La presión de
la “ideología de género” es cada vez mayor. Crece de día en día en todos los
terrenos. En el mundo de las series, por ejemplo, es difícil encontrar en
los stremings, lo que uno busca en casi todos los temas salvo en materia
“LGTBI”. Filmin fue pionera en esto, pero ahora, tanto HBO, como Amazon, como
Netflix cuentan con un apartado bien visible dedicado a esta temática. Y una
característica común: es imposible que estas series sean rentables, todas ellas
tienen una calidad muy mediocre, unos intérpretes de baratillo y, en general,
resultan aburridas, lloronas y sosainas. ¿Y qué me dicen de la publicidad?
Las dos normas universalmente aceptadas en nuestros días para los publicista es
que para vender desde un yogur a un vehículo de alta gama y, por supuesto,
una colonia, hay que introducir a un negro. Si no hay negro, parece que el
producto no se venderá bien. La segunda norma es colocar a un gay o a
individuos de sexualidad ambigua en el spot. Si hablamos de realitys la
cosa va camino de desmadrarse: algún canal de televisión ofrece un reality
de Drag-Queens a la vista del éxito que tuvo la serie “La
Veneno”. Hay un momento en el que uno se pregunta: “Pero, vamos a
ver, ¿hay tanto LGTBIQ+ por ahí que justifique este despliegue inusual de medios
a favor de su causa?
LA IDEOLOGÍA
DE GENERO: FALAZ, DÉBIL Y MOVEDIZA
La respuesta que
nos dan los “progres” es: “aunque solamente hubiera uno por cada letra,
habría que partirse el pecho en defensa de sus derechos y contra la opresión heteropatriarcal”.
No parece muy convincente, a fin de cuentas, estos días hemos visto como el
zoológico de Amberes ha prohibido a Adie Timmermans que dejara de visitar a
Chita, un macho de 38 años con el que tenía una “relación” desde hacía cuatro
años”. No creo que la tal Chita, ni otros chimpancés, tengan a muchas
admiradoras, francamente, pero por la regla de tres “progre”, ese amor
humano-simiesco debería de ser defendido a capa y espada. Tanto es así que, a nadie
le extrañe que, en breve, a la letanía LGTBIQ+ se le añada la “A” de “amor
animal”. A eso nos encaminamos, sin ironías.
La “perspectiva
de género” parte de un principio unánimemente aceptado por todo ese batiburrillo
de letras, a saber: “el género es algo que una definido social artificial”
y los “roles sexuales” están “socialmente construidos con comportamientos y
atributos que una sociedad dado considera apropiados para hombres y mujeres”.
Esta base, tiene
tres atributos: es falaz, débil y movediza y encubre una realidad.
- Es falaz porque, quien ha estudiado biología, incluso gramática, sabe que existen dos géneros: masculino y femenino, al menos para las especies superiores. El género “ambiguo”, en gramática, son aquellas palabras que pueden utilizarse indistintamente con ambos géneros: “el lente” o “la lente”. Excepciones a la norma. La construcción de géneros no es caprichosa o gratuita, depende de un sustrato biológico que constituye su “infraestructura”, de la que la “superestructura” que deriva de ella es la “construcción social” y no al revés. Hay causa y efecto. Los “ideólogos de género”, negando la causa, creen poder afirmar la inconsistencia del efecto.
- Es débil, porque no se somete ni está respaldado por las leyes de la ciencia, ni por las de la lógica, ni siquiera por el sentido común o el instinto. Lo que ha existido siempre -la diferenciación en géneros- seguirá existiendo por mucho que los “progres” se nieguen a aceptarlo: un puño cerrado será lo contrario de una mano abierta y a fuerza de repetir que la imagen de un puño debe verse como una mano abierta, la persona razonable, seguirá viendo el puño, por una simple razón: es un puño y no otra cosa. A veces, comulgar con una rueda de molino tan grande como esta es demasiado hasta para los propagandistas más avezados.
- Es movediza, porque no está construida sobre datos objetivos aportados por la ciencia, sino por construcciones subjetivas dictadas por la particular psicología de los “ideólogos de género”. La construcción artificial de la que han partido no se basa en una apreciación objetiva de la realidad que sugeriría el “punto de normalidad”, sino a partir de excepciones y, sobre todo, de pulsiones personales del “ideólogo de género” que se siente obligado a racionalizarlas, para evitar la sensación de “anormalidad”. El “ideólogo de género” suele ser alguien con algún problema personal que no está dispuesto a asumir como tal y que tiende a transferir a la sociedad: “No soy culpable de que me haya enamorado del gorila Chita, la sociedad que no admite ese amor puro es la culpable…”. La transferencia de la culpa es habitual en varias escuelas de psicología y de psicoanálisis.
CUANDO LAS ENCUESTAS REDIMENSIONAN EL PROBLEMA
A SU JUSTA MEDIDA
Una encuesta
publicada por El
País (boletín oficial del estado progre) sostenía el pasado 29 de junio de
2021 (no a la muerte de Franco) que el 93,9% de los españoles se declara
heterosexual. El porcentaje cae 11 puntos entre los jóvenes de 18 a 24 años
y desciende hasta el 82,7%. El País se sorprende que, en el tramo siguiente de
edad, de los 25 a los 34 años, la heterosexualidad aumente al 91,2%. En las
grandes ciudades, añade la encuesta, el porcentaje de heterosexuales sube a un
93´1%, mientras que en las pequeñas ciudades baja en ciudades de tamaño medio
(entre 400.000 y 1.000.000 de habitantes) al 89’9%. La encuesta la realizó la
Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad Jaume I de Castellón.
Demos estas
cifras por buenas y tomemos el promedio: si el 93,9% de los españoles se
declaran heterosexuales, todo el alfabeto LGTBIQ+ se reduce, en conjunto al
6,1% de la población. Estamos por encima de la media europea: un 5’9% identificado
con el colectivo LGBTIQ+ y, somos el segundo país europeos por detrás de Alemania
con un 7,4% y al mismo nivel que el Reino Unido (si bien esta otra encuesta,
aumenta nuestra cuota de LGTBI+ al 6,8%).
Las feministas
radicales parten de la base de que, si el 50% de la población es de género
femenino, ellas luchan por los derechos de ese 50% y, por tanto, lo representan.
Pero la realidad dice otra cosa: el feminismo radical tiene un apoyo muy
limitado y sus excesos verbales, su intolerancia y sus acciones extremistas y
chillonas, lo limitan aún más. Así mismo, los grupos LGTBIQ+ constituyen una
pequeña fracción de la población, que, además es heterogénea y poliforme (lesbianas,
gays, transexuales, transgénero, travestidos, bisexuales, intersexuales, queer
y lo que puede llegar en el futuro, representado por el signo “+”), en total un
5,9% de la población del país. Si tenemos en cuenta que los gays, supone
entre un 4-5% de la población, salidos o no de la ebanistería, nos queda a
repartir menos de un 2% entre todas las demás variedades.
ALGUNAS
APRECIACIONES SOBRE EL ABECEDARIO LGBTIQ+
En los últimos
tiempos se pretende que se acepte como normal a mujeres virilizadas, cicladas y
hormonadas, con el pelo y el vestido masculinos. Es difícil que lo consigan:
para ello deberían destruir la noción de estética, de feminidad y de belleza. Cuando
los elementos más radicales de la ideología de género dicen que “queda mucho
camino por recorrer”, tienen razón: 4.000 años de cultura circulan por nuestros
genes, no pueden destruirse de un día para otro. Hay que arrasar con demasiados
conceptos estéticos que incluso tienen que ver con la matemática (la “divina
proporción”, el número de Oro, la serie de Finobacci), la estatuaria griega y
cualquier otra forma de arte (que, en el fondo, expresa lo que un pueblo lleva
en sus genes). No es fácil, desde luego, sustituir a la Victoria de Samotracia
por las diosas del paleolítico obesas, con el abdomen, la vulva, las nalgas y
las mamas extremadamente grandes. Y, más allá de esto, los doctrinarios LGTBIQ+
quieren establecer que ese modelo estético, además, era lesbiana… ¡Claro que
hace falta mucho camino por recorrer! De la misma forma que hay hombres y
mujeres, también existe la fealdad y la belleza, la estética y su negación, el Sol
y la Luna, el oro y el mercurio… y, por mucho que se intenta, nunca podrá homogeneizarse
en función de la “igualdad”.
Los realitys
sobre Drags-queens, por su parte, parecen ser meras exaltaciones del freakysmo
y, también aquí, de la fealdad. Antes era posible saber que estábamos en
carnaval gracias a los disfraces. La inviabilidad de la sociedad moderna se demuestra
en que, para algunos, todos los días son carnaval.
¿Y los transexuales?
Los partidarios de que los transexuales pasen por el quirófano y se sometan a abracadabrantes
operaciones que escalofrían a quien tiene clara su identidad sexual, hombre o
mujer, han sido justificadas a causa del alto porcentaje de suicidios de ese
colectivo. Todo sea para evitar estos desenlaces lamentables. Bien, pero lo que
se suele eludir es que quienes pasan por el quirófano ¡tienen un nivel de
suicidios, prácticamente, similar! Con lo que no se resuelve el problema,
sino que, incluso se agrava, en lugar de tomar el toro por los cuernos y acudir
a las terapias psicológicas. En realidad, una operación de “cambio de sexo”
no “cambia el sexo”, cambia el aspecto exterior de la sexualidad -lo que es
muy diferente- pero el sistema hormonal hay que seguirlo rectificando hasta la
muerte mediante medicación, o de lo contrario, los caracteres propios del sexo
de nacimiento se manifestarán de nuevo.
LA CUESTIÓN
GAY EN CRUDO
Y llegamos a los
gays. Cada cual es libre de vivir la sexualidad como quiera, pero no tanto
para hablarnos constantemente sobre su sexualidad. Aunque alguien no lo
crea, hay vida fuera del sexo. Vivimos una época de pansexualismo (homo,
hétero, trans, parafílico…) ante la que se puede decir que lo importante ya,
no es la “libertad sexual” (que existe sin restricciones), sino la “libertad
del sexo” (es decir, el poder participar, percibir y realizar alguna
actividad, en el que la sexualidad no se filtre por algún resquicio, vivir la
propia sexualidad para atender esta parte de lo humano, sin que nos tiranice
mañana, tarde y noche).
Cualquier
práctica sexual es aceptable, mientras sea consensuada por la otra parte, pero
el problema empieza cuando se quiere justificar. Cuando escribí “Los gays
vistos por un hétero”, me llamó mucho la atención que en un diccionario
gay escrito por un par de los más conocidos intelectuales de esta corriente no
figurase ni el término “coito anal”, ni nada relativo al ano, a pesar de que
buena parte de la sexualidad gay se resuelve por ese conducto. Sin embargo, el
diccionario era interesante porque se procuraba dar una “perspectiva histórica”
de la cuestión. Grecia, claro está, ocupaba un lugar destacado: en Grecia
las prácticas homosexuales eran habituales y no estaban cuestionadas. Bien,
pero se evitaba decir que las prácticas homosexuales griegas hoy serían
condenadas por la ley y tenían mucho más que ver con lo que hoy conocemos como
pederastia que con la homosexualidad entre adultos. De hecho, incluso hoy,
cuando se alude a “abusos sexuales del clero”, se intenta por todos los medios
aludir a que se trata de clero homosexual y pedófilo, en la medida en que el número
mayor de abusados son niños.
El Centro
Estadounidense para el Control de Enfermedades (CDC) da unas cifras que no
pueden eludirse: el 63% de los portadores del virus del sida, el 82% de los
casos de sífilis, el 20% de los casos de hepatitis B, el 37% de los casos de
cáncer anal son gays y el 78% de ellos tienen una Enfermedad de Transmisión
Sexual. Esto en EEUU. Es mucho para una población que en Europa está en torno
al 5,9% de la población. Un estudio de 2002 realizado por el respetado Steve
Baldwin, titulado “Abuso de menores y movimiento homosexual”, nos dice
que este 5,9% de la población es responsable de entre el 25% y el 40% de los
casos de pedofilia. Entiendo perfectamente que los gays eludan estos datos. Lo
que no entiendo es porque los organismos médicos competentes no realizan un
seguimiento para confirmar estas cifras o, simplemente, para advertir al mundo
gay de los riesgos que pueden correr. Conocemos la respuesta: “dar datos de
este tipo aumentaría la hostilidad a la comunidad gay”. En realidad, no. Es
más, la lógica indica que solamente puede resolverse un problema sanitario
cuando se reconoce su existencia.
El relativo
aumento del número de gays en los últimos años se debe a tres factores
completamente diferentes:
- el fracaso del sistema educativo y de la coeducación que parte del mito de que los géneros pueden convivir porque son “iguales”. No lo son: son, fundamentalmente, desiguales en todo. Eso hace que, en las clases, los niños tienden a hacerse notar ante las chicas aumentando su comportamiento agresivo y de “niño malo”; algunas chicas quieran imitarlos. Otra parte de los chicos queden absolutamente asustados de la carga de violencia de esas mujeres en ciernes, generando, desde muy jóvenes un rechazo a esa “feminidad salvaje”, en una edad en la que los arquetipos sexuales no están todavía muy bien definidos, tendiendo a la homosexualidad.
- los cambios en la alimentación y la introducción de aditivos, conservantes, colorantes, los piensos, el barniz interior de los envases de conserva, fertilizantes utilizados en agricultura, vermicidas, etc. Evo Morales, verdaderamente alguien muy poco fiable y menos “científico”, recomendó a los indios del Altiplano Andino no comer pollo porque estaba alimentado con hormonas femeninas. El video se hizo viral y con él la carcajada y el descrédito de la idea. Pero es rigurosamente cierto que el problema está ahí. El 1999 la Universidad de Bilbao realizó un estudio sobre los cambios de sexo en las gambas de la ría. No fue un estudio extemporáneo sino basado en que en el País Vasco parecía existir una mayor incidencia de la homosexualidad (que no se debía solamente a los cambios alimentarios, sino que era más patente que en otros lugares de España por el carácter telúrico, matriarcal y ginecocrático de la sociedad vasca). El cómo se produce todo esto es fácil de entender: al ingerir esos alimentos se altera el sistema hormonal. Somos lo que son nuestras hormonas. Y lo que es peor: a la desvirilización del varón y a la masculinización de la mujer, se une la esterilidad creciente de los varones, la pérdida de movilidad y del número de espermatozoides activos.
- el resultado de la moda establecida por los guardianes de la “corrección política”, ayudados por una publicidad mediática masiva. En los años 70, en España, algunos protagonistas de la transición confesaron que en aquellos momentos de “liberación sexual” se habían acostado con todo, salvo con peces. Era la moda de la época: si alguien rechazaba cualquier experiencia (las actrices del “destape” podrían hablar mucho sobre el tema), le decían que era “reprimido”, “inmaduro” o “reaccionario”. Hoy, vuelve a repetirse una situación parecida pero elevada a la enésima potencia y codificada con las siglas LGTBIQ+.
Si aceptamos que
“somos lo que son nuestras hormonas”, aceptaremos también que en el interior
del cuerpo humano existe una situación de equilibrio hormonal, como también
puede darse una situación de desequilibrio, en otras palabras: un “estado de
normalidad” y un “estado de anormalidad”.
EL GRAN PROBLEMA NO ES EL APARATO LGTBIQ+,
SINO LA DESTRUCCIÓN DE LA FAMILIA
La incidencia de
estos tres factores ha operado cambios en el comportamiento sexual de los
españoles: si bien el número de miembros del colectivo LGTBIQ+ sigue siendo
bajo, casi misérrimo, lo justo para dar a Podemos unos cuantos escaños, la
acción de estos propagandistas ha caminado siempre unida a la doctrina paralela
de los “nuevos modelos familiares” que implica la literal destrucción del matrimonio
y de la vida de las parejas. Lo que, unido a factores económico sociales,
convierte en inviable el futuro de las sociedades occidentales: hace 50
años era frecuente encontrar a parejas con más de seis hijos. Reconozco que
cuando me enteré que con mis tres hijos ya era “familia numerosa”, me sorprendí
-luego me decepcioné al saber que la gencat no me daba absolutamente ningún derecho-
para mí “tres hijos” eran pocos hijos. Hoy es raro encontrar una pareja que
voluntariamente haya decidido tener (y pueda mantener) más de un hijo. Mucho
más raro es encontrar parejas que lleven 45 o 50 años casados. La media de un matrimonio
en la actualidad son 14 años y, en algunos casos, no duran ni 14 meses.
Me pregunto,
cómo es que a mi generación (que no tuvo más “lecciones de educación sexual”
que la famosa historia de la conversación en la que papá te contaba como se reproducían
las plantas, cuando ya lo sabías, o las conversaciones “de descubrimiento de la
sexualidad” con los compañeros), le ha sido posible prolongar matrimonios en
los que el amor está vivo 45 años después y las generaciones actuales sean
incapaces de prolongar una relación-promedio de 14 años y de tener una
natalidad de un hijo por pareja como máximo o como se pueden aceptar los “nuevos
modelos familiares”, la mayoría de los cuales implican soledad a la vuelta de
la esquina.
Algo no va
bien: no me preocupa tanto la apisonadora LGTBIQ+, cuyo único fin es diluir las
identidades sexuales, como otras instituciones que tienen a su cargo eliminar cualquier
régimen de identidad (nacional, religioso, conceptual, artístico, étnico).
Alguien sin raíces, alguien sin identidad, puede ser llevado como los peces
muertos a favor de la corriente: un árbol con raíces profundas, se alza hacia
el sol y no hay viento ni huracán que lo doblegue. Cuando se enseña a un
hombre a ser verdaderamente Hombre y a una mujer a ser Mujer, la naturaleza
hace el resto. Su produce una mutua atracción y se reconstruye la unidad
primitiva platónica que aparece en todas las tradiciones y que, de distintas
formas, ha estado presente hasta la modernidad.
Cuando se
abolen las identidades sexuales, aparece la medusa LGTBIQ+ con sus tristes argumentaciones,
sus ideólogos averiados y sus consignas estridentes. Es un signo de las
enfermedades de nuestro tiempo, mucho más que un síntoma de “progresismo”.
Quien dice “sociedad
igualitaria” dice, en el fondo, “sociedad sin identidad” en la que todos sus
miembros son iguales a los granos de arena de una playa, indiferenciados,
irrelevantes, aislados unos de otros. Aquel que tiene identidad, sabe quien es,
sabe también que la “igualdad” es pura ficción y que, en materia sexual, “igualdad”
supone idéntica polaridad y, por tanto, cese de la atracción que solamente
puede venir dada por el contraste, por la -palabra maldita- “desigualdad” de
roles sexuales.