En los tiempos que corren hay que rendir tributo a la coherencia. La muerte de Benedicto XVI supone la desaparición de un hombre coherente. Coherente y erudito. Un sabio, como los de la antigüedad que amaban ampliarlos para transmitirlos a otros. El hecho de que fuera un Papa odiado por la progresía, atacado por errores cometidos por otros, o que, en su adolescencia defendiera a su patria de los bombardeos de la aviación norteamericana, nos hicieron sentir próximos a él, incluso a muchos que habíamos perdido la fe desde hacía décadas. Benedicto XVI era un hombre que siempre cumplió con su deber, aunque su deber y su vocación discurrieran por diferentes caminos. Con razón, la mejor biografía que se le ha consagrado se titula: “El hombre que no quiso ser papa”. Recientemente, me topé de nuevo con él y leí algunas de sus líneas, cuando le dediqué unas horas a la “Escuela de Frankfurt”. El último representante vivo de este grupo, Jürgen Habermas, se entrevistó con el Cardenal Ratzinger, antes de su pontificado. El texto de las dos posiciones se encuentra en un volumen en el que se percibe la talla intelectual del futuro Benedicto XVI. Accedió a la entrevista con Habermas como testimonio de su combate contra el “relativismo”, el rasgo que la Escuela de Frankfurt traslado a la postmodernidad. El “PanzerKardinal”, como le llamaba la prensa progre, era un hombre dialogante, tan dialogante como firme en sus principios. Faltan líderes de esta talla y es por eso que hemos querido rendir un homenaje al que, en rigor, podemos calificar como “el último Papa”, traduciendo y ofreciendo a nuestros amigos, la traducción de las páginas 20-29 publicadas en la revista católica francesa Valeurs Actuelles del 5 de enero de 2023 y el editorial de la misma (págs. 16-16) consagrado a Joseph Ratzinger, Benedicto XVI. Que su ejemplo cunda entre católicos y no católicos.
Editorial: Benedicto
XVI, vuelto al Señor
El Papa emérito, llamado a Dios el pasado sábado, ha marcado a la
Iglesia tanto por su humildad como por la fuerza de su enseñanza. Su
orientación a Dios ha sido la clave de su pontificado y el hilo rojo de su
vida. Sin duda, los frutos de la generación de Benedicto XVI seguirán brotando.
Por el Padre Danziec
Su cabello era de un blanco inmaculado, tenía la mirada de un niño
y la fe pura de un primer comulgante. Sus ojos claros brillaban con
benevolencia y su dulzura nos incitaba a seguirlo. Su asombrosa amabilidad se
había apoderado de pequeños y poderosos cuando su delicadeza fue reconocida más
allá de los pasillos del Vaticano.
Su prodigiosa erudición pudo haber intimidado a sus
interlocutores, pero, al contrario, supo ponerla a su servicio. Como la ofrenda
compartida de un nardo precioso. A la hora del retiro y del merecido descanso,
él, amante del silencio y de las bibliotecas, había llevado el peso de suceder
a un Papa de mil viajes, experto en captar los focos de las cámaras. Había
aceptado liderar los destinos del catolicismo y luego sorprendió al mundo con
su renuncia. Dedicándose a la discreción, al estudio y a la oración, ofreció
una última lección: se puede poseer todo y devolverlo todo. Hasta que se
desvanece. Así fue Benedicto XVI.
La providencia había yuxtapuesto su vida con la intensidad de la
de la Iglesia. Desde el Concilio Vaticano II, vivido como un joven teólogo
experto, había diagnosticado rápidamente el alcance de una separación interna,
entre rupturas y continuidades. A principios de la década de 1980, respondiendo
a la insistencia de Juan Pablo II, asumió la presidencia de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, aquella que custodia y protege los dogmas. Buscó la
paz doctrinal, viendo en ella la garantía constitutiva del orden eclesial. En
1983, en Lyon y París, desautorizó el catecismo no estructurado promovido por
el episcopado francés. En 1984, llamó al orden a la “teología de la liberación”,
por sus inspiraciones abiertamente marxistas.
Para evitar la afirmación relativista que consiste en decir que
todas las religiones son iguales, trató de definir los contornos del encuentro
interreligioso de Asís en 1986: “Una cosa es 'orar juntos', otra 'estar juntos
para orar”", explicó.
Con motivo del gran jubileo del año 2000, tomó la iniciativa de un
gran documento sobre Cristo, único salvador de los hombres: Dominus Iesus.
Incansablemente, como fiel servidor, se esforzó por recordar, y si es necesario
defender, la enseñanza inmutable de la Iglesia de Cristo.
Era Ratzinger.
Los mismos que fustigan los estereotipos raciales no dudaron en
caricaturizarlo como un “Kardinal panzer”. Su voz, sin embargo, era fina
y su temperamento, tímido y reservado, lo inducía a la moderación. En su
germanidad, había sacado lo mejor de los demás: disfrutaba de la cerveza y se
relajaba tocando Mozart al piano.
Cuando fue elegido, muchos observadores dudaron de su capacidad
para despertar entusiasmo, y al escucharlo, los bautizados, aún aturdidos por
el extraordinario pontificado de Juan Pablo II, se aburrirían frente a este
Papa alemán. Los católicos de todo el mundo huirían de este pontífice
conservador. Ocurrió exactamente lo contrario. El padre Guy Gilbert, el famoso
sacerdote de la banlieu, tras una entrevista:
“Íbamos a ver a Juan Pablo II, pero se iba a escuchar a Benedicto
XVI”. Todo está ahí. Juan Pablo II peregrinó por
todo el universo haciendo flotar su blanca sotana en los cinco continentes.
Benedicto XVI hizo peregrinar a las inteligencias mediante la difusión de su pensamiento
luminoso a los cuatro rincones del mundo.
Primer pontífice de la era de Facebook y primero que tuvo una
cuenta de Twitter, era importante para él alertar a sus contemporáneos sobre el
callejón sin salida intelectual del relativismo: la ley de Dios, que también se
llama ley natural, "es, en última instancia, el único baluarte válido
contra las arbitrariedades del poder o los engaños de la manipulación
ideológica”, afirmó.
Su pontificado no fue ni una transición ni un paréntesis. Era el de una decidida orientación hacia el Señor. El poder de su reflejo estaba habitado por un pensamiento.
Benedicto XVI, pasión
por la verdad
Fallecido el 31 de diciembre, a la edad de 95 años, Joseph
Ratzinger consagró su vida a Cristo y marcó la historia con un breve
pontificado, sacudido por crisis, pero extraordinariamente fecundo.
Por Laurent Dandrieu
“Cuando eras joven, te ponías el cinturón para ir a donde querías;
cuando seas viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá el cinturón, para
llevarte a donde no quieras”. Si no experimentó
el martirio físico profetizado por estas palabras de Jesús a San Pedro, Joseph
Ratzinger, durante su larga vida, nunca dejó de meditar en este pasaje del Evangelio
según San Juan, que gustaba citar en sus homilías, y en particular durante
el funeral de su predecesor Juan Pablo II. Porque, si es su voluntad su deseo
de poner su vida al servicio de la Iglesia ha encontrado su culmen en un
pontificado en el que ha trabajado incansablemente, con todas sus fuerzas como
un "trabajador sencillo y humilde en la viña del Señor" como
se presentó en la tarde de su elección, poniendo a Cristo en el centro de todas
las cosas, Dios ciertamente lo condujo a donde él no quería ir, él que se
hubiera contentado gustosamente con una vida de profesor y teólogo, lejos de
las multitudes y de la agitación del mundo así como de los críticos que nunca dejaron
de caracterizarlo como un “doctrinario intransigente y reaccionario”. Pero
estas mismas pruebas, las habrá aceptado como otras tantas prendas de
obediencia a la voluntad de Dios, consciente de que Este las habrá permitido
sólo para su bien último, como testificó en el testamento espiritual hecho
público después de su muerte: “Ante todo, doy gracias al mismo Dios, dador
de todos los dones y beneficios, que me dio la vida y me guio en varios
momentos de confusión, siempre levantándome cuando comenzaba a resbalar y
siempre devolviéndome la luz de su rostro. Mirando hacia atrás, veo y entiendo
que incluso los pasajes oscuros y difíciles de este viaje fueron para mi
salvación y ahí es precisamente donde Él me ha guiado bien”.
Con razón, sin duda, Nicolás Diat pudo titular su biografía de
Benedicto XVI el Hombre que no quiso ser Papa (como, en realidad,
tampoco quiso ser obispo, cardenal o miembro de la curia). Pero quizás
precisamente porque vivió todas estas responsabilidades como una obligación ofrecida
a Dios, con espíritu de sacrificio y de servicio, habrá podido realizar una
obra tan maravillosamente fecunda. Cuanto más tiempo pasa, más nos damos cuenta
de que su pontificado, que en su momento pudo haber dejado sabor a cenizas, por
el "trueno" de la renuncia final, habrá sido un gran momento en la
historia de la Iglesia; como este hombre, modesto a pesar de la deslumbrante
superioridad de su inteligencia, que toda su vida habrá buscado sólo ser
olvidado para honrar mejor a Cristo, habrá sido una de sus más bellas figuras
contemporáneas.
Al principio, como suele ocurrir, hay una familia muy piadosa.
Joseph Ratzinger nació el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, un pueblo de
Baviera, de padre policía y madre cocinera. El hermano mayor, Georg, será
ordenado sacerdote al mismo tiempo que él; en cuanto a María, la hermana mayor,
no se casará y dedicará su vida a apoyar el ministerio de Joseph. La infancia
transcurre en una Alemania en crisis, rápidamente convulsa por la llegada de
Hitler al poder. En cuanto puede, el padre se jubila anticipadamente.
Un maestro entusiasta
Estudiante brillante, Joseph se unió a Georg en el seminario menor
a la edad de 12 años. En 1941, a la edad de 14 años, fue registrado en las Hitlerjugend.
En 1943, fue movilizado, con otros estudiantes de secundaria, para servir en la
defensa antiaérea de Munich. Siguió un período de trabajo obligatorio en
Austria, luego, después de negarse a unirse a las SS por su condición de futuro
sacerdote, fue movilizado en diciembre de 1944. Abandonará las filas unos días
antes de la capitulación, pasando luego dos meses de cautiverio bajo el mando
estadounidense, constituyen su experiencia completa de la guerra. Él tiene 18
años.
Esta participación involuntaria y modesta en el esfuerzo de guerra
alemán no impedirá que algunos practiquen la amalgama hacia el "Panzerkardinal",
o incluso, durante su elección al trono de San Pedro, sospechen de su complacencia
con el nazismo. Joseph Ratzinger siempre se negará a defenderse; pero desde el
primer año de su pontificado, beatificará al obispo von Galen, la figura más
eminente de la resistencia de la Iglesia alemana al nazismo. Si la experiencia
de la guerra influyó en su destino, fue para fortalecer aún más su vocación
sacerdotal y estimular su reflexión sobre la necesidad de guiar la conciencia
con la luz de la verdad.
Antes de ser ordenado sacerdote, el joven Ratzinger tuvo que
responder a dos preguntas íntimas: logró, en vísperas de su ordenación
diaconal, aceptar la renuncia al matrimonio; luego convencerse de que su
vocación no es sólo determinada por su gusto por el estudio teológico, sino que
responde al deseo de servir a la Iglesia ya Cristo. Ordenado sacerdote el 29 de
junio de 1951 en la catedral de Freising, relató haber visto "un
pajarito, probablemente una alondra, subir desde el altar mayor de la catedral
y lanzar sus trinos en un canto de alegría", como para confirmar que
tomó la decisión correcta.
Designado profesor en el seminario, despierta el entusiasmo de los
alumnos, como lo hará dondequiera que enseñe, por la claridad y profundidad de
sus cursos, combinados con una gran libertad de tono. Desde el principio están
presentes las cualidades que harán de Ratzinger un inmenso teólogo a la vez que
un gran predicador: una búsqueda incansable por profundizar decir la verdad sin
darla nunca por supuesta o establecida; una claridad de pensamiento y estilo
que lleva al oyente o al lector, con la facilidad de la evidencia, al corazón
de las preguntas más difíciles.
Doctor en 1953, Ratzinger se convirtió rápidamente en un destacado
profesor, al que se disputaban las más grandes universidades alemanas:
enseñaría en Bonn, Münster, Tübingen, Ratisbona... Entre sus temas favoritos:
reconciliar “el Dios de la fe y Dios de los filósofos”, pero también la
Tradición como profundización continua de la revelación divina. Este último
tema lo pudo poner en práctica durante el Concilio Vaticano II (1962-1965),
donde su creciente reputación llevó al cardenal Frings, arzobispo de Colonia, a
elegirlo como consejero teológico. Sus contribuciones resultarán decisivas,
particularmente en la cuestión de la libertad religiosa o colegialidad.
Paradoja: el futuro Benedicto XVI, que a menudo será retratado como un
ultraconservador, incluso como un reaccionario, es entonces percibido como un
progresista.
En el ocaso de su vida revisando este período, Benedicto XVI
asumió la etiqueta del Ratzinger de la época, mientras expresaba remordimiento:
“Ciertamente no evaluamos correctamente […] las repercusiones concretas”
de los desarrollos teológicos previstos. Ya en 1965, se atrevió públicamente a preguntarse
si, “en última instancia, la situación no era mejor bajo el régimen de los
llamados conservadores que bajo el poder del progresismo”. Le preocupa la
forma en que algunos querían aplicar el Concilio, especialmente en materia de
liturgia (que muy pronto “comenzó a desmoronarse y a ceder a la
arbitrariedad”), pretendiendo convertirlo en un simple punto de partida
para una revolución permanente, para un “Iglesia nueva” convertida a la
modernidad más que a la verdad. En un célebre discurso a la curia, el 22 de diciembre
de 2005, Benedicto XVI denunciará a quienes pretenden reclamarse a un
pseudo-“espíritu del Concilio” para hacer de él un instrumento de ruptura,
cuando afirma que la única lectura que puede hacerse de él es el de una “hermenéutica
de la continuidad”. En Entrevista sobre la fe, de 1985, llegará a
decir que al Concilio le siguió “un proceso progresivo de decadencia”.
El imprescindible brazo derecho de Juan Pablo II
Si hay un “giro” conservador de Ratzinger, mayo de 1968
ciertamente contribuyó a él, al anclar su convicción de que, en una sociedad en
proceso de secularización acelerada, la Iglesia iba a convertirse en una
“minoría creativa” que, para sobrevivir, debía volver a centrarse en lo
esencial.
Nombrado arzobispo de Múnich y Freising por Pablo VI en 1977,
consideró negarse a aceptar, pero su confesor lo instó a hacerlo. Eligiendo como
lema episcopal “Colaborador de la verdad”, colocó en su escudo el oso
que, según la leyenda, después de haber devorado el burro que transportaba el
equipaje de San Corbiniano, fundador de la diócesis de Freising, fue forzado a
pasar a asumir su carga: una forma de ilustrar el peso que constituye para el
nuevo obispo la carga que se le impone… Dato excepcional: apenas tres meses
después, fue promovido a cardenal, a la edad de 50 años, lo que le permitirá
asumir participará en los dos cónclaves que seguirán a la muerte de Pablo VI y
que conducirán al pontificado de Juan Pablo II.
Nada más ser elegido, el Papa consideró llevar a Ratzinger a Roma
para que lo apoyara, pero este último alegó su reciente nombramiento en Múnich
y su deseo de no serle infiel a su amada Baviera para negarse. Pero cuando, después
del atentado del 13 de mayo de 1981 que casi le cuesta la vida, Juan Pablo II
renovó su petición, Ratzinger ya no se atrevió a negarse. Por lo tanto, se
convirtió en Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cargo que
ocupó ininterrumpidamente hasta la muerte de Juan Pablo II en 2005. Este le
había pedido “positivizar” su función, orientarla hacia una proclamación de la
verdad y no solamente hacia una condena de los errores. Aun así, este también
es parte del trabajo, y Ratzinger aceptará de antemano, con valentía,
desempeñar el “mal papel”. Condena de la teología de la liberación, cita a Roma
a los teólogos católicos que se toman libertades con el dogma, recuerda la
prohibición de la comunión a los divorciados vueltos a casar o de la
imposibilidad de que los católicos colaboren en un aborto, condena el
relativismo religioso y recuerda que la Iglesia de Cristo es el camino
universal de salvación: tantos firmes puntos de vista que contribuyen a
instalar la leyenda negra de un implacable “PanzerKardinal”. El
recordatorio, tras la publicación del nuevo código de derecho canónico en 1983,
de que la condena de la masonería se mantiene invariable, valdrá para Ratzinger,
según el vaticanista Andrea Tornielli, la persistente hostilidad de las logias.
Sin embargo, Ratzinger recibe y consulta enormemente, y todos los
que trabajan con él se ven llevados, contrariamente a su leyenda negra, a
subrayar su apertura mental, su capacidad de escucha y de diálogo. Existe una
discrepancia entre la imagen exterior y mediática, que lo presenta como una
persona dura, cerrada e implacable, y la amabilidad, dulzura y profunda
humildad que sienten todos cuantos se le acercan: discrepancia que la
exposición pública de su acceso al pontificado no bastara para llenar.
El trabajo realizado durante estos veintitrés años como mano
derecha de Juan Pablo II es considerable: inicialmente criticado como
instrumento de un replanteamiento teológico, el Catecismo de la Iglesia
Católica, publicado en 1992, experimentó un éxito mundial. Su cercanía al
Papa le permitió también aportar su piedra a la reflexión teológica de éste,
perceptible en textos como El Esplendor de la Verdad o Fe y Razón.
Y es en la década de los 90 cuando, contra buena parte de la curia, Ratzinger
emprende valientemente una lucha implacable contra la pederastia en la Iglesia.
En los últimos años, el debilitamiento físico de Juan Pablo II
convirtió a Ratzinger en el verdadero pilar del pontificado y, durante el
profundo desorden suscitado por el final de este reinado de veintiséis años,
fue para el Papa una especie de refugio.
Sobre todo porque, elegido en 2002 decano del Colegio
Cardenalicio, era él quien se encargaba de organizar la transición a la muerte
del Papa polaco. Y que sus meditaciones del Viernes Santo, menos de un mes
antes, habían pintado un cuadro apocalíptico de la situación: Ratzinger había
evocado las "inmundicias en la Iglesia", a la que había
comparado “con un barco a punto de hundirse, que hace aguas por todos lados”,
un campo donde “hay más paja que buen grano”…
Si aparece ante los medios de comunicación, siempre dispuestos a
desear un Papa secularizado, como una noticia demasiado mala para ser probable,
su elección, donde su principal competidor parece ser un tal Jorge Mario
Bergoglio, futuro Papa Francisco, se presenta unánime a los cardenales tomando
menos de veinticuatro horas. En su homilía de entronización, Benedicto XVI ha
querido tranquilizar a quienes temen que el nuevo Papa imponga “su línea”: “Mi
verdadero programa de gobierno no es hacer mi voluntad, no perseguir mis ideas,
sino, con toda la Iglesia, escuchar la palabra y la voluntad del Señor”.
Pero también recordó que el Papa es un pastor que, como Cristo, debe estar
dispuesto a sacrificar su vida por sus ovejas, e imploró a los fieles: "Orad
por mí, para que no me vuelva, por miedo, delante de los lobos”. Benedicto
XVI sabía que su pontificado sería una lucha continua, no sólo contra los
enemigos tradicionales de la Iglesia, sino también contra las fuerzas de
autodisolución de ésta y los "humos de Satanás" que, según el
diagnóstico de Pablo VI, había, entrado en la Iglesia. Sin embargo, los inicios
del pontificado parecían contradecir esta visión pesimista: en Colonia en 2005,
luego en Sydney en 2008, Benedicto XVI superó con éxito la prueba, demostrando
que era capaz de despertar el entusiasmo de la juventud y también de canalizar
su ardor, reforzando la dimensión catequética del evento y poniendo en su
centro la adoración eucarística: el silencio recogido con el que, en Madrid en
2011, dos millones de jóvenes adoraron la hostia consagrada, tras una
torrencial tormenta que el Papa se había empeñado en afrontar en su compañía,
quedará como uno de los hitos de su pontificado.
Viajes de éxito (Polonia, España), audiencias romanas donde la
calidad de los sermones atrajo multitudes récord (4 millones el primer año), la
evidente sencillez de un hombre avergonzado de atraer el protagonismo, sus
gestos valientes y llenos de humanidad ante los casos de pederastia, donde puso
en marcha una política de “tolerancia cero” y se encontró con muchas víctimas,
su forma de no imponer sus orientaciones sino de mostrar humildemente el camino
con el ejemplo, como en el tema de la liturgia donde no se embarca en una
ambiciosa "reforma de la reforma" sino que impresiona con oficios
llenos de elevación donde el celebrante cede detrás de Cristo, todo esto da la
impresión de un reinado que empezó por buen camino.
Oposición interna violenta
Las cosas se complican en 2006 cuando, con ocasión de un viaje a
Baviera, pronuncia en Ratisbona una lección universitaria en la que una frase
sobre la relación del islam con la violencia, aislada de su contexto,
desencadena la cólera, llegando hasta el asesinato, del mundo musulmán. ¿Qué
importa que Benedicto XVI, visitando Turquía unas semanas después, demuestre
magistralmente su capacidad para mantener el diálogo interreligioso al dejar de
someterlo el signo de un consenso hueco, sino de la verdad? ¿qué importa que
cierto número de intelectuales musulmanes le agradecieran haberlos incitado a
un saludable cuestionamiento? Aquí está Benedicto XVI permanentemente
caricaturizado como partidario del “choque de civilizaciones”.
En 2007, fue su decisión de liberalizar el uso de la misa
tradicional desencadenó "una dura oposición", según sus propias palabras:
muchos obispos, lo interpretan como una concesión a los
"integristas": Monseñor Lustiger, arzobispo emérito de París, y
Monseñor Ricard, presidente de la Conferencia episcopal de Francia, van a Roma
para intentar influir en Benedicto XVI. Se mantuvo firme, pero su decisión
quedaría en letra muerta en muchas diócesis. Sobre todo, el levantamiento, con
el objetivo de promover la reconciliación con los lefebvrianos, de las
excomuniones que pesaban sobre los cuatro obispos tradicionalistas de la
Fraternidad San Pío X, el 21 de enero de 2009, provocó una respuesta inmediata
de los medios de comunicación: la televisión sueca, quien durante meses había
guardado en reserva una entrevista en la que uno de ellos, el obispo
Williamson, hacía comentarios revisionistas minimizando el alcance del
Holocausto, decidió transmitirla lo antes posible. Benedicto XVI se convirtió
entonces, mediáticamente, en quien ha querido “reintroducir el antisemitismo en
la Iglesia”. Y, en una carta a los obispos donde explica el asunto, el Papa
deplorará “que incluso católicos […] pensaron que tenían que ofenderlo [l]
con una hostilidad a punto de manifestarse”.
En marzo de 2009, otra frase desviada de su contexto contaminó su
viaje a África: por haber dicho, en el avión que lo llevaba a Camerún, que la
sexualidad responsable era más eficaz que el preservativo para vencer al sida,
Benedicto XVI fue presentado, como Juan Pablo II antes que él, como cómplice de
la epidemia. Es la época en la que Alain Juppé estimaba que “este papa empieza
a ser un verdadero problema”. No hay, incluso hasta en los antiguos casos de
pedofilia, que salen a la superficie en parte a causa de la determinación de
Benedicto XVI de arrojar toda la luz sobre estas manchas, que no se le imputan,
y en las que se intente implicarlo a él o a su hermano George.
Todos estos hechos mostrarán cómo Benedicto XVI, mal informado y
débilmente defendido por la curia, está aislado en su deseo de reformar la
Iglesia y mal rodeado, en parte por su culpa: su falta de discernimiento en la
elección de los hombres, su profunda bondad que lo alienta a no ver el mal en
los demás y a no repudiar a los que le han fallado (así el incompetente
Secretario de Estado Bertone, mantenido en su cargo contra viento y marea a
pesar de su incapacidad para proteger al Papa de ataques internos o externos)
constituyen, según un cardenal, “el verdadero drama de su pontificado”.
Y el origen directo del último escándalo de su reinado: el asunto VatiLeaks.
Evitar en la Iglesia un vacío de poder
Revelado en mayo de 2012, este robo de documentos de la oficina
del Papa, que terminó en un libro sobre las disfunciones del Vaticano, tenía
sin duda la intención de desestabilizar al cardenal Bertone y, sobre todo,
revelará que la curia estaba más ocupada en desgarrarse a sí misma que unirse
en torno a la voluntad de Benedicto XVI de regenerar la Iglesia. El imponente
informe elaborado a raíz de este asunto por tres cardenales, que sólo han leído
Benedicto XVI y su sucesor, pudo haber abierto los ojos al Papa sobre las
traiciones de algunos de los que consideraba sus mejores partidarios, y haber
influido en la decisión renunciar.
Anunciado por sorpresa, en latín, en el turno de un consistorio
banal, el 11 de febrero de 2013, tuvo el efecto de una bomba. Como tal hecho no
se producía desde 1415, nadie se había tomado en serio las entrevistas de
Benedicto XVI al evocarlo, ni se había fijado en que, en 2009, en una visita a
la ciudad italiana de L'Aquila, había puesto su palio, ornamento que simboliza
la función pontificia, sobre la tumba de su predecesor Celestino V, que había
dimitido en 1294 para volver a su vida de ermitaño. Las especulaciones sobre
las razones de esta decisión correrán desenfrenadas y surgirán las más locas teorías
de conspiración.
La versión de Benedicto XVI no ha cambiado: agotado al regreso de
su viaje a México en 2012, el Papa había constatado, junto a su médico, que su
corazón no podía soportar un nuevo viaje transatlántico a Europa para asistir a
la Jornada Mundial de la Juventud, prevista para el verano de 2013 en Brasil.
Dejar que tal evento se desarrollara sin el Papa era entrar en un pontificado
en cámara lenta. Sin embargo, fue admirable la forma en que Juan Pablo II
transformó el final de su pontificado en un alegato por la dignidad del
sufrimiento, también sabe que su carisma no es ese; y vio con sus propios ojos
el precio que la Iglesia debía pagar por una forma de vacío de poder.
Este fin abortado del pontificado y la elección de un sucesor tan diferente a él, en el fondo y en la forma, dejará a muchos fieles con el sabor amargo de los asuntos pendientes. Sin embargo, el aura que el Papa emérito, a partir de ahora absorto en oración en la reclusión del monasterio Mater Ecclesia, en los jardines del Vaticano, habrá conservado a los ojos de muchos de los fieles y jóvenes sacerdotes, testimonia la fecundidad de una vida que habrá sido para muchos un tesoro inagotable de alimento espiritual. Y a medida que las controversias retroceden en el tiempo, emerge con tanta más claridad la riqueza de un pontificado capital, donde las crisis surgieron sólo porque el papa había optado por afrontar los problemas directamente, de frente y a cualquier precio. Y la imagen de un Papa que se habrá mantenido firme, “ante los lobos”, para arraigar de nuevo a la Iglesia en Cristo y dejarla más “firme en la fe”, capaz de cumplir su misión de constituir “la sal de la tierra”.
El Papa de la Reconciliación
A menudo caricaturizado como un Papa intransigente, Benedicto XVI
en realidad estaba obsesionado con la unidad de la Iglesia y el diálogo en la
verdad con los no creyentes y otras religiones.
¿Qué podemos aprender, a grandes rasgos, de estos casi ocho años
de pontificado donde las polémicas y los escándalos mediáticos muchas veces
enmascararon el trabajo de fondo? Sin duda la acción incansable del Papa para
reducir las fracturas internas de la Iglesia y las que la oponen al mundo
moderno.
Reconciliar a los cristianos con los
fundamentos de su fe
En un artículo de 1958, Joseph Ratzinger ya deploraba el debilitamiento
de la fe católica, hasta el punto de que la Iglesia se convertía “cada día
más” en una “Iglesia de paganos”. Al lanzar, en octubre de 2012, el
Año de la Fe, una iniciativa que podría haber parecido una perogrullada,
Benedicto XVI precisó: “Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de
Pedro, recordé la necesidad de redescubrir el camino de la fe”. Ninguna
nueva evangelización, ninguna reordenación de la Iglesia es posible sin un
previo redescubrimiento de lo sagrado. Donde Juan Pablo II enfatizó la
moralidad, Benedicto XVI hablará más gustosamente de los sacramentos y de la
teología; donde su antecesor privilegiaba el ímpetu, él favorecerá la
interioridad. A través de sus Encíclicas (sobre la caridad, sobre la esperanza,
luego la de la fe, que dejó a su sucesor completar), sus libros (su Jesús de
Nazaret, Flammarion), sus enseñanzas muy didácticas, Benedicto XVI hizo de
su pontificado una catequesis larga y sublime. En materia de liturgia, volvió a
situar un enorme crucifijo en el centro del altar, para dejar claro que el
centro de la misa era el sacrificio de Cristo, no la persona del sacerdote ni
la comunidad de fieles. Desde las Jornadas Mundiales de la Juventud de Colonia
en 2005, cuando introdujo la adoración de Cristo presente en la hostia, la tónica
estuvo marcada por el tema del evento: “Hemos venido a adorarlo”.
Reconciliar la fe y la razón
En el Collège de los Bernardins, el 12 de septiembre de 2008, una representación
de muy diversos intelectuales y artistas parisinos se asombró al encontrarse
bajo el hechizo de un austero profesor, que había venido a hablarles sobre
"los orígenes de la teología occidental y las raíces de la cultura
europea”. Era el corazón íntimo del proyecto de Benedicto XVI: para él,
sólo se podía reevangelizar el mundo moderno si se lograba hacerle comprender
que la fe no es enemiga de la razón. Más aún: que la razón, dando la espalda a
la fe, es infiel a sí misma. “Una cultura puramente positivista, situada en
el dominio subjetivo, como no científico, la cuestión de Dios, sería la
capitulación de la razón”, concluyó en los Bernardins.
Reconciliar a los cristianos entre sí
Para Benedicto XVI, las divisiones entre los cristianos son uno de
los principales obstáculos para el anuncio del Evangelio. Porque ya no quería
contentarse con un optimismo artificial mezclado con relativismo y “besos de
Lamourette”, se ha caricaturizado a Benedicto XVI como el sepulturero del
ecumenismo cuando lo refundaba sobre un diálogo exigente, realizado en la
verdad y sin concesiones. El método dio sus frutos: muchos anglicanos fueron
recibidos en la Iglesia Católica en 2009 y hubo un claro progreso teológico
tanto con protestantes como con ortodoxos. Con este último, un deshielo
espectacular preparó el camino para el histórico encuentro, en 2016, entre el
Papa Francisco y el Patriarca Cirilo de Moscú. En el seno de la Iglesia
católica, Benedicto XVI no ha querido resignarse, cueste lo que cueste en
términos de polémica, a la división con los tradicionalistas lefebvrianos ni a
la marginación por parte de los obispos diocesanos, de los tradicionalistas
reconocidos por Roma. Allí de nuevo, su incesante empeño, aunque no coronado
por el éxito, por llegar a un acuerdo con la Fraternidad San Pío-X preparó las
gestiones realizadas por Francisco contra ellos. Como dijo Benedicto XVI en
Lourdes ante los obispos de Francia: “Nadie es superfluo en la Iglesia”.
Reconciliando a la Iglesia consigo
misma
El 22 de diciembre de 2005, ante la curia, Benedicto XVI pronunció
su lectura del Concilio Vaticano II y replanteó a quienes habían querido ver en
él una “ruptura”, cuando sólo podía leerse en términos de continuidad. No
existía una “Iglesia de antes” y una “Iglesia después”, sino una sola Iglesia
que sólo puede reformarse en la fidelidad a la Tradición. Es en esta
perspectiva que el Papa ha querido reafirmar, por su motu proprio Summorum
Pontificum, de julio de 2007, que la nueva liturgia promulgada por Pablo VI
no podía han sido entendida como una condenación de la liturgia tradicional y,
por lo tanto, le han devuelto en gran medida su derecho de ciudadanía, al
tiempo que reorienta el nuevo rito hacia una mayor solemnidad.
Restaurando en la Iglesia el Valor de
la Verdad
Rechazando toda demagogia, Benedicto XVI nunca buscó agradar a toda costa. En cada una de las crisis que sacudieron su pontificado, el Papa dejó pasar la tormenta, ajustando sus palabras pero sin retroceder, aprovechando la agitación para reflexionar y aclarar posiciones, en lugar de evitar las crisis a toda costa, aprovéchalas para generar debate y entablar conversación con el mundo, no a la manera de la sumisión servil o de la confusión, sino para entablar un diálogo en la verdad. Durante su última audiencia en la plaza de San Pedro, ante una inmensa multitud que había venido a rendirle al Papa dispuesta a darle un homenaje final, Benedicto XVI evocó estas crisis comparándose con los "apóstoles en la barca en el lago de Galilea": sacudidos por la tempestad, pero animados por la profunda convicción de que es Cristo quien dirige la barca y que no dejará que se hunda.
CONTRA LA DICTADURA DEL RELATIVISMO
“Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se
define como ‘fundamentalismo’. Mientras que el relativismo, es decir, dejar de ser
motivado 'por la doctrina', aparece como la única actitud a la altura del día
de hoy. Estamos instalando una dictadura del relativismo que no reconoce nada
como definitivo y que da como última medida sólo su propio ego y sus deseos.
Tenemos, sin embargo, otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre. Él es
la medida del verdadero humanismo”.
Extracto de la homilía de la misa de
apertura del cónclave, 18 de abril de 2005.