jueves, 2 de febrero de 2023

Psicopatología del antifascismo. Entre el complejo de culpabilidad y la frustración

Lo que “yo soy” -intolerante, dictatorial, degenerado, violento, frustrado, cabronazo- lo proyecto sobre “el otro” y así me “libero” del peso de la culpa. Así surge el “antifascismo” (y, por extensión, todos los “antis”). Detrás de cualquier forma de irracionalidad (y el antifascismo lo tiene impreso a fuego) lo que existe es una enfermedad del alma. No es raro que la izquierda progre, en sus distintas variedades, esté unida por el “antifascismo”, precisamente para ocultar el fracaso de sus políticas y su orfandad doctrinal. Pasen y vean porqué un “antifa” debería tener una sala propia en el “museo de los horrores políticos”…

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Amadeo Bordiga, secretario general del Partido Comunista Italiano en los años 20 y disidente del estalinismo decía literalmente: “Lo peor del fascismo será el antifascismo”. Esta sentencia queda confirmada por el seguimiento de las páginas “antifas” de la web y por el día a día del pedrosanchismo. Hasta la aparición del Internet, el antifascismo era un residuo impenetrable al que solamente sus últimos mohicanos prestaban atención. Internet lo ha convertido en la ventana abierta de una patología social, relativamente compleja en unos casos y más simple que el mecanismo de un botijo en otros.

Pero ¿qué es el fascismo?

Hablando con propiedad, el fascismo fue el movimiento político italiano creado por Benito Mussolini de procedencia socialista, por los futuristas y por los nacionalistas italianos después de la Primera Guerra Mundial y que gobernó Italia durante 20 años, cohabitando con la monarquía de los Saboya y teniendo una prolongación de apenas dos años en la República Social Italiana. Así pues, históricamente no hubo más fascismo que éste.

Desde el punto de vista de las tipologías políticas se conoce por generalización abusiva como “fascismo” a los movimientos que, en líneas generales, tienen un alto grado de similitudes con el fascismo italiano y en esto entran movimientos muy diversos, todos los cuales tienen como características comunes: nacionalismo, movimiento de masas, interclasismo, anticomunismo y voluntad de llevar a la práctica una política social avanzada que pudiera rivalizar con la agitada por la izquierda. Las componentes de estos movimientos, que se dan en todas las formas de fascismo, proceden de sectores de la izquierda, de la burguesía y de los excombatientes de la Gran Guerra.

Hay distintas interpretaciones históricas sobre el fascismo. Una de las más interesantes es la del profesor Zeev Sternhell a la que dedicó cuatro de sus obras. La tesis de Sternhell afirma que el roce con el poder y el ejercicio del poder, contaminaron al fascismo y lo desviaron de su esencia original. Por tanto, no es en Italia ni en Alemania donde puede estudiarse formas químicamente puras de fascismo, sino en Francia donde éste movimiento no llegó al poder (y por tanto, no rectificó su línea según las componendas necesarias en toda gestión del poder), pero sí tuvo una larga gestación ideológica muy anterior que se inicia con disidentes del socialismo (desde Proudhom a Henry de Man), con la aparición del nacionalismo integral de Maurras y con los llamados “no conformistas de los años 30” (el grupo Ordre Nouveau, Esprit, etc.). Para Sternhell no hay duda de que el fascismo fue un movimiento político de nuevo cuño, alternativa a la derecha y a la izquierda.

Pero existe una tercera forma de fascismo, que más que una catalogación política o ideológica supondría un adjetivo de propaganda lanzado contra tal o cual adversario. Se sabe, por ejemplo, que cuanto más virado a la izquierda está un partido, más amplio considera el “espectro fascista”. Para HB “fascismo” es, desde el PSOE hasta la falange, incluyendo al PP, al PNV y al turista que pasaba por ahí y que no había sido recibido con un aurresku. Antes de la Segunda Guerra Mundial vimos a los estalinistas llamar “social-fascistas” a los partidos socialdemócratas y, por extensión, fascismo sería toda forma de prevención contra el comunismo, incluso la más tibia.

Quienes consideran la primera definición de fascismo se centran en el análisis histórico rigorista; quienes asumen la segunda, preferencialmente, contemplan los aspectos ideológicos y doctrinales del fascismo. Ambas son posturas razonables que no presuponen una adhesión a los principios del fascismo ni a ninguna organización fascista. Es la tercera opción la que nos permite ver en quienes la sostienen una psicopatología, esto es “enfermedad del alma” o “perversión de la mente”.

En la mentalidad de quien se define como “antifa” hay algo averiado y sombrío. Que el antifa no es el único sometido a la patología social que vamos a definir, es claro y cristalino. Podemos decir que la entrada de un virus dentro del organismo puede afectar al anfitrión de muy distintas maneras, dependiendo del estado de su sistema inmunológico y, desde la “pandemia” lo sabemos, también existir “asintomáticos”. Sin embargo, en aquellos otros en los sus defensas naturales han dejado de existir, ese virus puede ser mortal. Es lo que les ocurre a los antifascistas

Antifascismo uno y múltiple

El antifascismo es un fenómeno único en la historia reciente de las ideas. De hecho, ya hemos dicho que no es una idea, sino una “patología del alma”. Normalmente, el antifascismo aparece en aquellos individuos que cuyas “defensas” han sido debilitadas por la bacteria de la “corrección política” que ha anidado entre sus neuronas y les impide el normal fluyo del pensamiento. Esta “bacteria” genera bloqueos en determinadas áreas del cerebro y predispone para que el virus del antifascismo cause estragos en unas “pequeñas células grises” que no logran establecer las conexiones neuronales habituales en un cerebro sano.

Lo importante, en cualquier caso, es señalar que el antifascismo sólo aparece en mentes aplanadas (y aplatanadas) por lo políticamente correcto y sólo en ellas. Una mente que trabaja con parámetros aceptables de racionalidad, lógica, sentido común y capacidad para encadenar silogismos, nunca aceptará ni el pensamiento único, ni lo políticamente correcto y, por tanto, estará dotado de defensas naturales para rechazar otros estados degenerativos del cerebro.

Así pues, en toda forma de antifascismo hay una renuncia y una imposibilidad, nacidas de la propia dolencia: al sujeto afectado le resulta imposible pensar más allá del límite marcado por lo políticamente correcto, como si esa frontera fuera un finís terrae, más allá del cual solamente existe un área incógnita que más vale no adentrarse ni conocer. Esto le genera apriorismos que le impiden ver la realidad tal cual es, esto es, con objetividad.

Existe problema da lugar a tres tipos de antifascismo, según su intensidad y origen:

1) El antifascismo inercial: es el propio del ciudadano medio que sigue pasivamente la política, no se preocupa ni por adoptar una posición activa –salvo en muy determinadas ocasiones, siempre en episodios de masas– ni por las causas últimas, le basta con que los “líderes de opinión” sean más o menos antifascistas como para adherirse a esa corriente general. A fuerza de oír hablar de “fascismo” y de identificarlo con el mal absoluto, su falta de energía mental le lleva a aceptar la consigna atribuida al Gran Hermano: “No pienses, el gran hermano piensa por ti”. Y el Gran Hermano dice que el fascismo es malvado, por tanto, hay que condenarlo. Es una forma de ser antifa, pero sin ejercerlo. Una parte sustancial de la sociedad está aquejada de esta enfermedad del alma que, en el fondo, no es sino una forma de pereza mental.

2) El antifascismo político: es mucho más consciente que el anterior, habitualmente es utilizado por los agitprop de los partidos para lanzar la acusación de “fascista” sobre el adversario. También por determinadas ONGs que tildan de “fascismo” a todo aquel que discute sus razonamientos. Estas ONGs, de la que el “Movimiento contra la Intolerancia” o “SOS Racismo”, son la caricatura más chusca, sostienen que los medios de comunicación, los gobiernos, las policías y la propia sociedad, ocultan la realidad: el fascismo, con sus secuelas, xenofobia y racismo, está vivo y activo y ataca desde las sombras. Cualquiera que llame a la sede de estas ONGs y denuncie que “ha tenido noticia de que un primo de un cuñado, de un hermano del portero de la casa en donde vive el chico que sale con su hermana, ha oído que en la discoteca en la que se emporra cada sábado ha habido una trifulca y un pelao le ha metido dos buchantes a un nano que lo dejado cucufati…” verá como su “denuncia” es registrada por los escribas de estas ONGs y utilizada para avalar su “trabajo” que, obviamente, merece ser recompensado con jugosos subsidios que, por cierto, nadie controla. ¿Para qué confirmar datos surgidos de nadie sabe dónde? El fascismo es intrínsecamente perverso, por tanto, cualquier cosa que se ponga en su haber será incuestionablemente cierto e incluso resultará legítimo inventar episodios inexistentes para concienciar a la sociedad sobre el mal absoluto.

3) El antifascismo visceral: es el propio de los que hacen del antifascismo el eje de su vida. Si le pedís a un okupa, o a Ada Colau, su madrina, que se defina políticamente, lo primero que os dirá es “Colega, yo soy antifa”. Eso es todo. La variedad inferior de este espécimen es la que conecta independentismo con antifascismo. En estos, el virus es donde ha generado más estragos mentales. Vale la pena ver las webs de los independentistas catalanes y vascos en donde el primitivismo y el irracionalismo propio de todo nacionalismo (el nacionalismo es sólo víscera, sentimiento, emotividad y mitología ad hoc) se unen las consideraciones antifas. Para un independentista, “facha” es todo aquel que no se muestra del todo decidido a meter a un país en la centrifugadora. Alguien que haya decidido no hablar castellano en Catalunya es un “facha” y, poco importa, si tiene argumentos suficientes como para negarse a aprender catalán o renunciar voluntariamente a hablarlo. Es facha y punto. Así lo sentencian los talibanes de la lengua.

Podríamos hablar de una cuarta variedad de antifascismo, minoritaria y, esta sí, exigua, que nos impide unirla a las tres anteriores. Es el antifascismo del que hacen gala algunos que conocen perfectamente el fondo ideológico del fascismo, pero temen mostrar su adhesión a él, o bien son conscientes de su incapacidad para ser fascistas. He visto periodistas que hubieran amado tener una vida aventurera como muchos de los “fascistas” a los que han conocido. Investigaban sus andanzas para sorprenderse de hasta qué punto algunos militantes que en los años setenta y ochenta seguían fieles al fascismo, eran capaces de asumir. Para estos el “vivir peligrosamente” era un estilo de vida, mucho más que una frase hecha o una consigna. Conozco más de media docena de periodistas, vivos y muertos, que responden a esta característica, muestra excesivamente pequeña como para que de ella se pueda extrapolar una categoría universal.

Así mismo, he visto a otros, militar en grupos fascistas en los años 60, hacerlo con obstinación y convicción ideológica, hasta el día en que llegaron a la universidad y percibieron que en aquella época o se era militante de izquierdas o resultaba imposible llegar a fin de curso sin ser agredido. Además, en aquella época, los grupos de izquierda, como reclamo principal, tenían chicas… había gente incapaz de ligar y de tener el aplomo suficiente para acercarse a una mujer, que solamente podía experimentar ese calor en un grupo de izquierdas (claro está que, a partir de 1977, el grueso de militancia política femenina se decantó hacia Fuerza Nueva especialmente en Madrid, coincidiendo esta decantación con la desmovilización de la izquierda militante). Muchos militaron en esos grupos de izquierda, tuvieron que leer obras infumables de Nikos Poulantzas, Castoriadis, Debray, o las soporíferas resoluciones de la IV Internacional, simplemente para poder ir de intelectuales ante las ricashembras de la izquierda y llamar su atención recitando las mejores filípicas antifascistas como el palomo atrae a la paloma con su gorgojeo. A todos estos –que no fueron pocos pero que ya no son– les podemos llamar “antifascistas por vía vaginal”. “Quico el progre” (el personaje ideado por el fallecido Perich) tenía mucho de esto y no era, desde luego, una caricatura, sino la quintaesencia de los pobres diablos que recorrían la hoy mitificada “oposición democrática al franquismo”

La psicopatología del antifascismo

El alma antifascista, hoy, en el siglo XXI, oscila entre el complejo de culpabilidad y la frustración.

Un complejo de culpabilidad consiste en albergar la íntima convicción en el subconsciente de que se es culpable (por cualquier motivo: por pensar como un proletario y vivir como un burgués, por no vivir de papá y de mamá, pero ser incapaz de demostrarles aprecio, estima y cariño, por solidarizarse con la última “lucha de liberación” que se da en el último rincón del globo, pero ser incapaz de ir más allá, de esforzarse algo más o de llevar la solidaridad hasta extremos concretos y apreciables, y así sucesivamente).

Hay un hecho sociológico que vale la pena señalar: la abundancia de individuos que han recibido una educación cristiana, que pueden encontrarse en ambientes antifascistas. De hecho, todo el independentismo catalanista actual tiene una matriz boy-scout que deriva de órdenes religiosas que en los años 60-90 inspiraron a este movimiento y le imbuyeron valores “cristianos”.

Los cristianos “comprometidos” han sido educados en la noción de “pecado”. El pecado es una falta por acción, omisión, pensamiento, etc. Un ser humano, simplemente por el hecho de levantarse de la cama, cuando preferiría seguir descansando, peca (pecado de pereza). La noción de pecado y la imposibilidad a escapar al pecado, induce a un complejo de culpabilidad permanente. De ahí la importancia del sacramento de la confesión y de la absolución. Es como pasar la conciencia por la lavadora. Supone hacer tabula rasa para disminuir la sensación de culpabilidad, generando, al mismo tiempo, “propósito de enmienda”. Desde el punto de vista psicológico, era preciso compensar el omnipresente riesgo de pecar con un remedio limpiados y, al mismo tiempo, con una enseñanza moral para mejorar el comportamiento. “Yo peco, sé que he pecado, me confieso, escucho los consejos morales del sacerdote, cumplo la penitencia, salgo renovado del templo”. La habilidad del cristianismo ha consistido en desbloquear la psique de las tendencias más bajas y considerar la vida como “un camino de perfección”. Lamentablemente, esta concepción no es la que hoy está vigente en la sociedad. ¿Qué ocurre, pues, con alguien que “peca”, que sabe que ha hecho o pensado algo de manera incorrecta o, simplemente malvada, y que carece de la posibilidad de “lavar su conciencia”, mediante una concepción del mundo que le anime a seguir por el “camino de perfección”?

Habitualmente, los complejos de culpabilidad crean un descenso en la autoestima que puede llegar incluso a la depresión o al suicidio. Desde el punto de vista psicológico es fundamental que quien está aquejado de un complejo de culpabilidad sea capaz de reconocerlo, mucho más que de mantenerlo latente en los corredores más sombríos de su psique. La vida psicológica sana y normal es incompatible con la existencia de profundos complejos de culpabilidad. El proceso mental con el que la mente se resguarda de los efectos deletéreos de estos complejos es mediante la sublimación de los mismos: “Si, yo soy culpable porque me mato a pajas… si, yo soy culpable porque no hago lo suficiente por los niños del Brasil, sí, yo soy culpable por que el mundo sufre y yo estoy aquí tan contento viviendo de papá y mamá… pero –y aquí viene la sublimación– hay otros que son MAS CULPABLES QUE YO: los fascistas, por ejemplo”.

Este proceso de sublimación conduce a la primera forma de antifascismo psicológico. ¿Qué es un antifa? Muy sencillo: alguien culpable de algo, que ha desterrado ese complejo a las profundidades de su subconsciente y que cubre esa culpabilidad forjando la imagen de alguien más “culpable” que él, proyectando sobre “el otro” sus propias obsesiones.

Luego está el complejo de frustración. Es normal que todos, en la vida alberguemos ciertas frustraciones. Una frustración es un deseo permanentemente insatisfecho. Es frecuente que, haya gente “progresista”, “de izquierdas”, permanentemente insatisfecha (en la derecha este porcentaje es menor a causa del pesimismo propio de este ambiente que, con demasiada frecuencia se ha limitado a ser los “Casandras” de la sociedad, la profetisa que veía el futuro y en cuyas previsiones nadie creía) con el presente que se ha construido, precisamente, sobre los valores propios de la izquierda. De la misma forma que los aquejados con el complejo de culpabilidad, lo cubren mediante el proceso de sublimación que hemos visto, la frustración ante el presente se cubre mediante referencias permanentes al pasado, una mirada hacia atrás, obsesiva, frecuentemente iracunda, violenta. Es una forma de antifascismo que en España ha recibido el nombre de “memoria histórica”. La izquierda mira al pasado para evitar horrorizarse con el presente que han construido: en educación, en inmigración, en seguridad, en sanidad, en fiscalidad, en economía, en valores… Es mucho más cómodo y reconfortante mirar hacia atrás y buscar tumbas de fusilados por el franquismo (que, en buena parte de los casos, resultan ser de fusilados por milicianos incontrolados…, lo que aumenta aun más la frustración y el bloqueo emotivo que sufren) que mirar el ominoso presente y el incierto futuro al que conduce el uso y abuso de los valores “progres” tan queridos por todas las variedades entomológicas de izquierda.


Esa izquierda que carecen de futuro, solamente tiene la alternativa de mirar al pasado. Su vida ha sido una frustración permanente.  El antifascismo es lo único que les queda para dar un sentido a su vida. Hoy el franquismo no existe, pero en algún pueblo, en algún lugar recóndito de la geografía española, ellos están dispuestos a encontrar una placa de una calle con el nombre de un jefe de centuria de Falange caído en una ignota batalla. O una fosa en la que está enterrado no se sabe quién.

Quedaría por hablar de cierto antifascismo practicado por grupos juveniles, a los que, además de poder aplicárseles el esquema del “complejo de culpabilidad”, está también muy presente la “frustración”. Parece normal que muchos jóvenes no se sientan competitivos, y se tengan por verdaderos fracasos, subproductos de las leyes de educación, a cuál peor, promulgadas desde 1973. Para ellos, el “facha” es el “triunfador”. No es que conciban la lucha de clases entre explotados y explotadores, es que la han traslado al terreno del “éxito” o el “fracaso” y les resulta imposible pensar en otra medida del éxito que no sea la propiedad y el dinero. Quien tiene “propiedad” y “dinero”, no puede constituir para ellos, más que “signos externos” del “fascismo”. Eso les da razones suficientes para odiarlo. La frustración, por su parte, exalta ese odio y lo convierte en incondicional, irracional, visceral, sin apelación. Esa falta de competitividad ideológica, personal, política, social, una característica demasiado evidente que está presente en todas las webs y blogs antifascistas.

Por último, los antifas que, además, son independentistas, merecen un pequeño apunte. La pirueta de estos es notable: unen a la frustración personal, la frustración que atribuyen a una “nación”. La Catalunya que fue una parte del Reino de Aragón, no gana, batallas en solitario, desde el siglo XIII. Desde Muret hasta los 8 segundos de “independencia” decretados por Puigdemont en aquella memorable sesión del “parlament” hará cinco años. Todas las conmemoraciones indepes son, inevitablemente, celebraciones de derrotas, sublimando esas derrotas se oculta el complejo de frustración latente del independentismo. “El día que Catalunya sea libre, volverán los mejores tiempos” ¿cuáles? No importa, eso ocurrirá el día en que Catalunya sea libre. Entonces, la frustración desaparecerá. El independentismo reconstruirá la historia de Catalunya a partir de una única e improbable “victoria” a partir de la que se iniciará la “verdadera historia”: la misma independencia. Es el viejo sueño mesiánico: “la historia empieza conmigo, antes de mí no hay nada. ¿Qué me impide ser yo mismo? La España fascista”.

En realidad, el antifa independentista cubre el pasado mediante la reconstrucción de una historia ad usum delphini, y proyecta sus ilusiones para un improbable futuro (una Catalunya independiente es tan viable como un puesto de gominolas frente a una clínica para diabéticos) situando el hecho triunfal de la independencia de Catalunya como un fin de la historia y una entrada en tiempos míticos en los que Catalunya “será rica i plena”.

Lo dicho ¿Es usted antifa? Míreselo, porque usted lo que tiene es un problema grande y no es precisamente el fascismo, sino su vida misma.