jueves, 27 de octubre de 2022

Jean Marie Le Pen, 94 años. Homenaje, agradecimiento y recuerdo (VI) - LAS CUESTIONES ESPINOSAS

Decir que Le Pen y el Front National han hecho de la inmigración el caballo de batalla y la principal idea-fuerza de su opción, no es decir nada nuevo. La cuestión es si el problema existe realmente y –tal es el verdadero fondo de la cuestión– hasta qué punto Le Pen tiene razón en ver a la inmigración como problema y en vincularla al crecimiento de la delincuencia. Por el momento, para una quinta parte del electorado no hay dudas posibles: el líder del Front National tiene razón al diagnosticar que se han rebasado los límites razonables de entrada de extranjeros en Francia y que el Estado debe adoptar medidas radicales. La cuestión es todavía más importante por que Francia forma parte de la Unión Europea que, a la postre, no es más que un continuum geopolítico sin barreras desde el linde germano-polaco hasta Gibraltar. En este contexto ya no existen problemas nacionales franceses, sino problemas europeos. Y en este sentido algo está pasando por que en Austria, Italia, Bélgica, Holanda, Inglaterra, Suiza, están apareciendo movimientos similares al Front National –y recalcamos lo de similares por que cada uno de ellos tiene una especificidad que lo hace relativamente diferente a los demás. Tantos electores –que no asesinan, que son respetuosos con las leyes, que admiten las reglas del juego democrático sin cuestionar ni la democracia de partidos, el libre mercado, y que, como máximo proponen reformas constitucionales, no han protagonizado ningún caso de corrupción– no pueden ser despachados con la infamante etiqueta de «fascistas», «racistas», «neonazis» y «ultras», en primer lugar por que no lo son y en segundo por que constituyen un sector de la opinión pública europea, de importancia creciente, que no puede ser ignorado: se puede gobernar sin ellos, se puede, incluso hacerlo contra ellos, pero no se puede gobernar ignorando su existencia, ocultándolos como una vergüenza y tratándolos como apestados.

Presentarlos como espantajos para justificar «la unión de las fuerzas democráticas –el cacareado «frente republicano»– contra la amenaza extremista», tampoco parece la mejor opción. Hay comunistas que han preferido votar a Le Pen que a los tecnócratas socialistas y socialistas a los que marchar junto a gaullistas tenidos por corruptos y oportunistas sin escrúpulos (y viceversa…), les produjo retortijones en el estómago. No es raro que en estas circunstancias el voto se fragmente y tiendan a engrosarse opciones marginales: trotskystas, cazadores, antiabortistas y demás.

El sistema político europeo ha estado asentado desde finales de la segunda guerra mundial –¡hace casi 60 años!– por dos columnas: una socialdemócrata y otra liberal, un centro-derecha y un centro-izquierda. En estos últimos 60 años han pasado muchas cosas, entre otras que un mosaico de naciones europeas van camino de su Unión; muchas de estas, viejas potencias coloniales, han perdido sus posesiones (eran, por lo demás, un «mal negocio» y la historia de la colonización terminó casi siempre de forma sangrienta), incluso en los últimos meses, tras el 11-S se perciben fracturas en el tradicional eje atlantista: Europa quiere caminar sola y Estados Unidos empieza a considerarla como un peligroso competidor. En 1945, toda Europa está en ruinas: hoy, sin duda, es la zona del mundo en donde existe una mayor prosperidad, unida a una legislación social más avanzada (que, por lo demás, las «mieles» de la globalización están restringiendo). Hay población, territorio, tecnología… la Unión Europea está llamada a ser una gran potencia del siglo XXI. Muchas cosas han cambiado en estos sesenta años… muchas, menos las dos columnas sobre las que se sostienen los regímenes políticos occidentales.

La socialdemocracia y el centroderecha no quieren asumir que el único hecho político nuevo que ha ocurrido en Europa en estos últimos 60 años, junto a la caída del comunismo es la aparición de una nueva opción política que, partiendo de cuadros e ideas de extrema-derecha, ha crecido englobando a otros sectores políticos, se ha reajustado, y se ha convertido en algo diferente a lo que llamamos derecha radical o derecha populista.

Claro está que esta primera tesis es contestada desde muchos sectores: «Cuidado –se nos advierte– Le Pen no es demócrata». ¿Por? «Por que defiende el racismo, el antisemitismo, la xenofobia y la intolerancia contra los que son diferentes a nosotros». Error. Le Pen nunca ha afirmado la superioridad de la raza blanca sobre las de color, hecho fundamental que define el racismo. Tampoco ha sostenido la existencia de una jerarquía de razas en la cúspide de la cual estaría la raza blanca. Vanamente buscaríamos en las bases de datos declaraciones de Le Pen en esta dirección.

Es posible que en el Font National haya alguien que piense así, como también es posible que en el Real Madrid haya gentes que piensen lo mismo, pero esto no basta para calificar a toda la entidad de racista. La parte nunca es el todo. El 17 de abril de 2002, Le Pen, en uno de sus alardes de ingenio sostenía que no era más racista que Tony Blair que se negaba a admitir en Inglaterra a los inmigrantes acogidos en Calais. Tópicos y clichés aparte, mientras se siga defendiendo el carácter racista de Le Pen, y esta excusa sirva para establecer un «cinturón de aislamiento» en torno suyo, se hará un flaco servicio a la verdad y a la democracia: por que seis millones de electores no pueden quedar completamente al margen del debate político y de la representación.

LA ESPINOSA CUESTION DEL ANTISEMITISMO

Luego está la cuestión del antisemitismo. Se ha establecido la cifra de 6.000.000 de víctimas judías en los campos de concentración nazis. En Francia, sin ninguna relación con el Front Nacional –y es importante recalcar que si, como hemos visto, Michel Schneider sostuvo posiciones «revisionistas» lo ha hecho una vez se escindió del Front National, nunca dentro– surgió la corriente «revisionista» que cuestionaba estas cifras. Por curioso que pudiera parecer, una parte de esta corriente estaba formada por «revisionistas» de extrema-izquierda pertenecientes al grupo «Vieille Taupe»; su razonamiento era que el nazismo era intrínsecamente perverso y que si los demócratas centraban la crítica contra él en el tema de las cámaras de gas, si algún día se demostrase que eran falsas, el nazismo quedaría rehabilitado. Ellos, como militantes, seguían haciendo gala de antifascismo militante, pero, al mismo tiempo, como historiadores se ubicaban en el área «revisionista».

A Le Pen esto ni le iba ni le venía. En ningún momento de su vida, ni siquiera en su fogosa juventud, fue pronazi. En el fondo era nacionalista por encima de cualquier otra cosa y los nazis habían invadido su país. En cuanto a su origen político era el «poujadismo», una forma de populismo, en absoluto un neofascismo, ni mucho menos el neonazismo. Así que el antisemitismo ha estado siempre fuera de sus opiniones. Sin embargo el 5 de noviembre de 1998 Le Pen fue procesado por «incitación al racismo y negacionismo».

Para un periodista es difícil abordar esta cuestión como debe hacerse todo en el periodismo, con objetividad. Así que van a ver los equilibrios que nos vemos obligados a realizar para franquear lo menos posible la barrera de lo «políticamente correcto» y explicar el incidente.

Franz  Schönhuber es un hombre de algo así como 70 años, de 1’80, pelo blanco, corto y algo rizado, frente despejada poblada de profundas arrugas, delgado y reconcentrado. Habla poco y en alemán, apenas chapurrea algo de inglés. Dirigió durante unos años el Partido Republicano Alemán y obtuvo éxitos momentáneos, como antes los tuvo el NPD en los años 60 y antes que él,  el SRP en la década anterior. Se entendió bien con Le Pen, cuando éste buscaba alianzas más allá del hexágono galo con vistas a constituir un grupo propio en el Parlamento Europeo. Schohenhuber no pudo mantener sus éxitos por mucho tiempo y el partido se le disolvió como un azucarillo. Permaneció la amistad con Le Pen. Se nos olvidaba decir que, a todo esto, el alemán fue excombatiente de las SS durante la guerra y como tal había sido condecorado. También hay que recordar que fue soldado en los frentes y nunca se le vinculó a crímenes de guerra.

En 1997 Schönhuber escribió un libro: «Le Pen el rebelde», subtitulado «El Font National, modelo para Alemania». En el acto de presentación celebrado en Munich, asistió, cómo no, Jean Marie Le Pen, a la sazón, eurodiputado. Fue entonces cuando pronunció una frase entre otras a preguntas de un periodista: «las cámaras de gas son un detalle de la historia de la Segunda Guerra Mundial”. Y añadió: «Si usted coge un libro de mil páginas sobre la Segunda Guerra Mundial, y le recuerdo que ésta causó la muerte de 50 millones de personas... y sólo en dos de éstas mil páginas se mencionan las cámaras de gas, y si en éstas dos páginas sólo se dedican al problema de las cámaras de gas entre diez y quince líneas, ésto es lo que se llama una cuestión de detalle”, añadió.

El revuelo ocasionado sacudió los cimientos del Parlamento Europeo que el 6 de octubre levantó la inmunidad parlamentaria de Le Pen. La Eurocámara concedió el suplicatorio por una mayoría de 420 votos a favor, 27 en contra y 6 abstenciones. En diciembre de 1997 la Fiscalía de Munich solicitó el suplicatorio. En Alemania es delito el «negacionismo» (es decir, la negación del asesinato masivo de judíos a manos de los nazis durante la guerra) penado con un máximo de 5 años de cárcel. Le Pen se defendió: «La palabra “detalle” no es forzosamente peyorativa», dijo.

En realidad llovía sobre mojado. La comunidad judía francesa estaba alarmada por los gestos de Le Pen: había ido a entrevistarse con Saddan Hussein en su palacio en Bagdad, sus militantes hacían campaña a favor de los niños irakíes depauperados por diez años de bloqueo y, además, durante la primera intifada la opción del Front National era inequívocamente propalestina. Ciertamente hay apellidos judíos en el Front National y en sus listas –y no pocos, precisamente– pero, globalmente, es cierto que las opiniones del partido son contrarias al Estado de Israel. Ahora bien, de ahí a sostener que Le Pen es «revisionista» o «negacionista», va un trecho.

Este suplicatorio concedió a Le Pen un más que dudoso record: en efecto, había sido objeto de siete suplicatorios similares en dos legislaturas, mucho más que cualquier otro diputado. En cuatro de las seis ocasiones anteriores, el suplicatorio se rechazó por cuestiones de trámite, pero se concedió en otras dos; la primera en 1989 por insultos contra un ex ministro francés y la segunda en 1990 por unas declaraciones en las que denunciaba la influencia de la «internacional judía». Tampoco era la primera vez que Le Pen es juzgado por un delito de negacionismo. Los tribunales franceses ya le condenaron en 1987 por «negación de crímenes contra la humanidad» a una multa de 1,2 millones de francos franceses (30 millones de pesetas). No es raro constatar las malas relaciones entre las asociaciones del lobby judío de Francia y Jean Marie Le Pen. Buena parte de los miembros del MRAP y la LICRA, tienen una militancia política extremadamente acusada: militante a la izquierda socialista y a la izquierda de la izquierda. Es algo tradicional en Francia. En 1968 la casi totalidad de los líderes juveniles de extrema-izquierda que protagonizaron las «jornadas de mayo» (Krivinne, Weber, Geissmar, Cohn Bendit, Goldberg, Grumblatt, Grumbach, Leiwowitz, Grynsberg, etc.), tenían apellidos judíos y además eran antifascistas. Años después, salvo Krivinne, la mayoría habían abandonado la actividad política o bien ingresaban en formaciones de la izquierda moderada u ONGs, como «SOS racismo». En sus valijas ideológicas figuraba el antifascismo del que siguieron haciendo gala como última fibra del cordón umbilical que les unía a los mejores años de su vida, su juventud. Así que no se sabe muy bien si las acusaciones de antisemitismo contra Le Pen procedentes de antiguos cuadros de la extrema-izquierda o de sectores del socialismo francés de origen judío, eran por su colocación política o por considerarlo realmente antisemita. En la biografía personal de Le Pen hay apenas «tenues huellas» de antisemitismo, si por antisemitismo se entiende no enfatizar la cuestión de la «soha» y colocar los seis millones de muertos judíos al mismo nivel que los 20 millones de muertos rusos, las 7 millones de muertos alemanes o el millón de muertos franceses.

Le Pen no es antisemita, ni lo ha sido nunca. Le Pen, eso sí, es propalestino –como por lo demás, lo es la política de la Unión Europea, sin ir más lejos– y, no se olvide, proirakí.

LE PEN Y LA INMIGRACIÓN

¿Pero qué es en definitiva lo que está solicitando Le Pen? Que se ponga coto a la inmigración ilegal, que se controle, se limite y se legisle sin excluir repatriaciones de aquellos que, lejos de suponer una contribución a la economía europea, se convierten en una lacra para la seguridad ciudadana. Algo tan de sentido común que parece increíble que un, hasta ahora outsider, haya tenido que decirlo.

En España sabemos algo de esto. Hace dos años, cuando se debatió la segunda Ley de Inmigración, la izquierda tronó contra las medidas xenófobas que percibía en el texto. Se llegó a decir que era un derecho humano permitir que cualquier ciudadano de donde fuera residiera no importa donde y que sobraban fronteras y legislaciones. Lo cual sería un idealismo digno de encomio sino fuera por la estupidez que supone: cuatrocientos millones de africanos vivirían mejor en Europa, treinta y tantos millones de argentinos miran a nuestro país, Colombia entera se iría de su patria si pudiera, y acaso unos cuantos cientos de millones de chinos preferirían las libertades, el desarrollo y el arroz occidental a lo que les ofrece su gobierno. Si, la libre circulación de personas es un derecho… inviable más allá de ciertos límites, por que aquí no hay sitio para recibir a todas las víctimas del tercer y cuarto mundo.

Los votantes de Le Pen no niegan el derecho humano que supone la libre circulación de personas, tan solo dicen que hay otro derecho humano anterior y superior: la seguridad. Sin seguridad –es una frase del líder del Front National– no existe posibilidad de ejercer ningún otro derecho humano. Y esta seguridad se pierde cuando se produce una inmigración sin control. Este argumento no es nuevo. Lo ha repetido Le Pen desde los tiempos en los que junto a los militantes de Ordre Nouveau fundaron el Front National. «Dos millones de trabajadores en paro son dos millones de inmigrantes de más» decía uno de sus primeros carteles allá en el lejano 1975. Tan solo un 1% de los electores atendía este razonamiento y Le Pen era llamado sarcásticamente «monsieur une pour cent». En las elecciones del 2002, un 30% de los votantes de Le Pen estaban en paro. Pero es que en 1977 la inmigración no era un problema; estaba más o menos controlada, se producía por goteo. Regularizaciones periódicas hacían salir de la sombra a unos miles de ilegales y, por lo demás, los extranjeros venían a trabajar, no se había corrido la voz de que en Europa los Estados daban pensiones... solo por estar.