lunes, 16 de enero de 2023

LAS SOLUCIONES DEL VIEJO CARLISMO (2 de 7). FUEROS COMO ALTERNATIVA A LAS AUTONOMÍAS

Cuando se cumplen cuatro décadas de la parcelación del país en taifas autonómicas, no parece ninguna novedad reconocer que este proyecto de vertebración del Estado ha resultado un fracaso absoluto y es, junto con la inmigración masiva y la corrupción política generada por la partidocracia, uno de los lastres más pesados de soportar para la sociedad española.

Lo que, en principio, debía de haber alcanzado solamente a lo que se llamó entonces “autonomías históricas” (¿y qué región en España no es “histórica”?) se convirtió pronto en el consabido “café para todos”. Nadie quería quedar atrás por una sencilla y comprensible razón: quien dispusiera de un régimen autonómico propio, dispondría también de recursos y posibilidades de recaudación y endeudamiento, y todo esto supondría una fuente alimentaria para las clases políticas regionales.

Así que, en apenas cinco años, la parcelación autonómica convirtió la unidad de España en diecisiete autonomías, ante una indiferencia cada vez mayor demostrada en la falta de entusiasmo en los referendos para aprobar las constituciones regionales: en el referéndum gallego (21 de diciembre de 1980) apenas votó el 28%... E, incluso en Cataluña, cuando se sometió a voto la reforma del Estatuto de Autonomía en 2006, acudieron a las urnas apenas en 48,85% de los votantes. Mucho peor fue la asistencia a la votación sobre la reforma del Estatuto de Andalucía de febrero de 2007, que solamente suscitó un 36,28% de presencia en las mesas.

A vista de pájaro, la sensación que dio el “café para todos” fue que, después del énfasis puesto en la transición en la “recuperación” de los Estatutos catalán y vasco, hubiera podido obviarse todos los demás, que no tenían el más mínimo respaldo social. Sin embargo, nadie quiso quedarse atrás y el resultado han sido algunas de las grandes tensiones soportadas por la sociedad española en las dos últimas décadas y los chantajes reiterados en los que se ha especializado el nacionalismo catalán.

Éste, históricamente, es el que ha obtenido mayores beneficios del régimen autonómico, no solo de los gobiernos socialistas, sino especialmente del aznarismo, que, simplemente, dejó que la mafia pujolista actuara impunemente en Cataluña a condición de que CiU apoyara con sus votos al gobierno del Estado. Así lo hizo Pujo y el ejemplo ha sobrevivido al hundimiento de CiU, y al desplazamiento del eje del nacionalismo hacia ERC. De hecho, ese chantaje hoy, bajo el pedrosanchismo, ya se realiza sin el más mínimo recato, ni disimulo: cualquier pequeño apoyo que precise el PSOE-UP para sacar adelante una ley, se salda con una concesión del pedrosanchismo a las exigencias de ERC que, por lo demás, nunca van en beneficio del “pueblo de Cataluña”, sino solamente en beneficio de los intereses de la propia formación política.

Todos los analistas reconocen que el gran lastre del Estado Español en estos momentos, es el peso de la hipoteca autonómica y su inviabilidad a largo plazo. Pero nadie está dispuesto a poner el cascabel al gato: todos los partidos piensan que, antes o después, serán ellos los que disfrutarán de los beneficios de la tarta autonómica, así que ¿para qué cerrar las puertas a alegrías futuras? Hay, por tanto, “régimen autonómico” para rato, al margen de lo prohibitivo que resulta desde el punto de vista económico y de las tensiones que periódicamente genera.

¿Sería posible pasar del “Estado de las Autonomías” a otra formulación en la que se evitaran centralismos jacobinos? No hay muchas fórmulas, pero la aportada por el Tradicionalismo Carlista parece la más viable y la más acorde con el pasado de nuestro país.

En efecto, el tetralema carlista resume su doctrina y también sus propuestas: “Dios – Patria – Fueros – Rey”. El orden es importante. Dios por encima de todo. Nada sin Dios. La Patria como ámbito de convivencia histórico e integrador. Y en tercer lugar los “fueros”. Los “fueros” son la única alternativa al descalabro autonómico.

Los fueros son estatutos jurídicos concretos y diferenciados a los que se hacen merecedores determinadas entidades municipales o corporativas. Son derechos otorgados por la autoridad en función de la utilidad de una entidad o bien como galardón por algún acto notable protagonizado por esa entidad. Dicho de otra manera: aquellos que habían demostrado mayor lealtad, recibían un privilegio concreto.

Este elemento es importante a la hora de establecer las diferencias entre las actuales autonomías y la legislación foral del pasado.

Si los nacionalismos catalán y vasco han visto como sus estatutos de autonomía les conceden mayores dotaciones presupuestarias y más protagonismo, no es por la “lealtad” que hayan demostrado al Estado, sino por la naturaleza de sus “chantajes” a ese mismo Estado. En el caso vasco, mientras existió ETA, el terrorismo era la excusa para extorsionar al Estado (la voluntad quedó clara en aquella frase de Arzallús: “es necesario que unos sacudan el árbol y que otros recojan los frutos”, en alusión al terrorismo de ETA y a la actitud “democrática” del PNV). En el caso catalán, el chantaje que está viviendo el Estado ni siquiera es objeto de disimulo: los propios dirigentes de ERC se jactan públicamente de actuar así e, incluso, de que todas las presiones tienen como objetivo negociar un futuro referendo por la independencia. Pero, mientras el PSOE-UP precise la concurrencia de los votos de ERC para sacar adelante sus programas de “ingeniería social”, la deslealtad, paradójicamente, será premiada por el pedrosanchismo.

Así pues, el “Estado de las Autonomías” no es una reformulación y una adaptación de los antiguos fueros, sino más bien, su inversión: la deslealtad premiada.

En la sociedad medieval, los regímenes forales suponían la médula de organización del Estado. Fue a partir de la Edad Moderna cuando empezó a mostrarse una tendencia a recortar las autonomías forales en todos los ámbitos. El fracaso de los comuneros de Castilla, por un lado, la revuelta de Antonio Pérez a finales del XVI y la sublevación de 1640, implicaron recortes a los fueros del Reino de Aragón que fueron casi completamente suprimidos por el Decreto de Nueva Planta con el que concluyó la Guerra de Sucesión. Solamente se mantuvieron los fueros vascos y navarros que se derogaron casi por completo tras el fracaso de la Tercera Guerra Carlista.

Durante el franquismo, a pesar de que el tradicionalismo carlista había sido uno de los artífices de la victoria de la insurrección cívico-militar de julio de 1936, el régimen optó por una organización -paradójicamente- “jacobina” del Estado. Puede entenderse por los objetivos que se fijó Franco durante su mandato: evitar todo tipo de tensiones para concentrarse en la reconstrucción del país y en alcanzar el nivel de desarrollo de otros países europeos, recuperando el tiempo perdido en el “estúpido siglo XIX”. Y hacerlo con el mínimo apoyo exterior. Incluso con el aislamiento de los primeros años, de 1945 a principios de los años 50. Para ello, había que sacrificar “libertades políticas”, “garantías forales” y, por supuesto, “elecciones libres”.

Por otra parte, es innegable que el jacobinismo franquista derivó del mal resultado práctico que habían dado los estatutos catalán y vasco. En concreto, el catalán hizo que la región cayera, inicialmente, en manos de un anciano alucinado, Francesc Macià, que llegó al poder cuando sus facultades estaban bastante disminuidas, siendo sustituido por un individuo inestable, sin carácter, oportunista, que no dudó en apoyar la sublevación socialista de octubre de 1934, para proclamar un “Estado Catalán” que no soportó ni doce horas la presencia de un cañón en la plaza de San Jaime. Companys, para colmo, cedió el control efectivo de la autonomía al “comité de milicias” controlado por la FAI; debió de afrontar la revuelta de los independentistas a finales de 1936; enfrentamientos en distintas poblaciones catalanas a causa de las iniciativas colectivistas de la CNT-FAI; el desarme de las milicias nacionalistas después del ominoso fracaso de la “invasión” de Mallorca y lo que fue peor de todo: 9.000 asesinatos políticos en apenas 60 días en los que se negó a pedir refuerzos al gobierno central, siendo el propio presidente el que ordenó directamente algunos de los asesinatos y permitió el descontrol como pago a la FAI por haber derrotado a la insurrección cívico-militar en julio del 36. Sin olvidar el mayo de 1937 en Barcelona, generado por los intentos hegemónicos del PSUC apoyados por la embajada soviética que terminaron generando una “guerra civil dentro de la guerra civil” entre la CNT-FAI-POUM a un lado y el PSUC a otro. Companys, hasta entonces títere de la FAI, pasó a serlo de la embajada soviética y del PSUC. A nadie le puede extrañar que la ocupación de Barcelona y de las ciudades y pueblos de Cataluña por parte de las tropas franquistas se realizara sin la más mínima oposición en las primeras semanas de 1939.

El mal sabor de boca dejado por el régimen autonómico catalán, fue uno de los factores que llevaron directamente al paradójico jacobinismo franquista.

Pero todo esto es historia y la cuestión que cabe plantear es cómo podría adaptarse un nuevo modelo foral -esto es, basado en obligaciones y contraprestaciones mutuas- en el siglo XXI. No puede deslindarse este problema de la propia concepción del Estado y de la monarquía. En la actualidad, se da la paradoja de que España es una monarquía, en la que el Rey carece absolutamente de poderes y resulta una mera figura decorativa que, por sistema, se limita a aprobar las leyes que salen del parlamento, sea cual sea su contenido y sin derecho a veto. Ni siquiera es un símbolo de “unidad” de los españoles, en la medida en que la constitución lo relega a una figura meramente decorativa y simbólica. Hay presidentes de Repúblicas con más poder que la constitución atribuye al titular del Reino de España.

En realidad, si el Estado surgido de la constitución de 1978 fue una “monarquía” se debió a los pactos de la transición y al intento de generar el espejismo de que, sin Franco, no se había producido una “ruptura” porque el titular elegido por el mismo Jefe del Estado (que, había actuado como si se tratara de un “regente”) era el que se estaría al frente del Reino de España: pero, en realidad, ese titular, desposeído de toda prerrogativa, no era más que un artificio destinado a que los antiguos franquistas no tomaran la transición como una derrota. Por lo demás, hoy, la “fidelidad” de la izquierda a aquellos pactos es más débil que nunca y, en cualquier momento, el pedrosanchismo puede realizar su enésima traición para mantenerse un día más en el poder.

El régimen foral se basa en el principio de lealtad y de reciprocidad. La monarquía recompensa a los que le han servido lealmente, atribuyéndole mayores niveles de confianza que se traducen en aceptación de las tradiciones locales. No se trata de un “poder blando”, sino de un poder basado en derechos adquiridos y en obligaciones que se transmiten a lo largo de las generaciones y que no varían por mucho que lo hagan las condiciones ambientales, los niveles de desarrollo o las migraciones interiores. De la misma forma que en el ejército se confieren las misiones más peligrosas a los soldados que han demostrado mayor valor, en un régimen foral, la lealtad se recompensa con la seguridad de que tal gremio, tal ciudad, tal región, no variarán su actitud, ni habrá que esperar de ellos sobresaltos, mientras sus fueros sigan respetándose. En un régimen foral, el chantaje al Estado se paga con la suspensión de los fueros, algo que parece razonable desde el punto de vista ético y político.

El motor de un Estado es la lealtad de las partes a su centro y a sus valores. Un Estado es tal cuando se muestra capaz de articular, integrar y organizar derechos, obligaciones y definir una “misión y un destino” para toda la comunidad presente y futura. El valor de cada parte se demuestra en el rigor con que incorpora esos principios a su tarea concreta. Y, a partir de tal principio, si sería posible reconstruir una estructura foral que sustituyera al “Estado de las Autonomías”, basado en corruptelas, chantajes y agravios comparativos, desprovisto de “misión y destino”, ignorante de su propia tradición y mera pieza globalizada en un mundo a la deriva.

Quien dice “fueros” dice “descentralización”. Un régimen foral es justo lo contrario de un régimen jacobino y nivelador. Ahora bien, la descentralización solamente es posible y viable cuando las partes tienen

1) unos mismos valores,

2) unos objetivos comunes a nivel de Estado que comparten y consideran irrenunciables,

3) Un poder político claro y estable no sometido a vaivenes electorales, y

4) la convicción presente en cada parte, de pertenecer a una unidad superior.

Si alguna de estas condiciones falta, es inevitable que la descentralización se convierta pronto en centrifugación. Y esto es justamente lo que ha ocurrido y está ocurriendo con el "Estados de las Autonomías" en el que ni uno solo de estos puntos está presente.

A la inversa, quién dice “nacionalismo”, está aludiendo automáticamente a rivalidades entre las partes, intentos hegemónicos de unos sobre otros, convicción -confesa u oculta- de que el único poder es el que deriva de la “entidad nacional” por pequeña que sea. Quien dijo que el nacionalismo era el “individualismo de los pueblos” acertó al identificar la tendencia principal de esta ideología. Y esto vale para los “nacionalismos” tanto como para los “micronacionalismos” regionales.

Si los Fueros son superiores y más razonables que las "autonomías", quedaría por precisar un poco más ¿a qué "Fueros" nos estamos refiriendo? 

Desde el siglo XVI, la centralización de los Estados ha hecho que los "viejos fueros" fueran retrocediendo, más y más, casi hasta desaparecer tras el Decreto de nueva Planta. Para colmo, las cuatro Revoluciones Industriales, las migraciones interiores, incluso la aparición de nuevos movimientos sociales especialmente en la segunda mitad del siglo XIX y a lo largo del XX, han hecho imposible el que los "antiguos Fueros" pudieran volver a restaurarse. También aquí, lo que se precisa no es una "restauración" sino una "instauración". El principio de una organización foral es simple de adaptar a cualquier época y es lo que está por encima del tiempo y del espacio. Tras los siglos de ruptura con la Tradición, los ensayos que se han realizado de nuevos modelos de vertebración del Estado (jacobinismo y Estado de las Autonomías, en concreto), han generado problemas y desequilibrios. Si bien ese salto de siglos ha generado la pérdida de sentido de los antiguos fueros, el principio subsiste todavía como forma racional de organización de un Estado. Es más, a medida que los Estados ganan en complejidad, los cuatro principios que acabamos de enumerar como necesarios para evitar el descoyuntamiento de los Estados, son todavía más necesarios.

Más servicios, más lealtad, equivalen a más autonomía a las partes y más confianza en las partes. Es todo un Estado Nuevo el que hay que formar y repensar sobre las ruinas inconfesas del "Estado de las Autonomías". Y la experiencia del tradicionalismo español tiene mucho que decir en este terreno.


PRÓXIMAS ENTREGAS:

- INTRODUCCIÓN: LAS SOLUCIONES DEL VIEJO CARLISMO

- EL CASO DE LAS AUTONOMIAS EN COMPARACIÓN CON LOS FUEROS

- EL REY QUE REINA Y GOBIERNA FRENTE AL REY QUE NI REINA NI GOBIERNA

- LA ESTRUCTURA ORGÁNICA FRENTE A LA PARTIDOCRACIA

- LO ABSOLUTO EN EL TIEMPO DE LA CRISIS DE LA IGLESIA

- EL DERECHO A LA REBELIÓN ANTE EL PODER INJUSTO

- LA PATRIA EN EL TIEMPO DE LOS GRANDES BLOQUES GEOPOLÍTICOS