Penetrando en el terreno de la “personalidad autoritaria”, la Escuela de Frankfurt y, concretamente, uno de sus representantes, Theodor W. Adorno, se embarcó en un terreno particularmente vidrioso. De hecho, ha sido su tesis más contestada y, con mucho, la que ha suscitado mayores discusiones. El libro La personalidad autoritaria está prologado por Horkheimer que resume la tesis de Adorno; éste cree haber realizado el descubrimiento de “una especie antropológica que llamaremos el tipo de hombre autoritario”, cuya característica principal, a diferencia del “intolerante de viejo cuño, (…) combinar ideas y aptitudes típicas de una sociedad altamente industrial con creencias irracionales o antirracionales”. Este tipo humano sería, a la vez, “ilustrado y supersticioso, orgulloso de su individualismo y constantemente temeroso de parecerse a los demás, celoso de su independencia e inclinado a someterse ciegamente al poder y a la autoridad”…
Adorno parece ver
claramente un tipo de personalidad que le llama la atención por sus
contradicciones. Parte de una base prácticamente nihilista: la
autoridad, cualquier forma de autoridad, supone una imposición para quienes no
la administran. Deja claro, desde el primer momento que la “autoridad” es una forma de
irracionalismo y que, a partir de Descartes y del descubrimiento de la razón,
este “dogma insostenible científicamente fue eliminado”. Y, como “argumento de
autoridad” cita… a Freud y el que fue seguramente uno de sus descubrimientos
más discutibles: “La concienciación de la sociedad mediante la experiencia
científicamente adquirida de que los sucesos de la primera infancia son de gran
importancia para la felicidad y el potencial laboral del adulto”. El punto de
partida del libro de Adorno fue un trabajo realizado en 1939 por él mismo en el
marco del Instituto de Investigación Social sobre el antisemitismo y completado
luego por los doctores R. N. Sanford, Else Frenkel-Brunswik y Daniel Levinson ¡;
además, participaron en la redacción final del texto, Betty Aron, Maria Levinson
y William Morrow. No es raro que el
proyecto fuera financiado, por el Comité Judío Norteamericano (American
Jewish Commitee), dado que tanto la doctora Frenkel-Brunswik, de origen
judío-polaco, el psicólogo norteamericano Daniel Levinson, las psicólogas Betty
Aron y María Levinson, eran del mismo origen étnico que el propio Adorno). Si destacamos este
dato y a quien correspondió la financiación del proyecto, no, una vez más, para
tratar de “descubrir” una “conspiración judeo-bolchevique”, sino para establecer
el marco en el que se realizó: la campaña antifascista desencadenada desde el
31 de enero de 1933 contra el gobierno del canciller Hitler. En 1944,
cuando este estudio estaba ya avanzado, Adorno debía de ser perfectamente
consciente de lo que estaba realizando y para qué lo realizaba: aportar un
elemento teórico al esfuerzo de la propaganda de guerra antifascista. Y eso,
precisamente, es lo que explica la debilidad de todo el planteamiento y el
hecho de que, de entre todas las teorías emanadas por la Escuela de Frankfurt,
esta fuera la más débil. Así mismo, es interesante destacar que, al llegar al otro lado del
océano, los miembros de la Escuela de Frankfurt, todos ellos de origen judío,
siguieron colaborando preferentemente con personas de ese mismo origen étnico,
lo que resulta extremadamente curioso de su psicología. El trabajo
fue conocido como “El estudio de Berkeley”.
Ya en el primer capítulo de la obra, Adorno plantea la hipótesis principal: “las convicciones económicas, políticas y sociales de un individuo, a menudo constituyen una pauta amplia y coherente, como si estuvieran vinculadas por una “mentalidad” o “espíritu” y que esta pauta es la expresión de tendencias profundas de la personalidad”. Pero en el segundo párrafo se introduce el elemento antifascista que, en el fondo, es la motivación de la obra: “La principal preocupación era el individuo potencialmente fascista, cuya estructura es tal que lo hace particularmente susceptible a la propaganda antidemocrática”. En tanto que estudio vinculado a la propaganda de guerra norteamericana, se trataba de prever y también de impedir que, en los EEUU, las “personalidades autoritarias” se identificaran con los ideales del otro bando, los que habían triunfado en el Tercer Reich y, por tanto, restaran potencial combativo antifascista a la sociedad norteamericana. Sólo eso y nada más que eso.
De ahí que Adorno trate a la “personalidad autoritaria” como un “síndrome” que sería la exteriorización de una patología social. Estado en los años 40, en plena Segunda Guerra Mundial. A pesar de los esfuerzos del Comité Judío Norteamericano, la opinión pública de los EEUU solamente se decantó definitivamente del lado de los aliados, después del ataque japonés a Pearl Harbour, nunca antes. El día antes de aquel ataque -que constituyó una sorpresa para la opinión, pero que había sido previsto, estimulado y deseado por la administración USA- el sentir del americano medio era, simplemente, neutralista, abstencionista, consideraba que no tenía nada que ganar, ni que perder en el conflicto que se estaba dando en aquellos momentos en Europa y que tenía como foco principal, el Frente del Este. Buena parte de la opinión pública norteamericana se identificaba con la acción de las tropas alemanas y de sus aliados contra la Rusia soviética.
Dentro de ese marco
belicista, Adorno realiza una curiosa toma de posición: a un lado la democracia
y a otro el fascismo. En la estructura de poder democrática no percibe rasgos
autoritarios, ni mucho menos una patología social (será solamente en la
posguerra cuando otros miembros de la Escuela de Frankfurt, Marcuse en
concreto, crea ver también rasgos autoritarios y fascistas en la “sociedad
norteamericana de capitalismo avanzado”). La patología está “en el otro lado”:
en el fascismo. Explica desde la introducción, que los individuos permeables a
la propaganda fascista, están aquejados por una patología. ¿Qué es, para él, “fascismo”
en ese momento? Muy sencillo: todo aquel que defiende ideas antidemocráticas… Y
el punto de partida es el antisemitismo. El antisemita, nunca será demócrata y
determinará al fascista. Tal es su tesis.
Como ya hemos dicho
antes, parece razonable que los miembros de la Escuela de Frankfurt se
interesaran por el antisemitismo, dado el origen étnico de todos ellos. Así
mismo, entra dentro de lo comprensible que una investigación financiada por el
Comité Judío Norteamericano será sobre todo una “investigación antifascista”.
Pero, desde el punto de vista científico, a la hora de responder a la
naturaleza del antisemitismo, habría que esperar que se analizaran los temas de
propaganda de esa tendencia y sus argumentos. Lo más sorprendente aún es que el
antisemitismo sobre el que se centra la Escuela de Frankfurt en este estudio,
es el antisemitismo alemán, no se menciona, en absoluto, al antisemitismo
polaco, de matriz claramente religiosa, mientras que la variante alemana, desde
el siglo XIX era un antisemitismo de carácter social, una temática que entra
dentro de la perspectiva propia de la Escuela. Y esta parte es la que Adorno pasa de
soslayo; escribe: “Los autores, como la mayoría de los científicos sociales,
sostienen la visión de que el antisemitismo se basa más en factores del sujeto
y en su situación global que en las características reales de los judíos”.
Así pues, el antisemitismo sería una percepción subjetiva de la realidad que
escondería factores psicológicos presentes en los individuos y, fundamentalmente
-aprovechando las tesis de Otto Rank sobre los “complejos”- sería la forma de
sublimar un complejo de culpabilidad. Puesto que todos nos sentimos culpables de
algo -dado el rigorismo de la noción cristiana de “pecado”- el antisemita
buscaría a alguien que representara el “mal absoluto” y lo encontraría en el
“pueblo deicida” que había asesinado a Cristo, el Hijo de Dios.
Pero, si bien es cierto
que una interpretación de este tipo puede encajar con el antisemitismo de
origen católico, como hemos dicho antes, el antisemitismo que había aparecido
en la Alemania unificada por Bismarck y que había ganado en intensidad y
amplitud al terminar la Primera Guerra Mundial, era, de otro tipo: casi
podríamos tildarlo de “positivista”. Surgía -y es muy fácil comprobarlo, por
poco que se lean los textos escritos sobre la materia entre 1917 y 1945- de la
percepción objetiva e imposible de negar, de que la etnia judía estaba sobrerrepresentada
en la primera hornada del movimiento comunista internacional de 1917-1923. Este dato objetivo es
imposible de cuestionar (como también el que los líderes de la revuelta del
mayo del 68 francés, eran mayoritariamente del mismo origen o que los miembros
de la Escuela de Frankfurt, lo eran igualmente). Algunos interpretarán esta
presencia como una “conspiración”, otros lo harán en términos socio-económicos
(buena parte de los judíos askenazíes se encontraban en una precaria situación
económica y, por tanto, constituyeron los primeros afiliados al movimiento
comunista internacional), otros lo harán abordando una perspectiva religiosa
(todos los judíos que participaron en los movimientos bolcheviques eran judíos
de raza -en realidad, eran de origen kázaro que dio lugar a la etnia azkenazí-
pero habían abandonado la sinagoga y, por tanto, renunciado a su tradición; al
carecer de tradición, emprendieron una tarea de demolición contra toda
tradición y por eso se les encuentra en movimientos “subversivos”). Y, otros,
naturalmente, lo interpretarán en términos conspiranoicos (el judaísmo conscientemente
conspira para la destrucción de la cristiandad). Bien, pero estas
distintas interpretaciones, especialmente las dos primeras, están avaladas por
datos objetivos, que el estudio de Adorno pasa completamente de soslayo, dando
por sentado que cualquier forma de antisemitismo es una patología social y por
tanto se trata de inocular defensas en la sociedad. Y es aquí
cuando el trabajo de investigación se convierte en propaganda de guerra.
Adorno realiza un doble
salto mortal a partir del estudio sobre el antisemitismo: “el antisemitismo
no es probablemente un fenómeno específico o aislado, sino que parte de un
marco ideológico más extenso, y que la susceptibilidad que un individuo muestra
hacia esta ideología depende fundamentalmente de sus necesidades psicológicas”.
En apenas tres páginas, Adorno ha desterrado un análisis “objetivo” del
antisemitismo y de sus causas, para penetrar en el resbaladizo terreno de la
“subjetividad” freudiana, dando por supuesto que todo antisemita destila una
personalidad autoritaria, antidemocrática y, por tanto, fascista. Ciertamente,
más delante dirá: “Indudablemente se dan casos de hostilidad contra un grupo
basada en una frustración real, provocada por los miembros de ese grupo”,
es significativo que alude a “grupo” y no al grupo específico al que él mismo
pertenece.
¿Cómo aparece la
“personalidad autoritaria”? Adorno establece que es propia de personas que
poseen un superego estricto que se superpone y condiciona un ego débil e
incapaz de racionalizar sus impulsos. El individuo, desbordado y superado por
estos condicionamientos, se siente inseguro y, en su búsqueda de asideros que
le devuelvan a una sensación de estabilidad, acepta ceñirse a las normas y a
los convencionalismos que existen en ese momento en su entorno social, entre
las cuales figura el sometimiento a la autoridad. Así mismo, desarrolla
mecanismos de defensa contra grupos sociales que considera “inferiores” y a los
que tiende a responsabilidad de sus propios males, proyectando sobre ellos sus
frustraciones y manifestando actitudes intolerantes hacia ellos.
La personalidad
autoritaria se forma en los primeros años de vida. El niño, vive la autoridad en el marco
familiar y luego en la escuela. Sufrirá, por ello, una “explotación
autoritaria”: el más débil, el niño, será el dominado, el más fuerte, el padre,
será el dominador. En la escuela se reproducirá este esquema: el niño será el
convidado de piedra, mientras que el maestro, dotado de la “autoridad
científica” le impondrá sus criterios culturales. Y, otro tanto ocurrirá en la
Iglesia en donde se le repetirá hasta la saciedad, que un “ser superior”
determina nuestro destino, nos premia o nos castiga según nuestros actos y, por
tanto, debemos mostrarle “temor”. En todos estos escalones, el niño tiende a reprimir algunas de sus
pulsiones y especialmente la agresividad, el odio y el resentimiento que
experimentará hacia la autoridad que, literalmente, le “castra”, mientras que
exteriormente, su yo consciente mostrará respeto hacia la autoridad, referencia
y reconocimiento. Tal es la teoría…
Es cierto que, a fuerza
de repetir estos conceptos, hoy se han integrado en el orden de ideas de la “corrección
política” occidental. Pero ahí están las respuestas que no han sido
contestadas, ni siquiera planteadas porque el trabajo de Adorno, que formaba
parte de la “propaganda de guerra”, no podía ni siquiera pensar en formular de
otra manera. No es que el Consejo Judío Norteamericana le hubiera encargado un
trabajo sobre el “antisemitismo”, sino que le ha encargado un trabajo “contra
el fascismo”. Y Adorno, obviamente, estaba predispuesto a realizarlo. Harina de
otro costal es que la honestidad científica, no le hubiera inducido, cuando
todo esto había quedado atrás, a reconocerlo públicamente y a rectificarlo. El Adorno
que ha llegado a EEUU ha sido contratado para defender el “american way of
life”. Y lo hace: “…los autores creemos que toca a la gente decidir si este país será
fascista o no. Esperamos que el conocimiento de la naturaleza y extensión del
potencial antidemocrático sirva para orientar planes para la acción
democrática”…
Adorno y su
equipo están en los EEUU, el marxismo allí interesaba poco o, en cualquier
caso, podía hacer recaer la sospecha de “bolchevismo”. El suyo, no es, por
tanto, un análisis marxista, ni siquiera que pudiera derivar del “marxismo
occidental”. Escribe, para quedar libre de la sospecha: “se consideró que los
motivos económicos del individuo pueden no tener el rol dominante y decisivo
que a menudo se le atribuye”. Es normal: resulta innegable -contrariamente
a lo que sostiene la ortodoxia marxista- que todos los individuos de un mismo
estatus socio-económico no tienen intereses ni planteamientos comunes. Adorno
aprovecha este punto débil del marxismo, para justificar el por qué, miembros
de la misma clase social pueden ser favorables al antisemitismo y, por tanto, a
las pulsiones autoritarias y otros, en cambio, permanecerán inmunes: se debe a
su conformación psicológica y aquí cede el testigo a las clasificaciones de
Freud y a la irracionalidad latente en el ser humano.
Después de explicar
cómo se elaboró el estudio -mediante algo más de dos mil encuestas y
entrevistas- expone las conclusiones: “El resultado más importante del
presente estudio es la demostración de que existe una estrecha correspondencia
entre el tipo de enfoque y perspectiva que un sujeto adopta en una gran
variedad de temas, desde los aspectos más íntimos de la vida familiar y sexual,
pasando por las relaciones contra personas en general, hasta la religión y la
filosofía social y política”. Según Adorno, la familia es un marco
privilegiado en el que se manifiesta esta patología: “una relación
padre-hijo, de carácter fundamentalmente jerárquico, autoritario y explotador,
puede derivar en una actitud de dependencia, explotación y deseo de dominio respecto
a la pareja o a Dios, y puede culminar en una filosofía política y una
perspectiva social que sólo dé cabida a un desesperado aferramiento a lo que
parece fuerte y un desdeñoso rechazo de todo lo relegado a posiciones
inferiores”.
Adorno excluye por
completo que una persona amante de la autoridad, sea, al mismo tiempo,
tolerante y racional. Es más, entiende a la “autoridad”, como un mito salido de
los bajos fondos irracionales de la psicología profunda. Y, ni siquiera el
hecho de que si la autoridad hubiera sido algo disfuncional, la propia
evolución de la especie y la práctica social, la hubiera desterrado, ni tampoco
se planea que una sociedad es imposible que funcione sin que exista un
principio de autoridad: la autoridad es el enemigo porque genera personalidades
autoritarias en las que la parte irracional derivada del subconsciente -¿existe
el subconsciente? ¿se ha demostrado científicamente?, o simplemente es un mito
freudiano necesario para sostener todo el andamiaje constituido posteriormente
por el creador del psicoanálisis- y los marcos en los que el principio de
autoridad y la relación jerárquica entre los miembros (que luego apenas unos
años después de escrito este libro quedará demostrado por la etología que forma
parte de cualquier especie biológica superior) quedan más afirmados, la
familia, la pareja y su sexualidad, la escuela y la religión, deben ser
combatidos como focos que manufacturas personalidades fascistas. Tales son los
enemigos y las estructuras sociales en las que habrá que aplicar medidas de
“ingeniería social” para evitar que los sarpullidos autoritarios puedan
reaparecer periódicamente y, con ellos, los estallidos de antisemitismo.
Adorno, como
“científico social”, sabe que las generalizaciones que le piden los “clientes” que
han encargado el estudio (la Convención Judía Norteamericana) son imposibles.
Por tanto, utiliza un artificio que salvar su prestigio académico: crea dos
subtipos de la mentalidad autoritaria, el “convencional” y el “psicópata”. El
“convencional” es susceptible de reeducación, el “psicópata” es un enfermo
mental y, como tal hay que tratarlo, aislarlo y anestesiarlo. El problema es
que el concepto de “psicópata”, en psicología no puede aplicarse a una
“personalidad autoritaria”: ninguno de los rasgos del psicópata diagnosticado
(falta absoluta de empatía con los demás, egocentrismo desmesurado, búsqueda de
la satisfacción personal a cualquier precio, encanto superficial, capacidad
para la manipulación) se adaptan al modelo de personalidad autoritaria. La utilización,
por tanto, del término “psicópata”, es abusiva, científicamente falsa, pero
interesada por la finalidad descalificadora del estudio. Si el irreductible es
“psicópata”, cabría pensar que la obra subdivisión, el “autoritario
convencional” es algo parecido al “psicópata integrado”, que no manifiesta las
consecuencias extremas de su afección mental.
En la última parte de
su introducción al estudio, Adorno se pregunta sobre los remedios a esta
patología social. Lo que dice tiene un elemento aterrador: “debemos considerar
en primer lugar, las técnicas psicológicas de modificación de la personalidad”.
Tenemos, por tanto, una “enfermedad” de
existencia discutible -el gusto por la autoridad-, por tanto, hay que aplicar
una terapia que, en la práctica es, en términos marxistas, una forma de
“alienación”: el sujeto deja de pensar por sí mismo, deja de ser quién es, y un
“terapeuta” remodela su personalidad para que no manifiesta ninguna pulsión
autoritaria. En efecto, lo que Adorno está proponiendo a mediados de los años
40, es la aplicación de técnicas de control mental.
Pero es consciente de
que sólo con eso no bastará por tanto para borrar de la faz de la tierra la
“personalidad autoritaria”, por tanto, propone otras medidas. Dice: “La tarea
es similar a la de eliminar la neurosis, la delincuencia o el nacionalismo.
Todos son producto de la organización global de la sociedad y sólo pueden
modificarse con el cambio de sociedad”. La última frase de la introducción es
antológica del maniqueísmo en el que se mueve el estudio: “Si el miedo y la
destrucción son las principales fuerzas emocionales del fascismo, eros
pertenece principalmente a la democracia”.
El proyecto de Berkeley
se realizó en los años 40, cuando todavía tronaban en Europa los cañones y se
publicó en su versión definitiva en 1950. Le llovieron críticas, unas a nivel
metodológico y otras al depender exclusivamente de la interpretación
psicoanalítica de la personalidad. Quizás la crítica más repetida es que el
estudio parece solamente aludir a las pulsiones autoritarias “de derechas”, y
más bien, a las “fascistas”, pero no apunta nada sobre el autoritarismo en las
sociedades democráticas, por no hablar del estalinismo. En realidadd, como ya
hemos apuntado, el estudio está lastrado por la petición que realizó el
financiador del proyecto: no quería un estudio sobre la “personalidad
autoritaria” sino que los fondos fluyeron para abrir un nuevo frente contra el
fascismo que contribuyera al esfuerzo de guerra aliado y, posteriormente, en la
postguerra, a lograr un descrédito sobre la ideología fascista que garantizase
que nunca más volvería a renacer.
Adorno, recibió un
encargo y lo realizó como pudo. Cojeaba por todas partes y es, sin duda, uno de
los trabajos más fatuos y superficiales de entre los textos “frankfurtianos”.
Suele ocurrir cuando a un trabajo que debería ser “científico”, el cliente que
lo ha encargado le impone un sesgo político.
Las más de dos mil
encuestas y entrevistas sirvieron para poco. Lo más lógico hubiera sido
realizar una encuesta sobre la autoridad y unirla a un estudio histórico sobre
la aparición del principio de autoridad. Lo sorprendente es que, a partir de
ese estudio, a pesar de que su metodología fuera inadecuada, sus fuentes
dudosas y sus apriorismos justificados mediante las piruetas intelectuales
anticientíficas freudianas, hoy se sigue valorando. Y, de hecho, hoy es el
trabajo de la Escuela de Frankfurt más actual que nunca.
Existe una recuperación
de este temática “frankfurtiana” en los aspectos más problemáticos de la
modernidad. Las tesis de Adorno sobre la personalidad autoritaria, a pesar de
ser desconsideradas desde el punto de vista científico y erróneas a todas
luces, son las que hoy se han impuesto en los ambientes “políticamente
correctos”. De hecho, las estructuras sociales que en estos momentos están
recibiendo continuamente las cargas de profundad que hacen problemática su
subsistencia en el futuro, son precisamente las que Adorno señalaba como
culpables de modelar las personalidades autoritarias: familia, escuela,
religión y sexualidad. Todo en nombre de la “igualdad”: el padre de familia, no
es nada más que el que trae dinero al hogar y garantiza que sus hijos tengan
acceso a todos los servicios “gratuitos y obligatorios” que habilita el Estado
para su educación. No es una autoridad superior encargada de educar a los
hijos, es simplemente, el mantenedor de la familia, como la madre ya no es el
elemento emotivo que arropará con su cariño el crecimiento de sus hijos, sino
una especie de marido-bis, cuya función será también aportar fondos para el
consumo familiar. En cuanto a la escuela, el maestro, desposeído de toda
autoridad, incluso de la “autoridad científica”, ha sido desprovisto de otra
función más que la de “enseñar a aprender”. Los contenidos de los programas de
estudio pueden ser cuestionados por cualquier alumno y el profesor no tendrá ni
autoridad ni derecho para reivindicar una racionalidad científica, ni mucho
menos para imponer un “argumento de autoridad”. Existe libertad para afirmar
que 2 + 2 = 5. Será, con posterioridad, a esta afirmación, cuando el alumno
compruebe directamente y por sí mismo, que ese criterio no le sirve para
realizar ningún otro tipo de operaciones matemáticas, “comprendiendo” por sí
mismo y, no por una imposición autoritaria del maestro, el cálculo exacto de la
suma. Se atacará a la religión alegando la mala práctica de algunos de sus
elementos, olvidándose del hecho de que la inmensa mayoría de abusos
deshonestos no se dan en colegios religiosos, sino en centros cívicos,
gimnasios, colegios laicos, campamentos juveniles, asociaciones juveniles, etc.
Pero solamente, el dedo acusador se ha centrado en los casos de abusos de
menores cometidos por el clero. Y en cuanto al eros al que aludía Adorno
en el párrafo final que hemos citado, la deconstrucción de las identidades
sexuales, es hoy una exigencia casi ineludible. Considerar que el ADN determina
quién es hombre y quién es mujer, supone un criterio autoritario en la medida
en que se acepta que la biología y la genética se impongan a la libre
determinación sobre el sexo que uno quiere poseer, pues, no en vano, se
considera que el “sexo es una construcción social” y, por tanto, no existe. También
se ha afirmado que las “razas humanas” no existen, y que solamente existe una
“raza humana” (en realidad, lo que existe es una “especie humana” subdividida
en razas y, aunque la posición ha sido defendida por antropólogos progresistas,
lo cierto es que se trata de una mera especulación privada de cualquier base científica).
El principio de la “igualdad” es el que lo determina todo: igualdad es lo
contrario de autoridad. Autoridad implica jerarquía, es decir, verticalidad;
igualdad, en cambio, es un concepto “horizontal”. Basta asomarse al mundo real
para comprobar que allí donde existe un grupo humano, allí existe autoridad,
jerarquía, diferenciación, desigualdad, identidades naturales…
Adorno, siempre por
encargo, realizó un análisis anti-científico sobre la “personalidad
autoritaria” en la que relacionó antisemitismo, fascismo, autoridad,
explotación, confundiendo torticeramente los términos: no se planteó nunca por
qué existió antisemitismo en la modernidad, tampoco porqué en los años 30 la
población experimentó la necesidad de un “nuevo orden” que previniese y cortada
la posibilidad de nuevas crisis económicas demoledoras, o porqué el fascismo se
organizó en milicias… contra las milicias bolcheviques que intentaron
insurrecciones en el periodo 1918-1922. Confundió autoridad con autoritarismo,
explotación con autoridad (que, en realidad, equivale a “complementareidad”).
Sin embargo, su estudio
ha sido aprovechado por la “corrección política” para atacar lo que han sido
fundamentos, no solamente de la civilización occidental, sino de cualquier
forma de organización social: familia, religión, identidad sexual, Estado.
Quienes promueven este trabajo de demolición, por supuesto, nunca les ha
interesado lo más mínimo, la Escuela de Frankfurt, ni sus trabajos:
simplemente, han entendido que si se trata de controlar a las sociedades, hay
que privarlas de jerarquías, de autoridad, de principios absolutos, cosificar
al ser humano, amputarle de cualquier régimen de identidad y convertirlo en
“igual”, exactamente “igual” a otros. En filosofía se dice que, cuando algo es
exactamente igual a otro elemento, igual en todas sus partes constitutivas, en
todas sus capacidades y en todas sus cualidades, no estamos ante otro ente,
sino ante el mismo. Solamente los granos de arena de una duna son exactamente
iguales unos a otros. Carecen de personalidad, no puede haber principio
cualitativo alguno que los diferencie. Los gestores de la modernidad han
rescatado la tesis de Adorno y del Estudio de Berkeley y lo están aplicando
sistemáticamente: y no por que quieran borrar todo principio de autoridad, sino
porque aspiran a que éste desaparezca de la vida social convencional, para
ellos poder erigirse como única autoridad, situada en las alturas inaccesibles
a las que el ser humano común y corriente, como usted y como yo, jamás
tendremos acceso. De esa autoridad única derivan todos los dogmas de los que
vive nuestro momento histórico y que están magistralmente resumidos en los
principios de la Agenda 2030.
El principio de
autoridad es uno de esos valores absolutos que toda sociedad debe tener en
cuenta si quiere existir en el tiempo y ser viable en su práctica cotidiana.
Llama la atención que, incluso los sectores más anti-autoritarios terminen
siendo los más rígidos y asuman las peores prácticas autoritarias: el
dogmatismo, el reproche continuado a las actitudes de unos o de otros
consideradas como “autoritarias”, el permanente estado de alerta para evitar
caer uno mismo en pulsiones autoritarias… Cualquier tipo de vida social implica
jerarquización, división de funciones, niveles de responsabilidad, existencia
de centro de imputación y centrales motrices de las distintas actividades
sociales. Negar la autoridad, equivale a negar, simplemente, la posibilidad de
las sociedades.
Hemos hablado, sobre
todo de Adorno, pero, como hemos apuntado, la “personalidad autoritaria” debe
mucho más a Fromm. Éste, definió la “personalidad autoritaria” así: “Vemos una clara
diferencia entre el individuo que quiere gobernar, controlar o restringir a
otros y el individuo que tiende a someterse, obedecer o ser humillado”. Sostiene
que la personalidad del líder y la de sus seguidores es exactamente la misma.
No es nada nuevo, Hegel ya lo había apuntado en su dialéctica del amo y del
esclavo. Uno precisa del otro y viceversa, ambos, en cualquier caso, tienen la
misma psicología, solo que un es activo en su dominio y el otro pasivo en su
sumisión. Fromm dice que lo que les une, finalmente, es la incapacidad para
confiar en uno mismo y soportar la libertad.
Sostiene que
las “personalidades maduras” no precisan aferrarse a los demás, ni a dominarlos
ni a ser dominados, porque entienden el mundo que les rodean. Pone el ejemplo
de los niños: en el útero materno, forman uno con la madre y después de nacer,
siguen están unidos a la madre durante muchos años. Sólo cuando crecen pueden
independizarse del universo de la madre. Entonces hacen uso de dos cualidades
del alma: el amor y la razón. El amor es lo que le conectará con el mundo. La
razón le hará entender ese mismo mundo. Gracias a la razón comprenderá lo que
hay más allá de las cosas y porqué el mundo es como es.
Este es el
modelo ideal para Fromm. Donde coincide con Adorno es en la consideración de
que el carácter autoritario no ha alcanzado la madurez: “no puede amar ni
hacer uso de la razón”. Experimenta sensaciones de soledad y miedo. El
personaje autoritario necesita otra persona para fusionarse porque no puede
soportar su propia soledad y miedo. Imponer su autoridad a otros es lo que dará
seguridad y compañía. Vincula estos dos polos, el gobernante y el gobernado a
dos parafilias: el sádico y el masoquista. El sádico domina, el masoquista se
siente importante sabiéndose dominado y generando el interés del otro. Otra
vez, la dialéctica del año y del esclavo, a la que Fromm regresa una y otra
vez. De esta relación sado-masoquista emana la paradoja de “la forma pasiva
del carácter autoritario es: el individuo se menosprecia a sí mismo para que
pueda, como parte de algo más grande, convertirse en grande”. Recibe
órdenes de buen grado para no tener que tomar decisiones y asumir
responsabilidades, para superar su sentimiento de inferioridad y su impotencia.
Por eso busca un líder al que seguir, cuando mayor sea su poder, se sentirá más
satisfecho y compensará mejor su propia importancia. Esta personalidad
autoritaria masoquista “teme la libertad y (…) es la persona en la que
descansan los sistemas autoritarios, el nazismo y el estalinismo”.
¿Y el carácter
autoritario dominante y sádico? De él dice Fromm que “parece seguro de sí mismo
y poderoso, pero está tan asustado y solo como el personaje masoquista.
Mientras que el masoquista se siente fuerte porque es una pequeña parte de algo
más grande, el sádico se siente fuerte porque ha incorporado a otros, si es
posible a muchos otros”. No se trata de que el sádico imponga castigos y
sufrimientos al sumiso, sino convertirlo en un servidor, controlarlo,
cosificarlo, “no hay mayor poder -escribe Fromm- sobre una persona que hacerla
sufrir, obligarla a soportar dolores sin resistencia”.
Frecuentemente,
ambas personalidades están entremezcladas: algunos tiranos en el marco familiar
son empleados sumisos en el trabajo. Ve el límite extremo en Hitler “impulsado
por el deseo de gobernar a todos, a la nación alemana y finalmente al mundo, a
convertirlos en objetos impotentes de su voluntad. Y aun así, este mismo hombre
era extremadamente dependiente; depende del aplauso de las masas, de la
aprobación de sus asesores y de lo que llamó el poder superior de la
naturaleza, la historia y el destino (…) En él, encontramos esta mezcla
característica de tendencias sádicas y masoquistas de una personalidad
autoritaria”, palabras que, en sí misma, demuestran que Fromm también estaba
influido por la propaganda de guerra y repetía los conceptos que aparecían en
ella desde 1933 en los EEUU.
El complejo
patológico que identifica Fromm tiene dos polos, el reconocimiento de la
autoridad como masoquismo y la práctica de la autoridad como sadismo. Fromm se
planteó lo que Adorno no estuvo en condiciones de contestar: ¿toda autoridad es
negativa y castradora? Respuesta de Fromm, no si la autoridad se ejerce de
manera racional: “La autoridad racional es el reconocimiento de la autoridad
basada en la evaluación crítica de las competencias”. La autoridad irracional “se
basa en la sumisión emocional de mi persona a otra persona: creo que él tiene
razón, no porque sea, objetivamente hablando, competente ni porque reconozca
racionalmente su competencia”. Opina que las dictaduras están basadas en la
autoridad irracional y las democracias en la racional. ¿Su solución? Que todos
nosotros seamos nuestra “propia autoridad”. Para poder ejercerla hará falta que
seamos lo suficientemente maduros y lo seremos cuando entendamos que el mundo
está hecho de razón y de amor, “características es la base de la propia autoridad
y, por lo tanto, la base de la democracia política”, sentencia Fromm. No puede
extrañar que su período de gloria coincidiera con la eclosión del movimiento
hippy y que aún hoy su figura sea sobre todo defendida por los últimos
mohicanos de la “new age”.
Desprovista de las ambiciones científicas de Adorno, Fromm habla siempre un lenguaje más llano, más próximo, más comprensible, repleto de ejemplos cotidianos. Ambas versiones de la “personalidad autoritaria” son, en cualquier caso, complementarias y nos sitúan en lo que queda de la Escuela de Frankfurt.