Digámoslo claro desde el primer momento: quien se dice
“identitario”, está obligado, por coherencia, a aceptar el principio monárquico.
Todas las identidades originarias de los pueblos del continente han sido
monárquicas. La etimología de las palabras no miente: la palabra Rey deriva
del latin Rex y, este término, a su vez, procede del védico raj,
al igual que los términos galos rig y rix. La monarquía es,
pues, una institución que se remonta a los orígenes de nuestra cultura.
¿Y cuál es la función del Rey? En el latín, el Rex es “aquel que
dirige”. En el mismo término latino di-rig-ere se encuentra el
significado etimológico: trazar las líneas en las diferentes direcciones”. De la misma raíz indo-europea derivan recht, en el
antiguo irlandés, “derecho, ley”, el término inglés right, “derecho”, recht
en alemán. La función del Rey es dirigir “por el buen camino”, “por el
camino recto”.
Y, en cuanto a los que sienten la vibración patriótica en sus
venas, ¿habrá que recordarles que la mejor historiografía española,
trasladando el análisis de Charles Maurras a nuestro país, sostiene que España
es inconcebible sin la monarquía y sin el catolicismo? Podrá discutirse si
“toda” la historia de España ha estado vinculada al catolicismo (antes de la
conversión de Recaredo, Hispaniae ya tenía unos siglos de existencia, sino como
institución, si como realidad orgánico-geográfica y era vista desde fuera como
una unidad), de la misma forma que en la actualidad puede afirmarse que lo
dicho que la frase pronunciada por Azaña el 13 de octubre de 1931, “España
ha dejado de ser católica”, no era nada más que una muestra de la
intolerancia laicista y masónica de la Segunda República. Es hoy cuando España,
ya no es católica: dejó de serlo en los diez años que median a partir de la
transición. Pero nadie, católico o ateo, dejará de reconocer que los
momentos más gloriosos de nuestra historia, monárquico o republicano, en
efecto, han estado bajo el signo del catolicismo y de la monarquía.
Ser “patriota”, sentirse miembro de una comunidad histórica como
la nuestra, equivale a reconocer los méritos de la monarquía y su protagonismo
en la historia de España. Es significativo, a
este respecto, que la Falange histórica fundada por José Antonio, nunca realizó
ninguna condena de la monarquía. Es más, desde el principio, tanto la Falange
de José Antonio como Ramiro Ledesma, desde La Conquista del Estado,
hasta Nuestra Revolución, fueron apoyados económicamente por sectores
monárquicos y el propio fundador de las JONS dejó escritas algunas frases que
dejaban patente su admiración por el carlismo, mientras el entorno
joseantoniano, incluida su “corte literaria”, estuvieron vinculados a los
medios monárquicos alfonsinos antes y después de la fundación del partido,
hasta el punto de que, en sus primeros pasos Falange podía ser considerada como
una escisión del alfonsinismo. La frase de José Antonio sobre “la monarquía
gloriosamente fenecida”, que frecuentemente, se ha presentado como hostil a
la monarquía, es, en realidad, y a poco que se contextualiza, justamente lo
contrario. De hecho, el discurso del Teatro de la Comedia fue reproducido en Acción
Española, revista monárquica en la que colaboraban Ramiro y José Antonio,
con el título de “Una bandera que se alza”, recogiendo en el número
siguiente el comentario de un doctrinario tradicionalista en el que recodaba
que “la bandera que se alza, ya estaba alzada, era la tradicionalista”,
pues, no en vano, aquel discurso podía ser suscrito en todos sus términos por
un monárquico tradicionalista”.
Sin duda el punto de contacto entre la Falange originaria y el
tradicionalismo era su común condena al liberalismo y a todo lo que
representaba. No olvidemos que la lucha dinástica
que dio origen a la escisión entre las dos ramas del monarquismo español, fue
la actitud ante el liberalismo. Tibieza de unos y luego aceptación y oposición
cerrada de otros que luego fue compartida por los falangistas.
En cuanto a los que nos situamos en la órbita de la Tradición
según fue redefinida por Julius Evola y René Guénon en la primera mitad del
siglo XX, aquí no puede haber equívoco alguno: quien asume esta carga
ideológica, asume explícitamente la idea monárquica. Guénon, remiso a definirse en términos políticos, contornea la
cuestión, pero en su libro Autoridad Espiritual y Poder Temporal, lo que
está definiendo es, justamente, los principios inmemoriales de la monarquía.
Evola, por su parte, no tuvo inconveniente en colaborar en los años de la
postguerra con el partido monárquico y escribir en varias revistas y diarios
monárquicos italianos. A pesar de que mostrara su oposición a la actuación de
Víctor Manuel III, siempre insistió en que no debe confundir a la función con
la persona que la asume.
* * *
Después de establecer esto, valdrá la pena examinar tres aspectos:
1) Que supone ser hoy monárquico y en qué es superior la monarquía a la
república, 2) Que tipo de monarquía propone el tradicionalismo español y 3)
Cómo puede adaptarse este modelo monárquico a la realidad política actual.
La primera cuestión ha quedado, en parte, respondida en la
introducción anterior: ser monárquico supone ser fiel a la identidad
española y, por tanto, el reconocimiento de que la monarquía ha estado vinculado
a los mejores momentos de nuestra historia (de la misma forma, que equivale a
decir que la república ha estado, igualmente, vinculada a los peores momentos
de nuestro devenir). Podemos añadir que, el simple repaso a lo que ha sido
nuestra historia, demuestra la superioridad de la fórmula monárquica sobre la
republicana. Vaya por delante que, hoy existe cierta confusión: España es, oficialmente,
una “monarquía constitucional”, pero en la práctica es una “república coronada”.
La superioridad de la monarquía sobre la república estriba en que
el Rey está por encima de los partidos, de todos los partidos. Ha sido educado para realizar el cumplimiento del destino
nacional y para salvaguardar los intereses del reino y de cada uno de sus
miembros. No puede representar a una parte: representa al Todo y, en ese
todo, se incluyen los principios y los ejes que dan sentido a la existencia de
una Nación. Un Rey debe ser educado para el ejercicio de su función. Tiene
todos los derechos y, a cambio, le corresponden todas las obligaciones.
No se pide a un Rey que resuelva los problemas prácticos de cada
día: para eso están los ministros. Por tanto, un Rey digno de tal nombre
debe tener el derecho y la potestad de elegir a sus ministros, convocar
elecciones cuando la situación lo requiera, disolver parlamentos y negarse a
firmar leyes injustas. De lo contrario, no es Rey, es una mera figura
decorativa y el sistema de gobierno que representa es una “república coronada”
en la que las cúpulas de los partidos hacen y deshacen a su antojo.
La república, por el contrario, es -y en los tiempos modernos
solamente puede concebirse así- el “reino de los partidos políticos”: estos, a
pesar de representar a exiguas minorías, con muy bajos niveles de afiliación, habiendo
causado décadas de latrocinios, desgobierno, centrifugación, empobrecimiento y corrupción,
hoy dirigidos por oligarquías sin principios, se arrogan la única forma de
representatividad. En una república y en una “monarquía constitucional”, no
hay nada por encima de los partidos, estos imponen las reglas de juego, los
repartos de poder; los recientes hechos que han tenido lugar en la política
española en torno a la elección de miembros de la cúpula del poder judicial,
demuestran que la “división de poderes” y la teoría de los “pesos y contrapesos”,
es agua pasada porque, todos los que aceptan las reglas del juego tienen como
único principio hacerse con una parcela, lo más amplia posible, de poder. La
corrupción política y la adaptación de las reglas jurídicas para impedir el
castigo (el famosos “sistema garantista” que no está hecho para los robagallinas,
sino para “garantizar” la impunidad de la clase política), son la
características de las repúblicas modernas y, como no podía ser de otra forma,
de las “repúblicas coronadas”. Quien dice “república”, está diciendo “partidos”
y quien dice “partidos”, dice “partes”, fracciones del “todo”, mientras que la
Monarquía es la consideración de la Nación y de la Sociedad como un “todo”, por
encima de las partes. No se puede gobernar al “todo”, desde “la parte”. Para crear
un sistema justo es preciso que la cúpula no esté sometida a ningún partido, ni
interés de parte.
La gran mentira de las repúblicas modernas -al estilo de la
italiana o de la alemana- consiste en afirmar que el Presidente del Estado está
“por encima” de los partidos, cuando él mismo ha sido elegido y promocionado
por este o aquel otro partido. Y en lo que se refiere a las “repúblicas
presidencialistas”, como la Francesa, la elección cada cinco años de un
presidente imposibilita la creación de líneas políticas que se prolonguen en el
tiempo y, por tanto, de proyectos que se desarrollen a largo plazo: cada
presidente impone su criterio y su línea y eso explica, por ejemplo, que la política
internacional francesa haya oscilado en 60 años desde el nacionalismo
gaullista, con su neutralismo y sus reservas hacia la OTAN y hacia los EEUU, a
un globalismo occidentalista con Macron, pasando por distintas etapas
intermedias, desde el histrionismo estéril de Mitterand, hasta el europeísmo liberal
de Giscard o el postgaullismo de Chirac aun con vocación de independizarse de
la tutela norteamericana, para acabar en los tres últimos, Sarkozy, Hollande y
Macron, que han resituado la política francesa -y, por extensión, europea- en
la órbita del neoliberalismo y el occidentalismo. Un país precisa políticas
claras y homogéneas, o de lo contrario, si estas son oscilantes y
contradictorias, perderá credibilidad internacional. Allí donde la política
está regida por partidos, no se mueve en dirección al interés nacional, sino en
interés de la clase dirigente del partido que ocupa el gobierno. Siempre ha
sido así y siempre seguirá siéndolo.
En la monarquía todo esto queda lejos. El interés nacional y la
defensa efectiva de la sociedad es lo que ocupa la mente del soberano. Si un
gobierno se muestra incapaz de afrontar una situación, el Rey debe tener la
potestad de destituirlo y nombrar al equipo que mejor esté preparado para
resolver la crisis. Si unas elecciones (que, en el fondo, no son más que una
fotografía puntual del estado de ánimo del electorado y que puede estar
condicionado por muchos factores subjetivos) pueden llevar a los escaños del
parlamento a irresponsables e incapaces y las leyes que salen del mismo, son
verdaderas chapuzas, el Rey debe tener el derecho de vetar esas leyes y de
disolver el parlamento. Y que no se diga que la “cámara alta”, el Senado, figura
en nuestra constitución para dar marcha atrás o mejorar leyes injustas o
imperfectas surgidas de la “cámara baja”: con demasiada frecuencia, el partido
que tiene mayoría en el congreso de los diputados, la tiene también en el
senado y ya se sabe que, tanto en uno como en otra institución, la práctica
habitual consiste en votar a toque de pito del jefe del grupo parlamentario correspondiente.
Los análisis del tradicionalismo español siempre han ido en esa
dirección y, por tanto, el tipo de monarquía que proponen está implícito en el
principio: “un Rey que reine”. Reinar es algo más que ser una figura
decorativa y sin poder real. Un Rey sin poder “real”, no es tal, pasa a ser un
símbolo sin contenido alguno. Allí donde hay una “monarquía constitucional”,
hay un Rey con los poderes disminuidos o, simplemente, sin poder alguno, más
hará del simbólico y protocolario.
El viejo carlismo, desde su origen, propone un Rey que esté por
encima de los partidos, que no se someta a ellos, que, por encima suyo,
solamente tenga a Dios, a la Patria y a los Fueros. Es significativo que en el
lema del tradicionalismo más difundido: “Dios, Patria, Rey”. El Rey ocupa el
tercer lugar, por detrás de la Patria. El motivo está claro: el Rey sirve a la
Patria.
Estas consideraciones podrían ser admitidas por cualquier monárquico
consecuente y que no haya sido contaminado con las “delicias” del liberalismo.
Pero hay algo suplementario que distingue a la concepción del viejo carlismo: a
la pregunta de “¿quién debe ser Rey?”, contestan: el representante de la
dinastía “legítima”. El tema de la “legitimidad” es importante y no deja lugar
a dudas: como en la concepción tradicional de la familia, siempre está claro
quién es el cabeza de familia y cuáles son sus obligaciones, así como la línea
de transmisión cuando él falte: el hijo mayor. Otro tanto ocurre con la
monarquía. Una saga, cuyos herederos han sido educados para la función real,
conscientes de la misma, que saben quién es, en cada generación, el primus
inter pares. El respeto a la tradición implica necesariamente un
respeto a la legitimidad.
Este elemento ha sido conservado por el viejo carlismo que, en el
último tercio del siglo XX se vio desgarrado por la actitud de Carlos Hugo de
Borbón-Parma, el cual, teniendo la “legitimidad de origen”, adoptó una
línea contraria a los principios de la tradición y del carlismo, sin duda por
influencia de la familia real holandesa, con una de cuyas representantes se
había casado. Esta desviación llegó a extremos grotescos asumiendo todos los
principios a los que históricamente había combatido el carlismo y entregándose
incondicionalmente a la “oposición democrática”. Perdió así la “legitimidad
de ejercicio”, la que otorga la lealtad a los principios y valores de los que
es depositario. Es significativo que su hermano, Sixto-Enrique, no lo
reemplazara con el título de “aspirante a la corona de España”, sino con “regente
de la Comunión Tradicionalista y abanderado de la tradición”. Estas dos formas
de legitimidad, “de origen” y “de ejercicio”, constituyen los dos pilares del
viejo carlismo y, por lo demás, están presentes en cualquier concepción
monárquica: no basta con que la sangre y la educación otorguen la realeza,
es preciso también que confirme cada día la lealtad a los principios de la
tradición en el propio ejercicio de su función.
Reconocemos que la cuestión de la legitimidad es un tema espinoso
y que fue el origen de abundantes polémicas en muchos países europeos a lo
largo del siglo XIX, hasta el punto de que el ideal monárquico se fue
desgastando y secando hasta la llegada de Charles Maurras que, huyendo de los
pleitos monárquicos, actualizó en el filo del siglo XIX con el XX, la doctrina
monárquica. Sus principios influyeron en todos los doctrinarios monárquicos europeos
en el primer tercio del siglo XX y, concretamente en España, donde los “maurrasianos”
de las distintas corrientes monárquicas, se encontraron y colaboraron en las
páginas de la revista Acción Española.
En la actualidad, el agotamiento de la partidocracia, la evidencia
de que el neoliberalismo acelera las desigualdades, las pérdidas de identidad
de los pueblos, el descrédito del capitalismo salvaje y los niveles de
corrupción generados por las clases políticas, ha generado un callejón sin
salida político: más allá de la partidocracia actual solamente se encuentra
la sociedad de pesadilla descrita con caracteres rosáceos en Un mundo feliz
de Huxley (encarnada en los principios de la seudo-religión transhumanista)
y con un tono mucho más dramático en 1984 de Orwell (cuyo sombra se
proyecta mundialmente tanto desde los regímenes tecnoburocráticos occidentales
como en el comunismo chino, síntesis de lo peor del capitalismo y del marxismo).
No hay nada más allá de la partidocracia. Más lejos sólo está el abismo
y/o el vacío.
Y, nos preguntamos si, más allá del descrédito que algunos
representantes del ideal monárquico hayan podido arrojar sobre la institución, lo
oportuno sería reconstruir nuevos liderazgos y nuevas estructuras de poder,
inspirados en principios que durante siglos sino milenios, fueron los propios
de la vieja Europa. La trampa de la subversión moderna, precisamente, ha
consistido en negar la validez de una institución por la incapacidad manifiesta
de algunos de sus titulares. Cuando, en realidad, todo es una cuestión de
principios: la incapacidad del titular de una institución no arrastra necesariamente
sobre el lodo a esa institución, salvo que sus principios sean erróneos. La
condena de las instituciones republicanas y demoliberales no deriva de la reiterada
incapacidad de sus representantes para afrontar los problemas de sus pueblos,
sino por el hecho de que la institución se basa en principios erróneos:
igualitarismo cuantitativo, ruptura con la tradición, inorganicidad de sus
estructuras de gobierno, sometimiento a las leyes del capital y primacía de lo
económico sobre lo político, fragmentación del poder, negación de cualquier
sistema de jerarquías que no esté basado en lo económico, etc.
Es precisamente el fracaso de este modelo el que casi obliga, a la
hora de buscar alternativas, a mirar hacia el modelo monárquico. Habrá qué
convenir que, cuando se está ante un abismo, es preciso mirar hacia atrás y
romper con el sendero que nos ha llevado hasta ese punto.
Va a hacer falta un “poder fuerte”
para superar lo que la reciente conferencia del Grupo de Davos ha definido como
“policrisis” (y que Guillaume Faye, ya percibió hace treinta años en su
concepto de “convergencia de catástrofes”). Las nuevas élites surgirán entre la
crisis, si es que todavía queda algo del genio de Europa. Estamos esperando
nuevos liderazgos, nuevos guías para un momento nuevo de civilización, para los
tiempos de crisis que tenemos encima. Porque éste es el momento para
replantearlo todo y restaurar aquello que se perdió entre fantasías de progreso
y afanes de lucro. Si alguien cree que el ideal monárquico es “cosa del pasado”
se equivoca: es tan del pasado como del futuro.
PRÓXIMAS ENTREGAS:
- INTRODUCCIÓN: LAS SOLUCIONES DEL VIEJO CARLISMO
- EL CASO DE LAS AUTONOMIAS EN COMPARACIÓN CON LOS FUEROS
- EL REY QUE REINA Y GOBIERNA FRENTE AL REY QUE NI REINA NI GOBIERNA
- LA ESTRUCTURA ORGÁNICA FRENTE A LA PARTIDOCRACIA
- LO ABSOLUTO EN EL TIEMPO DE LA CRISIS DE LA IGLESIA
- EL DERECHO A LA REBELIÓN ANTE EL PODER INJUSTO
- LA PATRIA EN EL TIEMPO DE LOS GRANDES BLOQUES GEOPOLÍTICOS