sus compañeros de cordada. Si ellos fallan, él muere. Si el falla otros pueden morir. Blanco o negro. Vida o muerte. Victoria o derrota. Tal es el dilema.
Morir, por lo demás, en la montaña es la mejor forma de abandonar el mundo para un alpinista. He conocido a escaladores obsesionados por el problema de la muerte, convencidos de que iban a morir en la montaña y que se han arriesgado a las escaladas más inverosímiles hasta que finalmente lo han logrado: morir en las cumbres. En todos ellos había algo de estoicismo y de rechazo a la vida cotidiana para conquistar lo que Evola ha llamado el “más que vida”.
La libertad y los miedos
En la antigua Esparta se decía que “sólo el desprecio a la muerte, da la libertad”. Un hombre no es libre hasta que no acepta el hecho de que puede morir en cualquier momento. Si esa certidumbre, en lugar de generarle miedo y angustia, lo acepta y lo asume como la realidad última de la vida, estamos ante un hombre libre: nada puede encadenarlo.
En el mundo tradicional se dice que la libertad es “la capacidad de dominio sobre los instintos”. Y así es : todo puede encadenar al hombre y todo puede hacerlo un esclavo. Robinsón Crusoe no tiene ataduras en su isla desierta, no hay leyes que lo sometan, ¿es, pues, libre? No exactamente si no logra dominarse a sí mismo, sino libra controlar su mente y vencer sus miedos. Si Robinson en su isla no lo lograra –y la novela no nos explica si lo hizo- sería esclavo del peor amo: uno mismo.
Esta es la noción tradicional y metafísica de Libertad. Cuando la libertad se proyecta sobre el mundo físico, sobre lo contingente, ya no podemos hablar de “Libertad”, sino de “las libertades”. Y en este sentido, existen “libertades” positivas (la libertad de expresión) y “libertades” negativas (la de matar a otra persona). Cualquier sociedad que quiera “funcionar” mínimamente deberá restringir estas libertades contingentes y someterlas al imperio de la ley.
Quien ha estado en las cumbres sabe que el mayor riesgo que puede aparecer en una escalada, es el miedo. Miedo a no regresar, miedo a caer, miedo a experimentar la sensación de vértigo. Miedo a mirar abajo y sentir la voracidad insuperable del vacío que te va a tragar. Miedo. Quien tiene miedo no es libre. De ahí que el escalador incluso “informatizado” termine enfrentándose a sus propios miedos. Puedes tener un GPS y sabrás cuál es la dirección a seguir. Puedes tener un móvil y pedir auxilio a través suyo. Pero nada de todas las modernas tecnologías te ayudará a superar el miedo al vacío, el vértigo que te puede dominar y te acecha como un ladrón en la noche.
Transmutación en las cumbres
Quien asciende a una cumbre, como quien se arroja en paracaídas desde una avioneta en caída libre, se está probando a sí mismo. Quien desciende de una montaña sobre dos skyes, busca sólo diversión y ausencia de esfuerzo, desea imperiosamente satisfacer un deseo estético de belleza de los paisajes, o un dejarse llevar por la pendiente. No tiene que realizar esfuerzo alguno, ni superar miedos o situaciones insuperables. Sabe que, cuando llegue al final, el telesilla le volverá a llevar al principio, sin esfuerzo, sin conquista, sin prueba, sin valor.
¿Qué se experimenta en lo alto de las montañas? Una sensación indeleble de impersonalidad. Se ven paisajes que nunca antes de ha soñado que podrían existir. Es curioso, pero a medida que aumenta la altitud que se alcanza, el paisaje cambia. Lo que se veía de una manera a ras de suelo, alcanza una perspectiva diferente a los 100 metros de altura. La línea del horizonte se va alejando y el paisaje se transforma. Es el mismo paisaje, pero cambia, vemos más matices, lo vemos desde una perspectiva diferente.
Al final, cuando alcanzamos la cima y nos volvemos, siempre, inevitablemente adquirimos la conciencia de que la realidad es diferente en la altura que a ras de suelo. Contra más alto se asciende, aumenta esa sensación de “unidad”, mientras que al descender se toma conciencia de la idea de “fragmentación” y “limitación”. Lo trascendente es el dominio de la “Unidad”, lo contingente el de la “multiplicidad”.
En lo alto de las cumbres se experimenta la naturaleza de una forma diferente. Adquirimos conciencia de su impasibilidad y belleza, de que no necesita de nosotros para tener una belleza incuestionable. Es autónoma de todo y de todos, ni precisa de nadie. Y entonces entendemos que un ser libre tampoco precisa de otros para ser como es.
Sólo ante uno mismo: la unidad y la cordada
Las cumbres son también el terreno en el que frecuentemente las nubes envuelven al escalador. No ve nada, salvo lo gris y plomizo de la niebla o de las nubes. Entonces experimenta esa sensación de soledad que no le causa terror, sino que goza de ella, una sensación de distanciamiento del mundo y casi una inducción a la introspección. Es frecuente que en la montaña, el escalador practique una “impersonalidad activa”, esa sensación lúcida de no moverse guiado por una voluntad consciente sino por un instinto superior a cualquier cualidad física.
Es curioso como la montaña transforma a los hombres. Un agregado de montañeros que no tienen nada en común salvo su afición por la conquista de las cumbres, sabe que desde el momento en que se ciñen las cuerdas de seguridad, ya no son fulanito o menganito, éste, aquel o aquel otro. Lo individual no tiene lugar en la cordada. La vida de cada uno depende de todos, ya no son individuos, son unidades, como los cuerpos de élite cuyos miembros dejan a la puerta del cuartel todo lo que es individualidad. El “ego” no existe en la cordada. Si existiera, al primer problema, cada escalador echaría mano a su navaja y cortaría la cuerda para salvarse a sí mismo a despecho de la muerte de los demás compañeros. Nunca se hace. En las cumbres no cabe la conciencia de la individualidad, sino de la “unidad”.
El ejemplo y los “ejemplares” políticos
Por todo esto creo que quien muere en la montaña merece algo más que lamentos y lloros. Los héroes no precisan agradecimiento, sino transmitir su ejemplo a otros. Nuestro amigo y camarada muerto en las cumbres no hace sino recordarnos cuál es el camino y el ideal humano que debe presidir la reconstrucción de nuestra civilización.
No serán los humanistas y universalistas, los amigos de lo políticamente correcto los que enderezarán a una civilización que muere de facilidades y comodidades. Serán aquellos en cuyo pecho late el alma de un guerrero, aquellos hombres libres que exigen la prueba que les dará la medida de su valor, quienes harán que el genio de Europa jamás se extinga.
Es significativo que Aznar practicara el sky y que Juan Carlos I pase sus vacaciones en Vaqueira o en cualquier otra estación de sky. Así mismo es significativo el que cuando Zapatero, en plena crisis, decidió acompañar a un reconocido montañero mediático –Jesús Calleja- a una ascenso intrascendente en los montes de León, sus palabras –retransmitidas en prime time- en la montaña sonaran a un guión bien aprendido y fueran más falsas que un euro de jabón. No se puede mentir en la montaña, ni se pueden hacer “escaladas” de chichinabo para mejorar la propia imagen como en cualquier campaña de marketing.
La montaña es incompatible con la clase política y no se la puede incorporar a la mejora de la imagen. Después de aquella escalada, siempre ha considerado a Zapatero más cretino de lo que a primera vista parece. En cuanto al Rey y a Aznar, bajando, bajando, evidencian sus cualidades: pocas y siempre en dirección de la pendiente… ¿Qué le vamos a hacer si nuestra clase política no da más de sí…?
(c) Ernest Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - http://infokrisis.blogia.com - Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.
Espacio y tiempo
No nos referimos a la contradicción aparente que pueda existir por ejemplo entre las carreras de velocidad y las de fondo cada una de las cuales requiere cualidades físicas completamente diferentes. El velocista lucha contra el tiempo, el fondista devora el espacio. Ambos tienen que ver con dos concepciones que representan dos momentos históricos: la diferencia entre civilizaciones “tradicionales” (las que luchan contra el espacio) y las civilizaciones “modernas” que lo hacen contra el tiempo.
No es raro, por ejemplo, que el velocista sea un atleta moderno que aparece con la restauración (sui generis) de las Olimpiadas por el barón Pierre de Coubertin. En la antigüedad clásica el deporte rey era la marathón que rememoraba la carrera del atleta guerrero que trajo a Atenas la noticia de la victoria griega sobre Asia en la llanura del mismo nombre.
Carreras de velocidad y de fondo, son todavía hoy las pruebas reinas de las Olimpiadas, como si esas pruebas generaran un eco incognoscible pero extremadamente atractivo en el seno mismo de la modernidad. Son, a la postre, dos formas de tratar el espacio y el tiempo. Diferente es la antítesis entre sky y montañismo.
Subir y bajar
El practicante del sky se limita a descender, sin hacer esfuerzo, casi abandonándose a sí mismo, intentando evitar los obstáculos y mantener el equilibrio. No debe realizar más esfuerzo que el de optimizar sus performances para hacer un mejor crono. El montañero, por el contrario, asciende. Su preocupación no es el cronómetro, sino lo lejano de su conquista. Tiende hacia lo alto, casi como si se tratara de una perífrasis simbólica del hombre que intenta superar su estado y ascender a mundos superiores trascendentes.
Si el esquiador no precisa realizar esfuerzo, sino tan solo un ejercicio de habilidad, en la escalada es preciso unir un físico, una voluntad y una serenidad a prueba de bomba, una preparación física excepcional y una estabilidad de la mente, a una voluntad inquebrantable de llegar a la cima a conquistar y, por supuesto, a una técnica depurada. La escalada es pues un deporte “integral”. El sky es una diversión…
La técnica se ha ido perfeccionando a lo largo de los últimos 60 años. Ha llovido mucho desde que Edmund Hillary y el sherpa Tensig alcanzaron la cima del Himalaya en los cincuenta. Han aparecido instrumentos que hacen “segura” la escalada. Hay textos de generaciones de montañeros que describen lo que va a encontrar quien pretende conquistar cada pico y recomiendan la ruta más segura. El exceso de técnica ha tendido a minimizar el riesgo y la espontaneidad. El escalador de hoy casi sigue una ruta “segura”, utiliza GPS, tiene a su disposición partes metereológicos que le previenen de lo que puede encontrar. El riesgo ha disminuido en la medida en que la aventura ha dejado de ser tal y se ha convertido en mera técnica.
Vida y muerte en la escalada
De todas formas, para quienes conocemos la montaña, sabemos que nunca hay nada seguro en una escalada y que las modernas tecnologías no han podido arrebatar el prurito de aventura que tiene cada ascensión y la incertidumbre de su desenlace. La prueba son los muertos en la montaña y el que todos los que en alguna ocasión hemos clavado escarpias y enganchado mosquetones hayamos conocido de cerca la experiencia de la muerte.
La técnica en el alpinismo no ha logrado arrebatar la espontaneidad de la aventura en la montaña. Se escala para conquistar. Se asciende para demostrar algo tan simple como que se tiene el valor para llegar hasta donde muy pocos llegan. Y, aunque la técnica obligue casi a dotarse de aparatos electrónicos, lo cierto es que, a fin de cuentas, el escalador está solo en una pared y solo tiene como apoyo a sus compañeros de cordada. Si ellos fallan, él muere. Si el falla otros pueden morir. Blanco o negro. Vida o muerte. Victoria o derrota. Tal es el dilema.
Morir, por lo demás, en la montaña es la mejor forma de abandonar el mundo para un alpinista. He conocido a escaladores obsesionados por el problema de la muerte, convencidos de que iban a morir en la montaña y que se han arriesgado a las escaladas más inverosímiles hasta que finalmente lo han logrado: morir en las cumbres. En todos ellos había algo de estoicismo y de rechazo a la vida cotidiana para conquistar lo que Evola ha llamado el “más que vida”.
La libertad y los miedos
En la antigua Esparta se decía que “sólo el desprecio a la muerte, da la libertad”. Un hombre no es libre hasta que no acepta el hecho de que puede morir en cualquier momento. Si esa certidumbre, en lugar de generarle miedo y angustia, lo acepta y lo asume como la realidad última de la vida, estamos ante un hombre libre: nada puede encadenarlo.
En el mundo tradicional se dice que la libertad es “la capacidad de dominio sobre los instintos”. Y así es : todo puede encadenar al hombre y todo puede hacerlo un esclavo. Robinsón Crusoe no tiene ataduras en su isla desierta, no hay leyes que lo sometan, ¿es, pues, libre? No exactamente si no logra dominarse a sí mismo, sino libra controlar su mente y vencer sus miedos. Si Robinson en su isla no lo lograra –y la novela no nos explica si lo hizo- sería esclavo del peor amo: uno mismo.
Esta es la noción tradicional y metafísica de Libertad. Cuando la libertad se proyecta sobre el mundo físico, sobre lo contingente, ya no podemos hablar de “Libertad”, sino de “las libertades”. Y en este sentido, existen “libertades” positivas (la libertad de expresión) y “libertades” negativas (la de matar a otra persona). Cualquier sociedad que quiera “funcionar” mínimamente deberá restringir estas libertades contingentes y someterlas al imperio de la ley.
Quien ha estado en las cumbres sabe que el mayor riesgo que puede aparecer en una escalada, es el miedo. Miedo a no regresar, miedo a caer, miedo a experimentar la sensación de vértigo. Miedo a mirar abajo y sentir la voracidad insuperable del vacío que te va a tragar. Miedo. Quien tiene miedo no es libre. De ahí que el escalador incluso “informatizado” termine enfrentándose a sus propios miedos. Puedes tener un GPS y sabrás cuál es la dirección a seguir. Puedes tener un móvil y pedir auxilio a través suyo. Pero nada de todas las modernas tecnologías te ayudará a superar el miedo al vacío, el vértigo que te puede dominar y te acecha como un ladrón en la noche.
Transmutación en las cumbres
Quien asciende a una cumbre, como quien se arroja en paracaídas desde una avioneta en caída libre, se está probando a sí mismo. Quien desciende de una montaña sobre dos skyes, busca sólo diversión y ausencia de esfuerzo, desea imperiosamente satisfacer un deseo estético de belleza de los paisajes, o un dejarse llevar por la pendiente. No tiene que realizar esfuerzo alguno, ni superar miedos o situaciones insuperables. Sabe que, cuando llegue al final, el telesilla le volverá a llevar al principio, sin esfuerzo, sin conquista, sin prueba, sin valor.
¿Qué se experimenta en lo alto de las montañas? Una sensación indeleble de impersonalidad. Se ven paisajes que nunca antes de ha soñado que podrían existir. Es curioso, pero a medida que aumenta la altitud que se alcanza, el paisaje cambia. Lo que se veía de una manera a ras de suelo, alcanza una perspectiva diferente a los 100 metros de altura. La línea del horizonte se va alejando y el paisaje se transforma. Es el mismo paisaje, pero cambia, vemos más matices, lo vemos desde una perspectiva diferente.
Al final, cuando alcanzamos la cima y nos volvemos, siempre, inevitablemente adquirimos la conciencia de que la realidad es diferente en la altura que a ras de suelo. Contra más alto se asciende, aumenta esa sensación de “unidad”, mientras que al descender se toma conciencia de la idea de “fragmentación” y “limitación”. Lo trascendente es el dominio de la “Unidad”, lo contingente el de la “multiplicidad”.
En lo alto de las cumbres se experimenta la naturaleza de una forma diferente. Adquirimos conciencia de su impasibilidad y belleza, de que no necesita de nosotros para tener una belleza incuestionable. Es autónoma de todo y de todos, ni precisa de nadie. Y entonces entendemos que un ser libre tampoco precisa de otros para ser como es.
Sólo ante uno mismo: la unidad y la cordada
Las cumbres son también el terreno en el que frecuentemente las nubes envuelven al escalador. No ve nada, salvo lo gris y plomizo de la niebla o de las nubes. Entonces experimenta esa sensación de soledad que no le causa terror, sino que goza de ella, una sensación de distanciamiento del mundo y casi una inducción a la introspección. Es frecuente que en la montaña, el escalador practique una “impersonalidad activa”, esa sensación lúcida de no moverse guiado por una voluntad consciente sino por un instinto superior a cualquier cualidad física.
Es curioso como la montaña transforma a los hombres. Un agregado de montañeros que no tienen nada en común salvo su afición por la conquista de las cumbres, sabe que desde el momento en que se ciñen las cuerdas de seguridad, ya no son fulanito o menganito, éste, aquel o aquel otro. Lo individual no tiene lugar en la cordada. La vida de cada uno depende de todos, ya no son individuos, son unidades, como los cuerpos de élite cuyos miembros dejan a la puerta del cuartel todo lo que es individualidad. El “ego” no existe en la cordada. Si existiera, al primer problema, cada escalador echaría mano a su navaja y cortaría la cuerda para salvarse a sí mismo a despecho de la muerte de los demás compañeros. Nunca se hace. En las cumbres no cabe la conciencia de la individualidad, sino de la “unidad”.
El ejemplo y los “ejemplares” políticos
Por todo esto creo que quien muere en la montaña merece algo más que lamentos y lloros. Los héroes no precisan agradecimiento, sino transmitir su ejemplo a otros. Nuestro amigo y camarada muerto en las cumbres no hace sino recordarnos cuál es el camino y el ideal humano que debe presidir la reconstrucción de nuestra civilización.
No serán los humanistas y universalistas, los amigos de lo políticamente correcto los que enderezarán a una civilización que muere de facilidades y comodidades. Serán aquellos en cuyo pecho late el alma de un guerrero, aquellos hombres libres que exigen la prueba que les dará la medida de su valor, quienes harán que el genio de Europa jamás se extinga.
Es significativo que Aznar practicara el sky y que Juan Carlos I pase sus vacaciones en Vaqueira o en cualquier otra estación de sky. Así mismo es significativo el que cuando Zapatero, en plena crisis, decidió acompañar a un reconocido montañero mediático –Jesús Calleja- a una ascenso intrascendente en los montes de León, sus palabras –retransmitidas en prime time- en la montaña sonaran a un guión bien aprendido y fueran más falsas que un euro de jabón. No se puede mentir en la montaña, ni se pueden hacer “escaladas” de chichinabo para mejorar la propia imagen como en cualquier campaña de marketing.
La montaña es incompatible con la clase política y no se la puede incorporar a la mejora de la imagen. Después de aquella escalada, siempre ha considerado a Zapatero más cretino de lo que a primera vista parece. En cuanto al Rey y a Aznar, bajando, bajando, evidencian sus cualidades: pocas y siempre en dirección de la pendiente… ¿Qué le vamos a hacer si nuestra clase política no da más de sí…?
(c) Ernest Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - http://infokrisis.blogia.com - Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.