martes, 10 de diciembre de 2019

PARA ENTENDER MEJOR A LOS EEUU: LOS TRES GRANDES “DESPERTARES RELIGIOSOS” (1 de 4)


Se ha dado en llamar “despertares espirituales” a las distintas oleadas de renovación en materia de religiosidad (o seudo-religiosidad) producidas en los EEUU durante los últimos 250 años. A pesar de tratarse de un fenómeno local, estos “despertares” han tenido repercusión en el resto del mundo, en particular, el último, el llamado “Tercer Gran Despertar Espiritual”.

Este “despertar”, el actual, se inició a mediados de los años sesenta del siglo XX nacieron y alcanzaron una creciente influencia en EEUU, lo que se ha llamado genéricamente “nuevos movimientos religiosos”. Casi todos ellos, hunden sus raíces en movimientos anteriormente existentes, pero, la novedad es que irrumpen con una fuerza inusitada que antes no tenían. Siempre, desde finales del siglo XIX, habían existido movimientos religiosos, más o menos, exóticos, pero solamente a partir de los años sesenta del siglo XX alcanzan un carácter masivo, se sitúan más cerca de las esferas de poder y lograron implantarse a nivel planetario. Siempre, así mismo, han existido movimientos evangélicos cristianos, pero hasta las dos últimas décadas del siglo XX, no influyen decisivamente en la política y en la vida social americana.

Algo está pasando en América que no somos capaces de percibir en su totalidad; algo que nos salpicará a todos; mejor dicho, que nos está salpicando ya. Estamos perdidos en pleno bosque y la vegetación nos impide tener perspectiva del paisaje global, pero lo cierto es que se está produciendo una renovación religiosa que, partiendo de EEUU, tiende a crear un “nuevo orden religioso mundial”. Es, seguramente, un efecto de la globalización, pero es, también, algo más que eso. Vale la pena recordar la importancia de estos tres “grandes despertares espirituales”.

El Primer Gran Despertar Espiritual Norteamericano

Gottlieb Mittelberger, un observador alemán que recaló en las colonias de nueva Inglaterra, expresó con claridad la situación en 1754; recordó que en Filadelfia existían 12 iglesias, pero también 14 destilerías de ron… En esa época bullía lo que se ha dado en llamar «Primer Gran Despertar» que, que finalmente, cristalizó de la mano de George Whitefield, un predicador carismático, llamado el «Gran Itinerante». No le costaba reunir a 10.000 fieles reclutados entre los baptistas y la periferia más extrema del puritanismo, lo que nos indica que, a mediados del siglo XVIII, las excentricidades religiosas ya recogían el fervor de un sector mayoritario de la sociedad americana. Whitefield realizó en 30 años, siete giras continentales y su actividad hizo crecer la influencia del puritanismo más extremo y excéntrico. Otros siguieron su obra dentro del marco del Primer Gran Despertar.

Se trató, ciertamente, de un «despertar espiritual», pero que tuvo orientaciones muy diferentes. De un lado, es innegable que tuvo una componente «iluminista». Tampoco en este terreno nada ha cambiado en la modernidad con respecto a la tradición religiosa de los EEUU. El «iluminismo» cree en la posibilidad de una brusca comprensión de la verdad, mediante un diálogo directo con Dios. En este diálogo el síntoma más significativo es la caída de un velo y la percepción intuitiva de una nueva realidad. Uno de sus predicadores, Samuel Jhonson, lo había expresado magistralmente cuando definió lo que sintió al leer una obra de Francis Bacon: «me había sentido como aquel que emerge de las sombras y se encuentra de pronto con la luz de un día soleado». Este tipo de experiencias eran consideradas como «liberadoras» y, no hay absolutamente nada que separe esta visión de la que mantienen los «cristianos renacidos» en los EEUU desde los últimos años del siglo XX.

Pero lo importante es recordar también la otra tendencia del Primer Gran Despertar. Samuel Jhonson fue, así mismo, primer presidente del King’s Collage. Otro predicador puritano y congregacionista, Eleazar Wheelock fue, también, fundador de una escuela para niños indígenas que luego se convirtió en la Facultad de Dartmount especializada en estudios de los clásicos. Esta segunda tendencia del Primer Gran Despertar tuvo una repercusión particular en el terreno formativo y educativo y repercutió en el contenido mismo de las enseñanzas. Además, a partir de 1785, los anglicanos de Boston adoptaron una teología no trinitaria y se convirtieron en la primera «iglesia unitaria» de Norteamérica. A partir de ese momento, aparece un nuevo tipo de confesión religiosa que ya no tiene absolutamente nada que ver con las europeas.

El resultado de este Primer Gran Despertar, previo a la lucha por la independencia de las colonias y que allanó el camino hacia este proceso, fue la constitución de una nueva forma religiosa basada en cinco puntos:
1) énfasis en la predicación,
2) ausencia casi completa de clero,

3) liturgia reducida a la mínima expresión,

4) aumento del valor de la experiencia individual y

5) moralismo como eje central aplicado a la vida cotidiana y a la enseñanza.
El logro fundamental fue que el Primer Gran Despertar dio una identidad común a todos los núcleos de población dispersos por la Costa Este. Hasta entonces, cada comunidad parecía aislada de las demás y tenía inevitablemente a una secta religiosa como corriente mayoritaria. Cada colonia era un mundo aparte y estaba vinculado con el exterior sólo a través de Londres. Con la aparición del Primer Gran Despertar, se forma una conciencia colectiva, se establece un denominador común, autónomo y autosuficiente, alejado de la metrópoli. Es significativo que, en realidad, Whitefield, predicador itinerante recorriera todas las colonias de forma incansable. Cuando murió, fue el primer norteamericano recordado tanto en Georgia como New Hampshire. Whitefield fue la primera figura pública «norteamericana». Gracias al Primer Gran Despertar y a sus predicadores las colonias comprendieron lo que tenían en común.

Como hemos visto, el Primer Gran Despertar espiritual norteamericano daría lugar al movimiento que cristalizó en la independencia nacional. A partir de ese momento, se inicia un período de rápido desarrollo económico, afluencia masiva de inmigrantes europeos que huían de las guerras napoleónicas y de los destrozos de la Revolución Francesa, y un espectacular crecimiento demográfico que hacía necesaria la producción de bienes en cadena.


El Segundo Gran Despertar Espiritual Norteamericano

Mientras todo este proceso socio-económico se activaba, los valores de Norteamérica, especialmente religiosos, seguían vivos. Pero a partir de 1790, cuando la lucha por la independencia empezaba a quedar atrás, apareció una nueva forma de religiosidad que ha dado en llamarse «Segundo Gran Despertar». Todavía harían falta 200 años más para que se generase el «Tercero», que prosigue todavía en nuestros días.

Ya ese Segundo Despertar tuvo como instigadores a predicadores itinerantes que organizaban grandes asambleas públicas generando histeria colectiva y crisis liberadoras para muchos asistentes. El movimiento irradió a partir del Estado de Kentucky. Los predicadores excitaban hasta el frenesí a los asistentes situándolos en una especie de trance profundo e innegable. En el punto culminante, algunos de los presentes caían al suelo con un grito penetrante, se convulsionaban, movían la cabeza de un lado a otro vertiginosamente y luego parecían como muertos. Algunos caían en una risa espontánea e irrefrenable, pero, en absoluto, contagiosa; en otros se producían extraños fenómenos paranormales, el sujeto, tras danzar, parecía estar ausente con una sonrisa beatífica en el rostro. Los había que «huían por miedo» según un testigo, y otros cantaban «con el cuerpo», sin que el sonido surgiera de sus labios. Puede parecer algo extraño, e incluso alguien sospechará que las descripciones están falseadas, pero, en realidad, nada de lo dicho es diferente de lo que ocurre, aquí y ahora, en las asambleas de los «cristianos renacidos», ni en sus principios, ni en su fenomenología.

Este movimiento, que alcanzó a prácticamente toda la sociedad norteamericana, generó las grandes organizaciones religiosas específicamente norteamericanas en los años siguientes: cuáqueros, mormones, e incluso al movimiento dietista del doctor Kellogg, ya en la segunda mitad del siglo. El Segundo Gran Despertar duró casi 75 años y condujo directamente a la Guerra de Secesión.
En buena medida, el desencadenante emotivo de la guerra fue la novela de Harriet Beecher Stowe La Cabaña del Tío Tom. El libro presentaba una situación de inhumanidad con la que eran tratados los esclavos y no se correspondía absolutamente en nada a la realidad. De hecho, la Beecher jamás había viajado al Sur y todo lo relativo a los suplicios y crueldades a los que eran sometidos los negros, salió de su imaginación. Se trataba de una fanática presbiteriana que creía que el espíritu del Segundo Gran Despertar era imprescindible para la formación de la conciencia nacional americana. Pensaba que la sociedad de su tiempo vivía una fuerte corriente materialista que sólo podía ser contrarrestada mediante la práctica religiosa intensiva y enérgica. Religión, política y cultura debían caminar al mismo paso y ser hijas de la misma matriz, sostenía la Beecher. La única forma, para ella, de alcanzar esa meta era realizando un esfuerzo mesiánico que tensara las cuerdas de la sociedad americana y le diera un nuevo impulso. Ese esfuerzo era la conquista del Oeste (había dicho «está claro que el destino religioso y político de la nación habrá de decidirse en el Oeste»). Para ella, solamente el «evangelismo» podía unir a los hombres y mujeres de la frontera en un mismo ideal. Lo que entendía por «evangelismo» era exactamente el mismo concepto que hoy tenemos de «fundamentalismo cristiano». Y si era preciso movilizar conciencias contra el Sur en nombre de la lucha contra la esclavitud, no iba a reparar en los costes y en el dolor que generaría esa iniciativa: simplemente, para ella, la guerra civil era necesaria por el bien de Norteamérica.

En aquel momento, las dos confesiones más arraigadas eran los metodistas, confesión más extendida en 1844, seguidos por los baptistas en el sur. Pero, a partir de entonces aparecieron los movimientos escatológicos y milenaristas que hoy, nuevamente, han recuperado la iniciativa con los «cristianos renacidos».

En 1818, William Millar, un baptista del sur, estudió detenidamente los textos bíblicos y concluyó que el mundo terminaría en 1844. Reclutó a miles de seguidores. Llegada la fecha, nada ocurrió. Para la mayoría de sus fieles se produjo la «gran decepción», pero no así para un grupo de ellos instalados en Battle Creek que pasaron a llamarse Adventistas del Séptimo Día. Desde allí irradiaron a todo el mundo, hasta nuestros días, y se convirtieron en el centro de un imperio vegetariano desde que el doctor John H. Kellogg se hizo cargo del lugar.

Kellog basaba su teoría nutricionista en el desayuno con cereales. Parece banal, pero insertaba su estudio en las raíces culturales norteamericanas. La popularización de los cereales estaba, para Kellog, cargada de virtudes morales. Su mentora, Ellen Harmon, había tenido de adolescente un éxtasis místico en la que «vio» la santidad de los alimentos del desayuno. Gracias a los copos de maíz, los Padres Peregrinos del Mayflower habían salvado la vida; nada como el maíz era más norteamericano. De hecho, lo cultivaban los indios, pero, inicialmente, era inexistente en Europa. El maíz era un regalo de Dios y no podía ser un azar el que se lo hubieran encontrado los colonos. A partir de este principio visionario, el doctor Kellog utilizó todo su saber y sus artes de business management, para justificar y promocionar el consumo de copos de maíz. Si los movimientos religiosos del Segundo Gran Despertar, volvieron a emerger en los años 80, en forma de «cristianos renacidos», el movimiento de Kellogg se reencarnó en los distintos sectores de la New Age.

De aquel Segundo Gran Despertar surgieron, igualmente, los mormones. Fue mucho lo que aportaron a la conciencia nacional americana. De hecho, Joseph Smith, su fundador, proporcionó a América «raíces históricas profundas». Lo de menos era que se trataba de pura invención, lo importante es que, Norteamérica, a partir de Smith era, como mínimo tan «antigua» como la Vieja Europa.

Lo que nos cuenta Smith es que, en 1827 «un ángel», Moroni, le había revelado el emplazamiento de unas planchas de metal en las que estaba escrito la historia de una de las tribus perdidas de Israel. Gracias a unas piedras, Urim y Thurim, y a la colaboración de otro ángel, logró traducir el texto que, editado con el nombre de Libro de Mormon, describe la historia de un pueblo precolombino procedente de la torre de Babel, que cruzó el Atlántico -¡en barcazas!- y logró sobrevivir en el nuevo mundo. Así que «América» procedía, no de la oleada de navegantes y descubridores del siglo XV-XVI… sino del período incierto, pero, en cualquier caso, remoto, de la Torre de Babel. En el 384 de nuestra era, Moroni, hijo de Mormon, enterró las tablas que luego Joseph Smith «descubriría» y que, por cierto, nadie más que él logró ver. Esta locura colectiva logró asentarse y modelar el Estado de Utah hasta nuestros días, sin duda, hoy uno de los Estados más prósperos de los EEUU; allí la influencia mormona sigue siendo absoluta.

En el curso de este Segundo Gran Despertar norteamericano, aparecieron conceptos e ideas que venían de Europa en las valijas de los inmigrantes, pero que solamente en EEUU llegaron a convertirse en verdaderos movimientos de masas.

Del místico sueco Emmanuel Swedemborg y de los 38 densos volúmenes de sus escritos, emanaron las sectas más exóticas. Así mismo, fueron extremadamente bien acogidos el mesmerismo y la homeopatía que encontraron en el territorio americano su tierra de promisión. El hijo directo del messmerismo, el espiritismo, fue un producto típicamente americano que irradió a partir 1847 generando fenómenos de histeria colectiva en los que los protagonistas, mediums, afirmaban ponerse en contacto con «entidades desencarnadas» (almas de los muertos). Robert Owen, hijo del famoso socialista utópico inglés, pronunció una conferencia sobre este tema en la Casa Blanca, ante el escepticismo de Lincoln y la adhesión entusiasta de su mujer. Ésta, tras el asesinato del presidente, recurrió a médiums y técnicas espiritistas para comunicarse con él. En 1870, los espiritistas tenían 11 millones de adeptos en EEUU.

El pragmatismo norteamericano y la tendencia al misticismo de pacotilla, dio como resultado una nueva formulación religiosa basada en la aplicación práctica y utilitaria de los principios religiosos. Lo que aportó el Segundo Gran Despertar, fue la conciencia de que «no hay problema, por grave que sea, que no tenga solución». Cualquier enfermedad, por terrible y destructora que sea, puede curarse mediante la fe. Es la «auto-ayuda» (¿les suena el término?) llevada a sus últimas consecuencias. Esta corriente tuvo en Mary Baker Eddy a su principal exponente. Aquejada de dolores terribles que ninguna medicina oficial lograba paliar, fue, finalmente, curada por un tal Quimby, que practicaba el mesmerismo, una forma de curación mediante una mezcla de imposición de manos e hipnosis. A partir de ahí, intuyó el origen mental de cualquier dolencia y creó su propio sistema de curación espiritual basado en el principio de que toda realidad está en la mente y cualquier otra cosa es pura ilusión, tal como, por lo demás, afirmaba Swedemborg.

Pero este Segundo Gran Despertar y sus procedimientos de «autoayuda» debían de tener todavía otro profeta, junto a Mary Baker, el doctor Kellog, Joseph Smith y los adventistas, etc., se trataba de Ralph Waldo Emerson cuyos libros y tratados sobre el carácter han inspirado a generaciones de buscadores de textos de «auto-ayuda». Emerson era un utopista que promovió una comunidad que terminó en bancarrota. De él quedan sus libros reutilizados en sucesivos tratados editados desde entonces (mediados del siglo XIX, hasta nuestros días). Y aún hubo más.

Los emigrantes alemanes, ciertamente influidos por los socialistas utópicos, crearon comunidades florecientes como la Harmony de Pensilvania. Eran pietistas y proponían la confesión auricular, pero eran hábiles trabajadores y hubieran logrado perpetuar sus comunidades de no ser por que rechazaban el matrimonio y la procreación. Evidentemente, tenían “fecha de caducidad” y, en apenas una generación, se extinguieron. Otra de estas comunidades, la de Oneida, realizó experimentos avanzados y «sicalípticos». Practicaban el amor libre, el «matrimonio complejo» (decidido comunitariamente) y, finalmente, educaban a sus hijos como en los kibbutz actuales.

Todo este enjambre de sectas y confesiones exóticas cristalizó en el gran hallazgo de América: el impulso dado al sistema educativo. Educación es, ayer y hoy, progreso. A mediados del siglo XIX, ya existía un denso tejido educativo, público y privado, en los EEUU. El Estado se había hecho cargo de sostener económicamente la educación de millones de niños y adolescentes. Las escuelas públicas no estaban controladas por ninguna secta religiosa, pero extendían valores religiosos: para ellos, religión y educación eran terrenos inseparables. Pragmáticos, como siempre, intentaron que, más que una forma de culto, la educación difundiera una forma de comportamiento y actitud social, que luego, los padres, en el hogar, podían o no fortalecer.

Decir que aquello era una balsa de aceite religiosa es completamente inexacto. Las tensiones dramáticas en materia espiritual existieron desde los comienzos de la nación americana. No hace falta aludir a la «caza de brujas» que tuvo lugar en Salem en el siglo XVIII y que evidenció hasta dónde podía llegar la histeria colectiva y lo mínimos que podían ser los desencadenantes. En esa misma época, Thomas Merton quien intentó llevar a EEUU la costumbre pagana de la fiesta del «Palo de Mayo» se hizo acreedor de la persecución por motivos religiosos.

A partir del primer cuarto del siglo XIX, empezaron a llegar de forma masiva inmigrantes irlandeses, esto es, católicos, que encajaron mal con este panorama religioso. En los veinticinco años que siguieron, establecieron diócesis por todo el territorio de los EEUU y a partir de 1834 tuvieron que afrontar campañas anticlericales procedentes de distintos sectores evangélicos y masónicos. Aparecieron panfletos difamatorios, especialmente contra los conventos. No faltaban, al igual que en la literatura anticatólica europea, elementos pornográficos que colocaban un punto de picante en el relato. Tuvieron inmenso éxito. En 1834, un convento de monjas ursulinas fue incendiado en Boston. No hubo tribunal capaz de condenar a los instigadores y, hasta los propios jueces, estaban convencidos de que se asesinaba a niños ilegítimos en los inexistentes calabozos subterráneos del convento.

También apareció el temor a una «conspiración católica» destinada a conquistar el valle del Mississippi, dirigida por el Papa y el emperador austriaco. Escritores notables (Lyman Beecher o Samuel Morse) afirmaron que los emperadores europeos enviaban a América a sus súbditos para que se apoderaran del país. Era cierto que los inmigrantes católicos aceptaban salarios bajos y rompían el mercado de trabajo, pero era incuestionable que la riada migratoria no estaba inducida por ningún «centro oculto» de poder europeo. De todas formas, esta tendencia al «conspiracionismo» ha estado, a partir de entonces, implícita en un reducto de la población norteamericana que siempre ha integrado cualquier acontecimiento en su particular visión del mundo, por irracional que fuera. Aún hoy, en la América profunda, se cree que la ONU es una conspiración comunista destinada a esclavizar a América y quienes justifican este criterio no tienen dificultades en encontrar una amplia panoplia de argumentos paranoides…

Desde la autora de La Cabaña del Tío Tom hasta los conspiracionistas anticatólicos, pasando por los mentores del movimiento cuáquero, los mormones, los adventistas, los messmeristas, espiritistas, nutricionistas, etc., lo que se había creado era una propia «religión nacional» que influía decisivamente en la vida norteamericana y en la formación de la mentalidad y el carácter a través del sistema educativo público. Ciertamente, esta religión era indefinida, carecía de un culto único e incluso sus enfoques eran radicalmente distintos… pero coincidían en su rechazo a la esclavitud. Sin embargo, la esclavitud era tan antigua en Norteamérica como el gobierno representativo. Efectivamente, había aparecido en 1619 cuando un navío holandés llevó a los primeros esclavos al territorio de las colonias de Nueva Inglaterra.

Progresivamente, a lo largo del segundo tercio del siglo XIX, pudo comprobarse que el esclavismo y el espíritu religioso eran altamente incompatibles y terminaron desembocando en la guerra civil. No en vano Paul Jhonson dice en su Historia de los EEUU: «el Segundo Gran Despertar, con su aguda intensificación de la pasión religiosa, significará la sentencia de muerte de la esclavitud, del mismo modo que el Primer Despertar había firmado la sentencia de muerte del colonialismo británico».

Una vez terminada la guerra civil, América irradiará poderosamente, primero en Centroamérica (guerra contra México e intervención en distintos países centroamericanos, directamente o mediante “filibusteros”), después en el Caribe y el Pacífico (guerra contra España), para luego proyectarse sobre Europa (con las dos guerras mundiales), sobre el sudeste asiático (frustrada intervención en la Península Indochina) y más tarde sobre Oriente Medio y Asia Central (directamente o a través de la alianza privilegiada que EEUU mantiene con el Estado de Israel). Es indudable que esta expansión tiene una motivación fundamentalmente geopolítica y económica, pero el gran hallazgo de Norteamérica ha sido justificarla, no en función de las ambiciones territoriales o la intención manifiesta de depredación económica, sino por argumentos éticos y morales. En la etapa actual correspondió a los “cristianos renacidos” aportar las argumentaciones intervencionistas a la opinión pública.


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