El “corporativismo” es una forma orgánica de estructuras
el Estado en función de los llamados “cuerpos intermedios”, una idea que iremos
aclarando en los párrafos que siguen. El carlismo, en sus distintas variedades y
matices, siempre defendió formas corporativas de organización del Estado. Víctor
Pradera, un hombre de formación técnica (era ingeniero de caminos), en su obra El
Estado Nuevo presentó un modelo basado en el corporativismo cristiano
promovido por la encíclica Rerum Novarum que integraba el foralismo en
el que tanto había insistido Vázquez de Mella, su mentor. Además, en los “cinco
fundamentos de la Legitimidad española” establecidos por Don Alfonso Carlos, el
segundo es “la constitución natural y orgánica de los Estados y Cuerpos de
la sociedad tradicional”.
Por lo tanto, al hablar de corporativismo, estamos
hablando de algo que pertenece secularmente a la médula de la doctrina carlista.
Podemos decir que, si bien el tradicionalismo carlista no fue el único defensor
del corporativismo, todos los que apoyaban a la monarquía tradicional eran
corporativistas. Esta idea, hoy se presenta como la única alternativa a la
partidocracia. Casi cabría decir que la historia de España se torció (de
nuevo) en 1977 y que, en lugar de “profundizar” en el arsenal legislativo existente
en la época, se optó por crear un modelo constitucional similar a las
democracias europeas.
En 1975, para aquel que no estaba
al corriente del estado de las democracias en Europa Occidental, especialmente
de la francesa y de la italiana, era fácil hacer ilusiones y anhelar el sistema
de partidos implantado en media Europa y que, según se pensaba en la época, era
el que mejor garantizaba los “derechos fundamentales” de expresión,
organización y manifestación. Puede entenderse que existiera en el país un afán
de asimilarse a otros países europeos presentados como el oasis de las
libertades. Por otra parte, era rigurosamente cierto que, en España en aquella
época, existía una “mayoría silenciosa”, que sostenía pasivamente al régimen nacido
el 18 de julio de 1936, pero también era cierto que existían sectores de la
población muy politizados y que se vivía con pasión la militancia política, en
varias docenas de opciones muy diferenciadas, tanto en lo programático como en
la orientación doctrinal e, incluso, en los métodos de acción política. Pero
todo eso pertenece a un paso que tiene ya casi medio siglo.
Hasta ese momento, el gobierno
de Franco había culminado su período de “institucionalización” con la Ley
Orgánica del Estado, aprobada en referéndum en 1967. Esta ley se incorporó a
las “Leyes Fundamentales del Reino”, compendio legislativo que ejercía a modo
de “constitución”. A partir de esta Ley Orgánica se difundió el término de “democracia
orgánica” que ha pasado a la historia como la forma final legislativa
que adoptó el régimen franquista. Ahora bien, esta “democracia orgánica” no
era más que otra forma de llamar al viejo “corporativismo”. Así pues, se trata
de indagar qué era exactamente este concepto y cómo había llegado hasta el
franquismo. La cuestión es todavía más pertinente en la medida en que era
defendido por el tradicionalismo español.
Como tal, el “corporativismo”
había surgido en Europa en el siglo XIX de la mano de algunos doctrinarios
conservadores alemanes y franceses, en un intento de adaptar el “antiguo
régimen” a las realidades de la época. En realidad, el origen remoto del
corporativismo era la “sociedad estamental” en la que cada uno de los “estamentos”
que la componían, estaba representada en las instituciones de gobierno. Y,
tradicionalmente, esto “estamentos” eran tres: la aristocracia, el clero y los
gremios, herederos de las antiguas “sociedades trifuncionales” indoeuropeas
que definió Georges Dumezil en sus estudios pormenorizados: guerreros,
sacerdotes y productores. Era, por tanto, una forma de organización político-social,
que hundía sus raíces en la noche de los tiempos y aparecía siempre del brazo
de los pueblos indo-europeos. Era, por tanto, la forma de estructuración “tradicional”
y consuetudinaria en la estos pueblos concebían su organización y
representatividad.
Cuando las sociedades europeas
quedaron alteradas por los vientos de la revolución francesa de 1789 y convulsionadas
por las guerras napoleónicas que siguieron, se hizo evidente que era preciso
actualizar el concepto y eso fue a lo que se dedicó buena parte del esfuerzo de
los doctrinarios monárquicos a lo largo del siglo XIX. Nadie discutía que
era el Rey quien debía gobernar, la cuestión era, cómo garantizar la unión
entre el monarca y su pueblo y cómo abordar los problemas de carácter
político-social y representativo. Desde el principio, todos los
doctrinarios monárquicos y conservadores estuvieron de acuerdo en la necesidad
de superar el marco de actuación de los partidos políticos. Las críticas
formuladas a estas estructuras a lo largo de todo el siglo XIX, fueron
ampliándose al propio sistema que había nacido con las revoluciones liberales.
Fue en una obra de teatro -hoy
accesible a través de youTube y que recomendamos ver- El enemigo del
pueblo, de Enrique Ibsen, en donde se concentraron y popularizaron
todas estas críticas. Escrita en 1882, la obra
alcanzó un éxito extraordinario y tuvo un papel extraordinario tanto en las
reflexiones de Charles Maurras sobre la inadecuación de los partidos políticos
para establecer la línea política de una nación, como sobre el nacimiento del
pensamiento fascista (el propio Hitler en Mi Lucha escribió algunas
frases directamente inspiradas en esta obra), hasta el punto de que puede ser
considerada como la piedra angular de los intentos de superación de los
partidos políticos y la síntesis de las ideas antipartidistas. Hoy, se tiende a
considerar que la obra ataca a la “demagogia”, cuando en realidad considera que
la demagogia es el lugar natural al que van a parar los partidos políticos
cuando lo que quieren es gobernar: para ello, deben de hacer concesiones al “pueblo”,
al margen de que estas concepciones puedan ser o no beneficiosas tanto para el
pueblo como para la nación. El lector tiene la ocasión de ver esta obra
extraordinaria y hacerse una idea propia de su mensaje.
A mediados del siglo XIX, cuando
el barón Von Ketteler por un lado, algo más tarde René de la Tour Du Pin, o el propio
León XIII, formularon las bases del “corporativismo”, lo único que hacían era
incorporar al viejo concepto “estamental” elementos nuevos que habían surgido
con las convulsiones que tuvieron lugar desde la segunda mitad del siglo XVIII: de un lado
la aparición de una nueva clase, el proletariado, que ya no era lo mismo que la
que estuvo presente en la estructura gremial conocida hasta entonces; por otro
lado, esto suponía el reconocimiento de que se habían producido avances
técnicos y científicos que habían modificado la producción (la primera
revolución industrial con la aparición del vapor y la segunda revolución
industrial con el desarrollo de la electricidad y el motor de combustión
interna). Esto había generado cambios: el poder ya no estaba detentado por la
aristocracia y avalado por el clero, sino que era la burguesía la que aspiraba
a ser clase hegemónica avalada por la propiedad de las tecnologías que estaban
haciendo posible el desarrollo (primero por los industriales del textil, y más
tarde por los propietarios de las industrias eléctricas, los ferrocarriles,
etc). Para asentar su poder y trasladar sus políticas a la población, los
distintos grupos industriales crearon una pieza artificial y artificiosa, que
operaba como “correa de transmisión” de los verdaderos centros de poder
económico: los partidos políticos. Cada partido, desde el principio, tuvo su
origen en los intereses de un determinado grupo industrial o social. En
función de estos intereses, se perfilaron las “ideologías” y, derivadas de
estas, los “programas políticos”. El resultado fue una fragmentación creciente
de la población y todos los males que Ibsen enumera en su pieza teatral.
Los doctrinarios del “corporativismo”
y, entre ellos, el carlismo español, en tanto que representantes de la
tradición y, por tanto, opuestos al liberalismo político y económico, tanto
como a los intentos hegemónicas de la burguesía, propusieron asumir, revisar y
actualizar lo que, hasta ese momento, había representado la “sociedad
estamental” para ofrecer una alternativa razonable que pudiera conjugar tres factores:
eficiencia en la gestión, superación de los partidos y arraigo en la población,
en el Reino y en su historia.
El corporativismo, en su esencia,
sostiene que la representatividad no puede ser asumida por “partidos políticos”
que, en el fondo, no son más que creaciones artificiales derivadas de grupos de
intereses parciales. Quien dice “partidos”, dice fraccionamiento del cuerpo de
la nación en grupos rivales, enfrentados y en permanente lucha por el control
de los resortes de poder para conseguir defender sus intereses “de parte”: unos
intereses que pueden beneficiar a un sector, pero perjudicar a todo el
conjunto.
Por otra parte, en la segunda
mitad del siglo XIX, ya estaba muy claro que la aparición del liberalismo y del
maquinismo habían generado una nueva clase social que vivía en condiciones
precarias. Y, si bien es cierto, que las primeras generaciones de empresarios
tenían cierta tendencia a considerar a la “fábrica” como a una familia y a sentir
que existía una vinculación entre ellos y sus trabajadores, la generalización
de las “sociedades anónimas” destruyó este concepto “paternalista” de la empresa
y, a partir de ese momento, las grandes firmas optaron únicamente por la
obtención del máximo rendimiento para sus accionistas a despecho de los efectos
que pudieran acarrear ritmos despiadados de trabajo, bajos salarios y pésimas
condiciones laborales. En la segunda mitad del siglo XIX, ya estaba claro
que existía una tendencia natural en el capitalismo hacia la explotación y una
respuesta, no menos natural, de los trabajadores a defenderse. A la división “horizontal”
de la sociedad en partidos políticos, se añadía la división “vertical” en clases
sociales enfrentadas. Los teóricos del corporativismo propusieron una fórmula
para volver a considerar a la sociedad como un todo armónico.
Siempre, todas las monarquías han
contado con organismos con funciones consultivas y representativas. Estos
organismo servían, tanto para trasladar al Rey las aspiraciones de la
población, como para aplicar las directrices emanadas de la cúpula del poder.
Eran, por tanto, estructuras organizativas del Estado: se trataba solamente de
adaptarlas a las realidades de cada época y de cada país. Y eso fue lo que
realizó el pensamiento conservador entre el último tercio del siglo XIX y el
primer tercio del siglo XX. Esta, fue la “época dorada” del corporativismo:
cualquier forma de pensamiento antiliberal, tendió, de manera natural, a
incorporar la “propuesta corporativa”. Se entiende el por qué fueron los
liberales quienes insistieran tanto y de manera tan despiadada a luchar contra
el “poder gremial” desde principios del siglo XIX, incluso en la España de las
Cortes de Cádiz que abolió los fueros que protegían a los gremios, decretando
la “libertad de industria”; restaurados por Fernando VII, fueron
definitivamente abolidos en 1836, poco después del inicio de la Primera Guerra
Carlista).
El principio del corporativismo
establece que los países deben estar articulados por “estructuras naturales” y
que estas deben ser un contrapeso y un regulador de las nuevas tendencias que
el progreso técnico genera inevitablemente. Entre la cúpula del Reino y la
población deben existir una “asociaciones intermedias” que surjan de la propia
sociedad y que aporten el conocimiento de su “sector” al buen gobierno de la
nación. Una “política de enseñanza”, por ejemplo, sería
aquella que mostrara su eficiencia a la hora de formar alumnos. Parece evidente
que una “justa política educativa” solamente debería emanar, por una parte de
las necesidades de la sociedad (las orientaciones de la cúpula), y del “buen
oficio” de los que participan en la comunidad educativa, especialmente del
profesorado. Una política de enseñanza que, año tras año, degrada la educación,
obtiene jóvenes cada vez peor formados en todos los terrenos, no es en ningún
caso aceptable. No se trata, por tanto, de aplicar “políticas de derechas” o
“políticas de izquierdas” que satisfagan a unos o a otros, sino de aplicar “justas
políticas” que beneficien al conjunto de la nación. Para hacerlo habrá que
contar con buenos profesionales, con capacidades para transmitir valores, que demuestren
su eficiencia en la calidad de la actividad desarrollada. Deberá haber una
cúpula, compuesta, no por “profesionales” de tal o cual partido, de esta o de
la otra “ideología”, sino profesionales eficientes, los mejores a los que se
pueda recurrir, que, a su vez, tengan “valores” y sean conscientes de que deben
buscar el beneficio del Reino, esto es, de recibir la herencia legada por sus
padres, ampliarla y entregarla a sus hijos como garantía de un futuro mejor. Y,
a su vez, deberán existir “grupos intermedios” capaces de llevar a la práctica
las directrices emanadas desde la cúpula a todos los rincones del Reino.
En un Estado Corporativo, el
principio de competencia es esencial para la gestión del poder: en cada sector
de actividad social existen personajes “competentes” y lo son porque muestran
brillantez en el ejercicio de sus funciones: realizan “la obra bien hecha”. Una
“estructura corporativa” es aquella estructura piramidal que organiza
jerárquicamente a los que son competentes en cada rama de actividad: dan y
reciben. Dan orientaciones precisas sobre su campo de actividad; son, por
parto, colaboradores en la ideación de políticas del Estado; aportan a la
cúpula su conocimiento de la materia. Y, al mismo tiempo, son elementos que
aplican las políticas de Estado a su campo de actuación. Es una
autopista de doble dirección.
La ventaja de este sistema es,
por tanto, que una política sanitaria de un país “corporativo”, debería tener a
su frente a un profesional de la medicina reputado, debería ser elaborada a
partir de las orientaciones de los colegios profesionales de médicos y
farmacéuticos, de las distintas organizaciones profesionales de los que
trabajan en el área de la salud. Así mismo, las escuelas y universidades en las
que se formaran los trabajadores y técnicos de la sanidad, así como los empresarios
que participan en el sector, deberían de tener una presencia en la elaboración
y ejecución de políticas sanitarias de un país estructurado “orgánicamente”.
Y es en función de grupos como
éste, como debería estar organizada la representatividad pública. Lo absurdo
es que los abogados de pocos pleitos sentados en los escaños del congreso de
los diputados, puedan decidir políticas sanitarias o educativas, políticas de defensa
o de cultura. Hemos visto los resultados de que, a lo largo de décadas,
sean nombrados ministros al frente de departamentos con cuyo ámbito de
actuación no han tenido absolutamente ninguna relación, ni conocimiento. Hemos
visto a amas de casa como “ministras de defensa” (sólo porque el look que
buscaba el zapaterismo implicaba que una mujer embarazada pasara revista a las
tropas…), hemos visto el resultado de que un licenciado en filosofía fuera “ministro
de sanidad” o que un grupo de indocumentadas, sin experiencia en gestión,
pudieran hacer y deshacer en el “chiringuito de la igualdad”. Muy pocos de
los ministros que han ocupado cargos en las últimas administraciones han tenido
un conocimiento real y directo de las materias a cuyo frente se les ha
colocado. Y, desde luego, muchos menos aún, podrían ser considerado como “los
mejores” o “competentes” en la materia. El resultado ha sido un país atascado,
embarrancado, en crisis permanente, desmoralizado y en estado de centrifugación.
No es una novedad recordar que hoy
no estamos en una “democracia”, sino en una “partidocracia”. Hoy cada vez
son más los que opinamos que aquel que se sienta en la poltrona de la Moncloa
solamente tiene un deseo: ganar las siguientes elecciones. Y, para ello, cuenta
con los medios de comunicación y los recursos del Estado que utilizará
solamente para eso y nada más que para eso. ¿Sirve el CIS para otra cosa que
para minimizar la caída en picado del pedrosanchismo? ¿sirve el ministerio de
defensa para algo más que apagar fuegos y enviar chatarra suicida a conflictos
abiertos? ¿sirve sanidad o educación para algo más que para garantizar la degradación
permanente y continua de la salud pública o la enseñanza? ¿sirve el ministerio
de interior para algo más que “velar por los derechos humanos de los detenidos”
antes de ponerles en libertad? ¿sirve Justicia para algo más que atestiguar el
colapso de los juzgados o la impunidad de la clase política? ¿sirven para algo el
senado del que reiteradamente se pide que sea una “cámara de las regiones (¿y
qué son los diputados del parlamento sino representantes de sus provincias?). Y
lo peor es que se cuestiona la eficiencia de tal o cual gobierno, cuando el
problema no es coyuntural sino estructural: la “democracia liberal” debería
llamarse con más propiedad “democracia de partidos” (solamente se puede influir
en las decisiones del Estado con la “fórmula partido”) y esta conduce
inevitablemente a la “partidocracia”, esto es, a la dictadura de los partidos.
Y, a todos esto, ¿qué es un
partido? No es ya, desde luego, una opción ideológica ni siquiera programática.
Es una cúpula de intereses que ni siquiera tienen relaciones con las bases del
propio partido que, por lo demás, suelen ser la suma de todos los cargos públicos
o aspirantes a serlo de los que dispone un partido. La muerte de las
ideologías, ha enterrado la última razón de ser de los partidos políticos. Mientras
existieron “ideologías” parecía natural que de ellas derivasen distintos
programas políticos. Pero, hoy, solamente hay dos formas “políticamente
correctas” de abordar la política: el progresismo de derechas o el progresismo
de izquierdas, cualquier caso que se salga de este estrecho margen rompe las
reglas del juego. En su última instancia de degradación, la democracia
de los partidos, la partidocracia, aparece como un escuálido régimen de partido
único: el “partido de la progresía”. O se comparten los criterios de ese
partido o la alternativa ofrecida por el “sistema” es el exilio interior.
Contra todo esto, los
corporativistas opusieron su sistema. En el primer tercio del siglo XX, todas
las variedades de derechas eran “corporativistas”. Maurras, había conseguido
rescatar al ideal conservador de las rivalidades dinásticas que habían
arruinado a las distintas monarquías a la monarquía francesa y a la española en
el siglo XIX. Y la doctrina maurrasiana prendió en toda Europa. Ahora bien, nos
equivocaríamos si considerásemos que solamente existieron partidarios del “corporativismo”
en la derecha monárquica y conservadora. El “socialismo utópico” sostuvo
también los mismos puntos de visto (y, sobre este tema, recomendamos la
lectura de la obra de Gonzalo Fernández de la Mora, Los teóricos izquierdistas
de la democracia orgánica, Madrid 1985), fue la doble pinza: marxismo y
liberalismo, la que combatió sin perdón el sistema corporativo.
La mención a la “democracia
orgánica” obliga, necesariamente, a decir algo sobre las distintas variedades
de corporativismo: en los años 20, las necesidades de institucionalización del
fascismo italiano, generaron su adhesión a esta corriente. Apareció así el “corporativismo
fascista”. Mussolini, disidente de izquierdas, reconoció en esta fórmula el
medio para alcanzar su objetivo: reagrupar a las fuerzas de la nación, superar
la lucha de clases y la partidocracia y olvidar las concepciones económicas
liberales. A pesar de proceder de la izquierda y haber conocido las obras de
los “socialistas utópicos”, o precisamente por eso, Mussolini integró aspectos
del sistema maurrasiano cuya concepción procedía íntegramente del “corporativismo
cristiano francés” tal como fue enunciado por La Tour Du Pin. De Italia se
extendió a toda Europa. Allí donde aparecieron tendencias nacionales
neo-marrausianas, allí reaparecieron con fuerza formas renovadas de
corporativismo: en Portugal, los “integralistas” transmitieron a Oliveira
Salazar sus ideas para la construcción de “Estado Novo”. En la Francia
posterior a la Tercera República, construida por el Mariscal Pétain en Vichy, la
organización del Estado era corporativa.
En España, las distintas
fracciones antirrepublicanas, enfatizaron sus peculiares acentos en el
corporativismo: Falange le llamó “nacional-sindicalismo”, argumentando que las “estructuras
naturales” eran la familia, el municipio y el sindicato y era en función de
ellas como debía organizarse la nación. Para tradicionalistas, para la
publicación Acción Española e, incluso para las derechas tibias y timoratas que
formaron en la CEDA, así como para los alfonsinos de Renovación Española, el
corporativismo era indiscutible y formaba parte de su propuesta. No es, por
tanto, raro que, en su intentos de institucionalización progresiva, a través de
la incorporación de nuevos textos a las Leyes Fundamentales del Reino, la Ley
Orgánica del Estado fuera la última (la Ley para la Reforma Política que fue
incorporada en la transición como ”última ley fundamental” no era nada más que
el paso obligado para el desmantelamiento de todo lo anterior) y que esta parte
fuera bien acogida por las distintas fuerzas que apoyaban al régimen. Todas
eran, en efecto, “corporativistas”.
Existe una tendencia errónea al
pensar que el “corporativismo” fue solamente un sistema “social” de
organización. Los antiguos gremios tenían, ciertamente, una función social,
regulaban las condiciones y los estándares de la producción, así como la
formación profesional. El corporativismo cristiano, por su parte, trató de dar
un tinte “social” a su propuesta como alternativa al sindicalismo partidario de
la lucha de clases. Pero fue solamente a partir de Maurras y del “corporativismo
autoritario” como esta doctrina trató de superar la dimensión “social” y convertirse
en una forma de organización de toda la nación. En el carlismo español,
el sistema corporativo estaba implícito en la doctrina foral: los
gremios -esto es, las organizaciones que regulaban los oficios- apoyaban su acción
en “fueros”.
¿Cómo sería un “régimen
corporativo” en la España del siglo XXI?
En primer lugar, con un
consejo de ministros efectivo en el que cada uno de sus miembros tuviera un conocimiento
personal y directo del área encomendada e, igualmente importante, experiencia
en gestión. Nunca más funcionarios de partido elevados a poltronas
ministeriales que nombran como “asesores” al “cuñao” o “al amigo de toda la
vida” que, a su vez, cada uno de ellos, precisa contar con un “grupo de
asesores” que sepan algo sobre el área que ocupan. Para cualquier cargo que
implique un “servicio al Estado” debe ser preciso, no solamente una preparación
sino un historial profesional: nadie sin un historial profesional
irreprochable, brillante y que demuestre experiencia y capacidad puede ocupar
un cargo público. Así mismo el sistema de “oposición” (y “concurso
oposición” para determinados puestos muy específicos) es el más adecuado para
que entrar al “servicio del Estado”. El sistema de “contratos” o los “concursos
oposición” en los que participan solamente contratados a dedo, deben ser
prohibidos. Se trata, de que el principio de competencia y adecuación esté
presente en todos los niveles de la administración pública. Un “Estado
Corporativo” no puede al gobierno de la nación que sea “representativo” y que
esa presunta “representatividad” derive de la pertenencia al partido que ha
ganado las elecciones, sino que sea eficaz, que sean leales, eficientes y
honestos servidores de la Nación.
En segundo lugar, ¿dónde
reside la representatividad?
El “parlamento”, como su nombre indica,
es el “lugar donde se habla” y en las últimas décadas ha sido el foro en donde
los distintos partidos exhiben sus miserias, su mediocridad y su capacidad para
escupir leyes ineficientes que se extiende no solo a la tarea legislativa, sino
también a la función de “control del gobierno”. Las “comisiones de investigación”
que se han creado, han sido, sin excepción, en más de cuarenta años, auténticas
decepciones que, no solo no han aclarado nada, sino que ni siquiera han
contemplado sanciones penales a quien hayan prestado falsos testimonios (cosa
habitual en este tipo de comisiones, a la vista de que “sale gratis”). La
experiencia de las últimas décadas ha demostrado que el gran argumento de
Montesquieu sobre la “división de poderes” y los “pesos y contrapesos”, aquí y
desde hace cuatro décadas, es una falacia inservible. Y es inservible porque
todos los organismos del Estado, representativos o ejecutivos y, en buena
medida, judiciales, están contaminados por los partidos políticos y por su
inevitable tendencia electoralista, demagógica, oportunista y corrupta. Así
pues, el principal problema a la hora de trazar una “reforma corporativa” en
España sería abordar el problema de ¿cómo restar peso a los partidos políticos?
O, si se prefiere, ¿cómo liquidar la partidocracia? Para ello, hay que
aceptar, en primer lugar, que la fórmula “partido” no es la más adecuada para
garantizar la representatividad (en especial en un sistema como el español en
donde el ciudadano ni siquiera sabe cuál es “su diputado” y a quién le
corresponde la defensa de sus intereses, algo que el sistema “autonómico” ha
agravado aún más, reproduciendo los errores del parlamento del Estado en esas 17
fotocopias reducidas que son los “parlamentos autonómicos”).
Pueden existir varias fórmulas
para ello. Todas deben partir de un principio: la “fórmula partido” podría ser
representativa de determinados contenidos ideológicos, pero en esta época de “muerte
de las ideologías”, esto ya no es aplicable. El hecho de que gobierne tal sigla
o tal otra, no es, ni siquiera garantía de que se gobernará en función de
programas distintos, sino más bien en función de intereses diferentes. Siempre “de
parte”, no atendiendo a los intereses “del todo”. Pueden aceptarse estos
intereses, siempre y cuando no se considere que ellos solos son los que tienen
el derecho de imponerse a toda la nación. En el fondo, las elecciones, lo
único que son es una foto del electorado en un momento dado, fotografía que puede
ser condicionada por muchos factores y que, en cualquier caso, no es objetiva,
ni siquiera significativa. Sin olvidar que una mala gestión gubernamental puede
arruinar a un país en apenas cuatro años.
En un mundo tan complejo como el
actual, es preciso gobernar con rectificaciones constantes, y sin la tiranía de
los manipuladores de la opinión pública. Eso solamente puede hacerse
ampliando los horizontes de los gobiernos a más de un ciclo electoral (cuatro
años), pero disponiendo de organismos sociales y representativos que garanticen
una reacción rápida ante problemas nuevos. Para ello es preciso contar con un
parlamento que sea el representante de la nación, no de los partidos, ni de las
fotografías puntuales de un estado de ánimo. Eso solamente puede lograrse,
arrinconando el espacio de representatividad de los partidos políticos y generando
un espacio de representatividad de la “sociedad civil”. Que este “espacio”
esté instalado en el senado o en el congreso de los diputados, es secundario:
de lo que se trata es de que el diputado o senador que está sentado sea
representativo de un sector de la sociedad y que sean todos los sectores de la
sociedad los que están representados por personalidades de prestigio,
indiscutibles en su sector. Sólo así pueden generarse leyes competentes,
solamente así puede hablarse de “representatividad”.
Un foro corporativo debería
contar con representantes de las universidades, no solo del profesorado, sino
de los estudiantes; de los sindicatos y de los colegios profesionales; de los cuerpos
y fuerzas de seguridad del Estado, de las Fuerzas Armadas y de la judicatura;
representantes de municipios y del mundo cultural y asociativo; representantes
del mundo agrícola, del empresariado, representantes del mundo de la investigación
y de la tecnología, de las intereses de las familias y de las regiones… Un
parlamento de este tipo garantizaría el que todo aquel que está sentado en un
escaño tiene algo que decir y tiene opinión preeminente en su sector. Esto
garantiza el que las leyes redactadas por las distintas comisiones serán
redactadas con el conocimiento preciso del sector que intentan regular. No
pueden aprobarse políticas de defensa por parte de ignorantes por completo de
todo lo que supone la defensa nacional. Políticas de orden público y de
interior solamente pueden ser aprobadas con un conocimiento preciso del orden
público y de sus necesidades. Para cualquier actividad que pensemos, el
diputado que debe elaborar una norma debe tener un conocimiento exacto de lo
que implica. No basta con apretar el botón de SI o de NO cuando lo indica
el jefe del grupo parlamentario a diputados que solamente acuden el día de la votación.
En un sistema corporativo ¿cómo
llega el diputado a sentarse en un organismo representativo? Es muy
simple: cada sector de actividad, está estructurado en asociaciones u
organismos profesionales locales, provinciales y nacionales. En cada uno de
estos organismos existen profesionales que conocen la situación y las
necesidades de su sector y que son conocidos y apreciados por sus compañeros.
Son ellos los que deben elegir en votación libre y directa a sus
representantes: a los mejores. Y son los mejores de cada sector los que deben
de sentarse en los organismos representativos. Los “mejores”, no son los más
ambiciosos; frecuentemente, ni siquiera tienen afán de protagonismo y no están
dispuestos a participar en confrontaciones electorales, de ahí que, en todo
sistema corporativo, se atribuye al Rey el derecho de nombrar directamente a
algunos diputados; la prerrogativa tiene su sentido. No aquellos que
conocen mejor un sector se postulan para unas elecciones, puede incluso ocurrir
que en las elecciones en un determinado colegio profesional, no se presente determinado
profesional relevante o que no haya salido elegido por cualquier circunstancia.
El jefe del Estado, en reconocimiento de la competencia y preparación de tal o
cual profesional, puede nombrarlo diputado o senador.
¿Y los partidos? El diputado
sentado en un escaño lo estará por su sector, por su actividad, por su grupo de
electores, no por su militancia política. Ésta puede existir, y de hecho,
un sistema corporativo puede verse completado por la representatividad de la “fórmula
partido”. Lo que es absurdo es que entidades que, en total no llegan ni al 1%
de afiliación sobre el total del censo, se arroguen el 100% de
representatividad, de la misma forma que es absurdo que sindicatos con apenas
el 5% del total de afiliación sean considerados como “interlocutores sociales”.
Para que un sistema corporativo
pueda funcionar es preciso que exista una “vida asociativa” vive y activa, una “sociedad
civil” fuerte, consciente y responsable.
Sin estas condiciones, resulta imposible de aplicar. Así pues,
el gran problema de la España actual es cómo pasar de una “sociedad civil”
prácticamente inexistentes, con una vida asociativa, desde el felipismo, casi
inexistente, a una sociedad fuerte y vigorosa. Es evidente que hace falta un “período
de transición” (hoy, por ejemplo, resultaría imposible aplicar un reforma
educativa, sin antes modificar los sistemas de enseñanza y la formación
impartida en las Escuelas Normales de formación del profesorado; de la misma
forma que habría que estimular el asociacionismo en todos los órdenes) pero se
trata de aspectos secundarios que no restan importancia al hecho esencial: la
superioridad del sistema corporativo en relación al sistema de partidos.
Quedaría un último apunte por
realizar: en España, el corporativismo se ensayó por última vez con el nombre
de “democracia orgánica” durante el franquismo. Era la forma organizativa en la
que estaban de acuerdo todas las fuerzas políticas y sociales que habían
participado en el movimiento cívico-militar que liquidó la Segunda República.
Y, sin embargo, fracasó. La prueba de su fracaso es que él mismo se hizo el
hara-kiri con la Ley de Reforma Política de enero de 1977. Es así en donde,
oficialmente, concluye el franquismo y se inicia el período democrático. Así
pues, ¿es lógico seguir sosteniendo un sistema que feneció porque no había sido
capaz de mostrarse suficientemente representativo y eficiente?
Cabe decir que los tiempos son
otros: en 1977, España arrastraba una crisis que se había evidenciado desde
1973, con el consiguiente embargo petrolero. España, había tenido dificultades
en salir de esta crisis que enlazó con el problema del ocaso de Franco, con la
tendencia de los EEUU a promover regímenes liberales en la Europa del Sur, con
una situación de tensión internacional, con la necesidad de la patronal
española de abrir nuevos mercados en Europa (que exigían la patente
democrática) y con la actividad de grupos al servicio de intereses extranjeros.
Y, por lo demás, en 1977, podía pensarse que la democracia liberal, que había
triunfado en otros países, convendría también al nuestro.
Todas estas circunstancias se
unían a lo tardío y lento que había sido la estructuración constitucional del
régimen con un proceso de incorporación de textos a las Leyes Fundamentales que
había abarcado desde 1937 hasta 1967, es decir ¡treinta largos años! Cuando
se llegó a la Ley Orgánica que delineaba la “democracia orgánica”, el régimen
ya era viejo, desgastado, había enfocado todos sus logros en el terreno del “desarrollismo”
y, cualquier otro, parecía secundario en relación a éste. España, en los
60, logró salir del subdesarrollo y figurar entre las naciones industrializadas;
pero, en ese momento, las estructuras “de masas” del régimen (Movimiento
Nacional, Sindicatos, Sección Femenina, Frente de Juventudes, etc) estaban ya
muy debilitados, habían perdido la iniciativa y, especialmente, en el mundo
laboral, el prodigioso desarrollo de la industria en aquellos años generó
nuevos problemas que los sindicatos verticales ya no estuvieron en condiciones
de controlar, ni resolver. Por otra parte, la actividad del PCE y el contagio
con el mayo francés siguieron a la etapa de desgaste del Sindicato Español
Universitario.
El régimen, hacía finales de los
sesenta ya había perdido el control de la juventud que, en cierta medida, había
entrado en disidencia activa o pasiva, en relación a él. Para colmo, dos
fenómenos socavaron el apoyo que el franquismo había tenido en sus tres
primeras décadas: la Iglesia. Por una parte, la labor de los “curas obreros”,
la retórica del “compromiso cristiano”, y, por otra, los resultados del
Concilio Vaticano II, restaron un apoyo que, en gran medida, garantizaba el
contacto con el pueblo.
El régimen tendió a
burocratizarse -una tendencia que fue visible en el período 42-45 y que fue lo
que fue debilitando, poco a poco, su alma interior. Cuando se
aprobó la Ley Orgánica del Estado, a pesar de que la viva asociativa era incomparablemente
más rica que en la actualidad, el sistema franquista ya carecía de la
posibilidad de reformarse. El tiempo de lo que Thomas Molnar llamaba “la
reforma necesaria” había pasado. Los propios integrantes del régimen,
especialmente a partir de 1969, empezaron a asumir la posibilidad de que debían
pensar en el “mañana sin Franco”. Y fue así como perdieron confianza en sí
mismos, y se atomizaron. Si tenemos en cuenta que el corporativismo llegó al régimen
solo en 1967 y que, en 1969, se iniciaría este proceso de atomización, se
entiende como en 1977, los propios diputados en Cortes dieran el hara-kiri
al sistema corporativo, en lugar de profundizar en él.
A la vista de todo lo que ha
ocurrido desde 1977 hasta hoy, cabe reconocer el fracaso del régimen nacido
entonces. Cuando se reconoce una quiebra, se trata de encontrar una
alternativa. La más razonable, desde el punto de vista doctrinal, es el
sistema corporativo. Y la única posibilidad de reconstruirlo sería mediante un
período de “gobierno fuerte”, enderezamiento económico-social, fortalecimiento
de la vida asociativa y de la “sociedad civil” y enderezamiento cultural y moral.
Sin estas bases, no solamente la “hipótesis corporativa” sería imposible, sino
incluso la supervivencia misma del Estado estaría en jaque.
PRÓXIMAS ENTREGAS:
- INTRODUCCIÓN:
LAS SOLUCIONES DEL VIEJO CARLISMO
- EL
CASO DE LAS AUTONOMIAS EN COMPARACIÓN CON LOS FUEROS
- EL
REY QUE REINA Y GOBIERNA FRENTE AL REY QUE NI REINA NI GOBIERNA
- LA ESTRUCTURA ORGÁNICA FRENTE A LA PARTIDOCRACIA
- LO ABSOLUTO EN EL TIEMPO DE LACRISIS DE LA IGLESIA
- EL DERECHO A LA REBELIÓN ANTE
EL PODER INJUSTO
- LA PATRIA EN EL TIEMPO DE LOS
GRANDES BLOQUES GEOPOLÍTICOS