miércoles, 7 de septiembre de 2022

LA ESCUELA DE FRANKFURT (X) - EL RELATIVISMO DE LOS QUE NO TIENEN TRADICIÓN

La Escuela de Frankfurt, en cierta medida, corrigió a Freud. El psiquiatra vienés consideraba que las personas son similares entre sí porque en todos los marcos geográficos se dan los mismos impulsos y las estructuras sociales (especialmente la familia) diferían muy poco. Pero los “frankfurtianos” alegaron que cada cultura presentaba rasgos psicológicos diferentes que derivaban de que la autoridad y la moral se entiende de maneras diversas, a pesar de ser transmitidas por la misma entidad familiar. Así pues, todo los llevó a situar a las familias en el centro de la transmisión cultural. No era la genética, la que determinaba las diferencias entre culturas, sino la transmisión de los valores culturales de cada grupo étnico a través de la institución familiar. Y esto les llevó a sentenciar que todos los valores son relativos. Si lo son, entonces cualquier valor absoluto desaparece y, con él, la posibilidad de estructurar las sociedades. En “gran hallazgo” antropológico de la Escuela de Frankfurt puso la piqueta de demolición en el edificio de la modernidad y mucho más en unos momentos en los que distintos pueblos, surgidos de las más diversas razas y, por tanto, de tradiciones culturales diferentes, se dan cita y se asientan en Europa haciendo imposible la transmisión de un saber, de un conocimiento y de una tradición únicas. Todo vale, nada puede imponerse a otro, porque, en definitiva, todo es relativo.

Es posible que, en toda esta demolición del edificio de la moral absoluta, esté reflejado algo del odio del judío separado de la sinagoga que, al haber renunciado a su tradición, adopta ante todo una posición extremadamente crítica, ácida, demoledora: “si yo no tengo tradición, que nadie la tenga”. A esto se suma la circunstancia de que este odio hacia el entorno, se sume el eco de la tradición judía del “pueblo elegido” por Yavhé. Los miembros de la Escuela de Frankfurt, en su laicismo, se sintieron genéticamente identificados con este “mesianismo” que ya había enunciado Marx, y lo trasladaron de su propio marco étnico-religioso, al marco social, viendo en el proletariado al “nuevo Mesías” que iba a redimir a la humanidad luchando e imponiéndose dialéctica e inevitablemente sobre la burguesía.

Pero el problema para los miembros de la Escuela de Frankfurt fue doble: por una parte, ellos, todos hijos de magnates de la industria y de la banca, hijos de familias acaudaladas, no eran, ni de lejos, proletarios, ni lo que era peor aún, no estaban dispuestos a proletarizarse. El nuevo mesianismo marxista no pasaba por ellos. La historia se desarrollaría independientemente de su quehacer y, seguramente, contra sus propios intereses personales y familiares. Y luego estaba el segundo problema: no creían en la posibilidad mesiánica de redención por parte del proletariado. El período 1919-1923 fue un tiempo de decepciones constantes. No fueron los únicos marxistas que vieron desmentido su mecanicismo histórico por la realidad. Como Lukács, como Gramsci, ellos dudaron de que el proletariado pudiera sumir la tarea que Marx le había asignado.

El marco psicológico de todos los miembros de la Escuela de Frankfurt está dominado por las pautas que hemos definido en los tres párrafos anteriores:

  • Judíos alejados de la sinagoga que han renunciado a su propia tradición y sienten la necesidad de emprender una tarea de demolición contra cualquier institución religiosa o familiar. Es un mecanismo de reacción psicológico que ha estado presente durante generaciones e el pueblo judío y que ha dado lugar a los críticos más radicales e, incluso, a los humoristas y monologuistas más ácidos del siglo XX. 
  • Judíos que debieron afrontar la oleada de antisemitismo que se propagó en Alemania después de la Primera Guerra Mundial, y que, por todos los medios querían encontrar una explicación, no en la realidad objetiva, sino en los artificios freudianos. Esa oleada se inició cuando los EEUU no había entrado todavía en la guerra y los medios de comunicación norteamericanos iniciaron una oleada de ataques contra Alemania obligando a los ingleses a firmar la Declaración Balfour para fundar un Estado Judío en Palestina. Si a eso se añade, la extraordinariamente alta presencia de judíos entre los agitadores bolcheviques del período 1917-1923, se entiende perfectamente porque durante la República de Weimar el antisemitismo estuvo más extendido que nunca en el Reich. Ese antisemitismo latente actuaba, inevitablemente, sobre la psicología de los miembros de la Escuela de Frankfurt. 
  • Judíos que creían en el proletariado como sujeto histórico que llevara a un mundo más justo y mejor, cuando ellos eran hijos de la clase capitalista y cualquier iniciativa que emprendieran contra las empresas del “padre”, repercutiría en una merma de su propia posición. 
  • Judíos que confiaban, inicialmente, a la luz de Marx, que el proletariado sería el motor de la historia para derribar a la burguesía capitalista y que, bruscamente, advierten que esta creencia es errónea, que el presunto “sujeto histórico”, no basta para afrontar la destrucción de la infraestructura económica, sino que es necesario actuar también sobre la superestructura.

Estos cuatro vectores, actuando al unísono sobre las mentes de los miembros de la Escuela de Frankfurt redobló sus defensas psicológicas y está en el origen de la tarea de demolición de los fundamentos en los que se basaba la cultura occidental. Y a ello se empeñaron utilizando la jerga y las abstracciones filosóficas. Examinemos cada uno de los cuatro elementos y apliquemos el esquema freudiano: encontraremos pulsiones edípicas no superadas, rechazo puro y simple encontrado en la sociedad weimariana, contradicciones entre el pensamiento anticapitalista y el contenido de clase heredado (y disfrutado) y, finalmente, decepción por un pensamiento marxista con un vector económico determinante a partir de 1948 del que ellos querían alejarse, no solamente al no ser proletarios, sino que su origen económico constituía la negación del proletariado y, para colmo, era ideología había demostrado ser errónea, por muy “científica” que se autoproclamase. Errores, decepciones, lastres y presiones psicológicos, todas estas “subjetividades” de carácter personal son lo que acompañan la teorización de la Escuela de Frankfurt y las que, en el fondo, restan valor a sus teorizaciones.

El cierto que el carácter científico del psicoanálisis puede cuestionarse: no existen pruebas “positivas” de la existencia del concepto de Edipo, ni tampoco del “Ello” o del “superyo”, ni siquiera del subconsciente. Son los dogmas de una religión en la que hay creer con la fuerza de la fe. Pretender encajar una “doctrina científica” (como el marxismo), con una creencia casi religiosa (el psicoanálisis) es un trabajo imposible de realizar, salvo que alguien sienta se empeñe en realizar la pirueta intelectual. A fin de cuentas, ni el marxismo era “ciencia”, ni el freudismo era (como indicaba su propio fundador) una “religión”.

Pero si se aplicaran los principios freudianos a los miembros de la Escuela de Frankfurt tendríamos el cuadro psicológico y entenderíamos mucho mejor el carácter relativista de su pensamiento. Odiaban a todas las figuras paternas: a su propio padre multimillonario, hasta el extremo de renunciar a sus apellidos (caso de Adorno); odiaban al proletariado que no había estado a la altura de su misión histórica y con el que se habían identificado; odiaban a Marx en quien creyeron pero que no había acertado en la mayor parte de sus predicciones; odiaban a la República de Weimar en la que habían depositado todas las esperanzas; odiaban aquello que eran (que no coincidía ni con sus aspiraciones ideológicas ni con su modelo ideal de ser humano, hecho de teoría y acción); odiaban toda tradición porque ellos habían renunciado a la propia. Podemos imaginar el caos, la desesperación y la confusión que bullían en el interior de cada uno de ellos.

Los dos valores absolutos contra los que se encaran son: la idea de Dios y la idea de la Autoridad. Pero puede concretarse más aún: en sus textos, especialmente en la primera época, demuestran una hostilidad no hacia las creencias religiosas en general, sino contra la que ha estado presente durante dos mil años en Occidente, el cristianismo. En realidad, al decretar “la muerte Dios”, se rompió el vínculo con cualquier forma de autoridad superior e indiscutible, en tanto que mítica. A partir de ese momento, toda autoridad, privada de un soporte “superior”, se convirtió en discutible, cuestionable y son una fundación escasa y, por tanto, relativa. No se ha encontrado, desde entonces, un sustitutivo “superior” sobre el que basar el principio de autoridad. Cuando Dostoyevsky hace decir a uno de los hermanos Karamazov, la famosa frase “Si Dios ha muerto, todo está permitido”, no hace sino constatar una obviedad. Pero, a decir verdad, era solamente la última consecuencia de la ruptura inicial, presente ya en el texto bíblico: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22, 15-21) en el que se reconocen dos planos: el de las leyes humanas y el de la ley divina. Sólo que, hasta ese momento, ambas caminaban juntas y, en realidad, en la síntesis formada en el Medievo, volvieron a converger. En el momento en el que lo divino y lo humano quedan separados como dos esferas diferentes, se produce la ruptura en la fundamentación de cualquier autoridad y se tiende a la relativización de las relaciones humanas. 

Se recurre entonces a la ley del número según la cual, la autoridad quedaría en manos de aquella opción partidista que obtuviera más votos en unas elecciones e, incluso se recurre a explicaciones “mágicas” para hacer más digerible esta opción: cada ciudadano es dueño de un “principio de soberanía” intangible que reside en sí mismo, pero que puede exteriorizar y cristalizar en una papeleta de voto, colocada en una urna sagrada, situada sobre un altar -la mesa electoral- gestionada por los sumos sacerdotes de la democracia: el presidente y los vocales de la mesa electoral. Al igual que tras los carnavales, llega la cuaresma, tras la agitación de la campaña electoral, se llega a la “jornada de reflexión”, que situará al ciudadano en condiciones de ejercer su voto. No habrá confesionario, pero sí un espacio oscuro, privado y reservado en el que podrá colocar, al abrigo de cualquier mirada impura, su “parcela de soberanía” en un sobre. Esa parcela individual de soberanía, depositada en el interior de la urna sagrada, irá a confluir en el momento del recuento con otros miles y miles de parcelas de soberanía, que darán la mayoría a tal o cual opción. Aún hará falta una última “operación mágica”, el acto de investidura parlamentaria, mediante el cual las voluntades individuales, hipostatizadas sobre el candidato, le otorgarán ese poder superior que le permitirá gobernar y, de paso, ser prácticamente invulnerable a las leyes humanas. 

La fundamentación de la democracia no es muy diferente, por tanto, del pensamiento mágico-religioso, solo que, en la actualidad, ha caído víctima de sus propios errores, de sus deficiencias y del propio principio “relativista” presente en todos los escalones de la sociedad. Porque, a fin de cuentas, cualquier sociedad, para existir, necesariamente tiene que compartir principios absolutos, incuestionables, aceptados por todos y que ejerzan a modo de mito colectivo.