Los que entramos
ya en una “edad provecta” quizás seamos los que nos demos más cuenta de los
cambios acelerados que se han ido produciendo desde nuestra infancia hasta el
día de hoy. Creo ser un privilegiado por haber nacido en los años 50, seguir
vivo y poder decir que no ha perdido el tren de la modernidad, a pesar de que los
cambios que he visto desde que tengo uso de razón casi son de ciencia ficción.
Y los que nos esperan en los próximos diez años, lo serán mucho más.
En el primer
curso que fui al cole, íbamos a clase hasta los sábados, teníamos solamente
fiesta el domingo y el jueves por la tarde. Era en 1957. Al año siguiente, se
cambió el jueves por el sábado. Llegábamos a casa. No había televisión, y no la
hubo hasta un año después, apenas unas horas al día, de 14:00 a 16:00 y de
19:00 a 24:00. Y un solo canal. Mi padre compró el aparato de televisión antes
de que se instalara la antena repetidora del Tibidabo. Era un armatoste con
puertas, Philips, casi un armario, pero con una pantalla que no tendría más 40
cm, en blanco y negro. Nada que ver con el plasma panorámico que puedes dirigir
con la voz e, incluso, con el que puedes conversar (si estás tan loco para
ello), ni con los 40 canales y la media docena de streamings… En los años
50, el objeto de culto en los hogares era la radio y aquel fue su período dorado,
con los “seriales”, con los “consultorios sentimentales”, con los espacios
musicales. ¿Cómo será la televisión del futuro? ¿qué más lejos puede irse
cuando ya hemos llegado a una integración perfecta entre la televisión convencional,
los streamings, los videojuegos, Internet y la telefonía móvil?
Pero lo peor
no es la velocidad con la que todo cambia, ni siquiera las dudas sobre qué nos
reserva el futuro, sino la seguridad absoluta, plena, sin sombra de dudas, de
que, en su conjunto, la civilización, la cultura, los valores, el entorno
político-económico, se están degradando a una velocidad que no es sino el
reflejo invertido de la curva ascendente de las nuevas tecnologías. Una
sociedad no es solamente la televisión, ni el móvil, ni el chip. Una sociedad
es, sobre todo, un modelo de convivencia, de organización y de valores.
Es todo esto lo
que se está degradando a pasos agigantados. No es cuestión, ni de discutirlo,
ni de demostrarlo. Quien no lo perciba es que habrá asumido los valores “progresistas”
que suponen aceptar el dogma de que la historia siempre avanza hacia estados
superiores de convivencia y civilización. Quien lo percibe y se desespera, es
el conservador que toma conciencia de que, cada vez, hay menos elementos a conservar
y que todos los valores de los que se nutría en otro tiempo (patria, religión, monarquía,
orden) se están diluyendo a pasos agigantados.
Entre el que ve
la copa completamente llena y el que la ve seca, existe una tercera opción: el
que del abstemio. Nos explicamos.
Si el progreso
no puede ser siempre considerado como positivo, sino que, incluso en algunas de
sus vanguardias, pueden verse incluso rasgos siniestros (las propuestas en
materia de sexualidad de Unidas Podemos y de la izquierda lo son, así como el
énfasis puesto en todo lo que es negativo y destructor: aborto, eutanasia, legalización
de drogas), el conservadurismo hoy carece de sentido, cuando todas las
instituciones y valores en los que se apoyaba van cayendo uno tras otro
(aristocracia, religión, patria). Ni el optimismo ni la desesperación son
actitudes válidas en nuestra azarosa época.
Incluso en los
momentos más duros de mi vida siempre me han mantenido en pie dos ideas
grabadas a fuego en lo más profundo de mi alma. La primera me la inculcó Julius
Evola: “Si no puedes nada contra la modernidad, que la modernidad no
pueda nada contra ti”. Estoy pendiente de los últimos avances de la
modernidad y me interesa su evolución futura, pero podría vivir sin ellos.
Estoy presente en algunas redes sociales, pero sin que eso se haya convertido
en el centro de mi vida. Atiendo los mensajes en el móvil, pero no los echo en
falta. Estoy en el mundo moderno, vivo en el mundo moderno, pero no me
identifico con él y podría prescindir de él.
La segunda idea está
presente en la obra de René Guénon: “Los desórdenes parciales no son más
que una parte del orden general”. Guénon partía de la “historia cíclica”
sostenida en las distintas tradiciones de Oriente y Occidente, según las
cuales, “en el principio” no fue una humanidad ignorante, bestial y primitiva,
surgida de monos antropoides, sino una Edad de Oro en el que lo humano se
confundía con la pura espiritualidad. Desde este Edén originario, la humanidad
habría entrado en un proceso de decadencia, cuyo extremo límite estamos
viviendo en nuestros días. El final del ciclo, precede al inicio de otro.
De ahí que todo lo que hoy podamos ver como catastrófico, caótico, siniestro y
enloquecido, no sean más que “desórdenes parciales”, que, como los truenos y
los vientos huracanados, acompañan a toda tormenta tropical, pero pasada la
cual, el Sol vuelve a brillar invencible en lo alto, es decir, el Orden -con
mayúscula- vuelve a restablecerse.
Nuestra generación
(y seguramente las de nuestros hijos y nietos) seguirán viviendo en ese entorno
de crisis en mutación constante. Podemos pensar lo que será España en los
próximos 50 años, un país que no habrá logrado despegar, descompuesto
interiormente, en el que todavía se cantarán las glorias de la transición, se
recordará a Suárez, Felipe y a Aznar como “los grandes de la democracia”, habremos
sufrido una enésima crisis económica, seguiremos en la periferia de Europa que,
a su vez, se habrá convertido en la periferia del mundo tecnológico y
globalizado. Viviremos de subvenciones, consumiremos comida-basura, cultura-basura,
la religión tradicional habrá sido sustituida por el mundo de las sectas, la
delincuencia multiétnica habrá cristalizado en mafias que rivalizarán en
influencia con los partidos políticos, salvo una pequeña cúspide de privilegiados
y beneficiarios de la globalización, el resto de la población vivirá, o bien a
salto de mata subvencionado con los impuestos de otro grupo menor, con trabajo
estable y atemorizado por la posibilidad de perderlo. La “educación” y la “sanidad”
serán los dos grandes damnificados. El salvajismo, las toxicomanías y las
enfermedades psicológicas y crónicas o las pandemias serán las compañeras
inseparables junto a los nuevos “adminículos inteligentes” … ¿Política? Gente
que se pelea para disfrutar de los caudales públicos, nada más. ¿Alternativas?
Ni están, ni se las espera.
¿Sin esperanza?
En absoluto: “todo desorden parcial, forma parte de un orden más general”. En
los momentos de mayores crisis y desintegraciones es cuando las mejores mentes
optan por retirarse de la luz pública, formarse, prepararse en todos los
sentidos, crear redes, en una palabra, preparar la alternativa para “cuando
llegue la hora”. Porque esa hora, no lo dudéis, llegará. El viejo dicho nos
recuerda que “más vale encender una candela que maldecir la oscuridad”.
Esto explica también por qué, tras las situaciones de crisis extrema, aparecen las figuras de los grandes dominadores de la Historia, aquellos que han resistido, que han salido a la superficie en cuanto tenían la fuerza interior suficiente, tras aguantar firmes en los tiempos de crisis. Y tampoco dudéis que la generación de resistentes que surgirá en la segunda mitad del siglo, será más fuerte que cualquier otra porque habrá soportado más que ninguna en la historia las desintegraciones de la última etapa de esta edad oscura. El acero más duro es el que más veces ha sido martilleado.