Como todos los términos que aparecen bruscamente en la
nomenclatura política de un país, resulta difícil de definir su origen y sus
contenidos, como también sus límites y su campo de aplicación. En inglés, el
término “woke” significa textualmente “desperté”; concepto que traducido
al castellano podría traducirse como “despiertismo”, neologismo que
sustituye al viejo término “concienciado”. En lo personal, prefiero,
situar la palabra como próxima a “wok”, la conocida sartén de origen chino
con altas paredes que sirve para guisar, hervir o cocer a vapor, con un gran
espectro de posibilidades culinarias; así concebido, todo “lo woke”
sería la posibilidad de cocinar todas las salsas y platos servidos por la
cocina progresista. Pero veamos por qué le damos esta interpretación personal y
no la que le atribuye el progresismo.
Para los progres, todo aquel que “tome conciencia”, “que
despierte”, “que reconozca una opresión”, “que perciba una injusticia”, “que esté
atento a una discriminación y la sienta como si le afectara también a él”, “que
se solidarice con todo el que sufre”, practica la “ideología woke”. Así pues, “lo woke” abarcaría desde la lucha contra la discriminación
racial en todos los terrenos, la estricta observancia del régimen de cuotas de
carácter sexual en todas las actividades, la defensa de los derechos, reales o
imaginarios, de todos los componentes de las siglas LGTBIQ+, la solidaridad con
el “tercer mundo”, con la pobreza, y la consiguiente petición de resarcimiento
económico para los que en algún momento del pasado han sufrido algún tipo de
discriminación y, por supuesto, incluiría cual forma de “toma de conciencia”
ante las desigualdades sociales.
El movimiento y la ideología “woke” aspiran a igualar,
normalizar, estandarizar y nivelar TODO. A pesar de que la distinción
maniquea no corresponda completamente a la realidad, podría establecerse que la
izquierda progresista define un panorama utópico ideal en el que todos tengamos
la misma talla, el mismo color, los mismos ingresos, las mismas capacidades, la
misma fortuna, el mismo destino… mientras que la derecha conservadora haría de
las palabras “diferencia”, “calidad”, “identidad”, los valores esenciales. En
términos abstractos, “progreso” frente a “tradición”. De hecho, el único valor
que hoy se ve capaz de sostener hoy la izquierda progresista es el de “igualdad”.
Así pues, resulta evidente que la “ideología woke” ha llegado
de manos de esa izquierda progresista. El motivo es muy claro: han
necesitado buscar otro “target” social para sustituir a un proletariado muy
menguado, casi desaparecido, con ideales desde siempre “burgueses” y que
nunca ha experimentado la cacareada “conciencia de clase” (que no ha sido más
que un deseo común de dejar de ser proletario para convertirse en burgués). No
es que el “wokismo” haya enterrado a Marx, es que Marx llevaba muerto y
enterrado desde los años 80, pero el cadáver seguía emitiendo fosforescencias
que han sido recogidas, revisadas e integradas en la “ideología woke”.
Las ligas de extrema-izquierda, fundamentalmente trotskistas,
fueron las primeras en practicas algo parecido al “wokismo” durante la contestación
de los años 70. Ellos fueron los primeros en darse cuenta de que los obreros
de Europa Occidental y de los EEUU, al aumentar sus ingresos, habían abandonado
las reivindicaciones y los conceptos que había definido Marx. Así pues, eran
necesarios “nuevos proletarios” y estos debían llegar en forma de inmigración
procedentes de los países recién descolonizados. Entonces eran todavía pocos,
pero, en los delirios visionarios de la extrema-izquierda, eran los “nuevos
proletarios” ideales. Los trotskistas fueron los primeros en darse cuenta
de que una parte de esta inmigración creía en la “lucha de clases” (que, en
realidad, para ellos era “lucha de etnias”) y que muchos de ellos traían en sus
maletas “odio social” (que, en realidad, estaba formado a partes iguales por
incomprensión de las sociedades europeas y por no sentirse competitivos para
tener acceso a los escaparates de consumo occidentales).
Pero la endeblez e inestabilidad de los trotskistas propició el
que todos aquellos esfuerzos por incorporar a inmigrantes a sus filas se
saldaran muy discretamente. Diez años después, cuando esos grupos de
extrema-izquierda ya no existían o bien habían decidido practicar el “entrismo”
en las filas socialistas, los distintos partidos de la Internacional
Socialista, advirtieron también que su mansaje a los “trabajadores” cada vez
tenía menos eco, incorporaron como dogma a sus programas una “solidaridad
con el tercer mundo” y el “ningún ser humano es ilegal”, que
implicaba la admisión de cuantos oriundos de aquellas excolonias quisieran
llegar al Primer Mundo.
Más tarde, los “centros de poder mundial”, advirtieron lo “positivo”
de la inmigración: para las sectas “mundialistas” era una forma de “igualar” para
alcanzar el objetivo de “unificación mundial”; para los “globalizadores”, la
creación de un mercado único mundial implicaba, por una parte, los
desplazamientos de población de Este a Oeste y de Sur a Norte, en forma de
inmigración, y las deslocalizaciones de la producción (maquiladoras,
industrias, fábricas) de Oeste a Este y de Norte a Sur; así, mediante esta ruta
de doble dirección se alcanzaría el objetivo propuesto. La inmigración, había
pasado a ser un foco de interés prioritario para “mundialistas” y “globalizadores”.
Por ese camino que hemos resumido, un problema que era
exclusivamente norteamericano (los conflictos raciales), se convirtió también
en un problema para buena parte de Europa. Y entonces, algunos “despertaron”:
en primer lugar, sentenciaron que cualquier comportamiento de la población
caucásica que supusiera alguna crítica o alguna alerta sobre el problema que
estaba visiblemente creciendo, era “racismo”. En España, nadie recuerda a las
dos víctimas que perecieron asesinadas en pocas semanas en El Ejido, antes de
que la población estallara contra la población magrebí en 2001. Hoy lo único
que se recuerda fueron las “protestas racistas”, cuando, en realidad, eran las
protestas contra la pasividad gubernamental ante la ola de asesinatos, robos y
delincuencia que había azotado la zona.
En segundo lugar, explicaron la situación de debilidad
económica de los países africanos como resultado de la “colonización”. Una
colonización que va quedando cada vez más lejos, a pesar de lo cual África no
logra remontar y estaría todavía más hundida de no ser porque, gracias a sus
materias primas, las élites tribales están satisfechas con los beneficios que obtienen.
Finalmente, unieron esta toma de
conciencia a otros movimientos reivindicativos sociales de carácter sexual (el
complejo LGTBIQ+). Y de todo esto, surgió el “despiertismo”, o lo que es
lo mismo, el “wokismo”.
El término, que había aparecido en los años 30-40 en los EEUU bajo
la forma “stay woke” (estar despierto), era solamente utilizado por la
comunidad negra. Se trataba de una comunidad poco interesada por los problemas
políticas, que sufría las consecuencias de la pobreza, del analfabetismo y de
la falta de oportunidades: al no existir, se produjo un deslizamiento hacia la delincuencia.
El lamento por esta situación hubiera quedado encerrado en los guetos, de no
ser por algunos músicos de blues y de folk que cantaron estas
injusticias. El compositor afroamericano Huddie Ledbetter, alias “Leadbelly”,
pasó más de diez años en prisión por delitos comunes en varias condenas y en
1934, empezó a cantar y a componer sobre temáticas reivindicativas (buena
parte de su obra fue compuesta en prisión). La antorcha fue recuperada e
incorporada en las últimas manifestaciones de música negra: rap, hip-hop,
manteniendo su carácter beligerante y de denuncia de las “desigualdades”, si
bien, musicalmente, se sitúan, formal y musicalmente, muy por debajo de “Leadbelly”,
si bien mantienen su programa de “stay woke”.
La música rítmica y extática, en el fondo, es el alma de la
negritud. De hecho, un tam-tam, siempre ha movido
a la raza subsahariana, pero no es suficiente para articular, ni mucho menos
para hacer estallar, un movimiento reivindicativo. Hacen falta detonantes de
mayor entidad. Estos fueron encontrados en las habituales detenciones
realizadas por las policías norteamericanas.
El 9 de agosto de 2014, en la ciudad de Ferguson, próxima a San
Luis, Misuri, se produjo un tiroteo en el que murió Michael Brown. La
policía había visto a Brown paseando con otro individuo, tras recibir la
denuncia de un robo en una tienda, al resistirse a la detención, la policía se
vio obligada a disparar. Un Gran Jurado se negó a procesar al policía que había
disparado y muerto a Brown. A partir de ese momento estallaron grandes
incidentes en distintas ciudades y se declaró el estado de emergencia en
Ferguson. El secretario de la ONU, Ban Ki-Moon pidió que se garantizara la “libertad
de expresión” en EEUU y el presidente Obama declaró públicamente sus
condolencias a la familia de Brown. La policía, para defenderse de las
acusaciones, hizo público el video del robo de la tienda que ocasionó el
incidente: podía verse a Brown agrediendo al empleado, después de tratar de
robar una caja de cigarros. Al salir, Brown fue caminando “en medio de la
calle y bloqueando el tráfico”.
Dos años antes, Rodney King, también afroamericano, en
libertad condicional por robo, resultó herido en otro choque con la policía. Su
detención fue grabada en video y la policía acusada de “uso excesivo de la
fuerza”. Ningún policía fue imputado y años después King moriría tras
haber consumido alcohol, marihuana, fentanilo y cocaína. La filmación de la
detención de King dio la vuelta al mundo y aun hoy es utilizada por los
defensores de los “derechos humanos” como prueba de las violencias policiales a
las que se ven sometidos los afroamericanos.
A partir de estos dos incidentes, que tuvieron gran importancia en
las manifestaciones de activistas de los derechos humanos y de movimientos
sociales afroamericanos que empezaban a organizarse en el movimiento Black
Lives Matter (Las vidas negras importan). Este grupo, nació como una
síntesis de las reivindicaciones negras inspiradas en la música étnica, el
activismo de los antiguos Black Panther, el feminismo negro de los 80,
los métodos del colectivo LGTBIQ+ y el recurso a los medios de comunicación
favorables que ya había empleado el Movimiento de los Derechos Civiles de los
años 60 con Luther King. El movimiento, olvidaba que la principal causa de
muertes en la comunidad afroamericana son los enfrentamientos armados entre
grupos de la misma comunidad, o que la muerte por bala es la principal causa de
muerte de los jóvenes afroamericanos menores de 30 años a manos de otros
miembros de su propia comunidad. Tampoco el movimiento ha podido evitar la
pérdida de prestigio que implicó la aparición del movimiento All Lives
Matter (Todas las vidas importan) con el que se identifican muchos
afroamericanos. Incluso en las oficinas de Facebook, aparecieron tachados los
letreros de “Black Lives Matter”, con inscripciones de “All Lives
Matter”. El movimiento, de todas formas, fue utilizado como uno de las
piezas de la pasada campaña electoral contra Donald Trump (quien, por lo
demás, obtuvo más votos de la comunidad afroamericana que el candidato rival y actual
presidente Joe Biden). Curiosamente, la aparición del movimiento White Lives
Matter (Las vidas blancas importan) ha sido agregado a la lista de “grupos
de odio” por el Souther Poverty Law Center (una ONG que vela por los
derechos civiles y que, en realidad, es una central orientada exclusivamente contra
el “supremacismo blanco”).
Pero lo más significativo es que los Black Lives Matter
no concentran su interés reivindicativo en el “negro medio” de los EEUU, sino
que sitúan el énfasis en los LGTBIQ+ de raza negra y, por extensión, en todo
este conjunto al margen de su origen étnico. En la web del grupo puede
leerse: [Black Lives Matter] “vive en los negros homosexuales, en las personas
transexuales, en las personas con discapacidad, en las personas negras indocumentadas
con antecedentes, en las mujeres y en todas las vidas negras a lo largo del
espectro de género”. Una de sus líderes, Alicia Garza (de padre judío y
madre afroamericana) lo expresó más claramente aún: “Los negros homosexuales
y las personas transgénero llevan una carga única en una sociedad
homopatriarcal que dispone de nosotros como basura”.
Hoy, en EEUU, para aludir al conjunto de estos movimientos, a los
grupos reivindicativos negros, especialmente al Black Lives Matter y al
conjunto LGTBIQ+, se utiliza el término “woke”. El denominador común de todos ellos es la
búsqueda de la “igualdad”. Dado que estamos muy alejados de ese objetivo, las
primeras y principales reivindicaciones son las “ayudas” y las “cuotas”. Todo
aquel miembro de una “minoría” debe ser subsidiado para compensarle de la
situación de injusticia en la que viva: el salario social, los programas de
ayudas diseñados para las “minorías”, las subvenciones a las ONGs (léase “chiringuitos”)
que velan por la observancia de todo esto, deben recibir dinero público, en aras
de la “igualdad”.
El otro principio, el de las “cuotas” no debe de entenderse como
que un grupo étnico que tenga un 20% de presencia en la sociedad, le
correspondería una cuota del 20% en todas las actividades, sino más bien que los
grupos sociales minoritarios deben tener una cuota, superior a su presencia,
para “compensar” su situación de “exclusión” y las “ofensas” y latrocinios de
los que ha sido objeto en el pasado, a pesar de que no sea evidente que el “colonizador
europeo” sea el responsable de que, hasta la colonización, África haya
permanecido en el neolítico.
Precisamente por eso, hoy, en España, el 60% de los anuncios de
las televisiones generalistas, están protagonizadas totalmente por personas con
rasgos subsaharianos (véase H&M, por ejemplo). Y, como ya hemos
repetido, en algunas agencias publicitarias solamente se contratan figurantes
del mismo origen subsahariano. Así mismo, como a toque de corneta, todos los
streamings televisivos, han generado series exclusivamente protagonizadas por subsaharianos
y en aquellas en las que parte del reparto el caucásico o de cualquier otro
grupo étnico, los subsaharianos, inevitablemente, ocupan el papel protagonista,
constituyendo la élite de las finanzas, del derecho, o -como ya hemos visto- de
la historia. Algo que contrasta -tristemente- con la realidad de las
comunidades subsaharianas en todo el mundo. A esto se han unido las producciones
LGTBIQ+. No es raro, por tanto, que todos los críticos den fe de que en los
últimos cinco años se ha producido una caída de calidad palpable, visible y
evidente en las series y en el material ofrecido por los streamings. Una serie
como Borgen,
estrenada en 2010, suscitó gran interés por su calidad y perfección técnica; el
añadido, doce años después, de una “nueva
temporada”, construyó un notorio fracaso: en efecto, se la habían
añadido elementos “políticamente correctos” que la hicieron descarrilar. El
problema de todo este material, no es tanto su orientación, como el que los
guionistas se ven forzados a introducir elementos pedidos por las direcciones,
en lugar de dar libre acceso a su creatividad. El resultado es una pérdida de la
calidad media de todas estas producciones. En España, tenemos el caso de la
serie La
Veneno, elogiada unánimemente por la crítica, a pesar de constituir
un esperpento y glosar a un “icono trans” que no era precisamente el modelo más
elogiable, sino un portento de grosería y cutrez.
A todo esto, se le llama “capitalismo woke” y “woke-Washing”
(literalmente “despertar-lavar”) y tiene su principal -y casi única-
manifestación en la publicidad. Los estudios publicitarios, dirigidos por progresistas
fanáticos de incorporar las “últimas novedades” a sus departamentos, han
terminado convirtiendo “al negro” es una “mascota publicitaria”. Incorporándolo
a todo clip publicitario, recuerdan, en primer lugar, que el “emisor” está a
favor de un “cambio social” y de “la igualdad” y unen la imagen de marca de una
empresa a estos objetivos. Y, se supone, que eso debería de generar ventas…
A la pregunta de ¿por qué un subsahariano representa mejor estos
valores que un coreano, un bengalí o un andino?, ya hemos respondido en la
primera parte de este estudio. En realidad, lo que los publicistas han
conseguido ha sido transformar al subsahariano en una especie de fetiche. Lo
presentan como lo más depurado, lo más vanguardista, lo más “cool”, guay, que pudiera
imaginarse, arquetipo del glamour y de la distinción, del “estilo”, en una
palabra. Pero esta posición es extremadamente criticable. En primer lugar,
porque el africano ha sido “cosificado”, se le ha convertido en otro
vehículo publicitario: el que, está reputado, ahora, de “vender más”. El “capitalismo
woke” devora a la propia identidad subsahariana, adulterada y deformada hasta
la caricatura.
En segundo lugar, porque este mensaje choca, al menos en
Europa, con la realidad de las calles: no vemos, precisamente,
subsaharianos glamurosos, vemos inmigrantes que han llegado, sin formación
laboral, subsidiados en todas sus actividades, okupas tolerados y eternos, manteros
a los que se les permite vender en los centros de las grandes ciudades contraviniendo
todos los reglamentos urbanos, con otros valores, otra educación, con sus
vestimentas de origen, sin la más mínima posibilidad de integrarse (y, en
muchos casos, sin voluntad explícita de hacerlo). Es dudoso, por tanto, que el
objetivo de las agencias de marketing consiga su objetivo e, incluso, técnicamente
parece evidente que debería desaconsejarse a la vista del ascenso de los
partidos “populistas” que evidencian el escoramiento de la población en una
dirección contraria y que podría perjudicar a las ventas de tal o cual marca. Así
mismo, esta publicidad está acompañada, en muchos casos, por la que se sobrerrepresenta
a miembros del colectivo LGTBIQ+ en la publicidad, la que confirma que el “movimiento
woke” no está orientado solamente a priorizar la presencia subsahariana en
medios de comunicación visuales, sino que también incluye a las “especificidades
de género”.
Como hemos apuntado antes, no está claro si todos estos elementos,
incorporados a la publicidad o a los streamings, termina siendo “positivo” o “negativo”
para el emisor. A pesar de que exista una ofensiva generalizada en los medios
de comunicación y en algunos gobiernos de Europa Occidental, como el español, lo
cierto, es que todavía somos más los que considerados que el “patrón de
normalidad” en cuestiones de género es que se nace hombre o mujer y es la
herencia quien lo determina, alto tan inalterable como el ADN. Y que Europa
es un continente con población de origen caucásico, con una cultura derivada
del mundo greco-latino, del germanismo y del cristianismo.
A medida que el progresismo intenta forzar la marcha hacia la “igualdad”,
cada vez encuentra más oposición. Cada vez que se
incorpora alguna inicial mas al complejo LGTBIQ+, se suman más resistencias. Cuando
el orwelliano “Ministerio de la Igualdad” español aprueba más y más medidas “antidiscriminación”
e hincha más y más su presupuesto, la hostilidad de la calle es más y más
palpable. Los recientes resultados de las elecciones en los dos países que más
se parecen a España, Francia e Italia (con el ascenso irresistible de Marine Le
Pen y la victoria ya consumada de Fratelli d’Italia) demuestran lo que decimos.
Por eso resulta paradójico que publicitarios y marcan acepten
realizar campañas (cuyo único objetivo debería ser el aumentar las ventas) de “adoctrinamiento
ideológico”. Pero todo tiene su explicación: el poder económico, las grandes
acumulaciones de capital, esto es, los “beneficiarios de la globalización” y
las grandes asociaciones internacionales (ONU, UNESCO, OMS) “gestores del mundialismo”
y en manos de sectas “iluminadas”, del capitalismo de la “cuarta revolución industrial”,
quieren ir en esa dirección. Creen que, a fuerza de aumentar la
presencia de los ideales “woke” en publicidad, en streamings, en los valores
educativos transmitidos por la escuela, se podrá avanzar hacia esa “sociedad invertebrada”
a la que aspiran los globalizadores (en la que cualquier protesta sería
imposible a causa de la atomización de la sociedad fracturada en grupos pequeños, ninguno de los cuales tendría capacidad para asumir banderas reivindicativas comunes a toda la sociedad), y a esa sociedad “unificada” en la que todo lo humano estaría estandarizado,
homogeneizado e igualado.
Por eso es importante IDENTIFICAR y DENUNCIAR todo aquello que es estrictamente “adoctrinador” en el sentido de los intereses del “mundialismo” y de la “globalización”, tanto en espectáculos, en ocio, en publicidad y en los programas de los partidos (se trata de ideales y objetivos habitualmente identificados con las distintas variedades de izquierda, pero ¡cuidado!, también aparecen en la derecha más liberal y timorata). La ideología “woke” es la columna vertebral de este impulso adoctrinador. Valorar negativamente las películas y series en los streamings, dejar de comprar en los establecimientos en los que aparezca publicidad “woke”. Denunciar algunos de sus productos, su hipocresía y sus prácticas comerciales (H&M, por ejemplo, fabrica la mayor parte de su producción -salvo la cosmética- en Asia y en países con legislaciones laborales relajadas o inexistentes y salarios de hambre; con mucha frecuencia se trata de productos mal terminados, al nivel de mercadillo de barrio). El ciudadano puede hacer mucho para detener esa forma de adoctrinamiento progre y cosificador de la raza subsahariana y debe estar en guardia ante cualquier forma de adulteración de la realidad y ante las imposiciones ideológicas. Quien asume esas prácticas (empresas y medios de comunicación) debe entender que no le van a salir gratis.
Rechazar la "ideología woke" no es solamente un alto deber moral, es también una obligación para con nuestros padres y nuestros orígenes y para nuestros hijos. Porque lo “woke” implica la muerte de todo lo que ha constituido nuestra identidad a lo largo de los siglos.