viernes, 5 de abril de 2019

365 QUEJÍOS (303) CHASCO PARA ALGUNOS: RAMIRO LEDESMA NO ERA ATEO


Hemos dedicado algunos “quejíos” a deshacer los falsos mitos, las ideas preconcebidas o las distorsiones sobre la figura de Ramiro Ledesma, pero quedan bastantes por delante para que podamos hacernos una idea exacta del personaje y de su trabajo político, doctrinal y como agitador cultural. Habitualmente se suele decir que la cuestión religiosa era lo que más separaba a Ramiro Ledesma de José Antonio Primo de Rivera. Esto es un error de percepción, mas que una verdad a medias. El Ledesma que escribe El Sello de la Muerte en plena adolescencia no es el hombre maduro que se enfrentó al pelotón de fusilamiento. Si aquel era, indudablemente, nietzscheano, sus ideas habían ido cambiando a lo largo del tiempo. Al examinar sus escritos se percibe que consideraba el debate religioso como algo íntimo y personalizado sobre lo que no estaba dispuesto a entrar en polémicas, como por lo demás tampoco José Antonio. Pero hubo que esperar a su período de encarcelamiento para asistir a un cambio de percepción de Ledesma en materia religiosa. Seguir la naturaleza de este cambio es el objeto del presente artículo.

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El tema no es menor y sobre él se han dicho casi todo lo que podía decirse y desde distintos puntos de vista: tanto los que han presentado a Ledesma como un ateo impenitente, como aquellos otros que han soslayado la cuestión a la vista de que no estaba claro el asunto o quienes lo han presentado como católico por el mero hecho de que, se convirtió en sus últimos días de vida. Hay que decir que no fue éste el único caso, en aquellos mismos años, de alguien racionalmente orientado hacia el agnosticismo que, bruscamente, ante la posibilidad de la muerte se convirtiera al cristianismo. Entre los intelectuales «no conformistas» franceses, se produjeron varios casos de conversión, del judaísmo y del protestantismo al catolicismo, pero, sin duda, el caso más espectacular fue el de Arnaud Dandieu (1), fundador y máximo impulsor del grupo L’Ordre Nouveau, quien sometido a una banal operación contrajo una septicemia falleciendo a los pocos días, tras convertirse al catolicismo y recibir los sacramentos. Es la proximidad de la muerte –y no una reflexión meditada– lo que impulsa tales conversiones, justificadas habitualmente por la tradición cultural y religiosa del propio país.

El Ramiro Ledesma de El sello de la muerte (2) era, simplemente, agnóstico. Él mismo nos lo explica: «Al salir a la calle, noté que recobraba algo perdido, algo que había estado lejos de mí durante la entrevista, y ocupé otra vez en la sociedad el tipo de hombre que a todo se opone, que todo lo discute, que todavía no ha visto nada claro, que no admite más Dios que las desconocidas fuerzas, que, en fin, nadie lo comprende» (3) , y un poco más adelante, añade: «¡¡El Dios!! El Dios de todo lo existente, el Dios de las justicias todas, el Dios de los sublimes cantos, el Dios que...; cuando más me fijaba en él desapareció, envolviendo sus tres ramas en un paño riquísimo» (4). En esa época de adolescencia, Ledesma era, o se consideraba, nietzscheano (5). E introducimos conscientemente el elemento de duda («era, o se consideraba») a la vista de que solamente unas páginas después añade un diálogo entre el protagonista y «Don Miguel Velasco»: «—Sin embargo, no me negarás que un Nietzsche...; —Nada, yo no le concedo importancia; para mí es uno de tantos que han conseguido volver locos a muchos hombres; no tienes más que hacer una visita a un manicomio y verás a todos los alienados cómo filosofan, cómo afirman y niegan, utilizando una aplastante lógica. —En parte estoy de acuerdo —le contesté» (6).

En aquel período melancólico e introvertido de su tránsito de la adolescencia a la juventud, Ledesma se complacía en tocar una y otra vez la idea del suicidio. Escribe por ejemplo en la introducción de su novela: «Por otra parte, la luminaria potentísima que sobre mí irradia sus fulgores, empapados en hermosa energía vital, esto es, en significación poderosa de ciertas ansias, ha hecho que sobre ese espíritu ejerza gran influencia Federico Nietzsche. Y voy a sentar ahora una afirmación que el lector, sin duda, ha visto clara y nítida al terminar la obra: Si sobre Antonio de Castro no hubiera descendido esa influencia nietzscheana de la energía, se habría suicidado en el momento en que una de sus primeras desgracias o errores proyectaron sobre él las sombras del desconcierto» (7). Sin olvidar que el libro se cierra con una cita de Nietzsche (8) y que en La Conquista del Estado todavía era perceptible algo de ese nietzscheanismo juvenil cuando publicaba un artículo de un amigo suyo, José María de Salaverría: «¡Guardadme a España! ¡Libradme a España de toda estupidez, de toda frivolidad e incoherencia, de toda renunciación y blandura! ¡Haced dura a España!» (9).

Pasó el tiempo, y su nietzscheanismo fue remitiendo sustancialmente. Y así llegamos al mes de agosto de 1936 cuando Ledesma es detenido y enviado a la cárcel de Ventas en donde conoce al padre Manuel Villares cuyo hermano había sido miembro de las JONS y conocía su obra desde La Conquista del Estado hasta Nuestra Revolución. El padre Villares iba vestido de civil y no se identificó como sacerdote. Los detenidos cada día rezaban el rosario y luego cantaban el Cara al Sol. Villares, al observar que Ledesma no participaba le preguntó el motivo: «Cuando yo era chico –respondió Ledesma– lo rezábamos en mi pueblo solamente los domingos y no creo que haya obligación de rezarlo y menos todos los días». A partir de ahí sus conversaciones con Villares se hicieron habituales y se orientaron cada vez más hacia el tema religioso. El sacerdote lo describe en aquellos primeros momentos de detención: «Hay un Ramiro intelectual y descreído que es necesario poner en claro. Aunque él afirmase en un libro de polémica que La Conquista del Estado lo era todo menos clerical, sin embargo, nunca le oí en la cárcel ninguna frase o afirmación anticlerical o anti–religiosa; él, que era un espíritu sarcástico, incisivo, reticente y acerado para combatir a los demás», para añadir algo más adelante: «Nietzsche ejerció una gran influencia sobre él. Había leído mucho, aunque no de temas religiosos y lo poco que conocía de esta materia era heterodoxo». Solía citar –dice Villares– la obra L’irréligion de l’avenir de Guyau (10).

Ledesma no sabía que Villares era presbítero (éste, por prudencia, no se lo había dicho) (11), sin embargo, a poco de haber conocido a Villares, progresivamente, va recuperando el recuerdo de la religión sencilla e ingenua que había conocido en su infancia a través de su madre y que, como dice Villares, «había quedado soterrada ante el aluvión de ciencias y seudo–ciencias que su curiosidad intelectual había devorado en los años universitarios» (12). A partir de ahí empezó también, paralelamente, a «obsesionarle» (tal es el verbo empleado por Villares) el problema del más allá (13).

A medida que se prolongaba el encierro, las conversaciones en materia religiosa «se hacían cada vez más frecuentes» y añade Villares: «Parecía como si presintiera su muerte y quería llegar a ella con el problema de la fe resuelto». Llegó a proponer a Villares como proyecto de futuro una vez recuperada la improbable libertad, el fundar una «Sociedad de San Pablo para la armonía entre la ciencia y la fe», nombre suficientemente elocuente de sus preocupaciones en esos momentos.

Ledesma era un intelectual frío y se negaba a aceptar la fe sino era de manera razonada. Tiene razón Villares cuando explica que la frialdad intelectual de Ledesma «le hacía desdeñar la vía del sentimiento». Sin embargo, un día, después de conversar sobre la Gracia, Villares escribe: «Pero Dios toca siempre el corazón. Un día después de una larga conversación, me dijo que necesitaba una tregua para pensarlo. Aquella noche la gracia surtió sus efectos. Al día siguiente, cuando nos reunimos en el patio me dijo: –No sigas, creo ya con la fe ingenua con que creía cuando era monaguillo en mi pueblo». En ese momento hay que situar el punto de inflexión religioso de Ledesma.

Villares le recomendó que se confesara con un sacerdote joven también encarcelado, José Ignacio Marín. Villares añade: «Así lo hizo y después noté en él una gran tranquilidad y una seguridad y alegría desconocidas. Le había desaparecido la preocupación religiosa que tanto le atenazaba. No puedo precisar los días que mediaron entre su confesión y la muerte, pero desde luego no fueron muchos. Lo que sí recuerdo perfectamente es que el día en que le sacaron, al ponernos en fila por la tarde para subir a las celdas se colocó detrás del señor Marín y le pidió la absolución».

Villares cuenta que Ledesma terminó dudando de parte de sus convicciones anteriores a la detención. Dudaba por ejemplo de que la ciencia lo fuera todo: «¿De qué le servía la ciencia?, se mortificaba Ramiro. Y ahora ¿qué? ¿A quién llamar, cuál era el que podía auxiliarle en el instante horrendo? ¿Guyot, Heidegger, Hüsserl, Darwin, Einstein? La Ciencia no era todo. No era lo absoluto» y añade: «Hay otra dimensión en lo humano: lo sobrenatural».

Cuando Tomás Borrás se entrevistó treinta años después con el padre Villares, éste le confirmó todo lo que había escrito antes sobre los últimos meses de Ledesma: «Pasaban los días, y lo cierto es que Ramiro no estaba obsesionado más que por el pensamiento religioso» (14) y Borrás añade después del relato de la confesión de Ledesma: «El padre Villares los vio unirse, pasear, apartarse un rincón, hablaba Ramiro, el otro escuchaba. Terminado el recreo se encontraron Ledesma y su amigo Villares. No comentaron la confesión ni se insistió más en el tema religioso. Quien confesó a Ramiro era el Padre don José Ignacio Marín, párroco actual de San Ginés» (15).


Tomás Borrás, obviamente, se entrevistó luego con el padre Martín quien le confirmó todos los extremos ya conocidos, ampliando lo relativo a su propio papel: «Si, yo confesé a Ramiro Ledesma Ramos y le di la absolución. Sucedió así. Una tarde estábamos en el patio. Era ya octubre, al final, exactamente el día 28. Se me acercó un joven a quien yo veía por allí, inseparable de un sacerdote no identificado en la cárcel, el padre Manuel Villares, los dos curas de almas nos conocíamos sin dar a conocer que nos conociéramos. «Padre, deseo que me confieses, si no hay inconveniente». La confesión se realizó en un rincón del patio que Marín utilizaba a modo de confesionario. Le confesó sin conocer ni quién era, ni cuales eran sus opiniones políticas. Antes de terminar la confesión, llamaron a celdas, así que Ledesma preguntó «¿No me das la absolución, padre?», añadiendo «Es que presiento que hoy me van a matar. Por favor». Ante la insistencia de Ledesma, el sacerdote le dio la absolución, recordándole que debía rezar las oraciones establecidas como penitencia y que al día siguiente «seguiremos hablando y estarás más tranquilo». Le colocó la mano sobre la cabeza y le dio la absolución: «Quédate recogido, aunque no me oigas. Concéntrate en ti. Después vete en soledad a rezar y a concentrarte más. No pienses sino en Dios y en su infinita misericordia». Al llegar a su celda, el padre Marín comentó con otro compañero de encierro, Vázquez Dodero la confesión que acababa de realizar y éste le explicó quién era Ledesma: «Es uno de los que no se salvarán de las manos de éstos». Al día siguiente, el 29 de octubre de 1936, Ramiro Ledesma fue asesinado.

No puede haber dudas de que, si fue agnóstico desde su juventud hasta pocos días antes de su muerte, murió, arrepentido, como católico.

NOTAS

1. Cfr. Los «no conformistas» de los años 30, Ernesto Milá, Revista de Historia del Fascismo, nº 21, pág. 4–107.
2. Cfr. Cfr. Ramiro Ledesma visto por el mismo a través de El sello de la muerte, Ernesto Milá, Revista de Historia del Fascismo, nº VII, páginas 32–81.
3. Ramiro Ledesma, El sello de la muerte, edición on line http://es.scribd.com/doc/82964156/El–sello–de–la–muerte–Ramiro–Ledesma, pág. 52.
4. Idem.
5. «Por último, cuando mi imaginación cansada se disponía a cerrar hábilmente los cuadros vistos, apareció, rezagado, pero altivo, sereno y deslumbrante, Federico Nietzsche; en todo su cuerpo estaba escrita una frase: «El hombre es algo que debe ser superado.» Esta frase retumbaba en los cerebros de todos los oyentes como un algo humano y sobrenatural que formara ascuas individualistas o anhelos de perfección; era el filósofo del siglo, se reconocía su potencialidad enorme y su poderosísima influencia espiritual...» (R. Ledesma, El sello de la muerte, op. cit., pág. 37)
6. Op. cit., pág. 46.
7. Op. cit., pag. 3.
8. «Amo al que quiere crear algo superior a él y sucumbe».
9. Imprecación en la hora decisiva, José María Salaverría, La Conquista del Estado, nº 8, 2 de mayo de 1931.
10. Jean–Marie Guyau (1854–1888), filósofo y poeta francés, era discípulo del positivista Compté. Su obra influyó mucho en pensadores del último tercio del siglo XIX en especial en Nietzsche y en Kropotkin. En la obra citada por el padre Villares, Guyau proponía una «religión científica» en la que los dogmas tuvieran una explicación racional, como la «religión laica» de Auguste Compté.
11. La sensación que da el testimonio de Villares es que Ledesma hablaba poco con sus compañeros de encierro y que este era su único interlocutor, junto con Maeztu. Entre conversación y conversación, ambos solían jugar «a barcos» utilizando papel cuadriculado, juego en el que Ledesma demostraba una endiablada habilidad para localizar la ubicación de los «barcos» del adversario. Se sabe, por ejemplo, que muchos derechistas lo rehuían viendo en él a alguien con el que era peligroso relacionarse a causa de su pasado y para no quedar marcados como «fascistas peligrosos» al dirigirle la palabra. Ramiro de Maeztu, en cambio, mantenía animadas conversaciones con él.
12. Las citas del padre Villares están extraídas del artículo La muerte de Ramiro Ledesma Ramos, Manuel Villares, Pbro., revista Juventud, 25 de octubre de 1951, y reproducido como capítulo CXXII de Ramiro Ledesma Ramos, T. Borrás, op. cit., pág. 713–719.
13. Sin embargo, no era miedo lo que manifestaba Ledesma por el hecho de morir. Villares escribe a propósito de esto: «Nunca, sin embargo, oí a Ramiro una palabra que indicara miedo ante aquella situación. Lo sobrellevaba con estoica indiferencia y creo que le daba lo mismo morir que vivir».
14. T. Borrás, op. cit., pág. 757.
15. Idem, pág. 758.