martes, 25 de octubre de 2022

Jean Marie Le Pen, 94 años. Homenaje, agradecimiento y recuerdo (IV) - PROBLEMAS INTERNOS Y PIEDRAS EN EL CAMINO

En 1998, cuando el Front National se encontraba en su momento más álgido se partió en dos. Algo que pareció no sorprender a los analistas: «Con los grupos extremistas ya se sabe…» me comentaba un corresponsal de Liberation: «De los trotskystas se dice: dos un partido, tres una escisión. Con los “fachos” pasa lo mismo». Desde 1985 habían surgido grupos que contestaban el liderazgo indiscutible de Le Pen desde dentro de la derecha radical. A diferencia de iniciativas anteriores de la extrema-derecha, estas corrientes contaban con una buena financiación.

LA ESCISIÓN DE SCHNEIDER

Tras la muerte de Jean Pierre Stirbois, secretario general del Front, se produce la defección de Michel Schneider que, casi sin solución de continuidad, aborda la publicación de una revista mensual, «Nationalisme et Republique». Schneider intentaba reclutar en los ambientes juveniles del Front y de hecho consiguió atraer a algunos jóvenes del Front de la Jeunesse. Era frecuente oir: «A Schneider lo pagan los gaullistas», algo que no se pudo demostrar. Al cabo de un par de años, Schneider se fue al país de su compañera, Rusia, y participó en el asalto a la televisión soviética en el barrio de Ostankino durante el golpe de 1991, donde resultó herido en un brazo. Tenía a sus espaldas treinta años de militancia.

Procedía del «solidarismo» y había entrado con Stirbois en el Front en 1977. Ambos se habían curtido en los años 70 en operaciones antisoviéticas en Francia y en el propio interior de la URSS junto al NTS, el único grupo político estructurado orgánicamente que actuaba como oposición clandestina en el mundo comunista, teleguiado, eso sí, desde Munich por la CIA. Los solidaristas de Schneider y Stirbois distribuyeron panfletos en la plaza Roja de Moscú, detuvieron trenes en Francia con destino al Este Europeo y pintaron consignas antisoviéticas en los vagones. Todo para terminar en una vía muerta e ingresar con una docena de militantes en el Front pocas semanas antes del asesinato de François Duprat. Sustituido primero por Alain Renault (adjunto de Duprat), finalmente Stirbois ocupó la secretaría general y Schneider ascendió con él. Desde luego pertenecían a los sectores más civilizados y políticamente hábiles de la extrema-derecha francesa. En realidad ya podían definirse como «derecha populista». Muerto Stirbois en accidente, Schneider abandonó el partido y reapareció con la primera escisión del Front.

Paradójicamente, lejos de debilitar a Le Pen, la partida de Schneider terminó reforzándolo. Con él se fueron gentes excesivamente vinculados a formaciones «nacional-revolucionarias», muy atraídas por el neofascismo (el propio Schneider, cuando dirigía el Centro de Documentación Política y Universitaria había escrito varios cuadernos de título inconfundible: «José Antonio, Drieu, Brasillach, ensayo de síntesis para un neofascismo» y «Principios de Acción Fascista»). Y una vez fuera del partido inició la colaboración con los medios «revisionistas» que negaban la «soha». Le Pen se vio así libre de algo que para su partido suponía un lastre político y cuyo lugar no podía estar, en buena lógica, en el Front.

EL TIEMPO DEL DELFIN

Pero Schneider no llegó muy lejos (aparte de su aventura rusa). En 1999 su escisión estaba liquidada. En ese momento otra estaba ya en ciernes. Su protagonista era el delfín de Le Pen, Bruno Megret. Megret aspiraba a suceder al líder antes de que éste le diera paso. Tenía prisa por triunfar, quizás por que tras él, estaban las promesas gaullistas que deseaban seguir «sin enemigos a la derecha». Maigret, a poco de su ingreso en el partido había ido constituyendo una camarilla a partir de los «notables» (profesores universitarios, diputados, concejales y altos dirigentes del partido). En este sector fue fermentando la idea de que Le Pen, por su historia pasada, no era presentable: el partido debía ser dirigido por alguien que no tuviera un pasado tan identificado con la extrema-derecha y pudiera ser bien recibido por los gaullistas. Él, Bruno Megret, en definitiva.

Megret no era un cualquiera. Inteligente y hábil, de 52 años, Nacido el 4 de abril de 1949 tiene un currículo profesional admirable: estudiante del prestigioso Instituto Politécnico de París, diplomado de la Escuela Nacional de Puentes y Caminos, Master de Ciencia por la Universidad de Berkeley, Diplomado en Altos Estudios de la Defensa Nacional, Capitán de reserva de la Caballería Blindada, estudió en la escuela militar de Saumur. Militó en el gaullismo y ocupó puestos de responsabilidad en la administración entre 1975 y 1981, efectuó numerosas misiones y negociaciones en Africa.

Estaba, igualmente vinculado a la «nueva derecha» intelectual. Entre 1975 y 1981 fue miembro dirigente del «Club de l’Horloge» –una de las asociaciones vinculadas a la «nouvelle droite» intelectual– y en calidad de tal ingresó en el Front National. De 1979 à 1981 militó en el RPR gaullista y perteneció a su comité central. Afrontó en las elecciones de 1981 a Michel Rocard en Yvelines y al año siguiente fundó los Comités de Acción Republicana que presidió entre 1982 y 1988. En 1985 se integró en el Front National y un año después fue elegido diputado por la circunscripción de Isere. En 1987 fue nombrado director de la campaña presidencial de Le Pen y presidió su comité de apoyo. Al año siguiente obtuvo un 26% de los votos en la primera vuelta de las elecciones y el 44% en la segunda. En 1989 fue elegido diputado europeo donde participó en la comisión política y en la comisión económica y social. En las elecciones de 1993 obtuvo un 49’5% de los votos en la segunda vuelta rozando la elección en la circunscripción de Vitrolles-Marignane y un año después volvió a ser reelegido como diputado europeo. Dentro del Front es un recordman que alcanza el mejor resultado en junio de 1995 con un 43% de los votos. Su esposa resulta elegida alcaldesa de Vitrolles en 1997 con el 52’5%.

El enfrentamiento con Le Pen no se trataba solo de una pelea de líderes; había dos proyectos: de un lado los que, tras Le Pen, querían obligar a la derecha gaullista a pactar, pero sin renunciar a nada y los otros que, con Megret al frente querían hacerse agradables al centro-derecha renunciando a lo que fuera preciso. Es la vieja historia que ya había vivido antes el MSI en los años 70: los rivales de Giorgio Almirante terminaron por escindirse y constituir Democracia Nazionale deshaciéndose de los sectores más comprometidos con el neofascismo con la esperanza de pactar más fácilmente con la Democracia Cristiana. Las urnas les dieron la espalda y la escisión se extinguió en 1979, aun tuvieron tiempo Mario Tedeschi y alguno más de venir a España y contactar con una disminuida Alianza Popular con la que tenían esperanzas de constituir una estructura rival de la “Eurodestra” promovida por Almirante. La historia está repleta de proyectos fantasiosos e inviables.

Le Pen, como todo líder carismático siempre ha tenido un sexto sentido para intuir las escisiones y manipulaciones. La tuvo en 1973 cuando se evidenció que Alain Robert y los militantes de Ordre Nouveau pretendían colocarlo de mascarón de proa de un Front National que no era, en realidad, otra cosa que una estructura teledirigida por los secuaces de Robert en busca de mascarones de proa. Y la volvió a tener cuando creyó percibir maniobras de Megret tendentes a relegarlo.

En el congreso del partido de 1998, Megret creyó que ya controlaba suficientemente el aparato del partido como para presentar su candidatura y desbancar a Le Pen. Su idea consistía en recluirlo en un cargo honorario y ocupar la presidencia con un secretario general de confianza. Bruno Gollnish no estaba dispuesto a permitir que se pudiera presentar la lista alternativa, así que en la última jornada, cuando quedaba sólo elegir nueva dirección, tomó el micrófono, arengó a los congresistas y pidió reelegir por aclamación a Jean Marie Le Pen como líder del partido. El congreso prorrumpió en aplausos casi unánimes. Megret hubiera podido afrontar una votación serena, pero no era un hombre de golpes de mano o votos por aclamación. Hay gente muy inteligente y eficaz, popular en su partido... pero que no logra arrastrar a las bases. Ese era el caso de Megret.

A partir de ese momento ya era imposible reconstruir los equilibrios interiores en el partido. Las espadas estarían cada vez más afiladas. Para los lepenistas la actitud de Megret y de los suyos era una actitud de los gaullistas infiltrados en el partido para romper su ascenso.

El enfrentamiento no declarado había empezado antes de este congreso cuando Le Pen decidió presentar a su esposa Jany como cabeza de lista del FN para las elecciones europeas de junio de 1999 en caso de que él fuera inhabilitado por los tribunales franceses. Megret consideró esta maniobra como un intento de desbancarle de su liderazgo. Tras las elecciones de marzo de 1998, el papel político de Megret había crecido en el Front. No en vano fue el cerebro de las alianzas trenzadas entre líderes de la derecha moderada y el partido. Bernard Anthony, exdiputado europeo del Front, concejal de Toulouse, buen amigo de Le Pen y procedente del Mouvement Solidarista por el que había pasado Stirbois, me confesó en cierta ocasión que el problema podría haberse arreglado, pero la exuberante personalidad de ambos líderes hizo imposible el compromiso. Hombre ponderado y ecuánime –lo que no le impedía ser la «bestia negra» de los concejales de izquierda de Toulouse– cuando le pregunté si los gaullistas estaban detrás de la escisión se limitó a decirme «pêut etre», quizás.

El 11 de diciembre de 1998 Bruno Megret, junto con cuatro de sus seguidores (Jean-Yves Le Gallou, Philippe Olivier, Franck Timmermans y Serge Martinez), fue suspendido de militancia. Por entonces Megret estaba reuniendo firmas para la celebración de un congreso extraordinario. Le Pen explicó: que Megret y su «camarilla» han sido sancionados «no como ellos dicen mintiendo por haber demandado la reunión de un congreso, sino por haber desobedecido y haber llamado públicamente a la desobediencia, mientras que tenían a sus espaldas responsabilidades importantes dentro del movimiento». Megret calificó la medida como «nula»: «Con sus decisiones escisionistas, Jean-Marie Le Pen asume la responsabilidad de la división, de la que deberá rendir cuentas a los militantes». Luego tildó la medida de una operación de «purificación política».

Le Monde, a todo esto, no podía ocultar su júbilo: «La batalla entre los dos clanes hace cada día más estragos en el FN» y tomaba partido por Megret. Unos días antes, el mismo rotativo había calificado la situación de «drama familiar», puntualizando que «no todos los días se ve a los extremistas devorarse entre ellos». Liberation señaló que el Frente Nacional se halla «al borde de la explosión».

LA INEVITABLE ESCISION

El 22 de enero de 1999 la escisión se había consumado y La Pen y su Front National iban a afrontar dos años decisivos y difíciles. En efecto, se habían quedado con bases pero sin apenas cuadros y si bien es cierto que en los meses siguientes a la escisión, muchos de lo que se habían ido retornarían al partido, la escisión se traducía en términos económicos en varios millones de francos menos de ingresos y en pérdida de dirigentes hábiles y experimentados. A parte, del menoscabo electoral que podía tener.

Sin embargo, cerrada la escisión se hizo evidente que Megret lo iba a tener crudo para conquistar el electorado, al menos mientras Le Pen siguiera en activo. En efecto, el 22 de enero una encuesta publicada por el diario Le Parisien evidenciaba que Jean Marie Le Pen despertaba mayor confianza entre los simpatizantes del partido que Bruno Megret. El 67% de los partidarios del FN consideraban a Le Pen mejor capacitado para obtener buenos resultados en las próximas elecciones europeas, frente a un 29% que se decantaba por Megret. En opinión de la mayoría de los encuestados (65%), el presidente del FN «es más capaz de asegurar el futuro del partido», y encarnaba mejor las ideas de la «derecha nacional y popular» (73%). Solo el un 33 y un 19%, respectivamente, prefirieron al líder disidente para cada una de estas misiones. Megret aventaja a Le Pen sólo en un aspecto: conseguir que el Frente Nacional se acercase a los otros partidos de la derecha francesa, tarea que le merece la confianza al 59% de los simpatizantes del partido. Un 36% de los franceses aseguraba que el líder de los disidentes es «el hombre del futuro del FN», mientras que un 24 opta por Le Pen y un 15% no se pronuncia. No era raro que la prensa francesa concediera tanta importancia al asunto; al día siguiente se iniciaba el congreso del sector megretista y las espadas estaban más en alto que nunca. El congreso de los escindidos –que en ese momento disputaban el nombre de Front National a Le Pen– se celebró en el extrarradio de Marsella, en Marignane, cuya alcaldesa era, precisamente, la esposa de Megret.

Mégret anunció que Le Pen «es hoy una carga para la ultraderecha, que nunca podrá superar su techo electoral (15,1% en las legislativas de 1997) si no rompe el aislamiento al que le ha llevado el presidente del partido», y por eso decidió convocar el Congreso tras constatar que contaba con los apoyos necesarios. Aseguró que se trata de «una crisis de crecimiento», que dará pie a una «regeneración del movimiento, a una renovación que hará que mucha gente deje de vernos como endemoniados», y que permitirá al partido alcanzar una cota electoral del 20%. Llama la atención al recordar estos datos que en el seísmo electoral de abril del 2002, Megret alcanzó el 2’5% de votos y Le Pen se aproximó, precisamente, a ese 20%.

El parte de EFE reconocía el clima en torno al cual se celebraba el congreso: «Los partidos democráticos franceses observan con expectación y cierto regocijo este duelo entre Le Pen y Mégret, salpicado de insultos y descalificaciones entre partidarios de uno y otro». Ciertamente, en esas fechas, la polémica entre las dos fracciones había alcanzado sus más altas cotas. Le Pen ha dedicado a su antiguo «delfín» apelativos como «traidor» y «psicópata», mientras que Mégret ha afirmado que Le Pen dirige el FN como si fuera una empresa familiar y no como un movimiento político capaz de conquistar algún día el poder. Los «megretistas» llegaron a decir incluso que Le Pen ha perdido la razón y uno de los antiguos miembros de la secretaría política que se han unido a Mégret, Serge Martínez, llegó a afirmar categóricamente que el presidente del partido se había vuelto loco. Había tintes épicos en la polémica: Le Pen llegó a compararse con César, «yo saco mi espada y mato a Brutus antes de que lo haga él», dijo.

De los 42.000 afiliados al partido, posiblemente estaban tras Megret entre 5 y 7.000, pero con más apoyos en el aparato del partido, si bien afirmó haber obtenido 17.000 firmas de militantes, lo suficiente para convocar un congreso extraordinario; Le Pen, en cambio, tenía más fuerza entre las bases y, por supuesto, entre el electorado.

Cuando entrevistamos a Le Pen en abril del 2000, constatamos que el partido había resultado muy tocado por la salida de parte de sus cuadros y, aun cuando iban regresando poco a poco, la imagen de fractura interior redundaba en detrimento del partido. Entonces a Le Pen le interesaba no tanto romper su techo electoral (algo que sabía imposible), como dejar en la cuneta a Megret. En las elecciones parciales de 2001 esa tendencia pareció quedar clara y, desde entonces Le Pen fue creciendo hasta culminar en su triunfo electoral de las presidenciales.