Infokrisis.- La tesis de esta segunda parte es muy simple: tiende a demostrar que el toreo ha acompañado los mejores momentos en la historia de España y ha encontrado eco en el corazón de nuestros grandes conductores; mientras, los adversarios del toreo han surgido en los momentos de decadencia y en todo aquello de nuestra historia de lo que se puede prescindir. Podríamos traspasar también esta dicotomía al dominio de la pintura y concluir que nuestros grandes pintores del XIX y del XX (Goya, Picaso, Dalí, entre otros muhos), han representado en sus cuadros y de manera encomiástica al toreo. E incluso hoy, en el mundo de la cultura abundan los favorables a considerar a los toros como algo que “está en la modernidad, pero que no pertenece a la modernidad”. Ayer mismo, el urbanista e intelectual, Luis Racionero, sin duda uno de los más brillantes intelectuales de los últimos 40 años, defendía en las tardes de Onda Cero, esta fiesta con argumentos parecidos a los que utilizábamos en la primera parte de este ensayo. Tal es el recorrido que vamos a realizar.
En la Edad Media, cuando España volvió a ser.
Desde los tiempos en que los patricios romanos combatían contra uros en las arenas del circo, y los iniciados mitriacos se bañaban ritualmente en la sangre del toro, hasta la Alta Edad Media, hay pocas noticias sobre el toreo. Prácticamente desde que Odoacro, rey de los godos hérulos, asaltó Roma y envió las enseñas imperiales a Bizancio en el 476, hasta el siglo, se sabe poco como evolucionaron esos ritos pagamos. Pero, sin duda subsistieron.
De un lado, el mitraismo, especialmente tras la muerte de Juliano Emperador, fue desapareciendo asimilado por el cristianismo (desde el Edicto de Constantino, la Iglesia que había recomendado la deserción de las legiones mientras proclamaron la religión de la paz, al convertirse en nuevo poder, excomulgaron a los desertores y recuperaron la mejor tradición mitraica como religión de los combatientes). ¿Qué ocurrió luego?
Apenas 266 años después, en el 742, nacía Carlomagno reputado de ser un admirador de la fiesta de los toros (lances de toros). La cosa es importante porque se trata de un emperador de vocación europea que quiso reconstruir la unidad perdida de “Roma la Grande” (tal como se conocía al Imperio Romano en la Edad Media) y que demuestra que el toreo, aun conservándose en España, Portugal y en el Mediodía francés, fue europeo siglos atrás como ya habíamos sostenido en la primera parte de este ensayo. Es fácil pensar que en el tiempo que media entre la caída de Roma y la juventud de Carlomagno, los toros habían pasado de ser un rito iniciático, a ser una fiesta popular.
En esos mismos años cuando cobra carta de naturaleza la leyenda del Camino de Santiago y aparecen fragmentos legendarios que indican que el toro estaba incorporado al naciente imaginario colectivo del pueblo español ya durante la primera fase de la Reconquista. En Astorga aparece la leyenda de la “Reina Loba” (inevitable el tener a esta “reina” como avatar de la Loba Capitolina romana venerada en todo el ámbito imperial). En las costas de Galicia llega una barca acompañada por cuatro marineros con el cadáver del Apóstol Santiago. Saltan a tierra y se dirigen al castillo de la Reina Loba, la cual los encarcela. Ayudados por la providencia los cuatro marineros logran escapar, pero la Reina Loba envía a sus soldados a capturarlos. Cuando ya los han divisado y sólo queda atravesar un puente, éste hunde arrastrando a los perseguidores al barranco. Es entonces cuando los cuatro marinos se presentan otra vez ante la Reina Loba pidiéndole una pareja de bueyes para trasladar al cadáver del Santo Apóstol Santiago. La Reina se burla de ellos y en lugar de bueyes les entrega dos toros bravos… pero estos, por intervención sobrenatural, se dejan uncir mansamente. La Reina Loba se convierte entonces al cristianismo.
Sería difícil encontrar una perífrasis simbólica más clara: los cuatro marineros son los cuatro evangelistas y el cadáver de Santiago (Sant-Yago, esto es, Santa Unión, pues el término sánscrito “Yug”, del que derivan Yago y Yugo tiene análogo sentido al de “religare” del que deriva “religión”, significando en ambos casos “unión”) el proyecto misional en el que se muestra la voluntad de arraigar el catolicismo español con la tradición originaria del catolicismo, asumiendo desde entonces y hasta principios del siglo XVIII, la construcción de un binomio inseparable: España-Catolicidad. La Reina “Loba” es, por supuesto, la alusión a la Roma imperial y patricia, todopoderosa que, finalmente se rinde ante el poder del cristianismo. En cuanto a la sustitución de los bueyes (castrados y mansos) por dos toros bravos, indica que el poder de Santiago es superior a la fuerza del toro apareciendo un tema habitual en la Edad Media, especialmente en el período gibelino: la lucha entre el poder sacerdotal y el poder de las aristocracias guerreras; la virilidad del toro, en esta versión, se amansa ante el poder sobrenatural de la fe, el sacerdocio se impone sobre la casta guerrera.
Esta leyenda muestra la “actualidad” del toro durante los “siglos oscuros” del Medievo y demuestra también que el toro seguía siendo un icono popular. Cuenta las crónicas que el Cid era –como no podía ser otra forma- un gran aficionado al lanceo de toros. Eso ocurría a principios del siglo XI. En aquella época el lanceo era un deporte de la aristocracia guerrera y, como tal, se realizaba solamente a caballo. El toreo a caballo duró hasta el siglo XVII y no fue sino entonces cuando empezó a torearse a pie por menestrales e incluso por campesinos, subsistiendo solamente el arte del rojeo a caballo reservado para la aristocracia guerrera.
De Alfonso X el Sabio también quedó constancia de su afición a los toros y, para colmo, en un fragmento vinculado al Condado de Barcelona (esa ciudad declarada antitaurina…). Uno entre varios fragmentos en los que se cita esta tendencia es en la crónica de 1128, año “en el que casó Alfonso VII en Saldaña con Doña Berenguela. Hija del Conde de Barcelona, y entre otras funciones hubo también fiestas de toros”.
Todo esto demuestra que en los siglos en los que se constituyó la esencial de las tradiciones antropológicas y culturales de nuestro país, la Edad Media, la fiesta de los toros ya ocupaba un lugar destacado.
Antes de los Reyes Católicos, el toro de lidia ya era un animal “diferente” que merecía otra consideración: ni estaba hecho para el arrastre, ni para la alimentación, ni por su piel, sino para ser lanceado y lidiado a la manera de la época. A partir de certificarse la unidad de las coronas de Castilla y de Aragón, empieza a realizarse una primera selección de toros bravos localizada en la provincia de Valladolid. Sin excesivos datos objetivos se atribuye a una ganadería que subsistió hasta el siglo XIX –Raso del Portillo- los primeros intentos de estabilizar un tipo de toro bravo adaptado para estas fiesta entre los siglo XV y XVI. Pero también en Andalucía, Navarra, en el valle del Jarama y en Aragón, se criaron toros para estos festejos. En el siglo XVIII, cuando las “corridas de toros” ya se convirtieron en un espectáculo cotidiano, las ganaderías empezaron a parecerse a las actuales.
Entre el Siglo VIII y el XVII, la fiesta de los toros siguió siendo cosa de la aristocracia guerrera. Pruebas no faltan… se toreaba a caballo, se utilizaba espada y lanza: la montura y la espada eran solo autorizadas para caballeros. Los Grandes Austrias, fueron partidarios de la fiesta hasta el punto de que Carlos I Emperador festejó el nacimiento de Felipe II con un lance de varas y luego el que sería su sucesor hizo otro tanto. A Todo esto, Felipe II tuvo que interceder ante el Vaticano para que levantara la excomunión sobre quienes participaran en estos festejos. En efecto, la bula papal Salute Gregis (1567), emitida por Pio V, había prohibido los lances con toros y no fue sino su sucesor. Gregorio XIII, ocho años después, quien reconocimiento el papel de Felipe II como defensor la cristiandad, volvió a autorizarlos. Lo que, en ocasiones discuten los historiadores del toreo es si el papa levantó la excomunión siguiendo el ruego del Emperador, o si fue a la vista de que nadie hacía caso del interdicto y la Iglesia perdía fieles y veía mermada su autoridad…
En esa época, España incluso exportó el noble arte de lanceo de reses bravas a… Inglaterra –increíble, pero certificado por los cronicones- en donde en el XVI llegaron a celebrarse este tipo de fiestas auspiciados por la aristocracia en el período en el que Carlos I de Inglaterra y Lord Buckingham, invitados durante su estancia en España a uno de estos eventos, quedaron prendados por él, reproduciéndolos en su tierra natal. Dado que los ingleses son muy suyos, estos espectáculos importados de España en el XVI terminaron desembocando en los bull-baitings, peleas entre perros y toros que resultaron prohibidas en 1824, a instancias de la Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals…
La fiesta todavía distaba de parecerse a la actual. Tenía con el rejoneo el común elemento del caballo, pero ni capote, ni banderillas, estaban presentes. Las plazas… eran cuadradas y solían ser plazas mayores a las que se les añadía una barrera y un entramado de asientos y gradas de madera, mientras que el resto del público, los menestrales especialmente, lo contemplaban desde las ventanas de sus viviendas.
En esos años empieza a formarse “la cuadrilla” cuyas funciones son de ayuda al caballero que torea con su montura. La nobleza reconstruye en ello la figura del “paje” (el aprendiz de escudero) y de “escudero” (aprendiz de caballero). Combatiente en su montura, queda del período medieval el privilegio de matar al toro a caballo con la espada. Es el paje el que le entrega la espada y es el “escudero” el que le ayuda en la proto-faena. La incipiente cuadrilla torea a pie. Para atraer al toro utilizan su capa y, con eso el toreo empieza a parecerse al actual. Todavía no se utiliza la muleta, ni el falso estoque que vendrán luego. En ocasiones, el caballero no logra matar al toro desde su montura (por falta de pericia, porque el toro está agotado y no persigue al caballo sino que lo rehúye), y es entonces cuando alguien de sus ayudantes recibe el encargo de acabar con él.
En el período de los Austrias Menores, la nobleza empieza a decaer. Así como en las generaciones anteriores, el noble había recibido su título por hechos de armas –nunca como prebenda por amistad o por su patrimonio amasado en negocios- y transmitía a sus descendientes la responsabilidad de su casta (marqueses o señores que defendías las marcas de las fronteras; duques o descendientes de los “dux bellorum”, literalmente “señores de las batallas” en los que los monarcas delegaban el arte de la guerra; y condes defensores de un territorio) que era, ni más ni menos, que el combate, en el nuevo período histórico que se inicia con la decadencia del Imperio, la nobleza empieza a ausentarse de los “lanceos”. Éstos siguen celebrándose, pero, cada vez protagonizados por hidalgos de menor relieve, hasta que, finalmente, desaparece casi completamente el caballo (relegado a partir de ahora a las corridas de rejones) y el toreo se hace cosa de a pie, propio de las castas bajas de la sociedad. Y, a partir de ese momento, se convierte en un espectáculo masas en su forma moderna.
La afición ya apuntaba maneras en los siglos XVI y XVII y rebasó con mucho el ámbito de las fiestas mayores y de determinados días del año. Pasó a celebrar victorias bélicas primero, luego se institucionalizó en determinados períodos del año y, finalmente al organizarse las ferias taurinas ya en un período reciente. En el siglo XVII esta tendencia ya se ha consolidado. Los toreros empiezan a ser, aun sin título de nobleza, extremadamente populares. Queda de la antigua tradición guerrera, el “paseillo” de las cuadrillas, verdadero remedo de un desfile militar en el que se lucen capotes y armas y donde todo está ordenado jerárquicamente, por rangos, como en cualquier ejército.
La sustitución de los Austrias por la dinastía borbónica, no aporta nada bueno a la fiesta. Los borbones vienen de Francia así como los Habsburgo venían de Austria. La diferencia reside en que mientras estos son respetuosos con las tradiciones populares, los primeros son hijos de la Ilustración y pretenden traer a España el período de “las Luces”. Desde Felipe V existe una desconfianza creciente de la monarquía hacía borbónica hacia el toreo. Afectos a una tradición racionalista (más que racional) y “dispuestos a modernizar el país”, los borbones desconfían de algo que ha nacido en la más remota antigüedad y que el pueblo sigue como si de un rito religioso se tratara. No es racional, luego no es ilustrado…
Aún así la fiesta de los toros, progresa y aparecen innovaciones impuestas por los grandes nombres de la época: un menestral, hijo de menestrales, “Costillares” (Joaquín Rodríguez), conocedor de la anatomía de los bóvidos a raíz de su trabajo en el matadero de Sevilla, crea la faena de capote y perfecciona el lance de verónica, vuelve a disciplinar a las cuadrillas que sólo reconocerán, a partir suyo, la orden del mataor. Inventa el volapié y la muerte por estoque humillando el hocico del toro. Cien años después, “Cúchares”, inventa la faena “al natural”. Antes que él, Pepe-Hillo, muerto en la plaza, había escrito un primer tratado de tauromaquia. A partir de ahí se suceden los grandes nombres: Lagartijo, Frascuelo, Paquiro en el XIX y ya en el XX, Belmonte, Joselito, antes de la guerra civil y después Manolete, Dominguín y su eterno rival Ordóñez. Y así hasta llegar a los hermanos Rivera Ordoñez, al francés Sebastián Castella, a El Juli o a César Rincón (favorito del que suscribe) seguido a corta distancia de Enrique Ponce.
El toreo goza de buena salud y sigue siendo un espectáculo que atrae el favor de un público que se va renovando, a despecho de los anti-taurinos. Los mejores años de la historia de España han sido años en los que la población y la autoridad política o la monarquía, se han identificado con el arte del toreo. Porque, a fin de cuentas, los detractores del toreo aparecen, no solo en la decadencia, sino que, por lo general, son los promotores de esa misma decadencia.
Con los borbones el anti-taurinismo se hizo rey. La aristocracia se afrancesó en pocos años como prueba de que ya habían perdido las raíces y la tensión existencial de los mejores años del Imperio. Para colmo Felipe V creó una nueva aristocracia que ya no era la de la sangre, sino la del blasón obtenida a costa de adular al monarca, entregarle preces o simplemente lamerle el culo. Y los borbones de ayer y de hoy lo tuvieren siempre requete-lamido. Desde Felipe V –cuyo nombre se maldice aún hoy en media España- que consideraba a las corridas como espectáculos propios “del populacho” y que las prohibió en 1723, hasta Fernando VI rodeado de Ilustrados –con Jovellanos en cabeza- que sólo las consintió a cambio de que los ingresos obtenidos se descargaran el erario público, los borbones, uno tras otro, intentaron apuntillar a la fiesta.
El Conde de Aranda, creador de una logia masónica independiente de las logias inglesas, durante el reinado de Carlos III, prohibió de nuevo las corridas en 1771. Nadie, por supuesto, le hizo caso y la orden sirvió solo para demostrar lo indómito de un pueblo que no desertaba de sus tradiciones seculares. Carlos IV quiso imponer su autoridad actualizando la prohibición en 1805. De esos años son los aguafuertes y grabados de Goya sobre la fiesta. Fernando VII a quien en su vida no quedó nadie al que no traicionara, gozó, curiosamente, de popularidad, sin duda por el hecho de que no se atrevió a una nueva prohibición que hubiera evidenciado aún más su debilidad.
A partir de los períodos liberales del siglo XIX (desde el trienio liberal 1820-1823), los distintos gobiernos de esa corriente atacaron una y otra vez a las corridas y las prohibieron con idéntica fortuna que los borbones. En 1877 cuando el Marqués de San Carlos y Montevirgen, José María de Quiñones de León y Vigil, lo intentó por última vez en 1877, ante un parlamento atemorizado y sabedor que de votar por la prohibición equivaldría a no revalidar nunca su acta de diputados, se negó a aprobarla. No era raro: en aquellos días, Lagartijo y Frascuelo eran más populares en España que el poncio de turno o el mismo papa de Roma.
Luego vino la crisis finisecular del XIX y las revisiones de la historia de España, país dramático este en el que el progresismo siempre ha mirado más al extranjero que al terruño y donde el conservadurismo ha sido habitualmente regresivo y tendido a lo atávico. En tanto que eco del pasado, no es raro que el progresismo de hoy (que corresponde exactamente a los liberales del XIX y a los borbones ilustrados y afrancesados del XVIII), intuyeran algo no reductible a sus esquemas en la fiesta de los toros.
Más lamentable es, por el contrario, que algunos españoles, a la hora de reflexionar sobre lo que significó la última página en la ruina del Imperio en 1898, terminaran opinando que había que desterrar los toros de nuestra cultura. Hay en la Generación del 98 una parte que, literalmente vuelve la espalda a la tradición española y cree que en ella está la fuente de todas nuestras desgracias. Unamuno optó por esta dirección. Otros, como Eugenio Muñoz Díaz, antitaurino de manual, ex sacerdote que mantuvo amoríos con la cantante María Noel, cuyo apellido adoptó como seudónimo, fueron casos de psiquiátrico. Dado que su complejo de culpabilidad latente al mantener amores cuando aún estaba bajo la promesa de la castidad, sublimó este complejo reforzándose en la idea de que quienes mataban a los toros y quienes los jaleaban, eran todavía más culpables que él… Casi típico de la psiquiatría aun non nata. Muñoz (o “Noel” por parte de amante), la emprendió contra los toros y el flamenco.
Confundía “Noel” la Andalucía creada por Isabel II y sus marquesonas a mediados del XIX, cuando por pura moda introdujeron en la jet-set de la época las batas de cola, los faralaes y los tejidos de lunares y estampado gitano, con los que Merimé había descrito “lo andaluz”, confundiéndolo con “lo gitano” (Andalucía hasta ese momento había podido ser llamada “Castilla Sur” dado que tras la expulsión de los moros y moriscos había sido repoblada con castellanos). Las pocas luces de Muñóz-“Noel” -que a todo esto se había hecho socialista y republicano, y cuyo complejo de culpabilidad no le dejaba razonar con la cabeza fría y las neuronas en forma- favorecieron que lo mezclara todo: toreo, gitaneo, andalucismo, pasodoble, cantejondo y, para colmo, en el popurrí incluyó al “género chico” (la zarzuela) y no pudo incluir al “género ínfimo” (el naciente espectáculo de music hall arrevistada y sexy) porque en eso estuvo su primera amante… Leyendo a Muñoz-“Noel” se percibe que lo que más le fastidiaba de todo esto es que la gente se divirtiera. Era un tipo sombrío y amargado al que los desengaños políticos terminaron por avinagrarlo del todo. En la biblioteca Nacional pueden consultarse su obra, hoy olvidada y que ni siquiera los antitaurinos consideran por excesivamente enrevesada y visceral.
En cuanto a los antitaurinos de hoy, en buena parte su experiencia procede de asociaciones norteamericanas (PETA) o inglesas. Otros, tienen mas interés en borrar síntomas de lo que consideran “lo español” de sus autonomías, mucho más que de defender a los toros. Los hay de todo, pero se trata de actitudes irrelevantes, de gente no menos irrelevante.
Un resumen de la historia del toreo
Estamos llegando al final de lo que nos habíamos propuesto. A partir de Julius Evola sabemos que existen dos tipos de civilizaciones, casi como dos categorías ontológicas radicalmente separadas e irreconciliables: las civilizaciones tradicionales y las civilizaciones modernas. Esta clasificación no se refiere al tiempo de los siglos, sino a los valores: las civilizaciones tradicionales hablan en términos de “comunidad”, las modernas en términos de “clase”: las tradicionales se orientan por valores superiores, las modernas por valores materiales y de consumo; las tradicionales quieren seguir fieles a sus orígenes, quieren tener un vínculo con la “tierra de los padres” (por eso el patriotismo es propio de estas civilizaciones e incomprendido en la modernidad), las modernas niegan el pasado, lo perciben como regresivo, como cualquier otra estructura (como la familia, como la religiosidad, como la idea de orden, la de autoridad y la de jerarquía, que niegan pertinazmente). Son dos formas de entender la civilización que están frente a frente y de manera irreconciliable.
En la historia de España, algo trascendental ocurrió en 1717: la España tradicional de los Austrias (en realidad eran “las Españas”), fue derrotada por la Ilustración y la ideología de las Luces, entronizándose una dinastía afrancesada y “progresista”. Es a partir de ese momento en donde empiezan los problemas en la historia de España que se arrastran hasta ahora. Al centralismo francés traído por los borbones y destructor de fueros, sigue la revolución francesa traída a España por Napoleón y luego las revoluciones liberales. Negación de la tradición, afirmación del progreso. No es de extrañar que desde Felipe V las corridas de toros fueran denostadas primero por los ilustrados, luego por los afrancesados, finalmente por los liberales que mamaban de las fuentes de la revolución francesa de 1789 y actualmente por los “progres”.
Quizás fuera porque la dinastía de los Austrias no estuvo a la altura en sus últimos representantes que impidió que se operase un fenómeno de modernización similar al que experimentó Japón entre mediados del siglo XIX y hasta los años 60 del XX, cuando una sociedad inspirada por valores tradicionales, pudo aplicar modernas estructuras de producción basadas en los principios tradicionales (la fidelidad a la autoridad tradicional se trasladó a las empresas; el gusto por la obra bien hecha, presente en toda civilización tradicional, convirtió a Japón a partir de 1945 en gran potencia industrial… demostrando que Tradición no implica atavismo y atraso). La Alemania de Bismarck realizó un recorrido similar.
El punto de inflexión de nuestra historia (1717 con el desenlace de la Guerra de Sucesión) convulsionó a toda la sociedad española, incluso a la que había tomado partido por el Borbón. En ese momento, las ideas tradicionales fueron progresivamente arrinconadas en beneficio de las ideas ilustradas primero, liberales después y progresistas ahora. La idea de “las Españas” se arrinconó primero apareciendo un centralismo borbónico y luego el jacobinismo revolucionario que no era sino su adaptación y consecuencia extrema.
En el siglo XIX el foralismo carlista intentó mantener en pie la idea “de las Españas” y el vigor de los “cuerpos intermedios” de la sociedad a los que los liberales atacaron una y otra vez hasta prohibir el movimiento gremial. Luego, en el siglo XX, el debate no fue cerrado por la Generación del 98 y los regeneracionistas no consiguieron emitir un dictamen convincente sobre las causas de nuestra decadencia. En los años 30, los distintos movimientos que emulaban al fascismo, intuyeron cuál era el origen del problema de España. José Antonio Primo de Rivera condenó el liberalismo y aportó buenos motivos para ello. Al igual que otros fascismos de la época, consideró su pensamiento como una síntesis de tradición y revolución.
Si de algo podemos estar seguros es de que nuestra tradición política no deriva del liberalismo, como tampoco debe nada a las ideas de la Ilustración y a la ideología de Las Luces. Todo eso se concretó en las revoluciones liberales y masónicas y en la irrupción de otras familias políticas: liberalismo primero y socialismo después.
Las corridas de toros solamente se pueden enmarcar en la tradición española en tanto que cristalización de una parte de su identidad. Si se defienden principios identitarios y tradicionales, esto implica que, gustando o no gustando las corridas de toros, se las entiende y se las encaja en la historia de España.
A la inversa: quien dice pertenecer a una familia política que ha combatido (y ha sido combatida por…) al liberalismo y el socialismo (socialismo utópico y socialismo marxista), su actitud no puede ser sino automáticamente contraria a las corridas de toros, como, de hecho así lo demuestra este pequeño análisis histórico que hemos realizado, no solamente para recordar que los toros forman parte de la identidad española (y de “las Españas”) sino que existen dos familias políticas opuestas. Y la nuestra no tiene nada que ver con quienes sistemáticamente se han opuesto a los toros.
En la Edad Media, cuando España volvió a ser.
Desde los tiempos en que los patricios romanos combatían contra uros en las arenas del circo, y los iniciados mitriacos se bañaban ritualmente en la sangre del toro, hasta la Alta Edad Media, hay pocas noticias sobre el toreo. Prácticamente desde que Odoacro, rey de los godos hérulos, asaltó Roma y envió las enseñas imperiales a Bizancio en el 476, hasta el siglo, se sabe poco como evolucionaron esos ritos pagamos. Pero, sin duda subsistieron.
De un lado, el mitraismo, especialmente tras la muerte de Juliano Emperador, fue desapareciendo asimilado por el cristianismo (desde el Edicto de Constantino, la Iglesia que había recomendado la deserción de las legiones mientras proclamaron la religión de la paz, al convertirse en nuevo poder, excomulgaron a los desertores y recuperaron la mejor tradición mitraica como religión de los combatientes). ¿Qué ocurrió luego?
Apenas 266 años después, en el 742, nacía Carlomagno reputado de ser un admirador de la fiesta de los toros (lances de toros). La cosa es importante porque se trata de un emperador de vocación europea que quiso reconstruir la unidad perdida de “Roma la Grande” (tal como se conocía al Imperio Romano en la Edad Media) y que demuestra que el toreo, aun conservándose en España, Portugal y en el Mediodía francés, fue europeo siglos atrás como ya habíamos sostenido en la primera parte de este ensayo. Es fácil pensar que en el tiempo que media entre la caída de Roma y la juventud de Carlomagno, los toros habían pasado de ser un rito iniciático, a ser una fiesta popular.
En esos mismos años cuando cobra carta de naturaleza la leyenda del Camino de Santiago y aparecen fragmentos legendarios que indican que el toro estaba incorporado al naciente imaginario colectivo del pueblo español ya durante la primera fase de la Reconquista. En Astorga aparece la leyenda de la “Reina Loba” (inevitable el tener a esta “reina” como avatar de la Loba Capitolina romana venerada en todo el ámbito imperial). En las costas de Galicia llega una barca acompañada por cuatro marineros con el cadáver del Apóstol Santiago. Saltan a tierra y se dirigen al castillo de la Reina Loba, la cual los encarcela. Ayudados por la providencia los cuatro marineros logran escapar, pero la Reina Loba envía a sus soldados a capturarlos. Cuando ya los han divisado y sólo queda atravesar un puente, éste hunde arrastrando a los perseguidores al barranco. Es entonces cuando los cuatro marinos se presentan otra vez ante la Reina Loba pidiéndole una pareja de bueyes para trasladar al cadáver del Santo Apóstol Santiago. La Reina se burla de ellos y en lugar de bueyes les entrega dos toros bravos… pero estos, por intervención sobrenatural, se dejan uncir mansamente. La Reina Loba se convierte entonces al cristianismo.
Sería difícil encontrar una perífrasis simbólica más clara: los cuatro marineros son los cuatro evangelistas y el cadáver de Santiago (Sant-Yago, esto es, Santa Unión, pues el término sánscrito “Yug”, del que derivan Yago y Yugo tiene análogo sentido al de “religare” del que deriva “religión”, significando en ambos casos “unión”) el proyecto misional en el que se muestra la voluntad de arraigar el catolicismo español con la tradición originaria del catolicismo, asumiendo desde entonces y hasta principios del siglo XVIII, la construcción de un binomio inseparable: España-Catolicidad. La Reina “Loba” es, por supuesto, la alusión a la Roma imperial y patricia, todopoderosa que, finalmente se rinde ante el poder del cristianismo. En cuanto a la sustitución de los bueyes (castrados y mansos) por dos toros bravos, indica que el poder de Santiago es superior a la fuerza del toro apareciendo un tema habitual en la Edad Media, especialmente en el período gibelino: la lucha entre el poder sacerdotal y el poder de las aristocracias guerreras; la virilidad del toro, en esta versión, se amansa ante el poder sobrenatural de la fe, el sacerdocio se impone sobre la casta guerrera.
Esta leyenda muestra la “actualidad” del toro durante los “siglos oscuros” del Medievo y demuestra también que el toro seguía siendo un icono popular. Cuenta las crónicas que el Cid era –como no podía ser otra forma- un gran aficionado al lanceo de toros. Eso ocurría a principios del siglo XI. En aquella época el lanceo era un deporte de la aristocracia guerrera y, como tal, se realizaba solamente a caballo. El toreo a caballo duró hasta el siglo XVII y no fue sino entonces cuando empezó a torearse a pie por menestrales e incluso por campesinos, subsistiendo solamente el arte del rojeo a caballo reservado para la aristocracia guerrera.
De Alfonso X el Sabio también quedó constancia de su afición a los toros y, para colmo, en un fragmento vinculado al Condado de Barcelona (esa ciudad declarada antitaurina…). Uno entre varios fragmentos en los que se cita esta tendencia es en la crónica de 1128, año “en el que casó Alfonso VII en Saldaña con Doña Berenguela. Hija del Conde de Barcelona, y entre otras funciones hubo también fiestas de toros”.
Todo esto demuestra que en los siglos en los que se constituyó la esencial de las tradiciones antropológicas y culturales de nuestro país, la Edad Media, la fiesta de los toros ya ocupaba un lugar destacado.
Antes de los Reyes Católicos, el toro de lidia ya era un animal “diferente” que merecía otra consideración: ni estaba hecho para el arrastre, ni para la alimentación, ni por su piel, sino para ser lanceado y lidiado a la manera de la época. A partir de certificarse la unidad de las coronas de Castilla y de Aragón, empieza a realizarse una primera selección de toros bravos localizada en la provincia de Valladolid. Sin excesivos datos objetivos se atribuye a una ganadería que subsistió hasta el siglo XIX –Raso del Portillo- los primeros intentos de estabilizar un tipo de toro bravo adaptado para estas fiesta entre los siglo XV y XVI. Pero también en Andalucía, Navarra, en el valle del Jarama y en Aragón, se criaron toros para estos festejos. En el siglo XVIII, cuando las “corridas de toros” ya se convirtieron en un espectáculo cotidiano, las ganaderías empezaron a parecerse a las actuales.
Entre el Siglo VIII y el XVII, la fiesta de los toros siguió siendo cosa de la aristocracia guerrera. Pruebas no faltan… se toreaba a caballo, se utilizaba espada y lanza: la montura y la espada eran solo autorizadas para caballeros. Los Grandes Austrias, fueron partidarios de la fiesta hasta el punto de que Carlos I Emperador festejó el nacimiento de Felipe II con un lance de varas y luego el que sería su sucesor hizo otro tanto. A Todo esto, Felipe II tuvo que interceder ante el Vaticano para que levantara la excomunión sobre quienes participaran en estos festejos. En efecto, la bula papal Salute Gregis (1567), emitida por Pio V, había prohibido los lances con toros y no fue sino su sucesor. Gregorio XIII, ocho años después, quien reconocimiento el papel de Felipe II como defensor la cristiandad, volvió a autorizarlos. Lo que, en ocasiones discuten los historiadores del toreo es si el papa levantó la excomunión siguiendo el ruego del Emperador, o si fue a la vista de que nadie hacía caso del interdicto y la Iglesia perdía fieles y veía mermada su autoridad…
En esa época, España incluso exportó el noble arte de lanceo de reses bravas a… Inglaterra –increíble, pero certificado por los cronicones- en donde en el XVI llegaron a celebrarse este tipo de fiestas auspiciados por la aristocracia en el período en el que Carlos I de Inglaterra y Lord Buckingham, invitados durante su estancia en España a uno de estos eventos, quedaron prendados por él, reproduciéndolos en su tierra natal. Dado que los ingleses son muy suyos, estos espectáculos importados de España en el XVI terminaron desembocando en los bull-baitings, peleas entre perros y toros que resultaron prohibidas en 1824, a instancias de la Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals…
La fiesta todavía distaba de parecerse a la actual. Tenía con el rejoneo el común elemento del caballo, pero ni capote, ni banderillas, estaban presentes. Las plazas… eran cuadradas y solían ser plazas mayores a las que se les añadía una barrera y un entramado de asientos y gradas de madera, mientras que el resto del público, los menestrales especialmente, lo contemplaban desde las ventanas de sus viviendas.
En esos años empieza a formarse “la cuadrilla” cuyas funciones son de ayuda al caballero que torea con su montura. La nobleza reconstruye en ello la figura del “paje” (el aprendiz de escudero) y de “escudero” (aprendiz de caballero). Combatiente en su montura, queda del período medieval el privilegio de matar al toro a caballo con la espada. Es el paje el que le entrega la espada y es el “escudero” el que le ayuda en la proto-faena. La incipiente cuadrilla torea a pie. Para atraer al toro utilizan su capa y, con eso el toreo empieza a parecerse al actual. Todavía no se utiliza la muleta, ni el falso estoque que vendrán luego. En ocasiones, el caballero no logra matar al toro desde su montura (por falta de pericia, porque el toro está agotado y no persigue al caballo sino que lo rehúye), y es entonces cuando alguien de sus ayudantes recibe el encargo de acabar con él.
En el período de los Austrias Menores, la nobleza empieza a decaer. Así como en las generaciones anteriores, el noble había recibido su título por hechos de armas –nunca como prebenda por amistad o por su patrimonio amasado en negocios- y transmitía a sus descendientes la responsabilidad de su casta (marqueses o señores que defendías las marcas de las fronteras; duques o descendientes de los “dux bellorum”, literalmente “señores de las batallas” en los que los monarcas delegaban el arte de la guerra; y condes defensores de un territorio) que era, ni más ni menos, que el combate, en el nuevo período histórico que se inicia con la decadencia del Imperio, la nobleza empieza a ausentarse de los “lanceos”. Éstos siguen celebrándose, pero, cada vez protagonizados por hidalgos de menor relieve, hasta que, finalmente, desaparece casi completamente el caballo (relegado a partir de ahora a las corridas de rejones) y el toreo se hace cosa de a pie, propio de las castas bajas de la sociedad. Y, a partir de ese momento, se convierte en un espectáculo masas en su forma moderna.
La afición ya apuntaba maneras en los siglos XVI y XVII y rebasó con mucho el ámbito de las fiestas mayores y de determinados días del año. Pasó a celebrar victorias bélicas primero, luego se institucionalizó en determinados períodos del año y, finalmente al organizarse las ferias taurinas ya en un período reciente. En el siglo XVII esta tendencia ya se ha consolidado. Los toreros empiezan a ser, aun sin título de nobleza, extremadamente populares. Queda de la antigua tradición guerrera, el “paseillo” de las cuadrillas, verdadero remedo de un desfile militar en el que se lucen capotes y armas y donde todo está ordenado jerárquicamente, por rangos, como en cualquier ejército.
La sustitución de los Austrias por la dinastía borbónica, no aporta nada bueno a la fiesta. Los borbones vienen de Francia así como los Habsburgo venían de Austria. La diferencia reside en que mientras estos son respetuosos con las tradiciones populares, los primeros son hijos de la Ilustración y pretenden traer a España el período de “las Luces”. Desde Felipe V existe una desconfianza creciente de la monarquía hacía borbónica hacia el toreo. Afectos a una tradición racionalista (más que racional) y “dispuestos a modernizar el país”, los borbones desconfían de algo que ha nacido en la más remota antigüedad y que el pueblo sigue como si de un rito religioso se tratara. No es racional, luego no es ilustrado…
Aún así la fiesta de los toros, progresa y aparecen innovaciones impuestas por los grandes nombres de la época: un menestral, hijo de menestrales, “Costillares” (Joaquín Rodríguez), conocedor de la anatomía de los bóvidos a raíz de su trabajo en el matadero de Sevilla, crea la faena de capote y perfecciona el lance de verónica, vuelve a disciplinar a las cuadrillas que sólo reconocerán, a partir suyo, la orden del mataor. Inventa el volapié y la muerte por estoque humillando el hocico del toro. Cien años después, “Cúchares”, inventa la faena “al natural”. Antes que él, Pepe-Hillo, muerto en la plaza, había escrito un primer tratado de tauromaquia. A partir de ahí se suceden los grandes nombres: Lagartijo, Frascuelo, Paquiro en el XIX y ya en el XX, Belmonte, Joselito, antes de la guerra civil y después Manolete, Dominguín y su eterno rival Ordóñez. Y así hasta llegar a los hermanos Rivera Ordoñez, al francés Sebastián Castella, a El Juli o a César Rincón (favorito del que suscribe) seguido a corta distancia de Enrique Ponce.
El toreo goza de buena salud y sigue siendo un espectáculo que atrae el favor de un público que se va renovando, a despecho de los anti-taurinos. Los mejores años de la historia de España han sido años en los que la población y la autoridad política o la monarquía, se han identificado con el arte del toreo. Porque, a fin de cuentas, los detractores del toreo aparecen, no solo en la decadencia, sino que, por lo general, son los promotores de esa misma decadencia.
Con los borbones el anti-taurinismo se hizo rey. La aristocracia se afrancesó en pocos años como prueba de que ya habían perdido las raíces y la tensión existencial de los mejores años del Imperio. Para colmo Felipe V creó una nueva aristocracia que ya no era la de la sangre, sino la del blasón obtenida a costa de adular al monarca, entregarle preces o simplemente lamerle el culo. Y los borbones de ayer y de hoy lo tuvieren siempre requete-lamido. Desde Felipe V –cuyo nombre se maldice aún hoy en media España- que consideraba a las corridas como espectáculos propios “del populacho” y que las prohibió en 1723, hasta Fernando VI rodeado de Ilustrados –con Jovellanos en cabeza- que sólo las consintió a cambio de que los ingresos obtenidos se descargaran el erario público, los borbones, uno tras otro, intentaron apuntillar a la fiesta.
El Conde de Aranda, creador de una logia masónica independiente de las logias inglesas, durante el reinado de Carlos III, prohibió de nuevo las corridas en 1771. Nadie, por supuesto, le hizo caso y la orden sirvió solo para demostrar lo indómito de un pueblo que no desertaba de sus tradiciones seculares. Carlos IV quiso imponer su autoridad actualizando la prohibición en 1805. De esos años son los aguafuertes y grabados de Goya sobre la fiesta. Fernando VII a quien en su vida no quedó nadie al que no traicionara, gozó, curiosamente, de popularidad, sin duda por el hecho de que no se atrevió a una nueva prohibición que hubiera evidenciado aún más su debilidad.
A partir de los períodos liberales del siglo XIX (desde el trienio liberal 1820-1823), los distintos gobiernos de esa corriente atacaron una y otra vez a las corridas y las prohibieron con idéntica fortuna que los borbones. En 1877 cuando el Marqués de San Carlos y Montevirgen, José María de Quiñones de León y Vigil, lo intentó por última vez en 1877, ante un parlamento atemorizado y sabedor que de votar por la prohibición equivaldría a no revalidar nunca su acta de diputados, se negó a aprobarla. No era raro: en aquellos días, Lagartijo y Frascuelo eran más populares en España que el poncio de turno o el mismo papa de Roma.
Luego vino la crisis finisecular del XIX y las revisiones de la historia de España, país dramático este en el que el progresismo siempre ha mirado más al extranjero que al terruño y donde el conservadurismo ha sido habitualmente regresivo y tendido a lo atávico. En tanto que eco del pasado, no es raro que el progresismo de hoy (que corresponde exactamente a los liberales del XIX y a los borbones ilustrados y afrancesados del XVIII), intuyeran algo no reductible a sus esquemas en la fiesta de los toros.
Más lamentable es, por el contrario, que algunos españoles, a la hora de reflexionar sobre lo que significó la última página en la ruina del Imperio en 1898, terminaran opinando que había que desterrar los toros de nuestra cultura. Hay en la Generación del 98 una parte que, literalmente vuelve la espalda a la tradición española y cree que en ella está la fuente de todas nuestras desgracias. Unamuno optó por esta dirección. Otros, como Eugenio Muñoz Díaz, antitaurino de manual, ex sacerdote que mantuvo amoríos con la cantante María Noel, cuyo apellido adoptó como seudónimo, fueron casos de psiquiátrico. Dado que su complejo de culpabilidad latente al mantener amores cuando aún estaba bajo la promesa de la castidad, sublimó este complejo reforzándose en la idea de que quienes mataban a los toros y quienes los jaleaban, eran todavía más culpables que él… Casi típico de la psiquiatría aun non nata. Muñoz (o “Noel” por parte de amante), la emprendió contra los toros y el flamenco.
Confundía “Noel” la Andalucía creada por Isabel II y sus marquesonas a mediados del XIX, cuando por pura moda introdujeron en la jet-set de la época las batas de cola, los faralaes y los tejidos de lunares y estampado gitano, con los que Merimé había descrito “lo andaluz”, confundiéndolo con “lo gitano” (Andalucía hasta ese momento había podido ser llamada “Castilla Sur” dado que tras la expulsión de los moros y moriscos había sido repoblada con castellanos). Las pocas luces de Muñóz-“Noel” -que a todo esto se había hecho socialista y republicano, y cuyo complejo de culpabilidad no le dejaba razonar con la cabeza fría y las neuronas en forma- favorecieron que lo mezclara todo: toreo, gitaneo, andalucismo, pasodoble, cantejondo y, para colmo, en el popurrí incluyó al “género chico” (la zarzuela) y no pudo incluir al “género ínfimo” (el naciente espectáculo de music hall arrevistada y sexy) porque en eso estuvo su primera amante… Leyendo a Muñoz-“Noel” se percibe que lo que más le fastidiaba de todo esto es que la gente se divirtiera. Era un tipo sombrío y amargado al que los desengaños políticos terminaron por avinagrarlo del todo. En la biblioteca Nacional pueden consultarse su obra, hoy olvidada y que ni siquiera los antitaurinos consideran por excesivamente enrevesada y visceral.
En cuanto a los antitaurinos de hoy, en buena parte su experiencia procede de asociaciones norteamericanas (PETA) o inglesas. Otros, tienen mas interés en borrar síntomas de lo que consideran “lo español” de sus autonomías, mucho más que de defender a los toros. Los hay de todo, pero se trata de actitudes irrelevantes, de gente no menos irrelevante.
Un resumen de la historia del toreo
Estamos llegando al final de lo que nos habíamos propuesto. A partir de Julius Evola sabemos que existen dos tipos de civilizaciones, casi como dos categorías ontológicas radicalmente separadas e irreconciliables: las civilizaciones tradicionales y las civilizaciones modernas. Esta clasificación no se refiere al tiempo de los siglos, sino a los valores: las civilizaciones tradicionales hablan en términos de “comunidad”, las modernas en términos de “clase”: las tradicionales se orientan por valores superiores, las modernas por valores materiales y de consumo; las tradicionales quieren seguir fieles a sus orígenes, quieren tener un vínculo con la “tierra de los padres” (por eso el patriotismo es propio de estas civilizaciones e incomprendido en la modernidad), las modernas niegan el pasado, lo perciben como regresivo, como cualquier otra estructura (como la familia, como la religiosidad, como la idea de orden, la de autoridad y la de jerarquía, que niegan pertinazmente). Son dos formas de entender la civilización que están frente a frente y de manera irreconciliable.
En la historia de España, algo trascendental ocurrió en 1717: la España tradicional de los Austrias (en realidad eran “las Españas”), fue derrotada por la Ilustración y la ideología de las Luces, entronizándose una dinastía afrancesada y “progresista”. Es a partir de ese momento en donde empiezan los problemas en la historia de España que se arrastran hasta ahora. Al centralismo francés traído por los borbones y destructor de fueros, sigue la revolución francesa traída a España por Napoleón y luego las revoluciones liberales. Negación de la tradición, afirmación del progreso. No es de extrañar que desde Felipe V las corridas de toros fueran denostadas primero por los ilustrados, luego por los afrancesados, finalmente por los liberales que mamaban de las fuentes de la revolución francesa de 1789 y actualmente por los “progres”.
Quizás fuera porque la dinastía de los Austrias no estuvo a la altura en sus últimos representantes que impidió que se operase un fenómeno de modernización similar al que experimentó Japón entre mediados del siglo XIX y hasta los años 60 del XX, cuando una sociedad inspirada por valores tradicionales, pudo aplicar modernas estructuras de producción basadas en los principios tradicionales (la fidelidad a la autoridad tradicional se trasladó a las empresas; el gusto por la obra bien hecha, presente en toda civilización tradicional, convirtió a Japón a partir de 1945 en gran potencia industrial… demostrando que Tradición no implica atavismo y atraso). La Alemania de Bismarck realizó un recorrido similar.
El punto de inflexión de nuestra historia (1717 con el desenlace de la Guerra de Sucesión) convulsionó a toda la sociedad española, incluso a la que había tomado partido por el Borbón. En ese momento, las ideas tradicionales fueron progresivamente arrinconadas en beneficio de las ideas ilustradas primero, liberales después y progresistas ahora. La idea de “las Españas” se arrinconó primero apareciendo un centralismo borbónico y luego el jacobinismo revolucionario que no era sino su adaptación y consecuencia extrema.
En el siglo XIX el foralismo carlista intentó mantener en pie la idea “de las Españas” y el vigor de los “cuerpos intermedios” de la sociedad a los que los liberales atacaron una y otra vez hasta prohibir el movimiento gremial. Luego, en el siglo XX, el debate no fue cerrado por la Generación del 98 y los regeneracionistas no consiguieron emitir un dictamen convincente sobre las causas de nuestra decadencia. En los años 30, los distintos movimientos que emulaban al fascismo, intuyeron cuál era el origen del problema de España. José Antonio Primo de Rivera condenó el liberalismo y aportó buenos motivos para ello. Al igual que otros fascismos de la época, consideró su pensamiento como una síntesis de tradición y revolución.
Si de algo podemos estar seguros es de que nuestra tradición política no deriva del liberalismo, como tampoco debe nada a las ideas de la Ilustración y a la ideología de Las Luces. Todo eso se concretó en las revoluciones liberales y masónicas y en la irrupción de otras familias políticas: liberalismo primero y socialismo después.
Las corridas de toros solamente se pueden enmarcar en la tradición española en tanto que cristalización de una parte de su identidad. Si se defienden principios identitarios y tradicionales, esto implica que, gustando o no gustando las corridas de toros, se las entiende y se las encaja en la historia de España.
A la inversa: quien dice pertenecer a una familia política que ha combatido (y ha sido combatida por…) al liberalismo y el socialismo (socialismo utópico y socialismo marxista), su actitud no puede ser sino automáticamente contraria a las corridas de toros, como, de hecho así lo demuestra este pequeño análisis histórico que hemos realizado, no solamente para recordar que los toros forman parte de la identidad española (y de “las Españas”) sino que existen dos familias políticas opuestas. Y la nuestra no tiene nada que ver con quienes sistemáticamente se han opuesto a los toros.
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