El problema que está implícito en
la concepción tradicionalista de la monarquía es que va irremisiblemente unido
al destino de la Iglesia Católica y, éste, hoy, es problemático. De ahí que, a
partir de las consideraciones implícitas en el carlismo y en otras formas de
tradicionalismo, hayamos tratado de desarrollar, con esa misma lógica, una
síntesis que se aparentemente se aparta de la fórmula carlista, pero que en
realidad ha sido dictada por la necesidad de reconocer los rasgos objetivos de
nuestro tiempo y de dar una respuesta “originaria” que tenga en cuenta, tanto
las necesidades presentes como las realidades de nuestra época.
* * *
La solución que da el carlismo al
problema de la trascendencia tiene mucho que ver con el de la legitimidad. El carlismo
es un movimiento de carácter inequívocamente católico. No en vano, en su lema,
Dios ocupa el primer lugar, por delante de la Patria, los Fueros y el Rey. Por
tanto, es representante -no el único, pero sí el más combativo, de la tradición
católica española. Así mismo, en todos sus textos doctrinarios, esta impronta
está presente, empezando por los “fundamentos de la Legitimidad española”
establecidos en 1936 por Don Alfonso Carlos y que debían estar presentes en
aquellos descendientes para que pudieran ser considerados como sucesores
legítimos. El primero es “la Unidad Católica”. Así como en el ambiente
falangista, durante la República, existieron militantes del movimiento que eran
agnósticos, simplemente ateos y que, en la medida en que el partido proponía
una separación entre la Iglesia y el Estado, esto implicaba también cierta “laicización”
del movimiento, en el carlismo no ocurrió nunca algo parecido: podemos,
pues, establecer, que si bien no todos los católicos españoles son carlistas,
forzosamente todos los carlistas si son católicos. Quien no lo era no podía
considerarse como tal.
Establecido este punto, cabe
añadir que los fundamentos establecidos por Don Alfonso Carlos eran de una
claridad meridiana. Pero el tiempo ha hecho mella, no tanto en aquella
declaración como en el propio país: España ha cambiado desde 1936. La
afirmación temeraria de que “España ha dejado de ser católica” pronunciada por
Manuel Azaña en las Cortes el 13 de octubre de 1931, era manifiestamente falsa.
Azaña cometió el error de confundir sus deseos con realidades. No bastaba con
implementar un arsenal legislativo anticatólico, como hizo la Segunda República
en sus primeros meses de existencia, para que desapareciera la fe que había
sido mayoritaria en el país desde la conversión del Rey visigodo Recaredo. Era
preciso algo más. El tiempo se encargó de erosionar al catolicismo español
que inició la pendiente en pleno franquismo.
Coadyuvaron a ello distintos
factores: el cambio que se produjo en todo Occidente en las costumbres a lo
largo de la década de los 60, cambios que también se manifestaron en la
sociedad española que, además, había entrado en el período “desarrollista” y
vio como su PIB crecía a gran velocidad, quedando atrás la etapa del
subdesarrollo; sin olvidar que, a finales de los años 50, la Iglesia Católica
empezaba a dar muestras de precisar un “aggiornamento”. Fue el Papa Juan
XXIII el encargado de convocar el Concilio Vaticano II y a su sucesor, Paulo VI
el de clausurarlo y sufrir las consecuencias de la variación especialmente en la
liturgia; a eso se unió la hegemonía cultural del marxismo en los países
occidentales que decantó a buena parte del clero y de las órdenes religiosas hacia
la izquierda. En España, durante el “tardofranquismo” se pudo seguir
manteniendo la noción de que “España seguía siendo un país católico”. Pero eso
se disiparía en la transición.
Hacia mediados de la década de
los 80, las vocaciones habían bajado tanto que los seminarios empezaban a estar
vacíos; otro tanto ocurría en las órdenes religiosas; el caos litúrgico, unido
a la demagogia social de la que hacían gala los “curas obreros”, la idea del “compromiso
cristiano” y la “teología de la liberación”, supusieron golpes demoledores para
la Iglesia Católica. Cuando llegaron las reformas legislativas promovidas por
el “felipismo”, la Iglesia Católica española estaba completamente desmovilizada
y ni siquiera mostraba núcleos resistencialistas (como estaba ocurriendo en la
Iglesia francesa, en particular). En el ecuador del felipismo la frase de
Azaña, trasladada a esa época, ya era una realidad: España, casi sin darnos
cuenta, había dejado de ser católica.
La situación, desde entonces, no
ha mejorado. Es realidad, ha ocurrido todo lo contrario: la situación de la
Iglesia es cada vez más precaria. Seguramente la crisis es mucho
más palpable en la cúpula, que en las bases que son capaces de mostrar cierta
vitalidad y registran cada vez más la presencia de “focos de resistencia”. Pero,
la cabeza, el papado, parece haber caído en manos de la mediocridad, apoyando
las dos lacras de la modernidad, el globalismo económico y el mundialismo
cultural. La mayor parte de las declaraciones de Jorge Mario Bergoglio van en
esa dirección. Ya no se trata de un proceso de adaptación, sino más bien de
que su pontificado ha sido arrasado por los vientos de la modernidad y, en
lugar de oponer una defensa cerrada, el centro de mando de la Iglesia se ha
unido a los “signos de los tiempos”.
Y esto plantea un problema para
el tradicionalismo carlista: no solamente España ha dejado de ser católica,
sino que la propia cúpula de la Iglesia se encuentra en una situación de
atomización ante la que no se puede ser muy optimista sobre su futuro. Se
diría que “falta la cabeza” y cada vez son más los que dan la razón a quienes
sostienen que la “silla de San Pedro está vacía”.
La Iglesia afronta una sucesión
de problemas interiores que se unen a los mostrados desde los años 50 y que
condujeron a la convocatoria del Vaticano II. La falta de vocaciones es el
primero de todos ellos: con seminarios vacíos y con algunos profesores anclados
en planteamientos teológicos y “sociales” propios de otras época, resulta
imposible preparar sacerdotes en condiciones de remontar la crisis de la
Iglesia y en número suficiente para que su trabajo tenga influencia. Porque, de
hecho, ya no se trata de ponerse al frente de parroquias, sino de considerar a
Europa “tierra de misiones”. La edad media del clero corre el riesgo de que,
dentro de diez años, más del 60% de sacerdotes hoy en activos estén jubilados.
Esto plantea un problema para la gestión de las diócesis
Por otra parte, el eje de la
Iglesia se ha ido desplazando a otros continentes. Europa ya no es, el centro
del catolicismo: es, por el contrario, la zona en la que el catolicismo sufre
un repliegue más acusado. De hecho, solamente avanza numéricamente en África,
mostrando, así mismo, cierto descenso de su peso en Iberoamérica.
La situación de las órdenes
religiones tradicionales es, igualmente, dramática. Hay
colegios propiedad de órdenes que fueron creadas para la enseñanza en las que
hoy solamente existe un “rector” que pertenezca a la orden, siendo todos los
profesores laicos. El vacío dejado por las órdenes religiosas tradicionales
ha sido llenado en parte por los grupos confesionales: Opus Dei, Comunión y
Liberación, neocatecumenales, el Yunque, los “quicos”, etc, etc, etc. Estos
grupos tratan de desplazar hacia sí mismos el eje de la Iglesia y hacerse con
parcelas de la misma; han ganado poder a costa del sacerdocio diocesano. Y cada
uno de estos grupos tiene su particular proyecto, sus intereses de parte y sus
prácticas, sobre los que cada cual juzgará y que no es este el lugar para
analizar. En cualquier caso, el vacío de las estructuras tradicionales ha
sido llenado por estas asociaciones seglares de las que todavía es pronto para
medir sus resultados y repercusiones: una cosa es ser pujantes “dentro” de la
comunidad católica y otra muy distinta tener proyección “fuera” de la misma.
En cualquier caso, nada cambia el
diagnóstico: la Iglesia está en crisis y, por lo tanto, el primer fundamento
de la Legitimidad precisa un replanteamiento, especialmente, desde el momento
en el que cada vez más, resulta evidente que la cabeza visible de la Iglesia está
sosteniendo posiciones que, como mínimo, resultan “poco católicas” y, sobre
todo, en lugar de estimular una contraofensiva generalizada, va retrasando cada
vez más sus líneas de defensa.
Esto es todavía más dramático en
la medida en que los pueblos necesitan orientaciones “superiores” para su día a
día. Desde que Nietzsche decretara la “muerte de Dios” y propusiera un hombre
autónomo de la trascendencia y que fuera capaz de dotarse de una moral a sí
mismo, sin imposiciones exteriores, el malestar de las sociedades occidentales
se ha hecho cada vez más palpable. Hoy, los mismos que critican el sacramento
de la confesión, son los que sentados en diván del “psicoterapeuta” cuentan
todos los detalles de su vida, incluso falsos recuerdos, en espera de pastillas
milagrosas que les libren de depresiones, trastornos mentales, obsesiones,
frustraciones y problemas mentales de todo tipo. Los pueblos que en otro tiempo
miraban a los cielos con la esperanza de encontrar allí respuestas, hoy elevan
su mirada a esos mismos cielos esperando que improbables “extraterrestres”
lleguen y aporten sus soluciones a una civilización enferma. Se diría que, al
prescindir de la idea de lo divino, el ser humano ha cavado un hoyo bajo sus
pies, cada vez más profundo. La vida se convierte en ese viaje al fin de la
noche que narró Louis Ferdinand Céline, absurdo, y coronado por el fracaso
final: la extinción sin gloria en el Hades que tanto horrorizaba a los patricios
romanos. Cualquier esperanza que podamos forjarnos termina siendo solamente
una cobertura al nihilismo de nuestro tiempo: la cultura, el bienestar, el
consumismo, la tecnofilia, el entertaintment, etc. Todo. Y, ante este “todo” es
cada vez más verosímil que el “magisterio de la Iglesia” ya no puede ser
ejercido por un papado timorato y ganado por el mundialismo y la globalización,
esto es, por el adversario principal.
Y, sin embargo, el modelo presentado
por el tradicionalismo es el único capaz de enderezar la vida humana y restaurar
una situación de “normalidad”. Lo esencial de ese modelo es que los pueblos dispongan
de una guía ética y moral, que esta guía disponga de una sanción superior y no
se limite a ser una ley hecha por humanos (y, por tanto, discutible y relativa),
que contemplen las posibilidades de una vida superior a su cotidianeidad, que
dispongan de un liderazgo que sea ejemplo de esa vida y que, finalmente, tengan
posibilidades de conocer lo que es la trascendencia.
Hoy la Iglesia ya no está en
condiciones de ofrecer ese modelo. Da la sensación que su ciclo bimilenario ha
concluido. Lo que no ha concluido es la necesidad del ser humano de conocer la
trascendencia, ni la obligación del Estado de generar un marco que facilite
esta posibilidad.
Revisando los ejemplos que ofrece
la historia es obligado ver en la Edad Media gibelina el modelo más adecuado.
Contrariamente a lo que se nos enseñó en la escuela, las luchas entre “güelfos”
y “gibelinos” no exteriorizaban las rivalidades entre los partidarios del
papado y los partidarios del imperio, sino las luchas entre determinada
concepción de la religión y una concepción concreta del Imperio. Para el mundo güelfo
el “poder espiritual” estaba por encima del “poder temporal” y, por eso mismo, la
primacía debía detentarla el Papa sobre el Emperador. Era aquel el que coronaba
a éste. El sacerdocio estaba, pues, por encima de la realeza. El gibelinismo
heredaba su concepción de la romanidad antigua: no era el Emperador el que
debía ostentar las riendas del Imperio en tanto que detentador del “poder
temporal” sino como síntesis de ambos poderes: el espiritual y el temporal.
Debía ostentar la “doble espada”. Esta síntesis era negada por el güelfismo
en tanto que la frase bíblica “Dad al César lo que es del César y a Dios lo
que es de Dios” parecía sellar la diferenciación de ambos poderes. Los
doctrinarios del gibelinismo, en cambio, recordaban la fórmula bíblica que
tomaba como referencia a la figura de Melkisedec, a la vez “Rey, Sacerdote y
Profeta”. Esta posición, además, tenía la ventaja de ser la herencia del pasado
indo-europeo: en todas partes donde existió “Imperio”, se dio la unión entre los
dos poderes.
Marcel Bloch en su obra Reyes
Taumaturgos, recuerda que los Reyes de Francia hasta principios de la Edad
Moderna, realizaban “milagros” en forma de curación de determinadas enfermedades
(que, finalmente, se redujeron a la escrofulosis). Esa capacidad era la marca
distintiva del “Rey Legítimo”. Eso explica también el porqué las monarquías
europeas a partir de la dinastía carolingia habían tratado de emparentar con los
herederos de la Casa de David. También explica que los partidarios del bienamado
Príncipe de Viana, cuya familia materna estaba emparentada con los Valois, era
admirado y suscitaba adhesiones por sus capacidades para operar curaciones milagrosas.
Don Carlos, Príncipe de Viana, estuvo aureolado de una fama de santidad y
sabiduría y no solo a través de las voces del vulgo, sino que esta fama emerge
de las correspondencias de los
embajadores enviados por la Diputación y el Consejo del Principado de Cataluña.
La “Realeza”, desde las primeras monarquías que conoció la historia, debía
demostrarse en capacidad superiores a las normales: éstas eran la marca del Rey
Legítimo. De ahí derivaba la “sacralidad” del Rey.
Una
concepción de este tipo, parece arcaica, mítica, desprovista de significado
objetivo, pero los testimonios son hasta tal punto numerosos, que resulta
imposible pensar que se hubiera mentido o sido excesivamente crédulo a lo largo
de miles de años y en todo el ámbito indo-europeo. El Rey Legítimo mostraba su
legitimidad en esa capacidad. Cuando esa capacidad se fue diluyendo -un proceso
que estudia detenidamente Marcel Bloch- fue cuando el Rey hubo de sustentar su
poder solamente en su “poder material”: así se impuso sobre la nobleza desde
finales de la Edad Media, así debió, finalmente, de llegar con Luis XIV a un
absolutismo que implicaba centralización, nivelación y abolición de fueros.
¿Tiene sentido algo de todo esto es nuestra época hecha de positivismo? Por supuesto que la tiene. Estamos en unos momentos en los que se ha perdido cualquier noción de autoridad, no solo “espiritual” sino también “temporal”. El hecho de que los parlamentos elaboren leyes como churros es síntoma de que cada vez es preciso generar más y más normas, para regular lo que, en otro tiempo, el sentido común confirmaba como “normal”. Y, como todo lo “humano” solamente puede apoyarse en la ley del número y en la coerción: cuando ya no hay norma moral, la fuerza es lo único que garantiza el cumplimiento de la ley. De ahí que las fronteras entre “democracia” y “dictadura” se vayan diluyendo cada vez más.
Por otra
parte, incluso en el medio tradicionalista, en la actualidad, no está claro a
quien correspondería legítimamente el trono. Si debiéramos fiarnos de la “legitimidad
de origen”, ésta correspondería a los hijos de Carlos Hugo de Borbón Parma,
pero si atendemos a la “legitimidad de ejercicio” comprobaremos fácilmente que
éste perdió sus derechos al aceptar como lema del “Partido Carlista”: “socialismo,
federalismo, autogestión”. En cuando a su hermano Sixto Enrique de Borbón,
él mismo se presenta como “abanderado de la Tradición”. Otras tendencias,
conscientes de la dificultad de establecer un heredero legítimo, habían optado,
incluso en la época franquista, por abstenerse de proponer un nombre, aceptando
la situación de “regencia”.
Estas dos
temáticas pueden considerarse convergentes. Por una parte, la crisis de la Iglesia
que hace imposible seguir sosteniendo la idea de una futura “monarquía católica”
en un momento en el que la propia cúpula del Vaticano se inhibe de apoyar a tal
o cual régimen y niega incluso la existencia de “Estados católicos”. Por otra
la dificultad para fijar la identidad del “Rey Legítimo”. Es en ese punto de
fusión en donde aparece la concepción gibelina: el Rey entendido como “pontífex”,
hacedor de puentes entre lo humano y la trascendencia; y el Rey entendido como “conductor
de pueblos” en su día a día. El Rey que detente la “doble espada”.
Lo importante no es optar por la “monarquía” o por la “república”, lo importante es el contenido que se dé a cada uno de estos conceptos. A nadie se le escapa que, desde la aparición de las monarquías constitucionales, existe muy poca diferencia entre un Rey sin funciones de gobierno, provisto solamente de funciones simbólicas y un presidente del Estado, ajeno a la tarea de gobierno y encomendada esta al “jefe de gobierno”.
¿Entones? Entonces hay que estar atento para saber reconocer al Rey Legítimo. El Rey del futuro no es solamente un personaje que se ponga al frente de la nación y sea aclamado por su voluntad de poder, el Rey del futuro debe ser un guía para su pueblo: guía de cualidades y virtudes morales, guía de fortaleza y restaurador de valores. Cuando falta el “poder espiritual”, cuando el “poder material” solamente se sostiene sobre la fuerza y coerción, es cuando aquel que conoce la historia y sus raíces, sabe también que aquel que merezca ser seguido, deberá detentar la “doble espada”. Muchos vivimos en la esperanza de que, antes o después, aparezca esa figura humana que se eleve sobre lo humano: el Rey que arranque la espada de la piedra.
PRÓXIMAS ENTREGAS:
- INTRODUCCIÓN: LAS SOLUCIONES DEL VIEJO
CARLISMO
- EL CASO DE LAS AUTONOMIAS EN COMPARACIÓN
CON LOS FUEROS
- EL REY QUE REINA Y GOBIERNA FRENTE AL REY
QUE NI REINA NIGOBIERNA
- LA ESTRUCTURA ORGÁNICA FRENTE A LA
PARTIDOCRACIA
- LO ABSOLUTO EN EL TIEMPO DELA CRISIS DE LA IGLESIA
- EL DERECHO A LA REBELIÓN ANTE
EL PODER INJUSTO
- LA PATRIA EN EL TIEMPO DE LOS GRANDES BLOQUES GEOPOLÍTICOS