Decir que
Le Pen y el Front National han hecho de la inmigración el caballo de batalla y
la principal idea-fuerza de su opción, no es decir nada nuevo. La cuestión es
si el problema existe realmente y –tal es el verdadero fondo de la cuestión–
hasta qué punto Le Pen tiene razón en ver a la inmigración como problema y en
vincularla al crecimiento de la delincuencia. Por el momento, para una quinta
parte del electorado no hay dudas posibles: el líder del Front National tiene
razón al diagnosticar que se han rebasado los límites razonables de entrada de
extranjeros en Francia y que el Estado debe adoptar medidas radicales. La
cuestión es todavía más importante por que Francia forma parte de la Unión
Europea que, a la postre, no es más que un continuum geopolítico sin barreras
desde el linde germano-polaco hasta Gibraltar. En este contexto ya no existen
problemas nacionales franceses, sino problemas europeos. Y en este sentido algo
está pasando por que en Austria, Italia, Bélgica, Holanda, Inglaterra, Suiza,
están apareciendo movimientos similares al Front National –y recalcamos lo de
similares por que cada uno de ellos tiene una especificidad que lo hace
relativamente diferente a los demás. Tantos electores –que no asesinan, que son
respetuosos con las leyes, que admiten las reglas del juego democrático sin
cuestionar ni la democracia de partidos, el libre mercado, y que, como máximo
proponen reformas constitucionales, no han protagonizado ningún caso de
corrupción– no pueden ser despachados con la infamante etiqueta de «fascistas»,
«racistas», «neonazis» y «ultras», en primer lugar por que no lo son y en
segundo por que constituyen un sector de la opinión pública europea, de
importancia creciente, que no puede ser ignorado: se puede gobernar sin ellos,
se puede, incluso hacerlo contra ellos, pero no se puede gobernar ignorando su
existencia, ocultándolos como una vergüenza y tratándolos como apestados.
Presentarlos
como espantajos para justificar «la unión de las fuerzas democráticas
–el cacareado «frente republicano»– contra la amenaza extremista»,
tampoco parece la mejor opción. Hay comunistas que han preferido votar a Le Pen
que a los tecnócratas socialistas y socialistas a los que marchar junto a
gaullistas tenidos por corruptos y oportunistas sin escrúpulos (y viceversa…),
les produjo retortijones en el estómago. No es raro que en estas circunstancias
el voto se fragmente y tiendan a engrosarse opciones marginales: trotskystas,
cazadores, antiabortistas y demás.
El sistema
político europeo ha estado asentado desde finales de la segunda guerra mundial
–¡hace casi 60 años!– por dos columnas: una socialdemócrata y otra liberal, un
centro-derecha y un centro-izquierda. En estos últimos 60 años han pasado
muchas cosas, entre otras que un mosaico de naciones europeas van camino de su
Unión; muchas de estas, viejas potencias coloniales, han perdido sus posesiones
(eran, por lo demás, un «mal negocio» y la historia de la colonización terminó
casi siempre de forma sangrienta), incluso en los últimos meses, tras el 11-S
se perciben fracturas en el tradicional eje atlantista: Europa quiere caminar
sola y Estados Unidos empieza a considerarla como un peligroso competidor. En
1945, toda Europa está en ruinas: hoy, sin duda, es la zona del mundo en donde
existe una mayor prosperidad, unida a una legislación social más avanzada (que,
por lo demás, las «mieles» de la globalización están restringiendo). Hay
población, territorio, tecnología… la Unión Europea está llamada a ser una gran
potencia del siglo XXI. Muchas cosas han cambiado en estos sesenta años…
muchas, menos las dos columnas sobre las que se sostienen los regímenes
políticos occidentales.
La
socialdemocracia y el centroderecha no quieren asumir que el único hecho
político nuevo que ha ocurrido en Europa en estos últimos 60 años, junto a la
caída del comunismo es la aparición de una nueva opción política que, partiendo
de cuadros e ideas de extrema-derecha, ha crecido englobando a otros sectores
políticos, se ha reajustado, y se ha convertido en algo diferente a lo que
llamamos derecha radical o derecha populista.
Claro está
que esta primera tesis es contestada desde muchos sectores: «Cuidado –se
nos advierte– Le Pen no es demócrata». ¿Por? «Por que defiende el
racismo, el antisemitismo, la xenofobia y la intolerancia contra los que son
diferentes a nosotros». Error. Le Pen nunca ha afirmado la superioridad de
la raza blanca sobre las de color, hecho fundamental que define el racismo.
Tampoco ha sostenido la existencia de una jerarquía de razas en la cúspide de
la cual estaría la raza blanca. Vanamente buscaríamos en las bases de datos
declaraciones de Le Pen en esta dirección.
Es posible
que en el Font National haya alguien que piense así, como también es posible
que en el Real Madrid haya gentes que piensen lo mismo, pero esto no basta para
calificar a toda la entidad de racista. La parte nunca es el todo. El 17 de
abril de 2002, Le Pen, en uno de sus alardes de ingenio sostenía que no era más
racista que Tony Blair que se negaba a admitir en Inglaterra a los inmigrantes
acogidos en Calais. Tópicos y clichés aparte, mientras se siga defendiendo el
carácter racista de Le Pen, y esta excusa sirva para establecer un «cinturón de
aislamiento» en torno suyo, se hará un flaco servicio a la verdad y a la
democracia: por que seis millones de electores no pueden quedar completamente
al margen del debate político y de la representación.
LA
ESPINOSA CUESTION DEL ANTISEMITISMO
Luego está
la cuestión del antisemitismo. Se ha establecido la cifra de 6.000.000 de
víctimas judías en los campos de concentración nazis. En Francia, sin ninguna
relación con el Front Nacional –y es importante recalcar que si, como hemos
visto, Michel Schneider sostuvo posiciones «revisionistas» lo ha hecho una vez
se escindió del Front National, nunca dentro– surgió la corriente
«revisionista» que cuestionaba estas cifras. Por curioso que pudiera parecer,
una parte de esta corriente estaba formada por «revisionistas» de
extrema-izquierda pertenecientes al grupo «Vieille Taupe»; su razonamiento era
que el nazismo era intrínsecamente perverso y que si los demócratas centraban
la crítica contra él en el tema de las cámaras de gas, si algún día se
demostrase que eran falsas, el nazismo quedaría rehabilitado. Ellos, como
militantes, seguían haciendo gala de antifascismo militante, pero, al mismo
tiempo, como historiadores se ubicaban en el área «revisionista».
A Le Pen
esto ni le iba ni le venía. En ningún momento de su vida, ni siquiera en su fogosa
juventud, fue pronazi. En el fondo era nacionalista por encima de cualquier
otra cosa y los nazis habían invadido su país. En cuanto a su origen político
era el «poujadismo», una forma de populismo, en absoluto un neofascismo, ni
mucho menos el neonazismo. Así que el antisemitismo ha estado siempre fuera de
sus opiniones. Sin embargo el 5 de noviembre de 1998 Le Pen fue procesado por
«incitación al racismo y negacionismo».
Para un
periodista es difícil abordar esta cuestión como debe hacerse todo en el
periodismo, con objetividad. Así que van a ver los equilibrios que nos vemos
obligados a realizar para franquear lo menos posible la barrera de lo
«políticamente correcto» y explicar el incidente.
Franz Schönhuber es un hombre de algo así como 70
años, de 1’80, pelo blanco, corto y algo rizado, frente despejada poblada de
profundas arrugas, delgado y reconcentrado. Habla poco y en alemán, apenas
chapurrea algo de inglés. Dirigió durante unos años el Partido Republicano
Alemán y obtuvo éxitos momentáneos, como antes los tuvo el NPD en los años 60 y
antes que él, el SRP en la década
anterior. Se entendió bien con Le Pen, cuando éste buscaba alianzas más allá
del hexágono galo con vistas a constituir un grupo propio en el Parlamento
Europeo. Schohenhuber no pudo mantener sus éxitos por mucho tiempo y el partido
se le disolvió como un azucarillo. Permaneció la amistad con Le Pen. Se nos
olvidaba decir que, a todo esto, el alemán fue excombatiente de las SS durante
la guerra y como tal había sido condecorado. También hay que recordar que fue
soldado en los frentes y nunca se le vinculó a crímenes de guerra.
En 1997
Schönhuber escribió un libro: «Le Pen el rebelde», subtitulado «El Font
National, modelo para Alemania». En el acto de presentación celebrado en
Munich, asistió, cómo no, Jean Marie Le Pen, a la sazón, eurodiputado. Fue
entonces cuando pronunció una frase entre otras a preguntas de un periodista: «las
cámaras de gas son un detalle de la historia de la Segunda Guerra Mundial”.
Y añadió: «Si usted coge un libro de mil páginas sobre la Segunda Guerra
Mundial, y le recuerdo que ésta causó la muerte de 50 millones de personas... y
sólo en dos de éstas mil páginas se mencionan las cámaras de gas, y si en éstas
dos páginas sólo se dedican al problema de las cámaras de gas entre diez y
quince líneas, ésto es lo que se llama una cuestión de detalle”, añadió.
El revuelo
ocasionado sacudió los cimientos del Parlamento Europeo que el 6 de octubre
levantó la inmunidad parlamentaria de Le Pen. La Eurocámara concedió el
suplicatorio por una mayoría de 420 votos a favor, 27 en contra y 6
abstenciones. En diciembre de 1997 la Fiscalía de Munich solicitó el
suplicatorio. En Alemania es delito el «negacionismo» (es decir, la negación
del asesinato masivo de judíos a manos de los nazis durante la guerra) penado
con un máximo de 5 años de cárcel. Le Pen se defendió: «La palabra “detalle”
no es forzosamente peyorativa», dijo.
En realidad
llovía sobre mojado. La comunidad judía francesa estaba alarmada por los gestos
de Le Pen: había ido a entrevistarse con Saddan Hussein en su palacio en
Bagdad, sus militantes hacían campaña a favor de los niños irakíes depauperados
por diez años de bloqueo y, además, durante la primera intifada la opción del
Front National era inequívocamente propalestina. Ciertamente hay apellidos
judíos en el Front National y en sus listas –y no pocos, precisamente– pero,
globalmente, es cierto que las opiniones del partido son contrarias al Estado
de Israel. Ahora bien, de ahí a sostener que Le Pen es «revisionista» o
«negacionista», va un trecho.
Este
suplicatorio concedió a Le Pen un más que dudoso record: en efecto, había sido
objeto de siete suplicatorios similares en dos legislaturas, mucho más que
cualquier otro diputado. En cuatro de las seis ocasiones anteriores, el
suplicatorio se rechazó por cuestiones de trámite, pero se concedió en otras
dos; la primera en 1989 por insultos contra un ex ministro francés y la segunda
en 1990 por unas declaraciones en las que denunciaba la influencia de la
«internacional judía». Tampoco era la primera vez que Le Pen es juzgado por un
delito de negacionismo. Los tribunales franceses ya le condenaron en 1987 por «negación
de crímenes contra la humanidad» a una multa de 1,2 millones de francos
franceses (30 millones de pesetas). No es raro constatar las malas relaciones
entre las asociaciones del lobby judío de Francia y Jean Marie Le Pen. Buena
parte de los miembros del MRAP y la LICRA, tienen una militancia política extremadamente
acusada: militante a la izquierda socialista y a la izquierda de la izquierda.
Es algo tradicional en Francia. En 1968 la casi totalidad de los líderes
juveniles de extrema-izquierda que protagonizaron las «jornadas de mayo»
(Krivinne, Weber, Geissmar, Cohn Bendit, Goldberg, Grumblatt, Grumbach,
Leiwowitz, Grynsberg, etc.), tenían apellidos judíos y además eran
antifascistas. Años después, salvo Krivinne, la mayoría habían abandonado la
actividad política o bien ingresaban en formaciones de la izquierda moderada u
ONGs, como «SOS racismo». En sus valijas ideológicas figuraba el antifascismo
del que siguieron haciendo gala como última fibra del cordón umbilical que les
unía a los mejores años de su vida, su juventud. Así que no se sabe muy bien si
las acusaciones de antisemitismo contra Le Pen procedentes de antiguos cuadros
de la extrema-izquierda o de sectores del socialismo francés de origen judío,
eran por su colocación política o por considerarlo realmente antisemita. En la
biografía personal de Le Pen hay apenas «tenues huellas» de antisemitismo, si
por antisemitismo se entiende no enfatizar la cuestión de la «soha» y colocar
los seis millones de muertos judíos al mismo nivel que los 20 millones de
muertos rusos, las 7 millones de muertos alemanes o el millón de muertos
franceses.
Le Pen no
es antisemita, ni lo ha sido nunca. Le Pen, eso sí, es propalestino –como por
lo demás, lo es la política de la Unión Europea, sin ir más lejos– y, no se
olvide, proirakí.
LE
PEN Y LA INMIGRACIÓN
¿Pero qué
es en definitiva lo que está solicitando Le Pen? Que se ponga coto a la
inmigración ilegal, que se controle, se limite y se legisle sin excluir
repatriaciones de aquellos que, lejos de suponer una contribución a la economía
europea, se convierten en una lacra para la seguridad ciudadana. Algo tan de
sentido común que parece increíble que un, hasta ahora outsider, haya tenido
que decirlo.
En España
sabemos algo de esto. Hace dos años, cuando se debatió la segunda Ley de
Inmigración, la izquierda tronó contra las medidas xenófobas que percibía en el
texto. Se llegó a decir que era un derecho humano permitir que cualquier
ciudadano de donde fuera residiera no importa donde y que sobraban fronteras y
legislaciones. Lo cual sería un idealismo digno de encomio sino fuera por la
estupidez que supone: cuatrocientos millones de africanos vivirían mejor en
Europa, treinta y tantos millones de argentinos miran a nuestro país, Colombia
entera se iría de su patria si pudiera, y acaso unos cuantos cientos de
millones de chinos preferirían las libertades, el desarrollo y el arroz
occidental a lo que les ofrece su gobierno. Si, la libre circulación de
personas es un derecho… inviable más allá de ciertos límites, por que aquí no
hay sitio para recibir a todas las víctimas del tercer y cuarto mundo.
Los
votantes de Le Pen no niegan el derecho humano que supone la libre circulación
de personas, tan solo dicen que hay otro derecho humano anterior y superior: la
seguridad. Sin seguridad –es una frase del líder del Front National– no existe
posibilidad de ejercer ningún otro derecho humano. Y esta seguridad se pierde
cuando se produce una inmigración sin control. Este argumento no es nuevo. Lo
ha repetido Le Pen desde los tiempos en los que junto a los militantes de Ordre
Nouveau fundaron el Front National. «Dos millones de trabajadores en paro
son dos millones de inmigrantes de más» decía uno de sus primeros carteles
allá en el lejano 1975. Tan solo un 1% de los electores atendía este
razonamiento y Le Pen era llamado sarcásticamente «monsieur une pour cent».
En las elecciones del 2002, un 30% de los votantes de Le Pen estaban en paro.
Pero es que en 1977 la inmigración no era un problema; estaba más o menos
controlada, se producía por goteo. Regularizaciones periódicas hacían salir de
la sombra a unos miles de ilegales y, por lo demás, los extranjeros venían a
trabajar, no se había corrido la voz de que en Europa los Estados daban
pensiones... solo por estar.