Arturo Reghini:
Aproximación biográfica, encuadre doctrinal y valoración crítica
De entre todos los esoteristas (esto es, de los “buscadores de lo
interior”, a no confundir con los ocultistas, “amantes de lo oculto”)
italianos, Arturo Reghini es, sin duda, uno de los más exuberantes y al mismo
tiempo de los más desconocidos y discutidos. Desconocido en los países de
lengua castellana y discutido en su país de origen. Autor increíblemente
prolijo y erudito, dedicó estudios que aún hoy conservan su valor a Cornelio
Agrippa y al Conde de Cagliostro, al neoplatonismo y a la teosofía, si bien la
masonería y el pitagorismo fueron sus objetos preferidos (y más reiterados) de
estudio. En el período que abarca su vida, 1878–1946, es imposible entender el
panorama de los estudios esotéricos italianos sin recurrir a su figura cuya
portentosa trayectoria intelectual atraviesa en su madurez el Ventenio
fascista.
* * *
Nacido en el seno de una familia florentina, tuvo desde siempre
una predisposición natal hacia las matemáticas. Era el mayor de cinco hermanos
y su padre, un pequeño aristócrata local, se preocupó de que tuviera una sólida
educación clásica. Alto, delgado y elegante, su vida cambió cuando un personaje
sorprendente se cruzó casualmente en su vida, Amedeo Armentano quien lo
introduciría en 1910 en los medios pitagóricos. Reghini en esa época ya había
cursado estudios de ciencias exactas en la Universidad de Pisa y Armentano era
uno de los ocultistas de moda en Florencia que llamaba la atención por sus
teorías sobre el alma, el sentido de los números y las viejas escuelas de los
misterios. Luego volveremos la vista sobre Armentano y especialmente sobre la
obra de restructuración de la masonería que emprendió con Reghini. Baste ahora
decir que nuestro autor, cuando se relacionó con Armentano, ya tenía claras
cuales iban a ser las dos orientaciones doctrinales que presidirían sus
trabajos hasta su muerte en 1946: el pitagonismo y la reconstrucción del
antiguo paganismo romano. Precisamente, esta última tendencia fue lo que le
unió durante un período de su vida al Grupo de Ur del que fue cofundador junto
a Giulio Parise y Julius Evola.
Reghini según Parise
Precisamente, es Parise el que aporta datos más concretos sobre
los orígenes, la biografía, la formación y las intenciones de Arturo Reghini.
De él copiamos estos datos biográficos (en los que, curiosamente, no se cita el
nombre de Armentano, aunque sí el encuentro de Reghini con él).
“Arturo Reghini nació en Florencia el 12 de noviembre de 1878 en el seno de una antigua e ilustre familia. Dotado de una inteligencia viva y fuera de lo común, de un profundo espíritu crítico y de una amplia claridad de visión, estaba dotado de la más pura elegancia de expresión, de un ingenio profundo y a veces mordaz y de un impulso polémico propio de su tierra natal; el estudio diligente de todas las disciplinas desarrolló sus talentos, enriqueciendo su mente con vastos y profundos conocimientos; equilibrando las conquistas de la descendi cupiditas[1] interna con las exigencias de la crítica más rigurosa, de modo que la acción interior y exterior encontraron una estricta norma en el hábito de la ciencia. El ambiente florentino que frecuentó le sirvió para afinar el arma de la dialéctica, poniéndole en contacto con hombres de letras, artistas, filósofos, científicos y políticos de las más variadas tendencias, con las más finas inteligencias de la época. Creo que tal suma de conocimientos rara vez puede reunirse en una sola persona: una preparación humanística que permite profundizar en el pensamiento clásico en sus textos originales, un conocimiento de las principales lenguas modernas y de muchas antiguas, un gusto refinado y la capacidad de comprender el arte en todas sus manifestaciones. Se convirtió en lo que podríamos llamar un erudito. Además, unas dotes muy poco comunes, que superaban con creces las de los mejores, orientadas y desarrolladas en la disciplina del Arte, hicieron de él un ser excepcional.
Estuvo varias veces en Roma, incluso durante largos periodos, antes de establecerse definitivamente. Vino a la Ciudad Eterna en 1896, conoció a Isabel Cooper Oakley, delegada de Helena Petrowna Blawatsky; junto con ella y con otros fundó, en 1898, la primera sede italiana de la Sociedad Teosófica, en cuyas actividades participó con conferencias, a menudo animadas por la agudeza de la crítica.
Hacia finales del 98 se trasladó a Turín, donde creó el grupo teosófico Ars Regia que dirigía el Dr. G. Sulli Rao. En 1902, en Palermo, fue iniciado en la R. Logia «I Rigeneratori», de Rito de Menfis y Misraïm; de regreso a Florencia, en 1903 se afilió a la R. L. «Michele di Lando», bajo el Gr. O. Italiano con sede en Milán, del que era Gr. Maestro Malachi De Cristoforis. La Logia «Michele di Lando» fue disuelta en 1905 y reorganizada, sin interrupción de los trabajos, bajo el nombre de «Lucifero» y Arturo Reghini fue uno de sus fundadores. En esa época se completó la fusión entre el Gr. O. de Milán y el del Palazzo Giustiniani.
En Florencia, Arturo Reghini frecuentaba el Caffè delle Giubbe Rosse y a veces el Paszkowski, participó en el movimiento de «La Voce» y «La Fronda», conoció a Papini, Prezzolini, Campa, Macinai, Augusto Hermet, Roberto Assagioli, el grupo «Lacerba», etc. En 1903 fundó la Biblioteca Filosófica, que dirigió hasta 1908, donde reunió obras de valor incalculable, incluidas las masónicas.
Acogido en la mejor sociedad, solicitado por su conversación y sus conocimientos, contribuyó al renacimiento de los valores del espíritu que a finales de siglo reaccionaron contra el materialismo asfixiante; fue la época en la que la teosofía y el espiritismo, el ocultismo y la magia y todas las llamadas ciencias iniciáticas despertaron el mayor interés.
Algunos recordarán haber oído, o leído, fugaces indicios de una Tradición indígena, de carácter netamente italiano, transmitida desde tiempos arcaicos y todavía existente; algunos estudiosos de la masonería saben que, después de la creación de la Gran Logia de Londres, en el período de mayor expansión de la hermandad iniciática tan renovada en su forma, hubo quienes, desde Inglaterra y Francia, vinieron aquí a buscar aquellas reglas del Arte que aquí se conocían, y no en otra parte.
Arturo Reghini, estudiante en Pisa, oyó una tarde que le llamaba un joven desconocido [alusión a Amedeo Armentano, NdT]; estuvieron juntos, y con otros, durante muchos años, en una comunión de trabajo y de espíritu que a veces aparecía al ojo atónito del vulgo como un prodigio y un cuento de hadas. Aquel encuentro marcó el origen de lo que sería la misión de Reghini en la Francmasonería italiana y en la Francmasonería universal, en el campo político y en el de los estudios iniciáticos; fue iniciado en el sentido más elevado de la palabra: las pruebas de los cinco elementos fueron vividas por él no sólo como actor de una ceremonia que ahora es sólo un eco lejano y que ha conservado una afinidad externa con los antiguos misterios, sino que fueron una realidad profunda, un anhelo tenaz, una ardua realización de su espíritu; cruzar el umbral de la muerte no fue sólo un símbolo ritual, sino una experiencia, una visión y un conocimiento reales. Alcanzada la iluminación, concretó rápidamente la acción a realizar, única en el fondo, doble en la forma: reconducir a la Francmasonería a su función iniciática, despojándola de sus elementos de deterioro; orientar a la sociedad hacia un orden basado en valores espirituales”.
Y más adelante, Parise explica algunos otros aspectos interesantes
en la vida de Reghini:
“Amaba profundamente su patria y prefería Roma. Aquí se encontró en 1911 organizando una manifestación para el 21 de abril, con un manifiesto que despertó la sorpresa de los romanos inmemoriales; más tarde, como ferviente intervencionista, animó con su elocuencia los levantamientos populares que exigían el rescate de sus hermanos del yugo extranjero; aquí estaba cuando, en mayo de 1915, al término de una manifestación en el Capitolio, izó una bandera y condujo a la multitud al Quirinal para exigir y obtener la declaración de guerra, en la que participó activamente; alcanzó el grado de capitán de Ingenieros.
En 1921, retomó sus estudios favoritos, colaborando en periódicos y revistas, y se trasladó a Roma donde, ya conocido y apreciado, asumió las funciones de redactor jefe de la Rassegna Massonica, que desempeñó hasta 1926, desarrollando una fructífera actividad con las potencias masónicas extranjeras, muchas de las cuales quisieron nombrarle miembro honorario de sus respectivos Supremos Consejos.
Nuestro encuentro fue, en cierto sentido, fatídico; conocí a Arturo Reghini cuando preparaba su volumen sobre «Las palabras sagradas y de pase y el más alto misterio masónico»[2], publicado en 1922. Vivía entonces en una modesta habitación, donde lo más interesante, después de su persona, era una pequeña estantería con sus libros; tuve ocasión de verle a menudo, forjando ese vínculo de profunda amistad que habría de durar 25 años, hasta su muerte”.
1904–1929: colaborador de varias revistas
Profesionalmente, Reghini se dedicó antes de la Primera Guerra
Mundial a impartir clases de matemáticas en distintos centros de enseñanza
media, en Roma y en la Toscana. En 1914 publicó un manifiesto pagano en la
revista La Salamandra que le reportó cierta notoriedad en ambientes
ocultistas. A partir de entonces fundó o colaboró en distintas revistas que
utilizó para difundir y perfilar sus ideas:
– Revista Lacerba, fundada por Giovanni Papini y Ardengo Soffici, adherida inicialmente al movimiento futurista. Se trataba de una revista quincenal de gran formato. La revista declaró sus principios en un manifiesto titulado Introibo[3]. Eran frecuentes los artículos provocadores de Papini y las exaltaciones de Ardengo Soffici a las nuevas tendencias artísticas, especialmente al cubismo. Estas orientaciones correspondían exactamente con las del futurismo más exaltado cuyos exponentes, empezando por Marinetti, colaboraron masivamente. El 15 de octubre de 1913, Lacerba publicó el Programa Político Futurista, sin embargo, un año después, tras la publicación del Manifiesto de la Arquitectura futurista se produjo la ruptura entre Papini y esta corriente. La revista cesó su publicación dos días antes de la entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial.
– Revista Leonardo, publicada entre 1903 y 1907, en total 25 números, típica revista cultural del novecento italiano, fundada por Giovanni Papini y Giuseppe Prezzolini. El símbolo de la revista era un águila romana en pleno vuelo con el lema “Quien tiene una estrella está fijo”. Proponía como leit–motiv un “despertar de la burguesía italiana”. Estaba influenciada especialmente por Nietzsche y D’Annunzio. La revista atravesó distintas épocas (idealista, pragmática, para acabar finalmente con una dominante ocultista) y definió sus orientaciones a través de un breve programa que solían reproducir en cada número[4].
– Revista Atanor: fundada en 1912 por Ciro Alvi, dedicara especialmente a la publicación de obras de carácter esotérico, ocultista, masónico. Otra publicación muy valorada del novecento en la que participaron firmas de reconocido prestigio internacional (René Guénon) o que en esos momentos eran estrellas ascendentes del firmamento esotérico italiano (Evola, Armentano y el propio Reghini). La revista dejó de publicarse en 1926 a raíz de las leyes antimasónicas promulgadas por el fascismo. La editorial del mismo nombre, con todo siguió existiendo, y en 1946 volvió a publicar Atanor.
– Revista Ignis, publicada entre 1925 y 1929, en cuyo primer número ya se pueden leer artículos de Reghini (sobre Cagliostro), Evola (sobre metafísica del sexo) y Guénon. Se publicaron en total 8 números. Evola publicó 5 artículos, el último de los cuales apareció en septiembre de 1925. La fundación del Grupo de Ur entrañó la desaparición de la revista y la posterior ruptura entre Evola y Reghini hizo que este último volviera a publicar Ignis en 1929 (revista de la que apareció un solo número).
– Revista Ur, fundada por Reghini, Giulio Parise y Julius Evola, co–directores de la misma e inspiradores del llamado Grupo de Ur, círculo de estudios y de prácticas esotéricas. El grupo era independiente de cualquier escuela o movimiento organizado y hacía referencia a “la Tradición” como inspirador de la iniciativa, pero en la práctica participaron en la iniciativa personalidades ligadas al grupo de Ciro Formisano (“Giuliano Kremmertz”), a la escuela antroposófica de Steiner, disidente de la teosofía, a la masonería pitagórica de Reghini y Armentano e incluso algunos católicos. Los objetivos del grupo y de la revista eran, según Evola, generar una sinergia de esfuerzos para recuperar los textos y las líneas esenciales de las distintas tradiciones ancestrales especialmente en su vertiente “mágica” (entendida como posibilidad de operar sobre las fuerzas sutiles de la naturaleza), suscitar una fuerza superior de carácter metafísico que pudiera ayudar a cada miembro a operar mágicamente y utilizar esta fuerza superior para poder ejercer una influencia mágica sobre las políticas de su tiempo. Habitualmente los colaboradores de Ur firmaban con seudónimo. La revista publicó textos esotéricos que hasta ese momento jamás habían sido traducidos a lenguas europeas, recuperó textos olvidados del esoterismo renacentista y difundió la obra de autores modernos con tintes esotéricos. El primer número de Ur apareció en 1927, se publicaron 18 números y, tras la crisis interior que entrañó la salida de Reghini y Parise, con el nombre de Krur, se publicaron otros 8. El último número apareció en diciembre de 1929.
Sobre la ruptura del Grupo de Ur, Parise da esta versión:
“Dos cosas eran muy importantes para Arturo Reghini: disponer de una publicación periódica donde poder continuar la difusión de estudios iniciáticos, mantener o crear relaciones con las personas adecuadas y prepararlas para aportar sus conocimientos, cuando la Francmasonería pudiera reorganizarse de nuevo; reunir las filas dispersas de la Francmasonería. La publicación de la revista fue rápidamente planificada y decidida; en los años 1927 y 1928 vio la luz la revista UR, que fue sin duda la publicación más fina y completa de su género hasta la fecha. Como no podía, por razones obvias, ser editada por Reghini ni por mí, la redacción fue confiada a un hombre[5] que acabó, entre otras cosas, exigiendo cambiar el texto de nuestros artículos, con el fin de purgarlos de cualquier cosa que pudiera ser remotamente sospechosa de tener algún indicio de masonería; naturalmente, UR acabó suspendiendo su publicación.”
Cuando Reghini conoce a Armentano
En 1907 tiene lugar el brusco encuentro entre Amedeo Armentano y
Arturo Reghini. Durante muchos años, hasta el establecimiento de Armentano en
Brasil, ambos trabajarán juntos para el renacimiento del paganismo en Italia.
Armentano solía firmar sus artículos con el seudónimo ARA, iniciales de su
nombre: Amadeo Roco Armentano.
En el Solsticio de invierno de 1910, Armentano condujo a Reghini a
un pintoresco pueblo de los Alpes Apuanos, en donde fue iniciado en medio de un
sendero plagado de riesgos, precipicios, oquedades y desniveles, tanto
simbólicos como reales. En el curso de ese viaje, Reghini “se dejó caer en el
oscuro abismo de la conciencia”. Si es ahí en donde hay que situar la
iniciación verdadera de Reghini en los misterios pitagóricos, en los meses
siguientes prosiguió su preparación con ejercicios de meditación y concentración
durante varios meses hasta el punto de que sus compañeros de la Biblioteca
Teosófica (entonces preocupados para detener el avance del grupo disidente de
Rudolf Steiner) percibieron un cambio radical en el carácter de Reghini, una
mayor capacidad de concentración, una mayor limpieza de gestos e incluso una
mayor seguridad en sí mismo.
Tras conocer a Reghini ambos empezaron a trabajar en la
restauración de la masonería que consideraban descendiente de las antiguas
escuelas pitagóricas. Reghini, junto con otros maestros masones había fundado
la Logia Lucifero (del Gran Oriente de Italia) en la que fue iniciado. Poco
después impulsaría en una finca de su propiedad –Torre Taleo cerca de Scales–
una Escuela Pitagórica que intentaba transmitir el mensaje de la antigua
escuela de los misterios creada por el matemático griego. En esos mismos años,
ambos crearon el Rito Filosófico Italiano que sería una variación del Rito
Filosófico Escocés, al cual ambos consideraban como la línea que podía
reivindicar con mayor derecho el título de heredero masónico del pitagorismo
británico. Juntos redactaron los estatutos del nuevo rito y establecieron que,
en lugar de la Biblia abierta por los primeros versículos del Evangelio de San
Juan presente en las logias que seguían el Rito Escocés Antiguo y Aceptado, las
que practicaran el Rito Filosófico debían tener una copia de los Versos
Áureos de Pitágoras mientras duraran los trabajos de logia.
Al estallar la Primera Guerra Mundial, Armentano y Reghini se
enrolaron como voluntarios, junto con otros miembros de la Escuela Pitagórica y
de los medios masónicos que inspiraban y que formaban parte del bando
“intervencionista” en el que Mussolini se convirtió pronto en la figura más
emblemática. Armentano fue destinado a una unidad alpina de la que fue dado de
baja al dar muestras de una cardiopatía. Tras la paz, reconstruyeron la
hermandad en 1923 con el nombre de Sodalizio Pitagórico. Sin embargo, el
fascismo acababa de llegar al poder y Armentano, en tanto que masón conocido y
áspero crítico al nuevo régimen, fue constantemente mal visto por las esferas
del gobierno. El 3 de mayo de 1924 optó por embarcarse con toda su familia con destino
a Brasil y no regresar jamás. Moriría en San Paolo en 1966. Durante estos
cuarenta años siguió manteniendo vínculos epistolares con sus discípulos
italianos y con quienes hasta ese momento habían sido sus principales
colaboradores.
Existe una leyenda que aún hoy sigue circulando en torno a la
personalidad de Amedeo Armentano. Quienes lo conocieron y fueron iniciados con
él en los misterios del pitagorismo, suelen recordar su carácter carismático y
magnético. Ninguno de ellos dudaba tampoco que tenía determinados poderes
psíquicos de clarividencia y especialmente una gran fuerza mental que atribuían
a ser el último representante de la Escuela Pitagórica que había prolongado su
existencia desde el siglo VI antes de JC hasta el siglo XX.
En la actualidad el Rito Filosófico Italiano sigue existiendo y se
practica en varias logias del Gran Oriente de Italia manteniendo vivo el
espíritu de los orígenes en especial la de “despertar la idea–fuerza de Roma “caput
mundi”, en la forma utópica mazziniana de la “Tercera Roma universal, tras
la de los Césares y la de los Papas”, tal como dicen en su propaganda en
Internet en el que se sigue insistiendo en que Armentano era el representante
de “un antiguo linaje pitagórico” y a Reghini como “su discípulo”, definido
como “matemático, filósofo y filólogo”, siendo el tercer co–fundador Edoardo
Frosini quien asumió la dirección del Rito cuando Armentado fue a vivir a
Brasil y termino enfrentándose a Reghini quien insistía mucho más en la
reconstrucción del antiguo paganismo romano que no pasaba por el “risorgimento”
mazziniano. Ambos, Reghini y Frosini, tenían el mismo objetivo (restaurar la “antiquissima
Italorum sapientia”), solo que sus concepciones diferían notablemente.
Desaparecido durante el Ventennio fascista, el Rito Filosófico solamente
fue reconstruido en 1999. En el preámbulo de la Regla puede leerse:
“El Rito Filosófico Italiano fundado en 1909 y restaurado en 1999 en las nonae de Noviembre, representa uno de los más consistentes polos tradicionales de la verdadera masonería y sostiene, en primer lugar, la universalidad de la tradición itálica. Esta, nacida de las más arcanas fuentes de lo Sagrado (en particular de las jaunales, encarnada por el rey sabino Numa, pero también por samitas, etruscos, etc.) fluye –recibiendo las aportaciones de la corriente pitagórica y hermética a su vez influenciada por la espiritualidad persa y egipcia– en el gran mar de la luz de la Roma cristiana. En la ciudad capital de la nueva doctrina de la vida se expresa en diferentes formas, incluso en aquel filón donde –presente en pensadores muy diversos, como Valentino y Justino– se habría manifestado el “platonismo cristiano” renacido del que fue heraldo Marsilio Ficino, a cuya Academia neoplatónica florentina se reclama específicamente el RFI”.
En la actualidad el RFI confiere cuatro grados de iniciación:
Maestro de los Diez (Grado IV), Caballero de la Rosa+Cruz Itálica (Grado V),
Custodio de la Gran Obra (Grado VI) y Conde (Comes, Grado VII).
Reghini y los años de la masonería
A pesar de que hemos mencionado el párrafo de Parise en el que
menciona la biografía masónica de Reghini, creemos que vale la pena ampliar los
datos en esa dirección.
Durante la guerra, Reghini alcanzó los galones de capitán de
ingenieros después de pasar por la Academia Militar de Turín. Fue al volver del
conflicto cuando su vida tomó un giro decisivo y se consagró por entero al
pitagorismo y a la masonería. En realidad, desde siempre le había interesado el
esoterismo y ciertas formas de ocultismo (a diferencia de Evola que siempre
permaneció ajeno a cualquier muestra de ocultismo y al igual que Guénon quien
durante su juventud recorrió prácticamente todos los grupos ocultistas del
ambiente parisino):
– En 1898 ingresará en la Sociedad Teosófica y será uno de los fundadores de la sección romana. En ese momento apenas tenía 18 años, decidió trasladarse a Roma, conociendo casi inmediatamente a Isabel Cooper–Oakley, delegada de la Blavatsky en Italia. Ambos fundaron la rama italiana que pronto se convirtió en una de las delegaciones más pujantes de la Sociedad Teosófica (como se sabe, la Blavatsky había combatido junto a Mazzini en el proceso de unificación de Italia y había sido herida en la batalla de Mentana luchando contra los franceses y las fuerzas vaticanas en 1867). En 1903 fundará la Biblioteca Teosófica (que, cuando se separó de la teosofía pasará a llamarse Biblioteca Filosófica).
– En 1902 es iniciado en el Rito de Menphis en una logia palermitana (el rito de Menphis, al igual que el Rito Egipcio del Conde de Cagliostro, era el que, dentro de la masonería, mostraba más interés por los orígenes egipcios de la orden).
– En 1905 funda la Logia Lucifero, como hemos señalado y al año ya estaba polemizando con los altos grados de este rito sobre la misión de este Rito como posibilidad de crear una pieza de unificación de las distintas masonerías mundiales, lamentando el fracaso de los esfuerzos de Mazzini y de Albert Pike en esa dirección.
– En 1912 ingresa en el Supremo Consejo Universal del Rito Filosófico Italiano, que había fundado junto con Armentano, dimitiendo en 1914 al partir para el frente.
– En 1921, forma parte del Supremo Consejo de Grado 33 del Rito Escocés Antiguo y Aceptado.
Pero quizás su mayor aportación a la masonería le permitirá ser
recordado todavía hoy como el “padre espiritual” del Rito Filosófico Italiano,
generado en el interior del Gran Oriente de Italia, preexistente (había sido
fundado en 1874) y en el que Reghini insertó sus conocimientos sobre
pitagorismo. La intención final del R.F.I. era promover la unificación de los
grupos masónicos a través del retorno a las raíces espirituales de la orden. La
“legitimidad” le vendría atribuida por el linaje de los pitagóricos británicos
con los que había conectado. Este Rito tenía siete grados de carácter
pitagórico y gnóstico.
En ese tiempo, Reghini polemizó con otros dirigentes masónicos
italianos. Para él, la masonería era una hermandad cuya adhesión se justificaba
solamente por la búsqueda de la verdad. Desde sus primeros pasos por la
masonería Reghini se sintió decepcionado por lo que vio: una asociación de
carácter iniciático en la que, precisamente, lo iniciático había pasado a ser
una especie de acompañamiento rígido y decadente, para encubrir tráfico de
influencias y la búsqueda de intereses espurios. Así pues, era fundamental en
la concepción masónica de Reghini, remontarse a los orígenes de la masonería y
recuperar sus ritos, sus principios y su sistema de conocimiento. El estudio
del simbolismo masónico y de los textos antiguos del período de la masonería
operativa, le habían llevado a la convicción de que ésta se remontaba a las
viejas fraternidades pitagóricas y, a través de las hermandades de
constructores habrían llegado, siguiente un largo recorrido –que se remonta a
la Crótona gestionada por los pitagóricos, al rey Numa Pompilio que creó las
corporaciones romanas–, a las hermandades de constructores del Imperio Romano,
a los Liberi Muratori de Como, a los gremios medievales de canteros, y
así hasta la transformación operada con la fusión en 1717 de las cuatro logias
londinenses y la creación de la Gran Logia de Londres en la Taberna del Ganso y
de la Parrilla– hasta la masonería especulativa que conocemos. Así pues, de lo
que se trataba era de insertar los conocimientos proporcionados por el
pitagorismo en los rituales masónicos de la manera más pura y diáfana posible.
Fue así como se dedicó a reformar el Rito Simbólico Italiano.
Lo primero que se trataba de disipar era la naturaleza del
“secreto masónico”. En aquel momento, incluso en los medios masónicos, se creía
que el secreto era formal y que, a partir de cierto grado, le sería desvelado
al néofito. Así mismo, la masonería se había habituado a actuar “en secreto”, a
diferencia de nuestros días cuando se distingue entre una actividad
desarrollada en el “secreto” (que hoy los masones rechazan) y una actividad
“discreta”, como la de cualquier otro club de pensamiento. Para Reghini nada de
todo esto tenía mucho sentido y el “secreto masónico” no tenía nada que ver con
todo esto, sino con el hecho de que la masonería, en tanto que sociedad
esotérica, busca transmitir una forma de conocimiento oculto (esotérico deriva
de sother: lo que está oculto) y que apunta precisamente a una
transformación interior del ser humano. Reghini sabía por sus estudios sobre el
pitagorismo que era frecuente una confusión entre lo “esotérico” y lo
“exotérico” (lo que está oculto y lo que es exterior, respectivamente). El
propio Pitágoras había visto como se desvirtuaba esa misma noción de “secreto”
cuando uno de sus discípulos cayó en la cuenta que, de dos números racionales
perfectos, podía surgir un número irracional (la diagonal de un cuadrado de lado
1, es √2) y para él esto constituía el “secreto de la escuela”. Así mismo, en
el tiempo en el que Reghini trabajó con la masonería, muchos estaban
predispuestos a reconocer que el “secreto masónico” era necesario para poder
defenderse de los enemigos, o de gentes que querían conocer el sistema de
pensamiento masónico sin pertenecer a la orden. Reghini ataca todos estos
conceptos y, al igual que René Guénon en Francia, hace todo lo que está en su
mano para restituir el carácter iniciático y tradicional de la masonería.
En estudio sobre los orígenes de la masonería, Reghini repara que
a partir de la constitución de la Gran Logia de Londres aparece en las logias
una terminología hebrea que sustituía a los conceptos, símbolos y letras que
hasta entonces habían sido especialmente griegos, como si quienes habían
reconstruido la orden aspirasen a borrar la memoria de sus orígenes. En 1922,
Reghini publica su análisis sobre estos temas en su ya mencionado libro Palabras
Sagradas y de Paso de los tres primeros grados y el gran misterio masónico
en el que denuncia la variación de los presupuestos iniciáticos de la masonería
y la pérdida de los conceptos griegos y, en gran medida, pitagóricos que hasta
ese momento habían constituido lo esencial de la gnosis masónica.
Desde el final de la guerra hasta la disolución del Grupo de Ur
(del que hablaremos más adelante), Reghini hace todo lo que está en su mano
pare resucitar una forma de conocimiento que sea a la vez: tradicional (es
decir que se remonte a los orígenes y haya sido transmitido de generación en
generación), occidental (y, por tanto, que sea la que corresponda a nuestro
ámbito cultural y antropológico) y no cristiana (considerando que en el
cristianismo de los orígenes han ido a parar muchos residuos y aportaciones
procedentes de los más diversos orígenes y que, por todo ello, el cristianismo
es un pensamiento surgido del mestizaje de distintas ideas).
En esos años es precisamente cuando polemiza más duramente con
distintos círculos ocultistas: a los martinistas les reprocha que han
cristianizado la numerología pitagórica a partir de Saint–Martin, a Gérard
d’Encausse, “Papus”, le achacará el querer hacer del martinismo una caballería
cristiana y a otros martinistas su obsesión por reducir el Tetragrammaton
al nombre de Jesús. Poco a poco, a medida que va polemizando con unos o con
otros, va concibiendo la idea de que existe una diferencia sustancial entre
Oriente y Occidente. Esta diferenciación ha sido atenuada por el cristianismo
que, en el fondo, no es ni una cosa ni otra, deforma elementos de los misterios
clásicos occidentales, pero al mismo tiempo ha nacido en Oriente y es deudor de
las tradiciones que nada han tenido que ver con Europa. Por tanto, se trata de
recuperar el sentido de los orígenes y reconstruir una propia y verdadera
Tradición Occidental que para él pasa necesariamente por la tradición clásica
greco–latina.
Reghini sostiene que Occidente se ha convertido en cristiano
después de una serie de catástrofes históricas que han destruido las religiones
paganas. Y esta es la tarea que se propone y a la que se dedica especialmente
después de que el fascismo pusiera fuera de la ley a la masonería y el Gran
Oriente de Italia se autodisolviera para evitar que sus afiliados cayeran en la
ilegalidad. Esas investigaciones obtuvieron un reconocimiento oficial en 1931
cuando la Accedemia dei Lincei y la Accademia d’Italia le distinguió
públicamente por sus trabajos de restitución de la geometría pitagórica.
Con el Grupo de Ur, en el Ventennio
En 1926, Reghini traduce del latín Filosofía Oculta de
Cornelio Agrippa, añadiendo una importante introducción. La obra de Agrippa se
sitúa en la tradición mágica renacentista que encuentra en el descubrimiento de
los tratados herméticos alejandrinos su punto de arranque e interfiere tanto
con las concepciones rosacrucianas como con la escuela neoplatónica de Marsilio
Ficino. A poco de ser publicada en 1553, la obra fue colocada en el índice de
libros prohibidos por la Inquisición. Como todo el humanismo renacentista,
Agrippa trataba de superar el pensamiento dogmático medieval y sustituirlo por
un pensamiento racional en el cual quedasen claras las causas y los efectos. A
partir de esta traducción Reghini se interesó por la magia (en tanto que
posibilidad de actuar sobre las fuerzas sutiles de la naturaleza). Agrippa le
podía en la pista de las leyes de ese universo sutil.
A partir de esta traducción y su paso por la masonería, era
inevitable que los pasos de Reghini no se cruzaran antes o después con los de
René Guénon, el intelectual francés que tras un tránsito por los medios
ocultistas parisinos y por la masonería, finalmente optó por compilar y adaptar
la sabiduría tradicional haciéndola comprensible al intelecto europeo del siglo
XX. En 1927 se inició la relación entre ambos que desembocó en la traducción
ese mismo año de El Rey del Mundo, prologado por el propio Reghini. Sin
embargo, ambos personajes eran radicalmente diferentes: en Reghini no se
encuentra el fatalismo atormentado que en ocasiones deja traslucir Guénon.
Reghini, por lo demás, es una mezcla de hombre de acción e intelectual,
mientras que Guénon se ha convertido solamente en intelectual taciturno.
Mientras, Reghini actuaba en varias direcciones –recuperación de la tradición
romana, masonería, magia renacentista, pitagonismo–, Guénon insistía en un
orden de ideas similar: realizar una crítica a la modernidad a partir de la
recuperación de la idea de “tradición” y adaptar esta a los distintos planos,
todo ello de manera intelectual, desconsiderando los aspectos prácticos y la
cristalización de sus ideas en iniciativas u organizaciones e incluso dando
orientaciones equívocas a sus discípulos (ingresar en la masonería, ingresar en
el islam, ingresar en el catolicismo…). En este sentido Reghini está mucho más
cerca de Evola que de Guénon y, sin duda, por esto mismo, tras un período de
colaboración entre los dos tradicionalistas italianos, se produjo un
enfrentamiento.
La principal discrepancia entre Reghini y Guénon era sobre el
papel del cristianismo y la valoración de lo que supuso la caída del imperio
romano. Negaba, por ejemplo, que la historia fuera lineal o ineluctable en
cualquiera de las dos direcciones (hacia el progreso como Marx o hacia la
decadencia como Guénon) y, por lo tanto, valoraba negativamente el cierre de
las escuelas mistéricas griegas y romanas, con el advenimiento del
cristianismo, y celebraba la recuperación de determinados aspectos del mundo
clásico en el Renacimiento, en el que veía un despertar del alma itálica y
pagana y una búsqueda de sus raíces sapienciales.
La admiración por la romanidad, le llevó, también de manera
inevitable, a fundar con Julius Evola y Giulio Parise, la revista Ur,
cuya redacción, en realidad, era un grupo de estudios esotéricos. Evola escribe
en El camino del cinabrio unas notas sobre Reghini que vale la pena
reproducir:
“En aquel período había conocido a algunas personalidades, entre
ellas, Arturo Reghini, figura curiosa e interesante. Más mayor que yo,
florentino de pura cepa, había estado también próximo al grupo de Lacerba,
y parece que a los contactos con él se debieran al frívolo intento del que
Papini habla en el libro autobiográfico Un Uomo finito, cuando cuenta
haberse retirado a un lugar solitario “para hacerse dios”, con un curso
acelerado de un par de semanas. Cuando lo conocí, Reghini era grado 33 de la
masonería de rito escocés, había escrito un libro notable sobre las palabras
sagradas y de paso de los dos primeros grados de tal secta, en la que
demostraba una cualificación poco habitual. Matemático, filólogo y espíritu
crítico, aplicaba al estudio del patrimonio iniciático una seriedad y una
objetividad absolutamente inexistente en las divagaciones de los “ocultistas” y
de los teósofos, que nunca se cansaba de adornar con el más mordiente sarcasmo.
A mis contactos con Reghini (e inmediatamente después con Guénon que él fue el
primero en señalarme) debo en primer lugar la definitiva liberación de algunas
escorias derivadas precisamente de aquellos ambientes, en segundo lugar, el
definitivo reconocimiento de la absoluta heterogeneidad y trascendencia del
saber iniciático respecto a toda la cultura profana, comprendida la filosofía.
Reghini tenía en alta estima la idea de una tradición occidental
(e incluso “itálica”, a partir de ciertas problemáticas referencias al
pitagorismo) del esoterismo y sobre tal base se había esforzado en vivificar
símbolos y ritos masónicos. Además, era un exaltador de la romanidad “pagana”,
en la cual rechazaba ver una realidad solamente política y jurídica con un
contorno de cultos y de prácticas supersticiosas, tal como se considera
habitualmente; en lugar de eso ponía de relieve el fondo sacro, si no puramente
iniciático de varios aspectos contenidos en ella, en estos términos defendía
una sabiduría y una visión romana de la vida y de lo sagrado y la contraponía
de la manera más drástica al cristianismo. Dado este fondo, tal antítesis tenía
evidentemente un carácter bastante diverso de la propaganda anticristiana de
tipo nietzscheano. Para Reghini, el cristianismo era una creencia exótica,
fundada sobre una espiritualidad equívoca que recurría a los estratos
irracionales, sub–intelectuales y sentimentales del ser humano; era la religión
de un “proletariado espiritual”, inseparable del hebraísmo, completamente ajena
al estilo, a los ideales, a la ética, a la severa sacralidad de la mejor
romanidad.
Como es notorio, una síntesis de ese tipo había sido realizada
también por otros autores, por ejemplo, de forma magistral por Louis Rougier en
la amplia introducción a su edición de los fragmentos conservados de la obra de
Celso Contra los cristianos. En Reghini aparecía también, además, la
referencia a la dimensión sapiencial y mistérica inherente a la antigüedad
clásica, cualquiera que fuera estudiada sobre su aspecto interno.
Pero era también evidente, aunque no me diera mucha cuenta cuando
seguía a Reghini en tal línea, cierta “idealización” de la misma romanidad: la
cual no habría cedido al cristianismo si no hubiera estado ya amenazada cuando
se aproximó este último, si en su área no hubieran llegado más y más cultos,
concepciones y orientaciones de origen igualmente no romano y asiático. Las
ideas de Reghini en parte ya las tenía y en parte encontraron en mí un terreno
adaptado”.
Los últimos trabajos de Reghini
Parise resume en dos páginas los intentos de rescatar la masonería
italiana, disuelta y prohibida, en sus últimos años y hasta su muerte:
“Hacia finales de 1927, Reghini, tras reunirse con varios hermanos, pudo comprobar cómo existía en todos el deseo de una reorganización eficaz de la orden y del rito; pero que demasiados de los que antaño habían ostentado dignidades y cargos, aparecían desbandados, vacilantes, sin conexiones, aislados, y desalentaban cualquier intento. Él y otros dos miembros efectivos del Supremo Consejo, después de un atento examen de la situación, habiendo comprobado que en Italia ya no funcionaba un Supremo Consejo regularmente constituido, se constituyeron ritualmente, asumiendo los poderes para reorganizar el rito, con la observancia de todas las precauciones que el momento exigía, es decir, con la selección rigurosa de los elementos y con el establecimiento de relaciones personales con personas individuales, tales que pudieran encontrar perfecta justificación profana en cualquier eventualidad".
Algo se consiguió y se esperaba más. Se celebraron dos reuniones, con la participación de elementos de confianza, una en junio de 1928, una segunda algunos meses más tarde. Para la puesta en práctica de nuestro programa, tuvimos también en cuenta el hecho de que seguían siendo eficaces ciertas organizaciones que, por su carácter menos conspicuo o menos conocido, habían podido escapar a la violencia provocada por la ley contra las sociedades secretas y pertenecían al Rito de Menfis y Misraïm, al Rito Filosófico, a los Martinistas y a los Templarios.
Habiendo determinado entretanto el cese de UR, decidimos reanudar la publicación de Ignis; el primer número de enero del 29 salió con cierto retraso debido a la realización de los trámites pertinentes; la composición de los dos números siguientes ya estaba lista, cuando se anunció el huracán: primero fue la súbita locura de un hombre que, habiéndose excedido en ciertas prácticas rituales, en un momento dado no pudo mantener el equilibrio con demasiado vino tragado y cayó, dejando escapar alguna alusión comprometedora; luego vino el agente provocador que estuvo a un pelo de salvar a golpes el alma de Reghini y la mía a punta de pistola. Y estalló el huracán, con un artículo titulado Maniobras de los francmasones, en la revista Patria, al mismo tiempo que otro sobre el diario Roma fascista y luego otros más, publicados en los periódicos de Roma y de provincias, todos por la misma pluma [nueva alusión a Julius Evola que, efectivamente, escribió y firmó esos artículos, NdR], con sólo algunas variaciones en el título y en el contenido. Más que el trabajo de los abogados, fue sin duda la buena fortuna la que evitó que nos metiéramos en líos peores; pero de todo aquel revuelo surgió una vigilancia tan estrecha y multiforme de nuestra gente que inhibimos todo contacto, por miedo a comprometer incluso a las personas a las que saludábamos.
Después de 1930, la actividad de Reghini se limitó cada vez más al campo de la enseñanza, donde su alto valor, su dominio de la materia y su método pedagógico le habían colocado entre los primeros en la estima de sus alumnos, colegas y científicos. En las horas libres de nuestros compromisos profesionales, nos reuníamos con algunos de los poquísimos amigos que aún quedaban; jugábamos al ajedrez, discutíamos sobre los problemas políticos del momento, pero sobre todo hablábamos de lo que más nos importaba: de la posibilidad, aún demasiado lejana, pero cierta, de mejores formas futuras de vida civil, de un retorno de la Masonería; y pensábamos en la necesidad de sentar bases sólidas, para que el orden y el ritual pudieran ciertamente sostener el edificio iniciático y restaurar aquel saber y aquel Arte, hoy casi universalmente ignorados por quienes se habían convertido en masones libres sólo en virtud de una patente.
El propósito de la Masonería, especificado en las Constituciones de Anderson como «el perfeccionamiento del hombre», no se alcanzó realmente, y ello no se debió tanto a la deficiencia de los Maestros del Arte, sino más bien al claro predominio dentro de la Masonería de fuerzas externas y adversas que querían y determinaban su decadencia, haciéndola desviarse de su propósito principal; se utilizaron todos los medios, se dejó el campo libre al orgullo y a la vanidad, se suscitaron discordias y celos, y con diabólica habilidad, se sembraron las semillas de conceptos diferentes, ajenos, más fáciles de comprender, más atractivos, que se extendieron, arrollaron y acabaron por prevalecer hasta el punto de perder de vista incluso las cosas esenciales, o posponerlas y ajustarlas a otras de menor importancia.
¿Cuántos hay hoy que conozcan las leyes secretas del Arte para construir una logia, un templo, según la rectitud y la perfección de las relaciones? ¿Y cómo se puede pretender construir el templo interior según el sentido anagógico de reglas desconocidas?
Arturo Reghini ya había visto la necesidad de purgar la Masonería de todo lo que el paso del tiempo y la incomprensión de los hombres habían superpuesto a la doctrina original; era quizás el único capaz de hacerlo, por su capacidad, preparación, profundidad y equilibrio como científico, conocimientos y relaciones directas con quienes podían ayudarle válidamente, e incluso sugirió el plan de trabajo. En tres años terminó la Ricostruzione della Geometria Pitagorica (Reconstrucción de la Geometría Pitagórica) que se publicó en 1935: lleva la estrella flameante en la portada; su valor científico fue reconocido por la Accademia d’Italia con un premio. Se trata de una obra que todos los masones libres deberían conocer, no sólo porque es accesible incluso a quienes poseen los modestos conocimientos de un bachillerato, sino sobre todo porque contiene muchas páginas que los masones libres podrían meditar con provecho. Desgraciadamente, la nebulosa de los tiempos no permitía desarrollar de manera masónica el sentido literal y llevar a cabo el sentido simbólico; no obstante, los hermanos tendrían mucho que aprender de él.
Habiendo completado su estudio de geometría, Reghini comenzó el trabajo Sobre los Números Pitagóricos, que le llevó diez años completar; es un trabajo inmenso, todavía inédito. Al final de la introducción, dice:
«Las leyes, las propiedades, las armonías numéricas que se ofrecen a nuestra contemplación no son invención humana; preexisten, están en las profundidades abisales de la interioridad y prueban que a la belleza del cosmos visible corresponde una belleza igualmente admirable del universo interior. A partir del reconocimiento de estas bellezas y armonías, será entonces posible, socrática y pitagóricamente, ascender y trascender, ascendiendo de la vida material y humana a la vida espiritual y divina y realizar esa palingenesia que es el objetivo esencial de la Scuola Italica».
La importancia de esta obra es absolutamente excepcional por los numerosos y elevados problemas que encuentran en ella su solución; está destinada a suscitar un enorme interés en el campo de la ciencia. Hace considerar con melancolía cómo se han quemado miles de millones en la locura más insensata, cómo se siguen derrochando millones en el juego y los placeres, mientras que es difícil encontrar lo necesario para una publicación de tanto valor, un valor que no es sólo matemático y literal, sino que trasciende la forma y para cuya inteligencia es necesario poseer una clave que se dará en su momento.
Entretanto, los acontecimientos políticos se precipitaban, los problemas de la vida contingente se hacían más difíciles de resolver y se avecinaba lo peor, mientras que Reghini necesitaba absolutamente liberarse de cuidados y preocupaciones para completar la obra que había comenzado; así, en septiembre del 1939, dejó Roma para trasladarse primero a Bolonia y luego a Budrio, donde enseñó en la escuela media «Quirico Filopanti». Pero la correspondencia entre nosotros era más un estorbo que una ayuda y era grande la alegría de poder reunirnos de nuevo, y aunque no existiera el aislamiento total de nuestra torre calabresa, la gran paz del lugar era propicia a la concentración de la mente, a la liberación del espíritu; comunicábamos los resultados de los trabajos realizados, planeando los futuros, lamentando ser demasiado pocos frente a la inmensidad de lo que veíamos que había que hacer.
Luego la guerra, con la llamada liberación de Roma, nos dividió; Reghini, que permaneció en Budrio, a tiro de fusil del curso del arroyo Idice, que fue durante muchos meses la línea donde la batalla fue más encarnizada, no se movió; los proyectiles de artillería cayeron por todas partes y muchos estallaron en el pequeño jardín, dañando un poco la casa y una persona querida resultó herida bastante grave. La guerra pasó. Reghini ileso, reanudó más libremente el contacto con sus antiguos amigos; un nuevo fervor le animaba, un afán de trabajo; el tiempo se agotaba, la Parca había tocado ya el hilo de su vida y la advertencia había sido dada. Pedí a Reghini el desarrollo filosófico e iniciático del trabajo sobre los números pitagóricos; pudo completar, en unos dos meses, un volumen sobre Los Números Sagrados en la Tradición Pitagórica Masónica, escribió algunos artículos, esbozó esquemas de trabajo que no pudo realizar.
El primer día de julio de 1946, el espíritu de Arturo Reghini disolvió sus lazos corpóreos y pasó a la Luz Eterna. Era la quinta hora de la tarde. La señal había aparecido. Arturo Reghini se volvió hacia el Sol menguante para el último adiós, para el último ritual; luego apoyó la mano derecha en la repisa cercana, inclinó su estatura gigantesca hacia la Gran Madre, irguió el torso; y fue libre.”
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El desiderátum masónico de Arturo Reghini
Si esta ha sido su vida y sus ideas, será necesario realizar una
breve crítica a las mismas.
La tesis central de Reghini se centraba en el pitagorismo. No en
vano ha sido llamado “el último pitagórico” y así se le hubiera recordado, de
no ser porque, un aspecto esencial de esta tesis era ver en la francmasonería
una estructura orgánica heredera de las concepciones pitagóricas de la
antigüedad. Obviamente, Reghini aludía a la “masonería tradicional”, una idea
que recuperó el propio René Guénon en un período de su vida. Todo esto merece
algunos comentarios críticos
En sus escritos se percibe una hostilidad manifiesta hacia el
catolicismo, en ocasiones, con frases propias de una polémica de bajo nivel,
casi tabernaria. Esa fobia anticristiana deriva de las sucesivas condenas
históricas que la Iglesia ha formulado contra la masonería, pero olvida algunos
elementos esenciales.
Si damos por cierto el que la masonería fundada en 1717 por la
fusión de cuatro logias de Londres en la Taberna del Ganso y la Parrilla,
podría concluirse que esta “nueva” masonería, sería una prolongación de la
“antigua”, esto es, de los gremios de constructores. Ahora bien, estos gremios
eran, en el Reino Unido y en Francia, católicos. Y, de hecho, en los primeros
años de la masonería, solamente se admitían a católicos. No fue sino hasta
1723, cuando las Constituciones de Anderson dieron apertura a
protestantes. Y dos años después, a judíos (siendo la mayoría de los que
inicialmente ingresaron en logias inglesas de origen sefardita). En 1725, la
mera exigencia de ser “hombre libre y de buenas costumbres” ya había abolido
barreras religiosas.
Pero, si hacemos caso de los trabajos de Robert Ambelain, masón y
martinista, en el capítulo 24 de El Secreto Masónico, titulado
“Irregularidad de la Gran Logia de Inglaterra” (basado en que “Anderson
no es Maestro de logia. Por lo tanto, no puede transmitir la iniciación
masónica. Ni siquiera es masón regular, ya que no se ha encontrado ningún
rastro de su iniciación, sino Capellán de logia, cosa muy diferente. Lo mismo
que el Médico de logia, sólo participa de manera ocasional en las tenidas de
las logias, cuando se tiene necesidad de sus servicios particulares. Por
consiguiente, esas iniciaciones son totalmente irregulares, sin ningún valor. Y
aunque hubiera sido Compañero regular (lo que no es el caso), seguirían siendo
ilícitas, y ninguno de sus iniciados podría ir más lejos. Tres años más tarde,
en 1717, esos ocho masones irregulares constituirán cuatro logias, tan
irregulares como la primera”. En otras palabras: en la constitución de la
“logia madre” de la masonería especulativa inglesa no estaban presentes los
siete miembros iniciados necesarios para crear un “logia regular”. A pesar del
olor “sulfuroso” que destila Ambelain, su argumentación es convincente y
avalada por datos históricos. Si la “logia madre” empieza siendo “irregular”,
está claro que toda la construcción posterior, lo será también.
Ambelain pertenecía al Rito de Memphis–Misraïm y no se reconocía
en la fundación de la Gran Logia de Londres. Pero, si de lo que se trata es de
tratar de demostrar la “regularidad” de las logias francesas, separadas
prácticamente desde sus primeros pasos de las inglesas e influidas sobre todo
por el movimiento de la Ilustración, el origen es todavía más problemático.
Porque en Francia existen todavía los hermandades de constructores (a
diferencia de en Inglaterra que se extinguieron casi completamente a lo largo
del siglo XVIII y cuya decadencia se inició tras el incendio de Londres de
1666, cuando los trabajos de reconstrucción precisaron el concurso de albañiles
no adscritos a los gremios tradicionales y fue precisamente el inicio de esta
decadencia lo que les obligó a aceptar, a modo de “comité de patronato”, a
personalidades y miembros de la nobleza que no ejercían el oficio de la
construcción –masones “aceptados”– que ya eran mayoría en 1717) y allí es mucho
más fácil rastrear el carácter cristiano de estas organizaciones que, no por
casualidad, fueron los constructores de las Catedrales e, incluso hoy, han
estado en primera fila en la reconstrucción de Notre Dame de París tras el
incendio que la devastó en 2019. Por lo demás, en la masonería francesa no
existen rastro de continuidad entre gremios de constructores y logias
masónicas. En efecto, estas nacen en Francia independientemente del compagnonnage,
esto es de los gremios de constructores.
Con todo esto queremos decir:
1) Que la relación entre “constructores de catedrales” y “francmasonería moderna” es mucho más tenue de lo que se suele pensar.
2) Que las dos grandes ramas de la masonería, tanto la inglesa como la francesa, tienen un origen “irregular”, no vinculado a estructuras tradicionales y, por tanto, sus ritos e iniciaciones están cortadas de cualquier “fuente” que asegure una “transmisión iniciática regular” para su iniciación.
3) Que si se habla de “masonería regular” o de “masonería tradicional” hay que aludir a los gremios de constructores y solamente a ellos (esto es, "le compagnonnage")
El panorama se complica todavía más cuando, a partir del siglo
XVIII y especialmente en las logias alemanas empiezan a crearse “altos grados”,
para satisfacer, por una parte, el esnobismo, la búsqueda de misterios, de lo
oculto y satisfacer el ego de personalidades de la nobleza y del comercio que
ansiaban los títulos rimbombantes que les ofrecían los “altos grados”. En
realidad, la masonería originaria –es decir, el gremialismo, el compagnonnage–
solamente admitía dos grados: el de Aprendiz y el de Compañero. El de Maestro
se añadió después. Y hoy existe un acuerdo generalizado en que la “masonería
azul”, compuesta por los tres primeros grados, debe estar presente en todas las
obediencias del florido árbol masónico.
Dicho todo lo cual, llegamos a la tesis de Arturo Reghini sobre la
masonería. Acepta, en primer lugar, que la “masonería verdadera” está compuesta
solamente por los tres primeros grados y que son ellos los que deben
“trabajarse” con especial esmero en las logias. Denuncia que el fin de la
masonería no es –como suelen repetir los propios masones– “el progreso de la
humanidad”, sino “el progreso del individuo”, entendiendo por tal
una transformación espiritual interior simbolizada por el paso de su “piedra en
bruto”, en “piedra cúbica pulida”. Y sostiene que esta transformación del caos
interior del hombre en orden, lo traslada la masonería a sus miembros, a partir
de la iniciación masónica que sería una herencia de la iniciación que impartía
la escuela pitagórica.
El historial masónico de Reghini nos dice que militó en la
masonería italiana y compartió la mayoría de sus propuestas que combinó con su
nacionalismo militante. De hecho, consideraba a Mazzini y Garibaldi,
unificadores de Italia, como “grandes espiritualistas”. A pesar de que fue
partidario del “intervencionismo” italiano en la Primera Guerra Mundial, no
militó en el Partido Nacional Fascista, a diferencia de muchos otros masones
que estuvieron presentes desde la fundación del fascismo en la Piazza San Sepolcro
de Milán y en la Marcha sobre Roma.
Por entonces, la masonería italiana estaba dividida entre la Gran
Logia de Piazza del Gesù (de obediencia inglesa) y la Gran Logia del Palazzo
Giustiniani (de obediencia francesa, con la que estaba vinculado Reghini). Los
primeros se decantaron a favor del fascismo (incluso su Gran Maestre, Raoul
Palermi, ofreció a Mussolini el cargo de Gran Maestre Adjunto de su obediencia
masónica) mientras que los segundos, inicialmente, se mostraron más remisos y,
finalmente tomaron partido por la oposición al fascismo. Pero, a partir de
1923, cuando Mussolini llega a la conclusión de que había que mejorar las
relaciones con el Vaticano, prohibió a los miembros del Partido Fascista ser
miembros de la masonería. Más tarde, en 1925, se promulgará la ley contra las
“sociedades secretas”, que afectaba especialmente a la masonería. La obediencia
de Piazza del Gesù aceptó su disolución, pero serán las logias de Palazzo
Giustiniani las que ofrezcan algo de resistencia. Hay que encuadrar en esta
“resistencia”, los intentos de Arturo Reghini y de Giulio Parisi de mantener
con vida a la “masonería tradicional” en el interior del Grupo de Ur. Intentos
que fracasan, como ha explicado Parise, pero que conllevan la ruptura en el
interior del Grupo y la interrupción en la publicación de las monografías.
Ahora bien, hay que preguntarse, en ese momento (1929) y hasta su
fallecimiento en 1946 qué entendía Reghini por “masonería tradicional”. No es
fácil responder, porque el propio Reghini cae en contradicciones notorias.
Considera, por ejemplo, que la masonería debe ser “universal”, que debe estar
por encima de las religiones, las naciones, las filosofías o las razas, y
precisamente por eso, critica el que el Rito Escocés Antiguo y Aceptado
mantenga en sus logias, la Biblia abierta por los primeros versículos del Evangelio
de San Juan. Este elemento menoscabaría la “universalidad masónica” y
evitaría que musulmanes o budistas, por ejemplo, se integraran en ella… En su
concepción “universalista”, derivada del pitagorismo, el mensaje masónico debe
ser aplicable en todo el mundo, como lo son los cálculos numéricos y es por eso
que propone para su Rito Italiano que el Evangelio de San Juan sea
sustituido por los Versos Áureos de Pitágoras, pues, dice, sólo los
números aportan conocimiento objetivo necesario “para construir templos a la
virtud y cavar fosas a la ignorancia”. Por tanto, la masonería debería basarse
en la concepción pitagórica y despojarse de todos los añadidos y adherencias
llegadas con los “altos grados” y volver a su pureza originaria. Su error
consiste en creer en “una sola masonería universal”, una concepción
reduccionista que pensaba aplicable en todo el mundo por encima de las
circunstancias de lugar, tiempo y cultura. En la práctica, la masonería,
difícilmente ha rebasado el marco de la “civilización occidental” y si ha
arraigado en otras partes del mundo ha sido, o bien gracias al colonialismo, o
bien a elementos de una cultura que han sido ganados por la occidental (caso de
la Turquía de Kemal Ataturk, por ejemplo). Aceptar la “universalidad” masónica
implica desconocer planteamientos iniciáticos surgidos en otras culturas y
tradiciones y, a fin de cuentas, hacer gala de lo que podemos llamar un
“eurocentrismo iniciático” que ya había sido superado con creces en los
estudios y monografías del Grupo de Ur.
Llegados a este punto cabe preguntarse de qué masonería está
hablando Reghini. No, desde luego, ni de la inglesa, ni de la francesa, mucho
menos del Derecho Humano o de obediencias que llegaron después. En algunos
fragmentos de sus artículos sigue proponiendo “el masón libre en la logia
libre” que, en el fondo, debería negar la existencia de obediencias, conceptos
de regularidad, ritos fijados, incluso de jerarquías interiores, una masonería
limitada
1) a la difusión de la doctrina pitagórica para un conocimiento objetivo de la totalidad del Cosmos,
2) a la comprensión de los símbolos y
3) al desbastado de la piedra en bruto hasta su transformación en piedra cúbica pulida.
La concepción orgánica de la masonería que sostiene Reghini casi
parece próxima a la de las “logias salvajes” creadas al margen de las
obediencias existentes. Sorprende también su condena al lema de “libertad,
igualdad y fraternidad” (dice que es un “hermoso lema” pero que no puede ser
promovido políticamente por la masonería… que, en realidad, ha sido quien lo ha
promovido con más vigor). Critica al concepto de “igualdad” y de “progreso”,
formula objeciones al “moralismo”, a pesar de que todos estos términos son de
uso habitual en las logias y cuestionarlos parece más propio del antimasonismo…
Y la pregunta es, a partir de todo esto, ¿qué tiene que ver la
masonería en la que cree Reghini y por cuyo restablecimiento abogó hasta los
últimos momentos de su vida, con la “masonería realmente existente”, no solo
aquí y ahora, sino también en la Italia de la postguerra y prácticamente desde
las Constituciones de Anderson? La respuesta es que existe una
“masonería imaginada” y una “masonería real”. La imaginada por Reghini –con sus
luces y sus sombras, con sus contradicciones palmarias– tiene poco que ver con
la realmente existente. Esta es la cuestión de fondo que afecta también a las
“logias guenonianas” creadas a partir de los años 50 y que, más de setenta años
después, no han logrado influir en la orientación de las grandes obediencias,
ni del movimiento masónico mundial.
El gran error de Reghini es considerar a la masonería surgida en
1717, como “tradicional”. Los elementos que contenía de carácter tradicional,
fueron desde el primer momento mal comprendidos y pronto quedaron sofocados por
los “altos grados” y la multiplicación de obediencias y ritos. Si algo quedaba
de “tradicional” en el inicio de la Gran Logia de Londres, pronto se extinguió
y apenas permanecieron un conjunto de leyendas y temas que se siguieron
enseñando, sin ninguna repercusión “iniciática” real entre los afiliados (es
decir, sin provocar “metanoia” alguna, esto es, un “cambio radical de
conciencia”), y cuyos símbolos, en el mejor de los casos, quedaron relegados a
interpretaciones moralistas y, en el peor, a formas de oportunismo,
clientelismo y amiguismo sin principios. Y, para comprobarlo no hace falta nada
más que asomarse a una logia.
¿Qué ha ocurrido, pues, con la masonería? ¿Qué fue lo que Reghini
o las logias guenonianas posteriores no supieron entender?
La francmasonería puede aspirar a ser heredera de los gremios de
constructores, del pitagorismo o, incluso, a nacer al poco de que el Gran
Arquitecto modelara a Adán con barro…, pero la realidad, es que la Gran Logia
de Londres con sus obediencias y sus disidencias, fue un fenómeno esencialmente
moderno que nace poco antes de la Primera Revolución Industrial. Cuando se
produce una revolución tecnológica de ese tipo, todas las actividades
político–sociales o culturales quedan condicionadas por ella. La aparición de
la masonería fue paralela a la revolución industrial que supuso la irrupción
del vapor y su aplicación al comercio y a las hilaturas. Su foco originario fue
Inglaterra hacia mediados del siglo XVIII y, a partir de la independencia de
los EEUU –ya protagonizada casi completamente por miembros de la masonería– su
mensaje fue paralelo a las revoluciones liberales, a la expansión del
capitalismo, y a la hegemonía burguesa. Esta primera revolución industrial se
prolongó hasta 1840.
A partir de entonces, hallazgos científicos como el motor de
combustión interna, la electricidad, nuevos métodos del forjado de metales, la
telegrafía, la generalización del ferrocarril, cristalizaron en la Segunda
Revolución Industrial que daría lugar a las grandes acumulaciones de capital, a
la formación de una nueva clase formada por la santa alianza entre banqueros,
especuladores e industriales que daría lugar a nuevas formas de comercio
(empresas multinacionales), un período que se iniciaría en 1870 y se
prolongaría durante algo más de un siglo.
Pues bien, el período comprendido entre el principio de la Primera
Revolución Industrial y el final de la Segunda, es el período de máxima
expansión de la masonería. Ser masón se convierte en una moda para los grupos
sociales hegemónicos o que aspiran a entrar en ellos. Los “nobles ideales”
masónicos se politizan inevitablemente, porque esos grupos sociales tienen
“aspiraciones”: no se conforman con influir sobre el poder, quieren modelarlo a
su gusto y conveniencia. Por una parte, allí donde existían monarquías se
producen revoluciones liberales, se crean repúblicas o bien monarquías
constitucionales en las que el Rey lo es a título anecdótico sin poderes
efectivos; en donde existe “Imperio”, aparecen los nacionalismos centrífugos,
se crean nuevas naciones bajo forma republicana o monarquías constitucionales;
nunca es el “pueblo” el que gobierna, sino la partidocracia, y lo hace bajo el
lema masónico de “libertad, igualdad, fraternidad”.
Pero a mediados del siglo XX, el proceso está llegando a su fin.
El mundo vive la Guerra Fría, aparecen nuevos desarrollos de la informática y
la computación, se crea el primer michochip que cada dos años, desde entonces
hasta ahora, duplica su capacidad de procesado, mientras que disminuye su
precio. Los viajes en avión se han hecho habituales transportando mercancías y
pasajeros de una a otra parte del mundo, se aspira a conquistar el espacio
exterior y, a partir de la caída del Muro de Berlín la globalización, la
revolución de las comunicaciones y la microinformática han establecido las
bases de la Tercera Revolución Industrial que, luego, ya en el siglo XXI cederá
el paso a la Cuarta, en la que estamos embarcados actualmente: la revolución de
la inteligencia artificial, la criogenia, la computación cuántica, la
nanotecnologías, la ingeniería genética y la robótica.
Desde los años 50, la masonería está en crisis: ya no acoge a las
élites capitalistas, ni siquiera a las élites burguesas como había ocurrido
hasta entonces: ahora tiene poco que proponer: su mensaje socio–político no ha
ido más allá de la partidocracia. Ha participado y avalado la creación de las
Naciones Unidas y de sus agencias, creyendo que en 1945 se ha iniciado la “era
de la Luz” y dando por sentado que su “universalismo” puede aportar el pan y la
sal a este nuevo ciclo histórico.
Estamos en la era del “humanismo”, pero también del materialismo.
Y esto no es “bueno” para la masonería: sus concepciones neo–espiritualistas,
sus rituales alambicados, su simbolismo, ya no penetran con facilidad entre las
distintas capas de la burguesía acomodada. De hecho, los hijos de los burgueses
masones, le vuelven la espalda y los patrones de las nuevas tecnologías la
ignoran por completo. Incluso su prédica sobre la necesidad de realizar “obras
de caridad”, ha sido asumida por ONGs –algunas surgidas de la propia masonería,
como SOS–Racismo– y arrinconan al mundo de las logias.
Y luego está la corrupción: desde los años 70, especialmente en
Italia, Francia y el Reino Unido, la masonería se ha visto relacionada con
casos de corrupción. No era nada nuevo: la Tercera República francesa ya había
dado a la prensa numerosos casos en los que miembros de la masonería estuvieron
implicados en escándalo y otro tanto puede decirse de la Segunda República
española. Antes, incluso, en nuestro país, las independencias americanas
primero y, finalmente, la crisis del 98 y la pérdida de las últimas colonias,
había visibilizado el papel de la masonería criolla en Cuba y del Katipunán
(masonería filipina para autóctonos), sumisas a la masonería norteamericana.
Los episodios de 1898 desmontaron prácticamente a las logias españolas e
hicieron que la masonería cayera en el descrédito durante un cuarto de siglo,
hasta que –la memoria de los pueblos suele ser corta– sólo revivió con los
fervores que conducirían a la Segunda República en la que se reproducirían
escándalos en los que estuvieron ligados miembros de la masonería española.
Casi podría decirse que los escándalos han perseguido a la masonería a lo largo
de su historia. Pero si antes proponía ideas que eran o parecían nuevas, ahora,
a partir de mediados del siglo XX, no estaba en condiciones de ofrecer a la
sociedad nada nuevo y, por tanto, no crecía, ni constituía el “motor intelectual”
de nada. Y es que, a mediados del siglo XX, las revoluciones liberales
promovidas inevitablemente por la masonería, ya se habían implantado en todo
Occidente...
Salvo en Scotland Yard en el Reino Unido y en el Pentágono en
EEUU, ser masón ya no era una garantía para mejorar la posición propia. Y lo
que era peor: a medida que se iba rebajando el listón “iniciático”, aumentaba
el número de neófitos atraídos por la posibilidad de progresar socialmente
gracias a la “fraternidad masónica”, transformada en muchos casos en
“complicidad masónica”. Entraban en las logias gentes que aportaban poco, pero
que llamaban a la puerta de la logia pensando obtener muchos beneficios y
promociones a cambio del pago de sus cuotas y de los “derechos de iniciación”.
Una entidad así encarrilada, en la que entran muchos creyendo que obtendrán
beneficios materiales, pero sin posibilidad de aportar nada tangible salvo su
cuota mensual, es una entidad que camina hacia la crisis.
Así pues, la realidad de la masonería en el siglo XXI puede
resumirse así:
1) La masonería es un fenómeno esencialmente “moderno”, que aparece en el siglo XVII en un contexto completamente diferente a la “modernidad” del siglo XXI. Su tiempo, vinculado a las dos primeras revoluciones industriales ya ha quedado atrás. No es hegemónica en relación a las corrientes del tiempo nuevo. En las siguientes revoluciones industriales, las élites buscarán nuevas formas de organizarse e interrelacionarse y promover mejor sus intereses: el Foro Económico Mundial, la Comisión Trilateral, el Club Bildelberg, el Club de Roma, han sustituido a la masonería en esta época y es ahí en donde hay que buscar a élites económico–sociales, laboratorios de ideas nuevas e, incluso, “conspiraciones”. Las “revoluciones liberales” masónicas han sido sustituidas por la Agenda 2030, antes por los Objetivos del Milenio, en los que la masonería no tiene ni arte, ni parte.
2) Esa inadecuación creciente ha generado una caída en picado del nivel de la masonería en su reclutamiento: los que aspiran a extraer beneficios tangibles de su pertenencia a las logias son incomparablemente mayores que los que aspiran sinceramente a “cubicar y pulir su piedra”; de hecho, los rituales, los conceptos, el simbolismo, se han convertido en una pesada y fastidiosa carga ornamental desprovista de sentido y (lo que es peor aún) de “eficacia iniciática”; mientras que los cambios sociales también le han restado espacio operativo (sustituida por ONGs).
3) Cuando se examina el papel de los masones “guénonianos”, uno ya advierte que se trata de grupos extremadamente minúsculos que tienden a mezclar la doctrina guénoniana con interpolaciones procedentes de otros horizontes espirituales y filosóficos problemáticos (la incorporación de los “altos grados” ha generado el que la doctrina masónica de hoy sea una forma de eclecticismo con incrustaciones procedentes del ocultismo, el cabalismo, el rosacrucianismo, la filosofía de las luces y, para colmo, el moralismo, a menudo mal comprendidos) y que nada pueden hacer frente a una masa masónica, en crisis, pero mayoritaria dentro de su área, que piensa en que la misión de la masonería es el “progreso de la humanidad”, la defensa de una moralidad más o menos burguesa, de las democracias que en realidad son partidocracias y de mitos contemporáneos como el de la “igualdad”, hay que admitir que a la pregunta inicial de qué queda de “tradicional” en la masonería, la respuesta hoy y en 1946, cuando Reghini falleció, es muy poco, e incluso en la mayor parte de las logias, nada.
Por eso hemos dicho que Reghini fue un gran pitagórico. Su obra es
comparable en el terreno del pitagorismo, a la del Príncipe Matyla Ghyka y a
sus trabajos sobre la Divina Proporción y el Número Áureo. Reghini, en relación
a la tradición romana y a la tradición hermética, está al nivel de Julius Evola
y es una polémica absurda y sin sentido tratar de establecer quién es deudor de
quien. Ahora bien, Arturo Reghini tiene un lastre notable: su defensa numantina
de la masonería. Incluso, aun aceptando que puede haber algún legado pitagórico
en el interior de la masonería, hay que aceptar que ese legado convive con
otros más problemáticos y que, especialmente en los “altos grados”, ese legado
pitagórico está completamente opacado por elementos procedentes de tradiciones
ajenas e incluso propias del ocultismo decimonónico.
El gran error de Reghini –y, desde luego, también el de Guénon–
consistió en hacerse ilusiones sobre la posibilidad de “reconducir” a la
masonería hacia una renovada “tradicionalidad”, esto es, hacia sus supuestos o
reales orígenes. En segundo lugar, desconoció que la masonería está vinculada a
un momento histórico concreto (las dos primeras revoluciones industriales) y
quiso ver en ella una prolongación de las hermandades gremiales de la Edad
Media, (otros incluso sostenían que procedía de las cofradías romanas o, en el
límite egipcias), cuando en realidad se trataba de una organización “moderna”
cuyo vínculo en Inglaterra con las logias de constructores era extremadamente
tenue. Hubiera sido mucho más simple, crear una organización iniciática de
nuevo cuño a partir de alguna estructura “regular” pre–existente (el compagnonnage
francés, sin ir más lejos, cuya veta iniciática sigue viva hoy como reconoció
el propio Guénon), a partir de la cual, crear algo parecido a círculos de
estudios para individuos que no ejerzan el oficio. Incluso crear círculos
propiamente pitagóricos que impartieran enseñanzas tradicionales, aunque no
“iniciaciones regulares”. De hecho, el propio Grupo de Ur marcaba una pauta de
estudio y trabajo sin pretensiones iniciáticas, pero con búsquedas serias en
esa dirección. Cualquier cosa antes de engañarse sobre las posibilidades
iniciáticas de la francmasonería (que luego, en el caso de Guénon, le obligó a
digresiones sobre la “iniciación real” y sobre la “iniciación virtual” que,
desde entonces, han hecho descarrilar a muchos “guenonianos” de una vía espiritual
realista, vivida e intensa. Dicho sea con todo el respeto que nos merecen la
vida y la obra tanto de René Guénon como de Arturo Reghini.
Eso nos lleva a valorar la obra de Arturo Reghini, concluyendo que
fue pitagórico y francmasón, un gran estudioso y divulgador del simbolismo. Se
aproximó el pitagorismo como nadie en el siglo XX, pero soñó con una masonería
tradicional que, en realidad, era un desiderátum y solo existía en su
imaginación.
[1] Literalmente, “deseo de descender” [NdT]
[2] Traducido al castellano por Ernesto Milá y publicado en Eminves, Barcelona, 2018. Pedidos Amazon. [NdT]
[3] Texto del Introibo: “Quien no reconoce a los hombres de genio, a los artistas el pleno derecho a contradecirse de un día para otro, no es digno de leernos. Todo es nada en el mundo excepto el genio. Que las naciones se vuelvan locas y los pueblos tiemblen de angustia, si ello es necesario, para que un hombre creador viva y venza. Las religiones, la moral, las leyes tienen como única excusa la debilidad y la bellaquería de los hombres y en su deseo de estar más tranquilos y mantener la mayor parte de sus agrupaciones. Pero hay un plano superior –un ser humano, inteligente y de mente abierta– donde todo está permitido y todo es legítimo. ¡Al menos que el espíritu sea libre! Hoy se desperdicia en el mundo serenidad y sentido común, por tanto, estamos obligados a hacer una economía rigurosa de todo esto. En una sociedad de bribones también el cínico es necesario. Estamos inclinados a apreciar el boceto más que la composición, el fragmento más que la estatua, el aforismo mucho más que el tratado, el genio desgraciado y frustrado a los grandes hombres olímpicos y a los profesores graves y perfectos. Estas páginas no pretenden de ninguna manera causar placer, ni instruir, ni resolver de manera ponderada las graves cuestiones del mundo. Será esta una revista de tono, chocante, desagradable y personal. Será un desahogo para nuestro beneficio y para los que no están completamente idiotizados por los actuales idealismo, reformismos, humanismos, cristianismos y moralismos”.
[4] “Un grupo de
jóvenes, deseosos de la liberación, deseosos de universalidad, jadeantes una
vida intelectual superior se reunieron en Florencia bajo el nombre simbólico de
Leonardo desea intensificar su existencia, elevar su pensamiento, mejorar su
arte. En la VIDA son paganos e individualistas:
amantes de la belleza, la inteligencia, adoradores de la naturaleza
profunda y llena de vida, enemigos de toda forma de borreguismo nazareno y de
servidumbre plebeya. En el PENSAMIENTO son personalistas e idealistas, esto es
superiores a cualquier sistema y a cualquier límite, convencidos de que toda la
filosofía no es más que una forma de vida personal y niegan cualquier
existencia, más allá del pensamiento. En
el ARTE, aman la transfiguración ideal de la vida y luchan a las formas
inferiores, aspiran a la belleza y como sugestiva representación y la
revelación de una vida profunda y serena. Entre las expresiones de sus fuerzas,
de su entusiasmo y de su desdén publicarán una revista titulada LEONARDO”.
[5] Obviamente, se alude a Julius Evola, a pesar de que el autor no entra en el fondo de la polémica surgida entre Reghini y él. [NdT]
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