lunes, 19 de septiembre de 2022

LA ESCUELA DE FRANKFURT (XII) - LA FANTASMAL PERSONALIDAD AUTORITARIA

Penetrando en el terreno de la “personalidad autoritaria”, la Escuela de Frankfurt y, concretamente, uno de sus representantes, Theodor W. Adorno, se embarcó en un terreno particularmente vidrioso. De hecho, ha sido su tesis más contestada y, con mucho, la que ha suscitado mayores discusiones. El libro La personalidad autoritaria está prologado por Horkheimer que resume la tesis de Adorno; éste cree haber realizado el descubrimiento de “una especie antropológica que llamaremos el tipo de hombre autoritario”, cuya característica principal, a diferencia del “intolerante de viejo cuño, (…) combinar ideas y aptitudes típicas de una sociedad altamente industrial con creencias irracionales o antirracionales”. Este tipo humano sería, a la vez, “ilustrado y supersticioso, orgulloso de su individualismo y constantemente temeroso de parecerse a los demás, celoso de su independencia e inclinado a someterse ciegamente al poder y a la autoridad”…                       


Adorno parece ver claramente un tipo de personalidad que le llama la atención por sus contradicciones. Parte de una base prácticamente nihilista: la autoridad, cualquier forma de autoridad, supone una imposición para quienes no la administran. Deja claro, desde el primer momento que la “autoridad” es una forma de irracionalismo y que, a partir de Descartes y del descubrimiento de la razón, este “dogma insostenible científicamente fue eliminado”. Y, como “argumento de autoridad” cita… a Freud y el que fue seguramente uno de sus descubrimientos más discutibles: “La concienciación de la sociedad mediante la experiencia científicamente adquirida de que los sucesos de la primera infancia son de gran importancia para la felicidad y el potencial laboral del adulto”. El punto de partida del libro de Adorno fue un trabajo realizado en 1939 por él mismo en el marco del Instituto de Investigación Social sobre el antisemitismo y completado luego por los doctores R. N. Sanford, Else Frenkel-Brunswik y Daniel Levinson ¡; además, participaron en la redacción final del texto, Betty Aron, Maria Levinson y William Morrow.  No es raro que el proyecto fuera financiado, por el Comité Judío Norteamericano (American Jewish Commitee), dado que tanto la doctora Frenkel-Brunswik, de origen judío-polaco, el psicólogo norteamericano Daniel Levinson, las psicólogas Betty Aron y María Levinson, eran del mismo origen étnico que el propio Adorno). Si destacamos este dato y a quien correspondió la financiación del proyecto, no, una vez más, para tratar de “descubrir” una “conspiración judeo-bolchevique”, sino para establecer el marco en el que se realizó: la campaña antifascista desencadenada desde el 31 de enero de 1933 contra el gobierno del canciller Hitler. En 1944, cuando este estudio estaba ya avanzado, Adorno debía de ser perfectamente consciente de lo que estaba realizando y para qué lo realizaba: aportar un elemento teórico al esfuerzo de la propaganda de guerra antifascista. Y eso, precisamente, es lo que explica la debilidad de todo el planteamiento y el hecho de que, de entre todas las teorías emanadas por la Escuela de Frankfurt, esta fuera la más débil. Así mismo, es interesante destacar que, al llegar al otro lado del océano, los miembros de la Escuela de Frankfurt, todos ellos de origen judío, siguieron colaborando preferentemente con personas de ese mismo origen étnico, lo que resulta extremadamente curioso de su psicología. El trabajo fue conocido como “El estudio de Berkeley”.

Ya en el primer capítulo de la obra, Adorno plantea la hipótesis principal: “las convicciones económicas, políticas y sociales de un individuo, a menudo constituyen una pauta amplia y coherente, como si estuvieran vinculadas por una “mentalidad” o “espíritu” y que esta pauta es la expresión de tendencias profundas de la personalidad”. Pero en el segundo párrafo se introduce el elemento antifascista que, en el fondo, es la motivación de la obra: “La principal preocupación era el individuo potencialmente fascista, cuya estructura es tal que lo hace particularmente susceptible a la propaganda antidemocrática”. En tanto que estudio vinculado a la propaganda de guerra norteamericana, se trataba de prever y también de impedir que, en los EEUU, las “personalidades autoritarias” se identificaran con los ideales del otro bando, los que habían triunfado en el Tercer Reich y, por tanto, restaran potencial combativo antifascista a la sociedad norteamericana. Sólo eso y nada más que eso.

De ahí que Adorno trate a la “personalidad autoritaria” como un “síndrome” que sería la exteriorización de una patología social. Estado en los años 40, en plena Segunda Guerra Mundial. A pesar de los esfuerzos del Comité Judío Norteamericano, la opinión pública de los EEUU solamente se decantó definitivamente del lado de los aliados, después del ataque japonés a Pearl Harbour, nunca antes. El día antes de aquel ataque -que constituyó una sorpresa para la opinión, pero que había sido previsto, estimulado y deseado por la administración USA- el sentir del americano medio era, simplemente, neutralista, abstencionista, consideraba que no tenía nada que ganar, ni que perder en el conflicto que se estaba dando en aquellos momentos en Europa y que tenía como foco principal, el Frente del Este. Buena parte de la opinión pública norteamericana se identificaba con la acción de las tropas alemanas y de sus aliados contra la Rusia soviética.

Dentro de ese marco belicista, Adorno realiza una curiosa toma de posición: a un lado la democracia y a otro el fascismo. En la estructura de poder democrática no percibe rasgos autoritarios, ni mucho menos una patología social (será solamente en la posguerra cuando otros miembros de la Escuela de Frankfurt, Marcuse en concreto, crea ver también rasgos autoritarios y fascistas en la “sociedad norteamericana de capitalismo avanzado”). La patología está “en el otro lado”: en el fascismo. Explica desde la introducción, que los individuos permeables a la propaganda fascista, están aquejados por una patología. ¿Qué es, para él, “fascismo” en ese momento? Muy sencillo: todo aquel que defiende ideas antidemocráticas… Y el punto de partida es el antisemitismo. El antisemita, nunca será demócrata y determinará al fascista. Tal es su tesis.

Como ya hemos dicho antes, parece razonable que los miembros de la Escuela de Frankfurt se interesaran por el antisemitismo, dado el origen étnico de todos ellos. Así mismo, entra dentro de lo comprensible que una investigación financiada por el Comité Judío Norteamericano será sobre todo una “investigación antifascista”. Pero, desde el punto de vista científico, a la hora de responder a la naturaleza del antisemitismo, habría que esperar que se analizaran los temas de propaganda de esa tendencia y sus argumentos. Lo más sorprendente aún es que el antisemitismo sobre el que se centra la Escuela de Frankfurt en este estudio, es el antisemitismo alemán, no se menciona, en absoluto, al antisemitismo polaco, de matriz claramente religiosa, mientras que la variante alemana, desde el siglo XIX era un antisemitismo de carácter social, una temática que entra dentro de la perspectiva propia de la Escuela. Y esta parte es la que Adorno pasa de soslayo; escribe: “Los autores, como la mayoría de los científicos sociales, sostienen la visión de que el antisemitismo se basa más en factores del sujeto y en su situación global que en las características reales de los judíos”. Así pues, el antisemitismo sería una percepción subjetiva de la realidad que escondería factores psicológicos presentes en los individuos y, fundamentalmente -aprovechando las tesis de Otto Rank sobre los “complejos”- sería la forma de sublimar un complejo de culpabilidad. Puesto que todos nos sentimos culpables de algo -dado el rigorismo de la noción cristiana de “pecado”- el antisemita buscaría a alguien que representara el “mal absoluto” y lo encontraría en el “pueblo deicida” que había asesinado a Cristo, el Hijo de Dios.

Pero, si bien es cierto que una interpretación de este tipo puede encajar con el antisemitismo de origen católico, como hemos dicho antes, el antisemitismo que había aparecido en la Alemania unificada por Bismarck y que había ganado en intensidad y amplitud al terminar la Primera Guerra Mundial, era, de otro tipo: casi podríamos tildarlo de “positivista”. Surgía -y es muy fácil comprobarlo, por poco que se lean los textos escritos sobre la materia entre 1917 y 1945- de la percepción objetiva e imposible de negar, de que la etnia judía estaba sobrerrepresentada en la primera hornada del movimiento comunista internacional de 1917-1923. Este dato objetivo es imposible de cuestionar (como también el que los líderes de la revuelta del mayo del 68 francés, eran mayoritariamente del mismo origen o que los miembros de la Escuela de Frankfurt, lo eran igualmente). Algunos interpretarán esta presencia como una “conspiración”, otros lo harán en términos socio-económicos (buena parte de los judíos askenazíes se encontraban en una precaria situación económica y, por tanto, constituyeron los primeros afiliados al movimiento comunista internacional), otros lo harán abordando una perspectiva religiosa (todos los judíos que participaron en los movimientos bolcheviques eran judíos de raza -en realidad, eran de origen kázaro que dio lugar a la etnia azkenazí- pero habían abandonado la sinagoga y, por tanto, renunciado a su tradición; al carecer de tradición, emprendieron una tarea de demolición contra toda tradición y por eso se les encuentra en movimientos “subversivos”). Y, otros, naturalmente, lo interpretarán en términos conspiranoicos (el judaísmo conscientemente conspira para la destrucción de la cristiandad). Bien, pero estas distintas interpretaciones, especialmente las dos primeras, están avaladas por datos objetivos, que el estudio de Adorno pasa completamente de soslayo, dando por sentado que cualquier forma de antisemitismo es una patología social y por tanto se trata de inocular defensas en la sociedad. Y es aquí cuando el trabajo de investigación se convierte en propaganda de guerra.

Adorno realiza un doble salto mortal a partir del estudio sobre el antisemitismo: “el antisemitismo no es probablemente un fenómeno específico o aislado, sino que parte de un marco ideológico más extenso, y que la susceptibilidad que un individuo muestra hacia esta ideología depende fundamentalmente de sus necesidades psicológicas”. En apenas tres páginas, Adorno ha desterrado un análisis “objetivo” del antisemitismo y de sus causas, para penetrar en el resbaladizo terreno de la “subjetividad” freudiana, dando por supuesto que todo antisemita destila una personalidad autoritaria, antidemocrática y, por tanto, fascista. Ciertamente, más delante dirá: “Indudablemente se dan casos de hostilidad contra un grupo basada en una frustración real, provocada por los miembros de ese grupo”, es significativo que alude a “grupo” y no al grupo específico al que él mismo pertenece.

¿Cómo aparece la “personalidad autoritaria”? Adorno establece que es propia de personas que poseen un superego estricto que se superpone y condiciona un ego débil e incapaz de racionalizar sus impulsos. El individuo, desbordado y superado por estos condicionamientos, se siente inseguro y, en su búsqueda de asideros que le devuelvan a una sensación de estabilidad, acepta ceñirse a las normas y a los convencionalismos que existen en ese momento en su entorno social, entre las cuales figura el sometimiento a la autoridad. Así mismo, desarrolla mecanismos de defensa contra grupos sociales que considera “inferiores” y a los que tiende a responsabilidad de sus propios males, proyectando sobre ellos sus frustraciones y manifestando actitudes intolerantes hacia ellos.

La personalidad autoritaria se forma en los primeros años de vida. El niño, vive la autoridad en el marco familiar y luego en la escuela. Sufrirá, por ello, una “explotación autoritaria”: el más débil, el niño, será el dominado, el más fuerte, el padre, será el dominador. En la escuela se reproducirá este esquema: el niño será el convidado de piedra, mientras que el maestro, dotado de la “autoridad científica” le impondrá sus criterios culturales. Y, otro tanto ocurrirá en la Iglesia en donde se le repetirá hasta la saciedad, que un “ser superior” determina nuestro destino, nos premia o nos castiga según nuestros actos y, por tanto, debemos mostrarle “temor”. En todos estos escalones, el niño tiende a reprimir algunas de sus pulsiones y especialmente la agresividad, el odio y el resentimiento que experimentará hacia la autoridad que, literalmente, le “castra”, mientras que exteriormente, su yo consciente mostrará respeto hacia la autoridad, referencia y reconocimiento. Tal es la teoría…

Es cierto que, a fuerza de repetir estos conceptos, hoy se han integrado en el orden de ideas de la “corrección política” occidental. Pero ahí están las respuestas que no han sido contestadas, ni siquiera planteadas porque el trabajo de Adorno, que formaba parte de la “propaganda de guerra”, no podía ni siquiera pensar en formular de otra manera. No es que el Consejo Judío Norteamericana le hubiera encargado un trabajo sobre el “antisemitismo”, sino que le ha encargado un trabajo “contra el fascismo”. Y Adorno, obviamente, estaba predispuesto a realizarlo. Harina de otro costal es que la honestidad científica, no le hubiera inducido, cuando todo esto había quedado atrás, a reconocerlo públicamente y a rectificarlo. El Adorno que ha llegado a EEUU ha sido contratado para defender el “american way of life”. Y lo hace: “…los autores creemos que toca a la gente decidir si este país será fascista o no. Esperamos que el conocimiento de la naturaleza y extensión del potencial antidemocrático sirva para orientar planes para la acción democrática”…

Adorno y su equipo están en los EEUU, el marxismo allí interesaba poco o, en cualquier caso, podía hacer recaer la sospecha de “bolchevismo”. El suyo, no es, por tanto, un análisis marxista, ni siquiera que pudiera derivar del “marxismo occidental”. Escribe, para quedar libre de la sospecha: “se consideró que los motivos económicos del individuo pueden no tener el rol dominante y decisivo que a menudo se le atribuye”. Es normal: resulta innegable -contrariamente a lo que sostiene la ortodoxia marxista- que todos los individuos de un mismo estatus socio-económico no tienen intereses ni planteamientos comunes. Adorno aprovecha este punto débil del marxismo, para justificar el por qué, miembros de la misma clase social pueden ser favorables al antisemitismo y, por tanto, a las pulsiones autoritarias y otros, en cambio, permanecerán inmunes: se debe a su conformación psicológica y aquí cede el testigo a las clasificaciones de Freud y a la irracionalidad latente en el ser humano.

Después de explicar cómo se elaboró el estudio -mediante algo más de dos mil encuestas y entrevistas- expone las conclusiones: “El resultado más importante del presente estudio es la demostración de que existe una estrecha correspondencia entre el tipo de enfoque y perspectiva que un sujeto adopta en una gran variedad de temas, desde los aspectos más íntimos de la vida familiar y sexual, pasando por las relaciones contra personas en general, hasta la religión y la filosofía social y política”. Según Adorno, la familia es un marco privilegiado en el que se manifiesta esta patología: “una relación padre-hijo, de carácter fundamentalmente jerárquico, autoritario y explotador, puede derivar en una actitud de dependencia, explotación y deseo de dominio respecto a la pareja o a Dios, y puede culminar en una filosofía política y una perspectiva social que sólo dé cabida a un desesperado aferramiento a lo que parece fuerte y un desdeñoso rechazo de todo lo relegado a posiciones inferiores”.

Adorno excluye por completo que una persona amante de la autoridad, sea, al mismo tiempo, tolerante y racional. Es más, entiende a la “autoridad”, como un mito salido de los bajos fondos irracionales de la psicología profunda. Y, ni siquiera el hecho de que si la autoridad hubiera sido algo disfuncional, la propia evolución de la especie y la práctica social, la hubiera desterrado, ni tampoco se planea que una sociedad es imposible que funcione sin que exista un principio de autoridad: la autoridad es el enemigo porque genera personalidades autoritarias en las que la parte irracional derivada del subconsciente -¿existe el subconsciente? ¿se ha demostrado científicamente?, o simplemente es un mito freudiano necesario para sostener todo el andamiaje constituido posteriormente por el creador del psicoanálisis- y los marcos en los que el principio de autoridad y la relación jerárquica entre los miembros (que luego apenas unos años después de escrito este libro quedará demostrado por la etología que forma parte de cualquier especie biológica superior) quedan más afirmados, la familia, la pareja y su sexualidad, la escuela y la religión, deben ser combatidos como focos que manufacturas personalidades fascistas. Tales son los enemigos y las estructuras sociales en las que habrá que aplicar medidas de “ingeniería social” para evitar que los sarpullidos autoritarios puedan reaparecer periódicamente y, con ellos, los estallidos de antisemitismo.

Adorno, como “científico social”, sabe que las generalizaciones que le piden los “clientes” que han encargado el estudio (la Convención Judía Norteamericana) son imposibles. Por tanto, utiliza un artificio que salvar su prestigio académico: crea dos subtipos de la mentalidad autoritaria, el “convencional” y el “psicópata”. El “convencional” es susceptible de reeducación, el “psicópata” es un enfermo mental y, como tal hay que tratarlo, aislarlo y anestesiarlo. El problema es que el concepto de “psicópata”, en psicología no puede aplicarse a una “personalidad autoritaria”: ninguno de los rasgos del psicópata diagnosticado (falta absoluta de empatía con los demás, egocentrismo desmesurado, búsqueda de la satisfacción personal a cualquier precio, encanto superficial, capacidad para la manipulación) se adaptan al modelo de personalidad autoritaria. La utilización, por tanto, del término “psicópata”, es abusiva, científicamente falsa, pero interesada por la finalidad descalificadora del estudio. Si el irreductible es “psicópata”, cabría pensar que la obra subdivisión, el “autoritario convencional” es algo parecido al “psicópata integrado”, que no manifiesta las consecuencias extremas de su afección mental.

En la última parte de su introducción al estudio, Adorno se pregunta sobre los remedios a esta patología social. Lo que dice tiene un elemento aterrador: “debemos considerar en primer lugar, las técnicas psicológicas de modificación de la personalidad”.  Tenemos, por tanto, una “enfermedad” de existencia discutible -el gusto por la autoridad-, por tanto, hay que aplicar una terapia que, en la práctica es, en términos marxistas, una forma de “alienación”: el sujeto deja de pensar por sí mismo, deja de ser quién es, y un “terapeuta” remodela su personalidad para que no manifiesta ninguna pulsión autoritaria. En efecto, lo que Adorno está proponiendo a mediados de los años 40, es la aplicación de técnicas de control mental.

Pero es consciente de que sólo con eso no bastará por tanto para borrar de la faz de la tierra la “personalidad autoritaria”, por tanto, propone otras medidas. Dice: “La tarea es similar a la de eliminar la neurosis, la delincuencia o el nacionalismo. Todos son producto de la organización global de la sociedad y sólo pueden modificarse con el cambio de sociedad”. La última frase de la introducción es antológica del maniqueísmo en el que se mueve el estudio: “Si el miedo y la destrucción son las principales fuerzas emocionales del fascismo, eros pertenece principalmente a la democracia”.

El proyecto de Berkeley se realizó en los años 40, cuando todavía tronaban en Europa los cañones y se publicó en su versión definitiva en 1950. Le llovieron críticas, unas a nivel metodológico y otras al depender exclusivamente de la interpretación psicoanalítica de la personalidad. Quizás la crítica más repetida es que el estudio parece solamente aludir a las pulsiones autoritarias “de derechas”, y más bien, a las “fascistas”, pero no apunta nada sobre el autoritarismo en las sociedades democráticas, por no hablar del estalinismo. En realidadd, como ya hemos apuntado, el estudio está lastrado por la petición que realizó el financiador del proyecto: no quería un estudio sobre la “personalidad autoritaria” sino que los fondos fluyeron para abrir un nuevo frente contra el fascismo que contribuyera al esfuerzo de guerra aliado y, posteriormente, en la postguerra, a lograr un descrédito sobre la ideología fascista que garantizase que nunca más volvería a renacer.

Adorno, recibió un encargo y lo realizó como pudo. Cojeaba por todas partes y es, sin duda, uno de los trabajos más fatuos y superficiales de entre los textos “frankfurtianos”. Suele ocurrir cuando a un trabajo que debería ser “científico”, el cliente que lo ha encargado le impone un sesgo político.

Las más de dos mil encuestas y entrevistas sirvieron para poco. Lo más lógico hubiera sido realizar una encuesta sobre la autoridad y unirla a un estudio histórico sobre la aparición del principio de autoridad. Lo sorprendente es que, a partir de ese estudio, a pesar de que su metodología fuera inadecuada, sus fuentes dudosas y sus apriorismos justificados mediante las piruetas intelectuales anticientíficas freudianas, hoy se sigue valorando. Y, de hecho, hoy es el trabajo de la Escuela de Frankfurt más actual que nunca.

Existe una recuperación de este temática “frankfurtiana” en los aspectos más problemáticos de la modernidad. Las tesis de Adorno sobre la personalidad autoritaria, a pesar de ser desconsideradas desde el punto de vista científico y erróneas a todas luces, son las que hoy se han impuesto en los ambientes “políticamente correctos”. De hecho, las estructuras sociales que en estos momentos están recibiendo continuamente las cargas de profundad que hacen problemática su subsistencia en el futuro, son precisamente las que Adorno señalaba como culpables de modelar las personalidades autoritarias: familia, escuela, religión y sexualidad. Todo en nombre de la “igualdad”: el padre de familia, no es nada más que el que trae dinero al hogar y garantiza que sus hijos tengan acceso a todos los servicios “gratuitos y obligatorios” que habilita el Estado para su educación. No es una autoridad superior encargada de educar a los hijos, es simplemente, el mantenedor de la familia, como la madre ya no es el elemento emotivo que arropará con su cariño el crecimiento de sus hijos, sino una especie de marido-bis, cuya función será también aportar fondos para el consumo familiar. En cuanto a la escuela, el maestro, desposeído de toda autoridad, incluso de la “autoridad científica”, ha sido desprovisto de otra función más que la de “enseñar a aprender”. Los contenidos de los programas de estudio pueden ser cuestionados por cualquier alumno y el profesor no tendrá ni autoridad ni derecho para reivindicar una racionalidad científica, ni mucho menos para imponer un “argumento de autoridad”. Existe libertad para afirmar que 2 + 2 = 5. Será, con posterioridad, a esta afirmación, cuando el alumno compruebe directamente y por sí mismo, que ese criterio no le sirve para realizar ningún otro tipo de operaciones matemáticas, “comprendiendo” por sí mismo y, no por una imposición autoritaria del maestro, el cálculo exacto de la suma. Se atacará a la religión alegando la mala práctica de algunos de sus elementos, olvidándose del hecho de que la inmensa mayoría de abusos deshonestos no se dan en colegios religiosos, sino en centros cívicos, gimnasios, colegios laicos, campamentos juveniles, asociaciones juveniles, etc. Pero solamente, el dedo acusador se ha centrado en los casos de abusos de menores cometidos por el clero. Y en cuanto al eros al que aludía Adorno en el párrafo final que hemos citado, la deconstrucción de las identidades sexuales, es hoy una exigencia casi ineludible. Considerar que el ADN determina quién es hombre y quién es mujer, supone un criterio autoritario en la medida en que se acepta que la biología y la genética se impongan a la libre determinación sobre el sexo que uno quiere poseer, pues, no en vano, se considera que el “sexo es una construcción social” y, por tanto, no existe. También se ha afirmado que las “razas humanas” no existen, y que solamente existe una “raza humana” (en realidad, lo que existe es una “especie humana” subdividida en razas y, aunque la posición ha sido defendida por antropólogos progresistas, lo cierto es que se trata de una mera especulación privada de cualquier base científica). El principio de la “igualdad” es el que lo determina todo: igualdad es lo contrario de autoridad. Autoridad implica jerarquía, es decir, verticalidad; igualdad, en cambio, es un concepto “horizontal”. Basta asomarse al mundo real para comprobar que allí donde existe un grupo humano, allí existe autoridad, jerarquía, diferenciación, desigualdad, identidades naturales…

Adorno, siempre por encargo, realizó un análisis anti-científico sobre la “personalidad autoritaria” en la que relacionó antisemitismo, fascismo, autoridad, explotación, confundiendo torticeramente los términos: no se planteó nunca por qué existió antisemitismo en la modernidad, tampoco porqué en los años 30 la población experimentó la necesidad de un “nuevo orden” que previniese y cortada la posibilidad de nuevas crisis económicas demoledoras, o porqué el fascismo se organizó en milicias… contra las milicias bolcheviques que intentaron insurrecciones en el periodo 1918-1922. Confundió autoridad con autoritarismo, explotación con autoridad (que, en realidad, equivale a “complementareidad”).

Sin embargo, su estudio ha sido aprovechado por la “corrección política” para atacar lo que han sido fundamentos, no solamente de la civilización occidental, sino de cualquier forma de organización social: familia, religión, identidad sexual, Estado. Quienes promueven este trabajo de demolición, por supuesto, nunca les ha interesado lo más mínimo, la Escuela de Frankfurt, ni sus trabajos: simplemente, han entendido que si se trata de controlar a las sociedades, hay que privarlas de jerarquías, de autoridad, de principios absolutos, cosificar al ser humano, amputarle de cualquier régimen de identidad y convertirlo en “igual”, exactamente “igual” a otros. En filosofía se dice que, cuando algo es exactamente igual a otro elemento, igual en todas sus partes constitutivas, en todas sus capacidades y en todas sus cualidades, no estamos ante otro ente, sino ante el mismo. Solamente los granos de arena de una duna son exactamente iguales unos a otros. Carecen de personalidad, no puede haber principio cualitativo alguno que los diferencie. Los gestores de la modernidad han rescatado la tesis de Adorno y del Estudio de Berkeley y lo están aplicando sistemáticamente: y no por que quieran borrar todo principio de autoridad, sino porque aspiran a que éste desaparezca de la vida social convencional, para ellos poder erigirse como única autoridad, situada en las alturas inaccesibles a las que el ser humano común y corriente, como usted y como yo, jamás tendremos acceso. De esa autoridad única derivan todos los dogmas de los que vive nuestro momento histórico y que están magistralmente resumidos en los principios de la Agenda 2030.

El principio de autoridad es uno de esos valores absolutos que toda sociedad debe tener en cuenta si quiere existir en el tiempo y ser viable en su práctica cotidiana. Llama la atención que, incluso los sectores más anti-autoritarios terminen siendo los más rígidos y asuman las peores prácticas autoritarias: el dogmatismo, el reproche continuado a las actitudes de unos o de otros consideradas como “autoritarias”, el permanente estado de alerta para evitar caer uno mismo en pulsiones autoritarias… Cualquier tipo de vida social implica jerarquización, división de funciones, niveles de responsabilidad, existencia de centro de imputación y centrales motrices de las distintas actividades sociales. Negar la autoridad, equivale a negar, simplemente, la posibilidad de las sociedades.

Hemos hablado, sobre todo de Adorno, pero, como hemos apuntado, la “personalidad autoritaria” debe mucho más a Fromm. Éste, definió la “personalidad autoritaria” así: “Vemos una clara diferencia entre el individuo que quiere gobernar, controlar o restringir a otros y el individuo que tiende a someterse, obedecer o ser humillado”. Sostiene que la personalidad del líder y la de sus seguidores es exactamente la misma. No es nada nuevo, Hegel ya lo había apuntado en su dialéctica del amo y del esclavo. Uno precisa del otro y viceversa, ambos, en cualquier caso, tienen la misma psicología, solo que un es activo en su dominio y el otro pasivo en su sumisión. Fromm dice que lo que les une, finalmente, es la incapacidad para confiar en uno mismo y soportar la libertad.

Sostiene que las “personalidades maduras” no precisan aferrarse a los demás, ni a dominarlos ni a ser dominados, porque entienden el mundo que les rodean. Pone el ejemplo de los niños: en el útero materno, forman uno con la madre y después de nacer, siguen están unidos a la madre durante muchos años. Sólo cuando crecen pueden independizarse del universo de la madre. Entonces hacen uso de dos cualidades del alma: el amor y la razón. El amor es lo que le conectará con el mundo. La razón le hará entender ese mismo mundo. Gracias a la razón comprenderá lo que hay más allá de las cosas y porqué el mundo es como es.

Este es el modelo ideal para Fromm. Donde coincide con Adorno es en la consideración de que el carácter autoritario no ha alcanzado la madurez: “no puede amar ni hacer uso de la razón”. Experimenta sensaciones de soledad y miedo. El personaje autoritario necesita otra persona para fusionarse porque no puede soportar su propia soledad y miedo. Imponer su autoridad a otros es lo que dará seguridad y compañía. Vincula estos dos polos, el gobernante y el gobernado a dos parafilias: el sádico y el masoquista. El sádico domina, el masoquista se siente importante sabiéndose dominado y generando el interés del otro. Otra vez, la dialéctica del año y del esclavo, a la que Fromm regresa una y otra vez. De esta relación sado-masoquista emana la paradoja de “la forma pasiva del carácter autoritario es: el individuo se menosprecia a sí mismo para que pueda, como parte de algo más grande, convertirse en grande”. Recibe órdenes de buen grado para no tener que tomar decisiones y asumir responsabilidades, para superar su sentimiento de inferioridad y su impotencia. Por eso busca un líder al que seguir, cuando mayor sea su poder, se sentirá más satisfecho y compensará mejor su propia importancia. Esta personalidad autoritaria masoquista “teme la libertad y (…) es la persona en la que descansan los sistemas autoritarios, el nazismo y el estalinismo”.

¿Y el carácter autoritario dominante y sádico? De él dice Fromm que “parece seguro de sí mismo y poderoso, pero está tan asustado y solo como el personaje masoquista. Mientras que el masoquista se siente fuerte porque es una pequeña parte de algo más grande, el sádico se siente fuerte porque ha incorporado a otros, si es posible a muchos otros”. No se trata de que el sádico imponga castigos y sufrimientos al sumiso, sino convertirlo en un servidor, controlarlo, cosificarlo, “no hay mayor poder -escribe Fromm- sobre una persona que hacerla sufrir, obligarla a soportar dolores sin resistencia”.

Frecuentemente, ambas personalidades están entremezcladas: algunos tiranos en el marco familiar son empleados sumisos en el trabajo. Ve el límite extremo en Hitler “impulsado por el deseo de gobernar a todos, a la nación alemana y finalmente al mundo, a convertirlos en objetos impotentes de su voluntad. Y aun así, este mismo hombre era extremadamente dependiente; depende del aplauso de las masas, de la aprobación de sus asesores y de lo que llamó el poder superior de la naturaleza, la historia y el destino (…) En él, encontramos esta mezcla característica de tendencias sádicas y masoquistas de una personalidad autoritaria”, palabras que, en sí misma, demuestran que Fromm también estaba influido por la propaganda de guerra y repetía los conceptos que aparecían en ella desde 1933 en los EEUU.

El complejo patológico que identifica Fromm tiene dos polos, el reconocimiento de la autoridad como masoquismo y la práctica de la autoridad como sadismo. Fromm se planteó lo que Adorno no estuvo en condiciones de contestar: ¿toda autoridad es negativa y castradora? Respuesta de Fromm, no si la autoridad se ejerce de manera racional: “La autoridad racional es el reconocimiento de la autoridad basada en la evaluación crítica de las competencias”. La autoridad irracional “se basa en la sumisión emocional de mi persona a otra persona: creo que él tiene razón, no porque sea, objetivamente hablando, competente ni porque reconozca racionalmente su competencia”. Opina que las dictaduras están basadas en la autoridad irracional y las democracias en la racional. ¿Su solución? Que todos nosotros seamos nuestra “propia autoridad”. Para poder ejercerla hará falta que seamos lo suficientemente maduros y lo seremos cuando entendamos que el mundo está hecho de razón y de amor, “características es la base de la propia autoridad y, por lo tanto, la base de la democracia política”, sentencia Fromm. No puede extrañar que su período de gloria coincidiera con la eclosión del movimiento hippy y que aún hoy su figura sea sobre todo defendida por los últimos mohicanos de la “new age”.

Desprovista de las ambiciones científicas de Adorno, Fromm habla siempre un lenguaje más llano, más próximo, más comprensible, repleto de ejemplos cotidianos. Ambas versiones de la “personalidad autoritaria” son, en cualquier caso, complementarias y nos sitúan en lo que queda de la Escuela de Frankfurt.