viernes, 20 de enero de 2023

Las soluciones del Viejo Carlismo (III de VII) - EL REY QUE REINA Y GOBIERNA FRENTE AL REY DECORATIVO

Digámoslo claro desde el primer momento: quien se dice “identitario”, está obligado, por coherencia, a aceptar el principio monárquico. Todas las identidades originarias de los pueblos del continente han sido monárquicas. La etimología de las palabras no miente: la palabra Rey deriva del latin Rex y, este término, a su vez, procede del védico raj, al igual que los términos galos rig y rix. La monarquía es, pues, una institución que se remonta a los orígenes de nuestra cultura.

¿Y cuál es la función del Rey? En el latín, el Rex es “aquel que dirige”. En el mismo término latino di-rig-ere se encuentra el significado etimológico: trazar las líneas en las diferentes direcciones”. De la misma raíz indo-europea derivan recht, en el antiguo irlandés, “derecho, ley”, el término inglés right, “derecho”, recht en alemán. La función del Rey es dirigir “por el buen camino”, “por el camino recto”.

Y, en cuanto a los que sienten la vibración patriótica en sus venas, ¿habrá que recordarles que la mejor historiografía española, trasladando el análisis de Charles Maurras a nuestro país, sostiene que España es inconcebible sin la monarquía y sin el catolicismo? Podrá discutirse si “toda” la historia de España ha estado vinculada al catolicismo (antes de la conversión de Recaredo, Hispaniae ya tenía unos siglos de existencia, sino como institución, si como realidad orgánico-geográfica y era vista desde fuera como una unidad), de la misma forma que en la actualidad puede afirmarse que lo dicho que la frase pronunciada por Azaña el 13 de octubre de 1931, “España ha dejado de ser católica”, no era nada más que una muestra de la intolerancia laicista y masónica de la Segunda República. Es hoy cuando España, ya no es católica: dejó de serlo en los diez años que median a partir de la transición. Pero nadie, católico o ateo, dejará de reconocer que los momentos más gloriosos de nuestra historia, monárquico o republicano, en efecto, han estado bajo el signo del catolicismo y de la monarquía.

Ser “patriota”, sentirse miembro de una comunidad histórica como la nuestra, equivale a reconocer los méritos de la monarquía y su protagonismo en la historia de España. Es significativo, a este respecto, que la Falange histórica fundada por José Antonio, nunca realizó ninguna condena de la monarquía. Es más, desde el principio, tanto la Falange de José Antonio como Ramiro Ledesma, desde La Conquista del Estado, hasta Nuestra Revolución, fueron apoyados económicamente por sectores monárquicos y el propio fundador de las JONS dejó escritas algunas frases que dejaban patente su admiración por el carlismo, mientras el entorno joseantoniano, incluida su “corte literaria”, estuvieron vinculados a los medios monárquicos alfonsinos antes y después de la fundación del partido, hasta el punto de que, en sus primeros pasos Falange podía ser considerada como una escisión del alfonsinismo. La frase de José Antonio sobre “la monarquía gloriosamente fenecida”, que frecuentemente, se ha presentado como hostil a la monarquía, es, en realidad, y a poco que se contextualiza, justamente lo contrario. De hecho, el discurso del Teatro de la Comedia fue reproducido en Acción Española, revista monárquica en la que colaboraban Ramiro y José Antonio, con el título de “Una bandera que se alza”, recogiendo en el número siguiente el comentario de un doctrinario tradicionalista en el que recodaba que “la bandera que se alza, ya estaba alzada, era la tradicionalista”, pues, no en vano, aquel discurso podía ser suscrito en todos sus términos por un monárquico tradicionalista”.

Sin duda el punto de contacto entre la Falange originaria y el tradicionalismo era su común condena al liberalismo y a todo lo que representaba. No olvidemos que la lucha dinástica que dio origen a la escisión entre las dos ramas del monarquismo español, fue la actitud ante el liberalismo. Tibieza de unos y luego aceptación y oposición cerrada de otros que luego fue compartida por los falangistas.

En cuanto a los que nos situamos en la órbita de la Tradición según fue redefinida por Julius Evola y René Guénon en la primera mitad del siglo XX, aquí no puede haber equívoco alguno: quien asume esta carga ideológica, asume explícitamente la idea monárquica. Guénon, remiso a definirse en términos políticos, contornea la cuestión, pero en su libro Autoridad Espiritual y Poder Temporal, lo que está definiendo es, justamente, los principios inmemoriales de la monarquía. Evola, por su parte, no tuvo inconveniente en colaborar en los años de la postguerra con el partido monárquico y escribir en varias revistas y diarios monárquicos italianos. A pesar de que mostrara su oposición a la actuación de Víctor Manuel III, siempre insistió en que no debe confundir a la función con la persona que la asume.

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Después de establecer esto, valdrá la pena examinar tres aspectos: 1) Que supone ser hoy monárquico y en qué es superior la monarquía a la república, 2) Que tipo de monarquía propone el tradicionalismo español y 3) Cómo puede adaptarse este modelo monárquico a la realidad política actual.

La primera cuestión ha quedado, en parte, respondida en la introducción anterior: ser monárquico supone ser fiel a la identidad española y, por tanto, el reconocimiento de que la monarquía ha estado vinculado a los mejores momentos de nuestra historia (de la misma forma, que equivale a decir que la república ha estado, igualmente, vinculada a los peores momentos de nuestro devenir). Podemos añadir que, el simple repaso a lo que ha sido nuestra historia, demuestra la superioridad de la fórmula monárquica sobre la republicana. Vaya por delante que, hoy existe cierta confusión: España es, oficialmente, una “monarquía constitucional”, pero en la práctica es una “república coronada”.

La superioridad de la monarquía sobre la república estriba en que el Rey está por encima de los partidos, de todos los partidos. Ha sido educado para realizar el cumplimiento del destino nacional y para salvaguardar los intereses del reino y de cada uno de sus miembros. No puede representar a una parte: representa al Todo y, en ese todo, se incluyen los principios y los ejes que dan sentido a la existencia de una Nación. Un Rey debe ser educado para el ejercicio de su función. Tiene todos los derechos y, a cambio, le corresponden todas las obligaciones.

No se pide a un Rey que resuelva los problemas prácticos de cada día: para eso están los ministros. Por tanto, un Rey digno de tal nombre debe tener el derecho y la potestad de elegir a sus ministros, convocar elecciones cuando la situación lo requiera, disolver parlamentos y negarse a firmar leyes injustas. De lo contrario, no es Rey, es una mera figura decorativa y el sistema de gobierno que representa es una “república coronada” en la que las cúpulas de los partidos hacen y deshacen a su antojo.

La república, por el contrario, es -y en los tiempos modernos solamente puede concebirse así- el “reino de los partidos políticos”: estos, a pesar de representar a exiguas minorías, con muy bajos niveles de afiliación, habiendo causado décadas de latrocinios, desgobierno, centrifugación, empobrecimiento y corrupción, hoy dirigidos por oligarquías sin principios, se arrogan la única forma de representatividad. En una república y en una “monarquía constitucional”, no hay nada por encima de los partidos, estos imponen las reglas de juego, los repartos de poder; los recientes hechos que han tenido lugar en la política española en torno a la elección de miembros de la cúpula del poder judicial, demuestran que la “división de poderes” y la teoría de los “pesos y contrapesos”, es agua pasada porque, todos los que aceptan las reglas del juego tienen como único principio hacerse con una parcela, lo más amplia posible, de poder. La corrupción política y la adaptación de las reglas jurídicas para impedir el castigo (el famosos “sistema garantista” que no está hecho para los robagallinas, sino para “garantizar” la impunidad de la clase política), son la características de las repúblicas modernas y, como no podía ser de otra forma, de las “repúblicas coronadas”. Quien dice “república”, está diciendo “partidos” y quien dice “partidos”, dice “partes”, fracciones del “todo”, mientras que la Monarquía es la consideración de la Nación y de la Sociedad como un “todo”, por encima de las partes. No se puede gobernar al “todo”, desde “la parte”. Para crear un sistema justo es preciso que la cúpula no esté sometida a ningún partido, ni interés de parte.

La gran mentira de las repúblicas modernas -al estilo de la italiana o de la alemana- consiste en afirmar que el Presidente del Estado está “por encima” de los partidos, cuando él mismo ha sido elegido y promocionado por este o aquel otro partido. Y en lo que se refiere a las “repúblicas presidencialistas”, como la Francesa, la elección cada cinco años de un presidente imposibilita la creación de líneas políticas que se prolonguen en el tiempo y, por tanto, de proyectos que se desarrollen a largo plazo: cada presidente impone su criterio y su línea y eso explica, por ejemplo, que la política internacional francesa haya oscilado en 60 años desde el nacionalismo gaullista, con su neutralismo y sus reservas hacia la OTAN y hacia los EEUU, a un globalismo occidentalista con Macron, pasando por distintas etapas intermedias, desde el histrionismo estéril de Mitterand, hasta el europeísmo liberal de Giscard o el postgaullismo de Chirac aun con vocación de independizarse de la tutela norteamericana, para acabar en los tres últimos, Sarkozy, Hollande y Macron, que han resituado la política francesa -y, por extensión, europea- en la órbita del neoliberalismo y el occidentalismo. Un país precisa políticas claras y homogéneas, o de lo contrario, si estas son oscilantes y contradictorias, perderá credibilidad internacional. Allí donde la política está regida por partidos, no se mueve en dirección al interés nacional, sino en interés de la clase dirigente del partido que ocupa el gobierno. Siempre ha sido así y siempre seguirá siéndolo.

En la monarquía todo esto queda lejos. El interés nacional y la defensa efectiva de la sociedad es lo que ocupa la mente del soberano. Si un gobierno se muestra incapaz de afrontar una situación, el Rey debe tener la potestad de destituirlo y nombrar al equipo que mejor esté preparado para resolver la crisis. Si unas elecciones (que, en el fondo, no son más que una fotografía puntual del estado de ánimo del electorado y que puede estar condicionado por muchos factores subjetivos) pueden llevar a los escaños del parlamento a irresponsables e incapaces y las leyes que salen del mismo, son verdaderas chapuzas, el Rey debe tener el derecho de vetar esas leyes y de disolver el parlamento. Y que no se diga que la “cámara alta”, el Senado, figura en nuestra constitución para dar marcha atrás o mejorar leyes injustas o imperfectas surgidas de la “cámara baja”: con demasiada frecuencia, el partido que tiene mayoría en el congreso de los diputados, la tiene también en el senado y ya se sabe que, tanto en uno como en otra institución, la práctica habitual consiste en votar a toque de pito del jefe del grupo parlamentario correspondiente.

Los análisis del tradicionalismo español siempre han ido en esa dirección y, por tanto, el tipo de monarquía que proponen está implícito en el principio: “un Rey que reine”. Reinar es algo más que ser una figura decorativa y sin poder real. Un Rey sin poder “real”, no es tal, pasa a ser un símbolo sin contenido alguno. Allí donde hay una “monarquía constitucional”, hay un Rey con los poderes disminuidos o, simplemente, sin poder alguno, más hará del simbólico y protocolario.

El viejo carlismo, desde su origen, propone un Rey que esté por encima de los partidos, que no se someta a ellos, que, por encima suyo, solamente tenga a Dios, a la Patria y a los Fueros. Es significativo que en el lema del tradicionalismo más difundido: “Dios, Patria, Rey”. El Rey ocupa el tercer lugar, por detrás de la Patria. El motivo está claro: el Rey sirve a la Patria.

Estas consideraciones podrían ser admitidas por cualquier monárquico consecuente y que no haya sido contaminado con las “delicias” del liberalismo. Pero hay algo suplementario que distingue a la concepción del viejo carlismo: a la pregunta de “¿quién debe ser Rey?”, contestan: el representante de la dinastía “legítima”. El tema de la “legitimidad” es importante y no deja lugar a dudas: como en la concepción tradicional de la familia, siempre está claro quién es el cabeza de familia y cuáles son sus obligaciones, así como la línea de transmisión cuando él falte: el hijo mayor. Otro tanto ocurre con la monarquía. Una saga, cuyos herederos han sido educados para la función real, conscientes de la misma, que saben quién es, en cada generación, el primus inter pares. El respeto a la tradición implica necesariamente un respeto a la legitimidad.

Este elemento ha sido conservado por el viejo carlismo que, en el último tercio del siglo XX se vio desgarrado por la actitud de Carlos Hugo de Borbón-Parma, el cual, teniendo la “legitimidad de origen”, adoptó una línea contraria a los principios de la tradición y del carlismo, sin duda por influencia de la familia real holandesa, con una de cuyas representantes se había casado. Esta desviación llegó a extremos grotescos asumiendo todos los principios a los que históricamente había combatido el carlismo y entregándose incondicionalmente a la “oposición democrática”. Perdió así la “legitimidad de ejercicio”, la que otorga la lealtad a los principios y valores de los que es depositario. Es significativo que su hermano, Sixto-Enrique, no lo reemplazara con el título de “aspirante a la corona de España”, sino con “regente de la Comunión Tradicionalista y abanderado de la tradición”. Estas dos formas de legitimidad, “de origen” y “de ejercicio”, constituyen los dos pilares del viejo carlismo y, por lo demás, están presentes en cualquier concepción monárquica: no basta con que la sangre y la educación otorguen la realeza, es preciso también que confirme cada día la lealtad a los principios de la tradición en el propio ejercicio de su función.

Reconocemos que la cuestión de la legitimidad es un tema espinoso y que fue el origen de abundantes polémicas en muchos países europeos a lo largo del siglo XIX, hasta el punto de que el ideal monárquico se fue desgastando y secando hasta la llegada de Charles Maurras que, huyendo de los pleitos monárquicos, actualizó en el filo del siglo XIX con el XX, la doctrina monárquica. Sus principios influyeron en todos los doctrinarios monárquicos europeos en el primer tercio del siglo XX y, concretamente en España, donde los “maurrasianos” de las distintas corrientes monárquicas, se encontraron y colaboraron en las páginas de la revista Acción Española.

En la actualidad, el agotamiento de la partidocracia, la evidencia de que el neoliberalismo acelera las desigualdades, las pérdidas de identidad de los pueblos, el descrédito del capitalismo salvaje y los niveles de corrupción generados por las clases políticas, ha generado un callejón sin salida político: más allá de la partidocracia actual solamente se encuentra la sociedad de pesadilla descrita con caracteres rosáceos en Un mundo feliz de Huxley (encarnada en los principios de la seudo-religión transhumanista) y con un tono mucho más dramático en 1984 de Orwell (cuyo sombra se proyecta mundialmente tanto desde los regímenes tecnoburocráticos occidentales como en el comunismo chino, síntesis de lo peor del capitalismo y del marxismo). No hay nada más allá de la partidocracia. Más lejos sólo está el abismo y/o el vacío.

Y, nos preguntamos si, más allá del descrédito que algunos representantes del ideal monárquico hayan podido arrojar sobre la institución, lo oportuno sería reconstruir nuevos liderazgos y nuevas estructuras de poder, inspirados en principios que durante siglos sino milenios, fueron los propios de la vieja Europa. La trampa de la subversión moderna, precisamente, ha consistido en negar la validez de una institución por la incapacidad manifiesta de algunos de sus titulares. Cuando, en realidad, todo es una cuestión de principios: la incapacidad del titular de una institución no arrastra necesariamente sobre el lodo a esa institución, salvo que sus principios sean erróneos. La condena de las instituciones republicanas y demoliberales no deriva de la reiterada incapacidad de sus representantes para afrontar los problemas de sus pueblos, sino por el hecho de que la institución se basa en principios erróneos: igualitarismo cuantitativo, ruptura con la tradición, inorganicidad de sus estructuras de gobierno, sometimiento a las leyes del capital y primacía de lo económico sobre lo político, fragmentación del poder, negación de cualquier sistema de jerarquías que no esté basado en lo económico, etc.

Es precisamente el fracaso de este modelo el que casi obliga, a la hora de buscar alternativas, a mirar hacia el modelo monárquico. Habrá qué convenir que, cuando se está ante un abismo, es preciso mirar hacia atrás y romper con el sendero que nos ha llevado hasta ese punto.

Va a hacer falta un “poder fuerte” para superar lo que la reciente conferencia del Grupo de Davos ha definido como “policrisis” (y que Guillaume Faye, ya percibió hace treinta años en su concepto de “convergencia de catástrofes”). Las nuevas élites surgirán entre la crisis, si es que todavía queda algo del genio de Europa. Estamos esperando nuevos liderazgos, nuevos guías para un momento nuevo de civilización, para los tiempos de crisis que tenemos encima. Porque éste es el momento para replantearlo todo y restaurar aquello que se perdió entre fantasías de progreso y afanes de lucro. Si alguien cree que el ideal monárquico es “cosa del pasado” se equivoca: es tan del pasado como del futuro.

 

PRÓXIMAS ENTREGAS:

- INTRODUCCIÓN: LAS SOLUCIONES DEL VIEJO CARLISMO

- EL CASO DE LAS AUTONOMIAS EN COMPARACIÓN CON LOS FUEROS

- EL REY QUE REINA Y GOBIERNA FRENTE AL REY QUE NI REINA NI GOBIERNA

- LA ESTRUCTURA ORGÁNICA FRENTE A LA PARTIDOCRACIA

- LO ABSOLUTO EN EL TIEMPO DE LA CRISIS DE LA IGLESIA

- EL DERECHO A LA REBELIÓN ANTE EL PODER INJUSTO

- LA PATRIA EN EL TIEMPO DE LOS GRANDES BLOQUES GEOPOLÍTICOS