miércoles, 12 de diciembre de 2018

365 QUEJÍOS (220) – LA ORGIA DE LOS SABORES FALSOS


Debo reconocer que mi vocación frustrada es la de “probador de alimentos”. Todos conocemos el sabor de unos callos a la madrileña, de unas habas a la catalana o de unas migas extremeñas. Es el sabor familiar, el de siempre, el que, por sí mismo, nos lleva a los recuerdos de nuestra infancia. Es como un simple olor, que es capaz de servir como trampolín para reconstruir momentos pasados. Los sentidos, a fin de cuentas, nos ayuda a tener pasado, a estar arraigados, a tener tradiciones propias, algo que está en el ánimo de todo conservador como el que suscribe. Pero, de hecho, el mirar atrás, solamente genera una inevitable tortícolis, por tanto, junto al arraigo -las raíces del árbol- deben estar también las hojas que tienden hacia lo alto y que nos lleva a todo lo que es presente y futuro. De ahí que mencionara mi vocación frustrada. Me encanta probar los nuevos sabores. Es duro y difícil, lo sé, pero es una de las pocas posibilidades que todavía me quedan para “vivir peligrosamente”.

Sin ir más lejos, el domingo pasado veo una bolsa de patatas fritas, Frit Ravich. Esta y otras marcas han variado su producto originario. En mi infancia el mejor regalo que podían ofrecernos nuestros padres y abuelos era una bolsa de papel cebolla y de color (amarillo, rojo, azul, verde) con patatas fritas artesanales. De hecho, mi primera pelea con un niño de mi edad debió ser a los tres años cuando me negué a compartir con él el contenido de una de estas bolsas. El cabronazo -porque hay niños que ya a los tres años demuestran tener potencial y vocación de cabronazos- pretendía quitarme la bolsa en unos jardines de la Avenida de Roma. Fue a partir de los años 80 cuando las patatas fritas empezaron a diversificar sus sabores: que si a la pimienta, que si “artesanales”, que si “al punto de sal”.

Poco a poco, allí conde antes había “colmados” o “tiendas de ultramarinos”, empezaron a verse “supers” que, fueron ampliándose hasta las macrosuperficies que conocemos hoy. Dos secciones, parecieron crecer desmesuradamente: la de los lácteos y la de los fritos. De hecho, hay mucha gente joven que hoy ya ni debe saber cómo sabe un vaso de leche recién extraída de la vaca, ni el sabor de una patata. Lo más aproximado son los cientos de productos con otros tantos sabores artificiales que encubren el originario y verdadero.

Lo dicho, el otro día veo una bolsa de patatas fritas Frit Ravich con el siguiente nombre: “Chips – Premium – Sabor y textura llevado al máximo” y en más grande: “Sabor oliva y anchoa”. Lo compro, como no podía ser de otra forma y, efectivamente, tenían un remoto sabor a oliva y anchoa. Es curioso porque unos meses antes había comprado un producto similar con “Sabor a huevo frito” (seguramente ácido sulfhídrico diluido y absorbido por algún micropolvo como excipiente). Y, al día siguiente de comentarlo por el chat familiar -recurso cuando hijos y padres están dispersos- mi muy querida hija me cuenta que pruebe otras que han salido con “Sabor a queso de Cabra y Cebolla Caramelizada”. Así lo haré, como hará unos treinta años hice con unas “Rufles Matutano al fesco pepinillo”, anunciadas por la mismísima Pamela Anderson (en el esplendor de sus curvas cuando se emitía la serie Vigilantes de la Playa), me abrieron, por decirlo así, al exploración de nuevas perspectivas alimentarias.


Si a esto unimos que hay patatas fritas con sabor a “cóctel de gambas”, “a páprika”, “a queso”, etc, etc., no sorprenderá que una de las dudas existenciales que pueden sumir al consumidor en la más profunda de las depresiones es: “¿Pero qué sabor voy a consumir hoy?”.

Me ocurre lo mismo con otros productos: en Alemania localicé un “Afri-Cola” absolutamente sorprendente, la bebida casi oficial de los barrios turcos. Por no hablar de la Pepsi-Cola transparente que no logró imponerse: un líquido incoloro con sabor al refresco. O el Trinaranjus con burbujas. O la Coca-Cola con sabor a cereza, a vainilla… Los supermercados canadienses son un escaparate de “sabores y sensaciones”. De entre todos los productos, me quedé con un refresco con sabor a galleta que, efectivamente, tenía un amago de lo que anunciaba. En Costa Rica la Fanta de cereza arrasa. Y así sucesivamente. Hay todo un mundo de sabores por explorar. Mundo que entraña ciertos peligros.

En efecto, los especialistas suelen aconsejar, como norma para mantenerse en buena salud, consumir productos que no contengan más de tres “E”. Se trata de aditivos, conservantes, colorantes, saborizantes, estabilizantes y demás añadidos que facilitan que estos productos lleguen a los comercios, prolonguen su vida y tengan un sabor y una textura particulares. Me ha sorprendido, por ejemplo, que se admita que no todos los aditivos “E” utilizados en la alimentación no estén “autorizados” e incluso que estas autorizaciones varíen en cada país. En Canadá, por ejemplo, el país con mayor y mejor “seguridad alimentaria”, en estos momentos están prohibidos como cancerígenos aditivos que todavía se discute en Europa si son peligrosos o no. Buena parte de los sabores alimentarios se obtienen por simple suma de productos químicos. La “química de los sabores” es uno de los sectores más desarrollados de esta rama de la industria. Porque, obviamente, las patatas fritas con sabor a queso de cabra o a olivas y anchoas, no tiene ni rastro de lo que pregona: es todo química. ¿Se entiende lo que decía sobre “vivir peligrosamente”.

El problema no es zamparse una bolsa de patatas al fresco pepinillo (lamentablemente desaparecidas del mercado a poco de su lanzamiento), sino engancharse a ellas: el efecto acumulativo de los aditivos parece ser demoledor. Nadie se convierte en toxicómano para toda la vida, por fumar un porrito, de la misma manera que nadie va a contraer en cáncer de colon por regalarse una bolsa de patatas con sabor a cóctel de gambas y sin rastro de gambas. Es la insistencia, la adicción, lo que hace a todo esto peligroso.

Un último ejemplo. El otro día decidí que hacía un buen día para desayunar frente al mar. Así que me compré en el super de la esquina algo que parecían ser pastas de sobrasada. Eso y una cervecita ante unas aguas serenas, alimenta el espíritu y algo más que el espíritu. Miré la etiqueta (siempre hay que mirar la etiqueta, antes de comprar…): podían contarse en total ¡18 ADITIVOS “E”! ¡Y pensar que solamente las cajas de cigarrillos advierten de su peligrosidad! Tomarse una caja de esas pastas de sobreasada (que, por supuesto, no contenían absolutamente nada de sobreasada: lo rojizo del relleno era tomate, más colorante, junto a “atún” del cual juro por El Capitán Trueno que no se notaba ni rastro) era como colocarse una soga al cuello y tirar de ella.

Un consejo, no os obsesionéis con todo esto. Simplemente, controlar vuestra dieta y diversificad al máximo vuestra alimentación: no consumáis habitualmente un producto con más de tres “E”. Así reduciréis los riesgos. Es lo más que puede aspirarse en este país en donde los políticos suben y bajan, pero la inseguridad alimentaria permanece, legislatura tras legislatura y de autonomía en autonomía.

Recomiendo esta web sobre aditivos, clasificados según su seguridad o peligrosidad: E-Aditivos