Debí ser de los primeros que leí el libro de Jorge Gutiérrez cuando
todavía tenía la forma de archivo de Word. Me resultó, desde el primer momento,
un texto sumamente “familiar”: se correspondía con lo que habían ocupado buena
parte de mis reflexiones desde los años 90 (el tema de la Identidad) y, para
colmo, trataban unos temas sobre los que, en ese momento (principios de 2022), estaba
orientando mis lecturas: la modernidad, postmodernismo, post-humanismo. A veces
ocurre, como en este caso, que el destino provoca que un libro llegue en el
momento correcto en el que uno lo necesitaba.
Jorge Gutiérrez tiene tres ventajas para estudiar estos estos
temas: en primer lugar es de “letras” y tiene una sólida formación universitaria
(servidor es de ciencias, sin estudios específicos en materias de sociología o
filosofía); en segundo lugar, es un hombre de su tiempo y, por tanto, con más
capacidad para analizar esta época (sin los lastres que otros, mas próximos al
más allá que al más acá, podamos sentir); combinados estos dos elementos, una
formación orgánica y la energía propia de la juventud, da como resultado el
tercero, planteando preguntas que no han sido contestadas por la generación que
va al paso con el milenio. El resultado de sus reflexiones es este volumen,
extremadamente fácil de leer, ameno y que, junto a las cuestiones planteadas,
ofrece respuestas.
Es frecuente que, a fuerza de oír y utilizar algunos conceptos,
demos por sentado que conocemos todas sus implicaciones. “Identidad” es una de
estas palabras que hoy más se repiten en todos los campos. Creemos que tenemos
una identidad por apoyar a una camiseta de fútbol, por sentirnos orgullosos de
pertenecer a una minoría que suscita apoyos mediáticos, arropada por los bienpensantes
y con días anuales de orgullo y celebración. Nos hacemos solidarios de otros
con el mismo look o tenemos por cierto que una moto de determinada marca supone
evidenciar “una manera de ser”. No nos damos cuenta, de que, más que “identidades”,
estamos ante formas de consumo.
Así pues, esta obra parte prácticamente de cero: nos explica en las
primeras páginas la cuestión a debatir, esto es, las relaciones entre libertad
e identidad dentro de la postmodernidad. En el lenguaje convencional, ambos
términos parecen contradictorios: si uno asume determinada identidad no es
libre para elegir otra, parece reducirse a un esquema cuadriculado y rígido que
excluye cualquier otra posibilidad. De ahí el éxito de la “gran idea”
posmoderna: cualquier cosa que suponga una identidad tradicional, es definida
como un “constructo social”. Así la “libertad” queda a salvo: somos lo que
queremos ser, nuestra identidad es la que nosotros mismos nos construimos cada
día. Hoy puede estar en contradicción con la de mañana, incluso la que asumamos
por el día puede no tener nada que ver con la de la noche. Lo que hoy prevalece
es una dinámica de continua búsqueda de identidades que nos satisfagan en cada
momento. Y estas dependen solo de nuestra voluntad, guiada ésta por una única
finalidad: el placer de ser felices.
Así pues, alegrémonos todos, porque hemos llegado a la doctrina de
la felicidad. Lamentablemente, ésta se presenta como una meta de llegada en
permanente movimiento hacia adelante, una meta que se aleja cada vez más y que
nos obliga a seguir pedaleando para aproximarnos a ella. Y no, eso no es libertad:
el ciclista de un tour no es libre para tomar un atajo o detenerse; debe
llegar a la meta por la vía prefijada. En un momento dado, el autor escribe: “Quizás
sea que hemos inventado metas y valores porque hemos perdido los verdaderos”.
¡Bingo!
El libro denuncia en las primeras páginas esta concepción “construccionista”,
que sitúa como un nivel degenerativo del yoismo cartesiano. El autor evita el
reduccionismo: no hay que olvidar que este fenómeno no es autónomo, sino que está
subsumido en un momento de civilización dominado por la globalización y el
hiperindividualismo. Menciona el “sé tu mismo”, recomendado en Delfos como
forma de saber vivir: se tu mismo y no otro, no tienes libertad para ser
diferente de lo que eres. Y si intentas ser otro, y, además te lo crees, es muy
posible que termines en el diván de un psiquiatra. Esto hace que los dos
términos, identidad y libertad, estén mucho más vinculados de lo que parece
inicialmente.
El autor nos propone una reflexión sobre esta temática que se
inicia con el recordatorio de lo que ha sido la historia reciente del género
humano, desde la caída del Muro de Berlín. La teoría sobre el “fin de la
historia” quedó pronto desmentida con los choques identitarios que desmembraron
la antigua Yugoslavia; siguió luego con la irrupción del islamismo radical, una
forma de identidad religiosa. El “indigenismo” aparecido en todo el continente
norteamericana y en Australia, impuso la idea de que alguien tenía una factura
pendiente que pagar y que el colonialismo no se había resuelto con las independencias.
Todo esto, claro está, sin olvidar que factores como la creciente debilidad de
los Estados-Nación generó, especialmente en España, pero también en el Reino
Unido e Italia, la reaparición de “micronacionalismos”. El autor se pregunta si,
todo esto no implicará que “lo identitario” se ha convertido en un tema
estrella. A la postre, Pierre Vial tendría razón cuando dijo que “el siglo XXI
será el siglo de las identidades”.
Debatir sobre identidades es un mal asunto, dice el autor. En
efecto, ese debate está hoy abierto por la sencilla razón de que ya hemos
perdido la noción de quienes somos. Si fuéramos conscientes de nuestra
identidad, cualquier debate sobre el tema sería ocioso. Ha sido la modernidad la
que ha generado esta polémica. Desde la Ilustración se han ido perdiendo cada
vez más puntos de referencia “absolutos” y los consensos sobre las “grandes señas
de identidad” se han diluido. En contrapartida, han proliferado las “pequeñas
identidades”, tanto más aspirantes a ser sobreprotegidas, cuanto más
minoritarias sean. Es lo que cabía esperar de sociedades hiperindividualizadas.
Al final terminamos constituyendo identidades individualizadas en
base, como recuerda el autor, a experiencias y deseos personales. Esto, nos dijeron
los filósofos postmodernistas, debería haber constituido una fuente de eterna
felicidad. Lamentablemente, no solamente no ha sido así, sino que, mas bien, el
resultado final ha sido el contrario. El “construccionismo” (toda identidad es
el resultado de una construcción social subjetiva y sin ninguna base objetiva)
se ha terminado imponiendo, pero no resuelve el problema de como articular,
organizar y “jerarquizas”, las distintas “pequeñas identidades” efímeras que va
construyendo el individuo. La respuesta es ampliamente insatisfactoria: “Si te
satisface esa identidad y te hace feliz, es válida”. Hay identidades para todos
los gustos y lucir una ha terminado siendo como comprar una camisa: hay
distintas tallas. Todas son buenas, solo que cada uno adapta el mismo producto
a las circunstancias personales del comprador. Eso implica que las identidades han
sido absorbidas por el mercado. El mercado, parcelado en nichos, sirve a cada
uno de ellos, su parcelita cultural, los productos que le satisfarán. Hay para
todos los gustos y tendencias. Nadie queda fuera del mercado.
Tiene razón el autor en recordar que esto es un producto de los
tiempos modernos y que es la primera vez en la historia de la humanidad en que
se plantean estos temas. Lo que ha sido siempre, la defensa de valores
absolutos como base de agregación de una civilización y garantía de desarrollo,
es atribuido hoy a la ¡extrema-derecha! Así pues, desde que el ser humano empuñó
una mandíbula de gacela para sobrevivir al ataque de depredadores mejor dotados
que él, hasta anteayer, la “extrema-derecha” ha dominado el pensamiento. Ahora
esta visión ha caído: Occidente ya no reacciona. Guénon hablaba de “grietas en
la gran muralla”; el autor de esta obra identifica tres brechas que impiden a
la civilización occidental unirse y reaccionar ante la locura instalada con la
postmodernidad: el ateísmo, la subversión plebeya y la inmigración masiva.
La parte central de la obra está dedicada al estudio de la
identidad dentro de la postmodernidad. El autor demuestra tener un conocimiento
exhaustivo de la materia y haber recurrido a los principales analistas de
nuestro tiempo: cita a Bauman y a Lipovetsky, a Sartori y a Maaluf, incorpora
lo dicho por la Escuela de Frankfurt (especialmente en lo relativo a la “industria
cultural”). Más adelante sacará a colación textos de Benoist y de Savitri Devi.,
a Guénon y a Eliade. La conclusión es desesperanzadora: los intelectuales más
brillantes -Bauman, especialmente-, señala lo que ocurre cuando se pierden las “grandes
identidades” que facilitaban la sensación de pertenencia a algo; aparecen
rivalidades, conflictos, presiones. El individuo deja de estar protegido por la
“comunidad” que le aportada sus señas de identidad. Lipovetzsky, por su parte,
denuncia la decepción que ha sembrado la modernidad y el vacío creado por el
hedonismo como fin en sí misma, la obsesión por lo nuevo, lo efímero del amor,
etc. Las relaciones sociales se vuelven “economicistas”: se mantienen -presenciales
o a través de redes sociales- porque creemos poder extraer de ellas un “beneficio”
y una “rentabilidad”. La primera ofensiva “liberalizadora” de las costumbres,
en los años 60 era aceptable, pero el problema ha consistido en que esa
ofensiva se ha transformado en una orgía imparable, sin referencias, sin fin,
sin ningún valor absoluto en el horizonte. El autor lo compara con el turista
moderno: el turista busca viajar a “algún lugar”, eternamente, termina un viaje
y empieza otro, como si nunca quedara satisfecho. La mentalidad donjuanesca es
similar: se busca una y otra relación y luego otra más, porque, en el fondo,
ninguna de ellas satisface.
La parte principal del libro está dedicada a definir el estado de
las identidades en cinco campos más importante de la acción humana: la cultura,
la política, la economía, la naturaleza, la espiritualidad y el Yo. Es,
seguramente, la parte más interesante del libro y en donde el autor se zambulle
en terrenos que han merecido muy poca atención, paradójicamente, por parte de
los “identitarios”.
Empieza explicando el concepto de “marxismo identitario”: cuando
faltan los valores absolutos y se entra en procesos dialécticos en los que lo
mejor se une con lo peor. Es así como aparecen “anti-mitos”, un proceso que han
visto todos los imperios desde el inicio de sus declives, cuando la unidad metafísica
que les ha dado vida, pierde tensión. La fase final del proceso cristaliza
cuando lo profano, lo plebeyo, lo cuantitativo y lo materialista coinciden. La
sociedad tiende a fragmentarse y aparece el “politeísmo de los valores” o el “nuevo
tribalismo”. Los valores comunitarios han dejado de existir. El drama radica en
que la ausencia de valores absolutos y el relativismo como alternativa, supone
renunciar a todo lo que ha hecho posible la civilización, el propio Estado y,
en definitiva, la supervivencia de los pueblos.
La economía, es un apartado poco o nada estudiado por todos los
que nos sentimos poco inclinados a aceptar la disolución de las identidades
comunitarias y de los valores absolutos. El autor tiene razón en afirmar que los
procesos económicos introducen cambios sustanciales en las identidades de los
pueblos e introduce aquí otro concepto poco integrado en los análisis
identitarios: el papel de la técnica. Hoy no puede entenderse la economía sin
el desarrollo técnico y ahí si que es más fácil inferir las alteraciones que se
generan en la esfera del pensamiento. El resultado es que la medida de todas
las cosas es el “rendimiento”, el “beneficio” que pueden aportar y este
concepto, de naturaleza económica, constituye hoy el principal factor de
nivelación y homogeneización de las sociedades al darse a escala global.
¿Y la naturaleza? A fin de cuentas, en el pensamiento
postmodernista todo puede deconstruirse, pero la naturaleza es algo que está
ahí, en el propio ser humano y que se manifiesta mediante instintos. El
desarrollo técnico, la aceleración de los cambios, ha generado que el ser
humano vaya perdiendo instintos. Hemos abusado de la parte racional del
cerebro, olvidando que existen otras formas de guiar los comportamientos de las
especies evolucionadas y eso nos ha conducido al callejón sin salida en el que
nos encontramos hoy, cuyo origen es el “pienso, luego existo” cartesiano.
En el terreno de la espiritualidad, recuerda que el gran impulso de
“la occidentalidad” ha sido el deseo de trascendencia y de superación,
subvertidos por la postmodernidad en beneficio de la “igualdad”. A fuerza de
mirarse a sí mismo, el hombre termina encontrando únicamente certezas humanas:
renuncia a verdades absolutas. Es el rasgo inequívoco de todo proceso de
decadencia.
La última parte del cuerpo central de este libro es la reflexión
sobre el Yo postmoderno. Es ahí en donde ancla la vinculación entre identidad y
libertad. En efecto, la identidad humana se mueve en un espacio de libertad acotado
sobre una base biológica que resulta imposible -y suicida- exceder, pero que
resulta lo suficientemente amplia como para permitir una visión trascendental
de la propia identidad. Esa identidad no puede confundirse con la ofrecida por
la postmodernidad marcada por la industria cultural y el consumo y que conduce
inevitablemente a una saturación del Yo que termina rompiéndose en mil pedazos.
A partir del momento en el que el ser humano asume como patrón de conducta el “hoy
me apetece”, se convierte en un barco a la deriva, cuyos comportamientos son
imprevisibles y siempre superficiales. Dice el autor: “El deseo crea ideologías
para justificar el mismo deseo”. Es la misma conclusión a la que puede llegarse
estudiando las vidas de muchos filósofos actuales cuyo único interés ha sido
encontrar una explicación y una justificación a sus tendencias personales. Un
filósofo atraído por la pedofilia, hará de la justificación de la pedofilia una
constante. Y los ha habido. De hecho, buena parte de los filósofos de la postmodernidad
y los doctrinarios de los “estudios de género”, entran en esta clasificación.
Mientras las doctrinas tradicionales prevenían contra el desarrollo
hipertrófico del yo, advirtiendo que el ego era -aquí sí- un constructo
artificial que se nutría de deseos, la postmodernidad, al exaltarlo, lo ha
lanzado a la piscina del consumismo. Como dice el autor, “lo dionisiaco se ha
hecho hegemónico”.
En las últimas treinta páginas de esta interesante obra, el autor
recapitula y llega a unas conclusiones y, finalmente, a una redefinición de las
identidades en los cinco terrenos elegidos (economía, cultura, política,
naturaleza, espíritu). No pretendemos resumirlas aquí, porque es el lector quien
debe acompañar al autor en ese tramo final, apurando las pistas puestas por
este en los capítulos anteriores de las que nosotros solamente hemos
entresacado algunas ideas que nos han llamado la atención.
Baste decir que el autor, tras reconocer la influencia hegeliana
en su trabajo, define a la civilización occidental como “la más grande y la más
exitosa de todas”. Lo que le lleva a preguntarse: Si esto ha sido así, ¿por qué
estamos en crisis? Respuesta: por el fracaso de la Ilustración. Así pues, se
trata de poner el contador a cero, volver a situarse en el punto de arranque de
la Ilustración y plantear una “nueva ilustración más sana y realista”. Sabemos ahora
cuál es el punto de debemos mantener como absoluto: no perder nunca la
conciencia de quienes somos y de cuál es nuestra identidad. Seres humanos con
la cabeza en el cielo y los pies en la tierra.
Lo dicho hasta aquí son algunas reflexiones a las que nos ha
llevado la lectura de esta obra que consideramos imprescindible para entender
las derivas y los retos impuestos por la modernidad. En lo personal nos hemos
marcado solamente dos objetivos: por una parte, realizar trabajos de revisión
histórica y de comprensión de lo que ha sido la historia política del siglo XX;
de otra, entender nuestro tiempo. Si este último es un objetivo que alguien
comparte, la lectura de esta obra -que no es solamente un ejercicio de
pensamiento crítico, sino también un paquete de propuestas y desafíos- será
imprescindible para aclarar ideas, fijar posiciones, desbrozar rutas y llegar a
síntesis. Felicitamos al autor por este trabajo y le instamos a que persista en
la vía emprendida. Lectura obligada.