Cuando se cumplen cuatro décadas de la parcelación del país en
taifas autonómicas, no parece ninguna novedad reconocer que este proyecto de
vertebración del Estado ha resultado un fracaso absoluto y es, junto con la
inmigración masiva y la corrupción política generada por la partidocracia, uno
de los lastres más pesados de soportar para la sociedad española.
Lo que, en principio, debía de haber alcanzado solamente a lo que
se llamó entonces “autonomías históricas” (¿y qué región en España no es “histórica”?)
se convirtió pronto en el consabido “café para todos”. Nadie quería quedar
atrás por una sencilla y comprensible razón: quien dispusiera de un régimen
autonómico propio, dispondría también de recursos y posibilidades de
recaudación y endeudamiento, y todo esto supondría una fuente alimentaria para
las clases políticas regionales.
Así que, en apenas cinco años, la parcelación autonómica convirtió
la unidad de España en diecisiete autonomías, ante una indiferencia cada vez
mayor demostrada en la falta de entusiasmo en los referendos para aprobar las
constituciones regionales: en el referéndum gallego (21 de diciembre de
1980) apenas votó el 28%... E, incluso en Cataluña, cuando se sometió a voto la
reforma del Estatuto de Autonomía en 2006, acudieron a las urnas apenas en
48,85% de los votantes. Mucho peor fue la asistencia a la votación sobre la
reforma del Estatuto de Andalucía de febrero de 2007, que solamente suscitó un
36,28% de presencia en las mesas.
A vista de pájaro, la sensación que dio el “café para todos” fue
que, después del énfasis puesto en la transición en la “recuperación” de los
Estatutos catalán y vasco, hubiera podido obviarse todos los demás, que no
tenían el más mínimo respaldo social. Sin embargo, nadie quiso quedarse atrás y
el resultado han sido algunas de las grandes tensiones soportadas por la
sociedad española en las dos últimas décadas y los chantajes reiterados en
los que se ha especializado el nacionalismo catalán.
Éste, históricamente, es el que ha obtenido mayores beneficios del
régimen autonómico, no solo de los gobiernos socialistas, sino especialmente
del aznarismo, que, simplemente, dejó que la mafia pujolista actuara
impunemente en Cataluña a condición de que CiU apoyara con sus votos al
gobierno del Estado. Así lo hizo Pujo y el ejemplo ha sobrevivido al
hundimiento de CiU, y al desplazamiento del eje del nacionalismo hacia ERC. De
hecho, ese chantaje hoy, bajo el pedrosanchismo, ya se realiza sin el más
mínimo recato, ni disimulo: cualquier pequeño apoyo que precise el PSOE-UP
para sacar adelante una ley, se salda con una concesión del pedrosanchismo a
las exigencias de ERC que, por lo demás, nunca van en beneficio del “pueblo
de Cataluña”, sino solamente en beneficio de los intereses de la propia
formación política.
Todos los analistas reconocen que el gran lastre del Estado
Español en estos momentos, es el peso de la hipoteca autonómica y su
inviabilidad a largo plazo. Pero nadie está dispuesto a poner el cascabel al
gato: todos los partidos piensan que, antes o después, serán ellos los que
disfrutarán de los beneficios de la tarta autonómica, así que ¿para qué cerrar
las puertas a alegrías futuras? Hay, por tanto, “régimen autonómico” para
rato, al margen de lo prohibitivo que resulta desde el punto de vista económico
y de las tensiones que periódicamente genera.
¿Sería posible pasar del “Estado de las Autonomías” a otra
formulación en la que se evitaran centralismos jacobinos? No hay muchas
fórmulas, pero la aportada por el Tradicionalismo Carlista parece la más viable
y la más acorde con el pasado de nuestro país.
En efecto, el tetralema carlista resume su doctrina y también sus propuestas:
“Dios – Patria – Fueros – Rey”. El orden es importante. Dios por encima de todo. Nada sin Dios. La Patria como ámbito de
convivencia histórico e integrador. Y en tercer lugar los “fueros”. Los
“fueros” son la única alternativa al descalabro autonómico.
Los fueros son estatutos jurídicos concretos y diferenciados a los
que se hacen merecedores determinadas entidades municipales o corporativas. Son
derechos otorgados por la autoridad en función de la utilidad de una entidad o
bien como galardón por algún acto notable protagonizado por esa entidad. Dicho
de otra manera: aquellos que habían demostrado mayor lealtad, recibían un
privilegio concreto.
Este elemento es importante a la hora de establecer las
diferencias entre las actuales autonomías y la legislación foral del pasado.
Si los nacionalismos catalán y vasco han visto como sus estatutos
de autonomía les conceden mayores dotaciones presupuestarias y más
protagonismo, no es por la “lealtad” que hayan demostrado al Estado, sino por
la naturaleza de sus “chantajes” a ese mismo Estado. En el caso vasco, mientras existió ETA, el terrorismo era la
excusa para extorsionar al Estado (la voluntad quedó clara en aquella frase de
Arzallús: “es necesario que unos sacudan el árbol y que otros recojan los frutos”,
en alusión al terrorismo de ETA y a la actitud “democrática” del PNV). En el
caso catalán, el chantaje que está viviendo el Estado ni siquiera es objeto de
disimulo: los propios dirigentes de ERC se jactan públicamente de actuar así e,
incluso, de que todas las presiones tienen como objetivo negociar un futuro
referendo por la independencia. Pero, mientras el PSOE-UP precise la
concurrencia de los votos de ERC para sacar adelante sus programas de
“ingeniería social”, la deslealtad, paradójicamente, será premiada por el
pedrosanchismo.
Así pues, el “Estado de las Autonomías” no es una reformulación
y una adaptación de los antiguos fueros, sino más bien, su inversión: la
deslealtad premiada.
En la sociedad medieval, los regímenes forales suponían la médula
de organización del Estado. Fue a partir de la Edad Moderna cuando empezó a
mostrarse una tendencia a recortar las autonomías forales en todos los ámbitos.
El fracaso de los comuneros de Castilla, por un lado, la revuelta de Antonio
Pérez a finales del XVI y la sublevación de 1640, implicaron recortes a los
fueros del Reino de Aragón que fueron casi completamente suprimidos por el
Decreto de Nueva Planta con el que concluyó la Guerra de Sucesión. Solamente se
mantuvieron los fueros vascos y navarros que se derogaron casi por completo
tras el fracaso de la Tercera Guerra Carlista.
Durante el franquismo, a pesar de que el tradicionalismo carlista
había sido uno de los artífices de la victoria de la insurrección
cívico-militar de julio de 1936, el régimen optó por una organización
-paradójicamente- “jacobina” del Estado. Puede
entenderse por los objetivos que se fijó Franco durante su mandato: evitar todo
tipo de tensiones para concentrarse en la reconstrucción del país y en alcanzar
el nivel de desarrollo de otros países europeos, recuperando el tiempo perdido
en el “estúpido siglo XIX”. Y hacerlo con el mínimo apoyo exterior. Incluso con
el aislamiento de los primeros años, de 1945 a principios de los años 50. Para
ello, había que sacrificar “libertades políticas”, “garantías forales” y, por
supuesto, “elecciones libres”.
Por otra parte, es innegable que el jacobinismo franquista
derivó del mal resultado práctico que habían dado los estatutos catalán y vasco. En
concreto, el catalán hizo que la región cayera, inicialmente, en manos de un
anciano alucinado, Francesc Macià, que llegó al poder cuando sus facultades
estaban bastante disminuidas, siendo sustituido por un individuo inestable, sin
carácter, oportunista, que no dudó en apoyar la sublevación socialista de octubre
de 1934, para proclamar un “Estado Catalán” que no soportó ni doce horas la
presencia de un cañón en la plaza de San Jaime. Companys, para colmo, cedió el
control efectivo de la autonomía al “comité de milicias” controlado por la FAI;
debió de afrontar la revuelta de los independentistas a finales de 1936;
enfrentamientos en distintas poblaciones catalanas a causa de las iniciativas
colectivistas de la CNT-FAI; el desarme de las milicias nacionalistas después
del ominoso fracaso de la “invasión” de Mallorca y lo que fue peor de todo:
9.000 asesinatos políticos en apenas 60 días en los que se negó a pedir
refuerzos al gobierno central, siendo el propio presidente el que ordenó
directamente algunos de los asesinatos y permitió el descontrol como pago a la
FAI por haber derrotado a la insurrección cívico-militar en julio del 36. Sin
olvidar el mayo de 1937 en Barcelona, generado por los intentos hegemónicos del
PSUC apoyados por la embajada soviética que terminaron generando una “guerra
civil dentro de la guerra civil” entre la CNT-FAI-POUM a un lado y el PSUC a
otro. Companys, hasta entonces títere de la FAI, pasó a serlo de la embajada
soviética y del PSUC. A nadie le puede extrañar que la ocupación de Barcelona y
de las ciudades y pueblos de Cataluña por parte de las tropas franquistas se
realizara sin la más mínima oposición en las primeras semanas de 1939.
El mal sabor de boca dejado por el régimen autonómico catalán, fue
uno de los factores que llevaron directamente al paradójico jacobinismo
franquista.
Pero todo esto es historia y la cuestión que cabe plantear es cómo
podría adaptarse un nuevo modelo foral -esto es, basado en obligaciones y
contraprestaciones mutuas- en el siglo XXI. No puede deslindarse este problema
de la propia concepción del Estado y de la monarquía. En la actualidad, se
da la paradoja de que España es una monarquía, en la que el Rey carece
absolutamente de poderes y resulta una mera figura decorativa que, por sistema,
se limita a aprobar las leyes que salen del parlamento, sea cual sea su
contenido y sin derecho a veto. Ni siquiera es un símbolo de “unidad” de los
españoles, en la medida en que la constitución lo relega a una figura meramente
decorativa y simbólica. Hay presidentes de Repúblicas con más poder que la
constitución atribuye al titular del Reino de España.
En realidad, si el Estado surgido de la constitución de 1978 fue
una “monarquía” se debió a los pactos de la transición y al intento de generar
el espejismo de que, sin Franco, no se había producido una “ruptura” porque el
titular elegido por el mismo Jefe del Estado (que, había actuado como si se
tratara de un “regente”) era el que se estaría al frente del Reino de España:
pero, en realidad, ese titular, desposeído de toda prerrogativa, no era más que
un artificio destinado a que los antiguos franquistas no tomaran la transición
como una derrota. Por lo demás, hoy, la “fidelidad” de la izquierda a aquellos
pactos es más débil que nunca y, en cualquier momento, el pedrosanchismo puede
realizar su enésima traición para mantenerse un día más en el poder.
El régimen foral se basa en el principio de lealtad y de
reciprocidad. La monarquía recompensa a los que le han servido lealmente,
atribuyéndole mayores niveles de confianza que se traducen en aceptación de las
tradiciones locales. No se trata de un “poder blando”, sino de un poder basado
en derechos adquiridos y en obligaciones que se transmiten a lo largo de las
generaciones y que no varían por mucho que lo hagan las condiciones
ambientales, los niveles de desarrollo o las migraciones interiores. De la misma forma que en el ejército se confieren las misiones
más peligrosas a los soldados que han demostrado mayor valor, en un régimen
foral, la lealtad se recompensa con la seguridad de que tal gremio, tal ciudad,
tal región, no variarán su actitud, ni habrá que esperar de ellos sobresaltos,
mientras sus fueros sigan respetándose. En un régimen foral, el chantaje al
Estado se paga con la suspensión de los fueros, algo que parece razonable desde
el punto de vista ético y político.
El motor de un Estado es la lealtad de las partes a su centro y a
sus valores. Un Estado es tal cuando se muestra capaz de articular, integrar y
organizar derechos, obligaciones y definir una “misión y un destino” para toda
la comunidad presente y futura. El valor de cada parte se demuestra en el rigor
con que incorpora esos principios a su tarea concreta. Y, a partir de tal principio, si sería posible reconstruir una
estructura foral que sustituyera al “Estado de las Autonomías”, basado en
corruptelas, chantajes y agravios comparativos, desprovisto de “misión y
destino”, ignorante de su propia tradición y mera pieza globalizada en un mundo
a la deriva.
Quien dice “fueros” dice “descentralización”. Un régimen foral es justo
lo contrario de un régimen jacobino y nivelador. Ahora bien, la
descentralización solamente es posible y viable cuando las partes tienen
1) unos mismos valores,
2) unos objetivos comunes a nivel de Estado que comparten y consideran irrenunciables,
3) Un poder político claro y estable no sometido a vaivenes electorales, y
4) la convicción presente en cada parte, de pertenecer a una unidad superior.
Si alguna de estas condiciones falta, es inevitable que la
descentralización se convierta pronto en centrifugación. Y esto es justamente lo que ha ocurrido y está ocurriendo con el "Estados de las Autonomías" en el que ni uno solo de estos puntos está presente.
A la inversa, quién dice “nacionalismo”, está aludiendo
automáticamente a rivalidades entre las partes, intentos hegemónicos de unos
sobre otros, convicción -confesa u oculta- de que el único poder es el que
deriva de la “entidad nacional” por pequeña que sea. Quien dijo que el
nacionalismo era el “individualismo de los pueblos” acertó al identificar la
tendencia principal de esta ideología. Y esto vale para los “nacionalismos”
tanto como para los “micronacionalismos” regionales.
PRÓXIMAS ENTREGAS:
- INTRODUCCIÓN: LAS SOLUCIONES DEL VIEJO CARLISMO
- EL CASO DE LAS AUTONOMIAS EN COMPARACIÓN CON LOS FUEROS
- EL REY QUE REINA Y GOBIERNA FRENTE AL REY QUE NI REINA NI GOBIERNA
- LA ESTRUCTURA ORGÁNICA FRENTE A LA PARTIDOCRACIA
- LO ABSOLUTO EN EL TIEMPO DE LA CRISIS DE LA IGLESIA
- EL DERECHO A LA REBELIÓN ANTE EL PODER INJUSTO
- LA PATRIA EN EL TIEMPO DE LOS GRANDES BLOQUES GEOPOLÍTICOS