Sin embargo, el tercer texto escrito en esa época Aristocracia y aristofobia, que no deja de ser un lamento por la desaparición de la aristocracia en España como “clase directora”. Se trata de un texto inacabado, pero también aquí aparece algún paralelismo con la situación del Tercer Reich. El 19 de agosto de 1934, Hitler se convirtió en presidente de Alemania después de que Hindenburg, poco antes de su muerte, hubiera unificado los cargos de presidente y jefe de gobierno. Hizo falta para ello un referéndum para aprobar la reforma constitucional: 35 millones de alemanes votaron a favor, mientras que 4 millones y medio lo hicieron en contra. El referéndum seguía a la Noche de los Cuchillos Largos en la que fueron purgados, algunos dirigentes de las SA y, no se olvide, personajes de la reacción. Fue, por tanto, una “purga” interior y exterior (los eliminados “por la derecha” pertenecían al DNVP, o a gobiernos reaccionarios que habían cerrado el paso a Hitler en los meses anteriores a enero de 1936). El régimen había golpeado a “su derecha” y a “su izquierda”. Cuando Hindenburg muere, el plebiscito sobre la reforma constitucional es aprobado masivamente Antes, el plebiscito para la reincorporación del Sarre al Reich había dado como resultado 445.000 votos a favor de la incorporación a Alemania, 2.000 que exigían la incorporación a Francia y 45.000 favorables al mantenimiento del statu-quo de región administrada por la Sociedad de Naciones. José Antonio sabía que era difícil que se hubiera producido un falseamiento de los resultados, especialmente porque el plebiscito se había realizado bajo control de éste mismo organismo internacional. Lo más importante es que, tras la Noche de los Cuchillos Largos, la prensa mundial destacó el papel de las SS y resaltó el hecho de que la nobleza alemana se había incorporado masivamente a esta organización armada del NSDAP. En el plebiscito para la reforma constitucional que unificó presidencia del Estado y jefatura del gobierno, había participado activamente a favor de Hitler, Oskar von Hindenburg, nieto del fallecido presidente de la República. Así mismo, el August Wilhelm, cuarto hizo del Káiser, era público y notorio que se había incorporado primero a la organización de veteranos, el Stahlhelm, para pasar en 1930 a las SA.
Vale la pena
retener todos estos datos que nos dan una visión de las relaciones entre el
movimiento nacional-socialista y la aristocracia. Si, en un primer momento
(entre 1919 y 1923), el NSDAP fue un movimiento de excombatientes y luego,
entre 1924 y 1930, un movimiento de clases medias, a partir de ese momento,
empezó a incorporarse la aristocracia alemana y, muy especialmente, a través de
las SS. El hecho de que a partir de finales de enero de 1933, Hindenburg
modificara sus prevenciones hacia Hitler y luego en los dieciocho meses
siguientes, hasta muerte, lo apoyara decididamente y delegara en él
prácticamente todas sus funciones, contribuyó a que el salto que supuso el
tránsito de la “vieja Alemania” (la República de Weimar y la “pequeña Alemania”
bismarckiana) a la “nueva Alemania” (el Tercer Reich) fuera amortiguado: para
la nobleza suponía una forma de mantener su relevancia social, incorporándose a
la más elitista de las organizaciones del NSDAP. Para el fundador de las SS,
Heinrich Himmler, suponía que la aristocracia de la sangre y la élite del
movimiento nacional-socialista se fundían en su organización: élite ideológica
más aristocracia de la sangre serían los garantes para la supervivencia del
régimen.
A diferencia de
en Italia en donde la aristocracia apoyaba al régimen, en su inmensa mayoría,
no por sí mismo, sino porque apuntalaba a la monarquía de los Saboya, en
Alemania, se había producido la fusión entre la aristocracia de la sangre y el
movimiento nacional-socialista. Aquélla se había incorporado a éste.
José Antonio,
en tanto que aristócrata, era muy sensible al destino de su clase. Era,
también, lo suficientemente objetivo como para reconocer que en España la
aristocracia vivía uno de sus peores momentos. Existe en José Antonio, como en las
hachas de doble filo europeas, del neolítico, una duplicidad en su pensamiento:
por una parte, se niega, incluso el “último José Antonio” a renunciar a sus
orígenes aristocráticos; por otra, manifiesta un deseo sincero de extender
justas políticas sociales a todos los sectores de la nación. Esta duplicidad se
percibe pertectamente en el texto titulado Aristocracia y aristofobia que
carece de fecha pero está situado inmediatamente después del Germanos contra bereberes y del Cuadernos de notas de un estudiante europeo.
Si nos atenemos a este dato, por inseguro que sea, Aristocracia y aristofobia debió ser escrito en el verano de 1926.
Describe la
aristocracia que conoció en su infancia: “gentes
hechas a vivir en todo el mundo como señores en su propia casa, de puro
aplomadas, hábiles en el manejo de idiomas, fáciles en la conversación, sabias
en platos, vinos, vestidos y perfumes, diestros en los más próceres ejercicios,
como la equitación, la caza y, lo que ya es más profundo, escrupulosas en punto
de honor y, a menudo, finalmente informadas sobre materias de arte”.
Reconoce que la aristocracia española iba algo por detrás de la europea en
estas “virtudes elementales”, pero subraya que “La proporción de duques españoles entre los duques europeos que
promulgaban el tono aristocrático superaba bastante a la de catedráticos
españoles recibidos entre las eminencias universitarias de Europa”.
Constata, acto
seguido que, “desde la guerra”, en España “apenas
han influido los aristócratas”. Y esto lo decía cuando, la aristocracia
española seguía estando presente en los partidos de la derecha e incluso en
Falange Española (no digamos en el partido alfonsino o en el carlismo). Con la
República se acusa la desaparición de la aristocracia: “aquellos ejemplares humanos a cuyo alcance estaban, poco más o menos,
todos los resortes; aquellos hombres hechos para cabalgar, para mandar y ser
acatados; que lo habían sido, en efecto, hasta fecha cercana, no habrían sabido
arreglárselas para conservar en sus manos el poder” y sigue: “La nobleza ha dejado de considerarse como
exigencia de obligaciones y se ha convertido en goce pasivo de prerrogativas”.
¿Por qué se ha
producido esta degeneración de la aristocracia? Y lo explica así: “Los primeros nobles se ganaron el puesto a
punta de espada. Al principio cada uno de sus descendientes debía ser capaz (…)
de reconquistas los privilegios si alguien se los disputara. (…) Según iba
perdiendo la nobleza su misión específica, los privilegios iban adquiriendo más
y más naturaleza suntuaria (…) [finalmente] lejos de encontrarse al nacer con
rigurosos deberes, se lo encontraban todo resuelto (…) La tarea de los
muchachos aristocráticos era puro juego: sabían que nunca se les iba a poner a
prueba la formación. Les constaba que una vez cumplidos de cualquier manera los
llamados estudios, nunca más tendrían nada que hacer, por obligación, en toda
la vida. El ser aristócrata –y esto es lo importante- no imponía una tarea
especial, como en los tiempos en que los aristócratas acaudillaban mesnadas y
administraban justicia”.
Después de esta
introducción, José Antonio inicia lo que debía ser el ensayo propiamente dicho
que se quedó en meros apuntes. “La
aristocracia no cuenta como clase directora (…9 como arstócrata nadie goza ya
de ninguna prerrogativa (…) Cualquier grande de España tiene más intereses
comunes con un convecino suyo de análoga posición económica que con otro grande
morador en diferente lugar, sin bienes de fortuna y dedicado a actividades
distintas. Económicamente la aristocracia no existe. Ni jurídicamente”.
Sigue explicando en el parágrafo I (el texto se interrumpe y el II nunc será
escrito) como la aristocracia se vio desposeída de su autoridad militar, luego
de sus prerrogativas económicas (los mayorazgos), finalmente se su influencia
política. En contrapartida, lo que ascendió fue la clase media: “la clase media se había ido infiltrando
poco a poco en los tejidos del aparato de mandar y, como quien no quiere la
cosa, en unos sitios más y en otros menos, no había parado hasta relegar a la
aristocracia a algo así como a una mera función decorativa”. La conclusión
es obvia: “La aristocracia, para venir a
menos en tal medida, ha tenido forzosamente, que decaer en las cualidades que
le dieron antiguamente preeminencia”.
Vale la pena
realizar aquí un paréntesis. El análisis que realiza José Antonio es idéntico
al que formulará Julius Evola en varias de sus obras, especialmente en Rivolta contro il mondo moderno y el Gli Uomini e le rovine. En la primera
parte del Rivolta, Evola describe lo
que llama “el mundo de la tradición” y sus valores. En la segunda, el proceso
de decadencia. Evola (que, no lo olvidemos, era igualmente aristócrata y
pertenecía a la pequeña nobleza del sur de Italia), que tiene la ventaja de
conocer la metafísica oriental, utiliza el esquema de la doctrina hindú de la
“regresión de las castas”: los procesos de decadencia, explica Evola, se debe a
un proceso perfectamente estudiado en los vedas y que afecta, no solamente al
grupo que es hegemónico en la sociedad, sino a todas las manifestaciones
culturales y artísticas. Inicialmente, en todos los horizontes geográficos
aparece una “realeza sacerdotal” que es, a la vez, dueña y administradora de
los ritos sagrados y del poder político. El decaer, es substituida por la casta
sacerdotal que administra el mundo suprasensible del espíritu. Sigue la
“revuelta de los khsatriyas”, la
casta guerrera, el equivalente directo a las aristocracias europeas que asumen
su papel hegemónico en la sociedad. Al decaer la segunda casta, pasa a
reemplazarla la clase de los burgueses, los vaysas
en la tradición hindú. La cuarta carta, finalmente, irrumpe amparada en su
número (proletariado = el que se caracteriza por su prole). En Europa, el
inicio del tránsito de la tercera a la cuarta casta, de la burguesía al
proletariado, está marcado por la revolución rusa de 1917, mientras que la
ruptura anterior, entre aristocracia y burguesía, tiene lugar en la revolución
francesa de 1789. Antes aún, en la edad media, se registraron los conflictos
entre sacerdocio y aristocracias guerreras que siguieron al tiempo en el que el
Edicto de Constantino puso fin a la concepción teocrática del Impero Romano en
donde la figura del emperador tenía los rasgos propios de la realeza
sacerdotal. Desde entonces, y durante el período de la recomposición que siguió
en la fase de cadencia del Imperio, de las invasiones bárbaras y de la
transformación del cristianismo primitivo en catolicismo y que culminó en la
formación del Imperio carolingio, el sacerdocio fue la única autoridad estable
que existió en Europa. Vista así, la historia es un proceso de decadencia en el
cual la hegemonía, los valores y las manifestaciones artísticas de una sociedad
pasan de una casta a la situada inmediatamente en el nivel inferior. Evola
inserta la “doctrina de la regresión de las castas” (y con él René Guénon y
toda la escuela tradicional) como mecánica directriz de los procesos
históricos: la historia no sería un “progreso”, sino una “decadencia”. La
decadencia de la aristocracia sería una parte de un proceso más general que
afecta a todo el devenir histórico.
José Antonio,
seguramente, desconocía la obra de Evola (a pesar de que, en tanto que
vicesecretario de la Unión Monárquica Nacional, muy bien hubiera podido recibir
revistas italianas en las que colaboraba Evola y a pesar de que la primera
edición del Rivolta contro il mondo
moderno apareciera en 1934), pero su análisis de la decadencia de la
aristocracia se puede superponer a la que realiza éste.
Ahora bien, si
José Antonio reconoce que la aristocracia ha entrado en un período de
decadencia, reconoce también que a España le ha ocurrido otro tanto. En
Germanos contra bereberes explica el por qué: el sustrato “bereber” ha tomado
la revancha y se ha visto liberado precisamente por la decadencia de la
aristocracia española. De ahí que ambos textos, estén estrechamente vinculados
uno al otro y no solo en el tiempo: son productos de las mismas reflexiones. En
Aristocracia y aristofobia, José Antonio, llega a la conclusión de que “la aristocracia, para venir a menos en tal
medida, ha tenido, forzosamente, que decaer en las cualidades que le dieron
antiguamente la preeminencia. Pero ¿en todas las cualidades? En todas no.
Conserva algunas, bastantes, que aún la caracterizan”.
Lamentablemente,
a partir de ese punto y aparte, el texto –que hasta ese momento parecía una
exposición razonada- se vuelve apenas unos apuntes que, visiblemente, deberían
haber sido desarrollados en un texto que jamás fue escrito. En realidad, lo que
José Antonio ha hecho a partir de ese momento, ha sido desarrollar el esquema
que debería haber tenido el ensayo que se propuso escribir. Este hubiera debido
tener nueva parágrafos de los que solamente desarrolló el primero. Sin embargo,
el paradigma de lo que hubieran debido ser los otros ocho es suficiente para
intuir por dónde iban a discurrir sus razonamientos. Los resumimos:
1) El segundo
parágrafo era aquel en el que debía de haber desarrollado las “calidades” de la
nobleza. Escribe apenas: “Calidades… Ejemplo
de estos días presentes, sin dinero, sin lujo ¡y cuánta distinción!”. Sólo
cuando termine de enumerar los parágrafos, añadirá: “Aristocracia: Sentido del
Honor (por ejemplo, valientes por deber)” y luego “Sentido de la veracidad,
sentido de la honradez, sentido de la justicia, sentido de la elegancia,
sentido de la cortesía”. Y, siguiendo las notas, añade luego: “Función e la
aristocracia: 1) Social: Ejemplo de buenas maneras –de refinamiento- de
beneficencia (p. e., enfermeras. UN ejemplo a seguir es mandado por un grupo
aristocrática y éste arrastra a una serie de imitadoras” (nos está hablando del
“ejemplo”, una de las funciones sociales de la aristocracia). 2) Política:
mandar [puesto que la aristocracia registra las] mejores condiciones para la política,
la historia, la diplomacia”.
2) El tercer
parágrafo hubiera estado dedicado a los defectos de la aristocracia: “Enmohecimiento (pérdida de misión
específica –abandono de la misión ejemplarizadora- menos lujo, sin deberes) les falta la escuela dura
de la adversidad”. Luego, más
adelante ampliará lo que entiende por “enmohecimiento”:
“Privilegios regalados –pereza- descuido
en la formación –decaimiento- pérdida de posiciones”. Alude también como
defecto de la aristocracia de su tiempo, la “Ironía: Se burlan de los
imitadores, ¡pero si justamente su misión consiste en procurarse imitadores!” y
la “insensibilidad para su misión
característica: imitar modelos extranjeros, a veces servilmente, en vez de
procurar ser modelos por sí mismos”. En otra parte del escrito reitera: “La aristocracia decae porque no ha templado
sus magníficas condiciones de refinamiento humano en el rigor de una formación
dura”.
3) Sin haber
definido lo que entiende por “aristófobos” (pero hay que entender que incluye
en esta categoría a los miembros de las clases medias y trabajadoras que
rechazaron activamente la hegemonía de la aristocracia), percibe en estos
sectores cualidades positivas: “Trabajo,
afán de superación, cultura, escuela dura de la adversidad”. Pero, al mismo
tiempo, ve en ellos defectos: “Envidia,
Rencor, Falta de rigor moral”, de tal forma que cuando la “aristofobia” se
encuentra en el gobierno (como fue el caso de la Segunda República) se traduce
en una práctica que carente de “miras de
bien general”, existiendo en su lugar “emanaciones
de un subconsciente turbio”. Luego aludirá a la “ordinarias (maneras toscas, inelegantes hasta laxitud moral: no hay
armas prohibidas: calunias, difamación…), envidia, rencor…”
4) Los tres
últimos parágrafos deberían haber sido los de las conclusiones: Necesidad de
una élite que guíe a las masas (“Las
masas se destrozarán a sí mismas. Necesidad de una minoría directora”,
apunta). En el parágrafo VIII señala “Misión
próxima de la aristocracia. Hoy, en el purgatorio. Aprendizaje: cultura para
las grandes tareas: humanidades, historia, política, milicia, diplomacia”. La
nueva aristocracia que auspicia no será una casta encerrada en sí misma y
distante sino una “Aristocracia abierta” con “deseo de ser imitada” y “acceso
libre”. En otro párrafo aporta algo más sobre esta materia: “Cuando las masas se encuentren en el
callejón sin salida a que ha de conducirlas su incapacidad para el mando, es
seguro que, sobre la confusión y la ordinariez imperantes, volverán a alzarse
unas cuentas minorías selectas. Por ahora, y por bastante tiempo, si es que la
ola turbia no nos anega del todo, la más llamada entre esas minorías a recobrar
las condiciones de mando es la aristocracia de la sangre. Basta, para ello, que
se imponga durante una generación la más severa disciplina. Luego, si no decae
otra vez, nadie como ella podrá irradiar en la sociedad que gobierne finas
calidades que la señalan como clase directora”. Los últimos párrafos que
aparecen en estas notas, telegráficas en algunos momentos, no dejan lugar a
duda: “1º) Endurecer y preparar una
aristocracia (empezamos por la de la sangre). No en funciones de otras clases
sino en funciones típicamente aristocráticas: policía, historia, diplomacia
milicia… sobre el lecho de una magnífica preparación en Humanidades. La
aristocracia es un servicio, hay que aceptarla como misión y no sólo como
privilegio; [ilegible] de la monarquía. 2º) Aristocratizar la clase media,
extendiendo todo lo posible las maneras finas, el escrúpulo rural, el sentido
del honor, de la veracidad, del deber (Cosa distintas que el querer formar una
masa en la que todos sean selectos, como se proponía Maura). Régimen muy
severo”. Aquí termina el texto.
Lo que puede
deducirse de todo ello es:
1) Que José
Antonio reconoce la crisis de la aristocracia española y sus causas.
2) Que José
Antonio no percibe ventajas en que la aristocracia haya cedido su hegemonía a
la burguesía.
3) Que José
Antonio considera que aún existen en buena medida “valores aristocráticos” que
es posible reverdecer en la aristocracia de la sangre.
4) Que José
Antonio afirma que la masa no puede dirigirse a sí misma y que precisa de la
aristocracia.
5) Que
solamente una aristocracia “abierta”, que empiece con la aristocracia de la
sangre pero no se limite a ella, puede formar la nueva élite dirigente del
Estado.
Si enlazamos el
contenido de este boceto de ensayo con lo expuesto en germánicos contra
bereberes se entenderá que José Antonio implícitamente aludiera a una élite
étnico-racial “germánica” que ha definido como núcleo auténtico de la
aristocracia española. ¿Se entiende ahora por qué decíamos lo que algunos
falangistas considerarán una herejía y un desdoro para la figura y el
pensamiento de José Antonio Primo de Rivera? Ese modelo y ese esquema era,
justamente, el que en esos momentos ¡estaba poniendo en práctica Heinrich
Himmler en las SS! Una élite racial, formada en un “régimen muy severo”, que
reuniera a tres componentes: la aristocracia de la sangre, miembros notables de
las clases medias (José Antonio aludía a “aristocratizar la clase media”) y
personalidades del mundo de la cultura y de la ciencia (José Antonio no alude a
científicos… acaso porque en aquella época eran raros los españoles llamados
por ese camino). Eso fueron las SS en cuya divisa se incluía la alusión al
“Sentido del Honor” que mencionaba José Antonio en su escrito: “Mi es honor es
mi lealtad”.
Pero este es un
José Antonio elitista. De hecho siempre lo había sido. La lectura de Ortega y
Gasset le había proporcionado indicaciones en esa dirección. José Antonio, no
fue, en absoluto un populista y seguramente hubiera sido el primero en
avergonzarse y abofetear a aquellos que en plena transición pintaban en las
paredes aquella memez de “Falange con el obrero”. El hecho de que fueron
consciente de que en un período de masas, era necesario contar con las masas y
satisfacer de la manera más justa sus necesidades, no implica que fuera un
“populistas” o que su proyecto se agotara en un “Estado Sindical” (al que, por
cierto, nunca aludió): quería una nación dirigida por una élite formada en la
dureza y en la austeridad, formada en valores. No aludió a una “élite del
trabajo” como algunos de sus intérpretes posteriores quisieron entender. Y,
sobre este punto, el “último José Antonio” es formal: alude claramente a la
“aristocracia de la sangre” como núcleo de esta élite y a los valores, no de
las clases medias, ni del proletariado: sino a los valores que siempre han
acompañado a la aristocracia de la sangre.
Solamente
mediante una combinación de “justas política sociales” y de formación de una
“élite aristocrática”, lograría superar España su gran contradicción, inherente
en mil cuatrocientos años de nuestra historia: la lucha entre “germanos” y
“bereberes”, cada uno dotado de sus correspondientes valores.
Este es el
“último José Antonio” y tales fueron sus últimos razonamientos doctrinales. La
inminencia de su juicio y la preparación minuciosa de su defensa, le
absorbieron en las semanas siguientes. Nos parece demasiado evidente que, en
esas últimas semanas de reflexión doctrinal, la mirada de Hitler estaba puesta
en la experiencia del “fascismo alemán”. Pero, aun cuando no lo hubiera estado,
lo que planteaba, era, precisamente, era lo que se estaba produciendo en el
Tercer Reich, ese Reich que conocía bien y por el que le preguntó
insistentemente el fiscal encargado de llevar la acusación contra él. José
Antonio, en efecto, había estado en Alemania, se había entrevistado con Hitler,
Rosenberg, Goebbels y había asistido a distintos actos oficiales del NSDAP. No
desconocía, en absoluto, lo que se “cocía” en la Alemania hitleriana.
Queda, claro
está, la cuestión del catolicismo. Ahí reside la diferencia entre la concepción
del Reichführer Heinrich Himmler y la
de José Antonio: Hitler era indiferentista religioso. Desde el principio de su
actividad política era consciente de que Alemania estaba dividida en dos desde
el punto de vista religioso: católicos en el sur, luteranos en el norte. Así
pues, si de lo que se trataba era de unificar la sociedad alemana contra el
enemigo común (la “puñalada por la espalda” que llevó al diktat de Versalles y con el bolchevismo), había que evitar aludir
a la religión. Hitler optó por hablar de “la Providencia”, de manera muy
frecuente. Asistió a ceremonias religiosas católicas y protestantes, pero, en
sus conversaciones privadas que han sido reproducidas por fuentes dignas de
crédito y que no están teñidas en absoluto de “propaganda de guerra”, su
opinión era que las religiones terminarían por desaparecer cuando la ciencia
diera respuestas a los misterios del cosmos. Para Hitler, la religión era algo
así como un factor de orden social que había que respetar, especialmente porque
una parte de la Comunidad del Pueblo era católica o protestantes. El Estado lo
único que tenía que preocuparse es de que ninguna religión difundiera doctrinas
perniciosas para la Comunidad del Pueblo. La Iglesia católica tenía otra
visión, especialmente en lo relativo a la educación de la juventud: de ahí y no
de otros planos, surgió la polémica entre el Tercer Reich y el Vaticano. José
Antonio, en cambio, tenía una acrisolada fe católica. Era inevitable que al
hablar de “germanos” aludiera, como de hecho hizo explícitamente- a la dinastía
de los Habsburgo y a la defensa de la catolicidad. José Antonio, simplemente,
quería una Europa unificada por una élite aristocrática (es decir, “germánica”)
católica. Estas ideas están claramente expuestas en el Cuaderno de notas de un estudiante europeo.
El Tercer
Reich, en cambio, quería una Europa unificada por el germanismo: de hecho, una
vez iniciada la Segunda Guerra mundial y en su segunda mitad, las SS iniciaron
el reclutamiento de voluntarios en toda Europa para participar en la lucha
contra el bolchevismo con la idea de que al llegar la paz, esos combatientes de
las SS formarían los núcleos nacionales de la “nueva aristocracia” que
unificaría el continente. En las SS era frecuente que se aludiera a “valores”
que siempre fueron los propios de la casta guerrera, esto es, de la
aristocracia: en los burgers de las
SS se enseñaba el sentido del honor y de la lealtad, del espíritu de
sacrificio, de austeridad y de entrega… Eso era lo que constituía la “mística”
de las SS. No se hablaba de religión. Hitler estaba de acuerdo y compartía lo
que había escrito Mussolini sobre este punto: “El estado no tiene una moral, no tiene una religión”. La
diferencia entre el fascismo alemán y el fascismo italiano radicaba en que el
primero no había descendido a componendas con la Iglesia, de cuya decadencia y
desaparición en apenas unas generaciones estaba persuadido, mientras que el
fascismo italiano sí había terminado pactando con el Vaticano. No se equivocaba
José Antonio en percibir que, tanto en movimiento nacional-socialista como el
fascismo italiano tenían formas externas de religión, pero… de religión pagana.
Su esperanza era que la unificación con Austria generara una dinámica imperial
que hiciera algo parecido a lo que la componente del Vaticano con Mussolini
había logrado, insertar el catolicismo en el interior del fascismo,
justificándolo por el ejemplo histórico de la cristianización del Imperio
Romano. En el caso alemán, el justificante histórico era el Imperio de los
Habsburgo y ahí radicaba su esperanza: “la
vuelta a la unidad religiosa de Europa” que vendría cuando el movimiento
nacional-socialista “se apartara de su
tradición nacionalista y romántica” y asumiera “el destino imperial de la casa de Austria”.
No puede
negarse coherencia a este orden de ideas. Se argumentará que en algunas
respuestas de carácter social al Tribunal Popular de Alicante, José Antonio se
explaya en ideas “sociales”, insiste en el “sindicalismo” y en los aspectos más
revolucionarios de su doctrina… pero no hay que llamarse a engaño. Él mismo
confiesa que se valió de todos los recursos de su oficio para evitar la condena
a muerte… era evidente que, ante un jurado compuesto por cenetistas,
socialistas y comunistas, no iba a repetir las reflexiones que había realizado
en la soledad de su celda, ni los conceptos elitistas vertidos en Aristocracia y aristofobia o la
interpretación racial de la historia de España y de los conflictos sociales,
contenida en Germanos contra bereberes.
José Antonio no era ningún suicida: era abogado y en ese instante era su propio
abogado defensor. Pero esos textos, ahí están: son tardíos e incómodos para
quienes han presentado a José Antonio como portaespadas del sindicalismo,
apóstol del obrerismo y populista social…
De hecho, en el
volumen Papeles póstumos de José Antonio
solamente se alude al “sindicalismo” en las partes relativas al proceso de
Alicante. Desde el 20 de noviembre de 1936 hasta 1977, la maleta que contenía
las pertenencias de José Antonio y las carpetas con los escritos que había ido
recopilando en prisión, parecían perdidas. No lo estaban: habían llegado a
manos de Indalecio Prieto y con él se fueron al exilio. Al morir Prieto en
1962, Víctor Salazar, albacea testamentario de Prieto quedó encargado de
restituirlo a la familia del propietario y fue así como llegó a manos de Miguel
Primo de Rivera y Urquijo, Vº Marqués de Estella, título que había heredado de
su tío, José Antonio Primo de Rivera. Hijo del hermano menor de José Antonio,
enero de 1977, Miguel Primo de Rivera había ocupado distintos cargos de cierto
lustre durante el franquismo (alcalde de Jerez, procurador en Cortes, Consejero
Nacional del Movimiento y Consejero del Reino, pero su papel más importante fue
convencer a sus compañeros en Cortes que votaran a favor de la Ley para la
Reforma Política, utilizando el prestigio de su apellido entre los veteranos
del régimen. Cumplir esta misión le valió ser designado senador por Juan Carlos
I en las Cortes Constituyentes de 1977. Solamente en 1996, Editorial Plaza
& Janés publicaría el volumen titulado Papeles
póstumos de José Antonio (Barcelona, 1996) en el que se incluyen todos
estos textos que, evidentemente, rompen con la imagen que generalmente se tiene
de José Antonio. Se entiende perfectamente el por qué de los casi veinte años
de retraso en la publicación.