viernes, 30 de septiembre de 2022

EL FASCISMO Y LA TÉCNICA: LA REFLEXIÓN DE JULIUS EVOLA SOBRE LA TÉCNICA Y LA TRADICION

Evola fue un “gran técnico”… en materia tradicionalista. Sus estudios sobre la sexualidad, el misterio del Grial, el hermetismo, el tantrismo o el budismo pali, no son obras “eruditas”, sino técnicas: el autor no aspira a mostrar su conocimiento de la materia, sino a transmitir su propio nivel de “experimentación” sobre cada una de las materias que trata en esas obras. Desde finales de los años 20 y principios de los 30, en el seno del Grupo de Ur, Evola y los demás miembros de este círculo se habían propuesto “experimentar” e investigar las distintas “técnicas” tradicionales. Las obras posteriores de Evola -al igual que los tres volúmenes de Introducción a la Magia, en tanto que ciencia del Yo, no son más que la recopilación de los temas y documentos que rescataron y que los acompañaron en su andadura.

Aquí vale la pena hacer una distinción. “Técnica” es una palabra que procede del término griego τέχνη (téchnē, “arte”) y sugiere el conjunto de procedimientos métodos, líneas que tienen como objetivo el producir un efecto determinado. Y esto en cualquier campo de aplicación que tomemos. La técnica es, sobre todo, algo aplicativo, práctico, manual. Pero, por encima de la técnica, está la “ciencia” que trabaja sobre los principios, enuncia las leyes que gobiernan un determinado campo, enuncia los factores que entrare en juego. A la técnica le corresponde el averiguar cómo manipular esos elementos, y cómo extraer aplicaciones prácticas de los mismos. Sin saber científico, no puede existir, hablando con propiedad, técnica.

Si no hemos hecho antes esta precisión es porque dábamos por sentado que por “técnica” se entendían los procesos de producción presentes en la modernidad, la presencia y el impacto de los productos realizados en función de las “nuevas tecnologías”.

La biología es una ciencia, pero la “ingeniería genérica” es la aplicación de los principios científicos a las biotecnologías capaces de alterar la estructura y la respuesta natural de los organismos. La matemática es una ciencia, pero la programación es la aplicación de determinados principios y ramas de las matemáticas a la máquina, de tal forma que encontremos un lenguaje para interrelacionarnos con ella. El tantrismo es, por su parte, una aplicación de la llamada “vía de la mano izquierda”, por la cual, elementos que pueden destruir al ser humano, se aplican para acelerar sus resultados en el universo del espíritu. La metafísica sería el equivalente a la “ciencia”, mientras que el tantrismo sería una “técnica”. Si se entiende el concepto se entenderá también por qué lo hemos introducido precisamente ahora y no antes. Para referirnos a Evola, era preciso que estableciéramos la diferencia entre ciencia y técnica.

Evola -y muchos tradicionalistas entre los que se encuentra el autor de estas líneas- tiene una actitud de duplicidad ante la “técnica”, similar a la del hombre primitivo ante el rayo: éste se sorprendía de algo que tenía como capaz de destruirlo y atemorizarlo, pero también experimentaba una innegable fascinación ante lo que parecía venir de otra dimensión y no estar al alcance de lo humano. Todo lo que no está a nuestro alcance, tanto en el bien como en el mal, desde la santidad hasta la criminalidad más irracional, generan fascinación tanto como prevención. Lo normal, lo cotidiano, escasamente suscita interés. Por tanto, Evola, en su obra -y, especialmente, en Cabalgar el Tigre- nos muestra esta doble actitud: considera la técnica, y la máquina en concreto, como algo en lo que inspirarnos, pero también como algo que puede destruirnos.

A diferencia de otros tradicionalistas, Evola no es anti tecnológico. Es más, toma a la máquina como ejemplo de aquello que cumple con su “dharma”, esto es, con su ley, para la que ha sido creada, y no precisa nada fuera de ella misma para seguir realizando, impasible e hipnóticamente, la función asignada. Paradójicamente, Evola compara la máquina con la naturaleza, los paisajes helados, las altas cumbres, las escenas de la naturaleza salvaje y hermosa, seguirían estando ahí, aunque nosotros no las contempláramos. Son independientes del observador, autónomas, no precisan nadie que las admire o se emocione ante ellas: son vistas estables sometidas eternamente a leyes naturales y que no albergan la menor duda en cumplirlas, ni están pagadas de sí mismas, ni orgullosas de su belleza, ni “creídas” en su magnificencia. Cumplen su función. Máquina y naturaleza, tienen sus propias leyes, pero ni por un instante se separan del objetivo para el que han sido diseñadas… por el “Gran Ingeniero del Universo” o por el pequeño ingeniero recién graduado. Nosotros deberíamos inspirarnos en las máquinas y en el universo.

En la máquina no hay nada superfluo. Una imprenta, por ejemplo, tiene todas las piezas que necesita y ni una más, ni una menos, para cumplir su función. Una vez se activa, imprimirá aquello que la plancha situada entre sus rodillos, le obligue. Y todo se moverá con ritmo, con medida, con armonía. Parece como si el lema escrito en una de las columnas de Delfos, estuviera presente en la máquina: “Nada de más”, “Nada superfluo”. Y eso mismo ocurre en la naturaleza: todo tiene un sentido propio. Podemos tardar en descubrirlo, pero el vuelo de los pájaros, el viento que sopla, hasta la última y olvidada hoja de un árbol situada en el extremo de una rama, allí hasta donde llega la sabia vivificadora, tienen un sentido y una función. La hoja del roble no vive inquieta, atribulada y decepcionada por no tener ni la belleza, ni la forma, ni los colores de la orquídea, de la misma forma que el león de la selva no se amarga por no disponer de ese cuello alargado propio de la jirafa. Cada especie, animal o vegetal, la naturaleza misma, cumplen su función, su dharma. Son lo que son, sirven para lo que sirven y cumplen sus funciones, a la perfección: naturaleza y máquina, hacen de ellas lo que se espera que hagan, incluso lo que harían sin que el observador estuviera delante.

El ser humano ha perdido esta cualidad. No tiene muy claro quién es y, a medida que van desapareciendo los puntos de referencia y los sistemas de identidad (las castas, los linajes, las razas, cuando se desplaza fuera de la tierra que le ha visto nacer, etc.) el ser humano va creyendo que gana en autonomía y en libertad, pero en realidad, es como la roca situada en un acantilado, sostenida solamente por las raíces de otras plantas que, si mueren o se talan, debilitan todo el conjunto y hacen que la roca, privada de sus puntos de apoyo, vencidos estos, caiga. Cuando más puntos de referencia son suprimidos, más precaria es la situación del ser humano ante su civilización. Llega el momento fatal, en el que ya no sabe ni siquiera qué es, ni cuál es su sexo, ni su patria, ni su fe, ni de donde procede. Cuando desaparecen todos los “dharmas” que nos ligan a las distintas estructuras sociales que existieron en otro tiempo y ellas mismas se van diluyendo, el ser humano deja de reconocerse en esas estructuras que le mantenían en pie y orientado en el mundo: si era hombre, tenía unas funciones distintas a las de la mujer; si era adolescente, sabía que había dejado atrás la niñez y se preparaba para ser hombre, no para prolongar la niñez hasta el infinito; si sus padres eran relojeros, él sabía lo que sería en el futuro: el mejor relojero de su barrio, de su ciudad. Si por sus venas corría la sangre de la aventura y el riesgo, la milicia era su destino; si se preocupaba por la experiencia mística sabía que debía recorrer el camino del altar; y si lo que le gustaba era manipular y producir con sus manos, no le faltaban profesiones que elegir. Al mismo tiempo, según el puesto que ocupase en una familia, era consciente de lo que le tocaría hacer en la vida. Quizás no era lo que más le gustase, pero también sabía que esa situación, le daba seguridad en sus años de vejez: sabía quién le cuidaría y quién estaría con él hasta la muerte. El mundo tradicional era un “mundo orgánico” y, por tanto, ordenado en función de valores y puntos de referencia, verdaderos GPS que nos indicaban dónde estábamos y que recursos podíamos emplear en cada momento. Y, al mismo tiempo, el esfuerzo que deberíamos hacer.

Una sociedad así concebida era simple, natural y elemental. A medida que se fueron perdiendo puntos de referencia, el ser humano empezó a mirarse en el espejo intentando encontrar algo que lo motivara y le indicara el camino: y se descubrió a sí mismo. Se trataba, naturalmente, de una ilusión que trasladaba el eje de su personalidad a dos dimensiones situadas fuera de el:

- No le importaba tanto cómo era, sino cómo quería presentarse ante otros. Y creó una dimensión subpersonal, definida por una serie de rasgos exteriores, esto es, por construcciones artificiales y artificiosas, que constituían una especie de proyección de su personalidad ante el resto de la sociedad y para su mayor satisfacción narcisista. El “look”.

- Quería ser libre de “convencionalismos” y reivindicó esa libertad por encima de patrias, gremios, familias, linajes e, incluso, de realidades biológicas impuestas por el ADN. Y, “ser libre”, le sirvió únicamente para sentirse solo, frustrado, ser presa de malestar psicológico, o bien cubrir todo esto, ademán, engañándose a sí mismo. Podemos imaginar lo que sería un cardo que quisiera tener la fragancia de una flor de primavera o una impresora que aspirase a ser un monitor de plasma…

La modernidad nos ha llevado hasta ese punto al ir destruyendo sistemáticamente todas las estructuras tradicionales. Es en este contexto en el que Evola sitúa su percepción del problema técnico.

Evola tiende a situar la tecnología en el lugar que es propio. En varios momentos de su obra recuerda que las civilizaciones modernas viven de todo lo que rechazaron las tradicionales. La “tecnología” para construir un planeador, por ejemplo, es tan absolutamente simple que estaba al alcance de civilizaciones que observaban la naturaleza y los movimientos de las aves. Sin embargo, no lo consideraron ni necesario, ni útil. Los efectos del vapor de agua se conocían en la antigua Roma, pero su aplicación se limitaba a juegos infantiles. El descubrimiento de la pólvora que estaba al alcance de las experiencias realizadas por los alquimistas y cuya invención era prácticamente inevitable para aquellos que practicaban la Gran Obra, fue ocultada e, incluso se ejecutó a quienes la propusieron como arma ofensiva: la guerra era considerada como un “juicio de Dios” y la tecnología no podía interferir en ella. Mecanismos de precisión encontrados en restos arqueológicos, indican que era posible fabricar ruedas dentadas y se conocían sus efectos físicos en el movimiento (cfr. El “mecanismo de Antikithera”). Las leyendas sobre autómatas medievales evidencian que el concepto se conocía. Sin embargo, las civilizaciones tradicionales no mostraron gran interés por todas estas tecnologías dando la razón al criterio de Evola. Vivimos, pues, centrados en todo lo que nuestros ancestros rechazaron.

Evola sitúa la diferencia entre las civilizaciones tradicionales y las modernas. El fatum es: o bien se sitúa el énfasis en el dominio sobre el espíritu o bien en el dominio sobre la materia. En ambos casos, ese dominio se obtiene mediante técnicas. La diferencia estriba en que las técnicas utilizadas para dominar el espíritu son “interiores”, autónomas, el sujeto puede realizarlas por sí mismo, sin necesidad de recurrir a nada exterior a él (salvo, por supuesto, a un instructor o a una red iniciática regular). Pero, si el objetivo es dominar la materia, habrá que dar prioridad a la construcción de mecanismos e instrumentos para lograr ese fin, elementos que, en cualquier caso, son exteriores al ser humano, a pesar de haber sido creados por él. De no disponer de un martillo no puede utilizarse un clavo. A la inversa, un estado de concentración profunda y un salto de la conciencia ordinaria a otros niveles, puede alcanzarse simplemente, retirándose a meditar ante una pared en blanco; no hace falta nada más.

Pero, aun así, aceptando la superioridad y la primacía del espíritu sobre la materia, eso no implica -al menos no en el caso de Evola- una actitud tecnófoba. Implica, simplemente, el establecimiento de un orden de prioridades. De la misma forma que antes hemos citado “excepciones tecnológicas” aparecidas en el centro de civilizaciones tradicionales, también en la noche más oscura de la modernidad, se mueven personas que anteponen el cultivo del espíritu a cualquier otra prioridad. La teoría evoliana encaja perfectamente con todo esto. En su introducción a La Tradición Hermética explica que la distinción entre “civilizaciones tradicionales” y “civilizaciones modernas” es solamente una tipología que no necesariamente tiene una correlación absoluta en el espacio y en el tiempo. Hasta no hace tanto, Japón era un país instalado en la modernidad pero que, sin embargo, en grandísima medida, conservaba el apego a sus valores tradicionales. Y no era una excepción. Así pues, esta distinción no es “cerrada” ni en el espacio ni en el tiempo, sino dos formas morfológicas de civilización: las que miran a la “trascendencia” y las que miran a lo “contingente”.

No vamos, pues, a describir las “técnicas” tradicionales para el cultivo del espíritu, pero sí a extendernos un poco más en la concepción de la técnica en Evola. Ahora sabemos que el tradicionalista italiano era un referente en la Escuela de Mística Fascista, como antes conocíamos su trabajo en el Tercer Reich o sus intentos de aportar “contenidos tradicionales” a los fascismos aparecidos en los años 20 y 30. En estos fascismos, la técnica era un recurso habitual, como sabemos, habitualmente empleado. Muchos fascistas se consideraban a sí mismos “tecnócratas” y hasta finales de los 60 -especialmente en España- la “tecnocracia” era -abusiva, pero significativamente- sinónimo de fascismo. Por tanto, Evola, que conocía esa propensión del fascismo hacia la modernidad y el hecho de que, en gran medida, incluso, se situara en vanguardia de la modernidad, hizo que, a pesar de tener un carácter marginal en su obra, el autor tradicionalista si se preocupara de las repercusiones de la técnica.

La primera referencia, que sepamos, de Evola sobre la técnica es temprana y data de 1925, está incluida en su libro Ensayos sobre el idealismo mágico: «Nos queda en fin por desilusionar a aquellos que fantasean acerca de la realización de cualquier poderío a través del aprovechamiento de las fuerzas de la Naturaleza, que procede de las aplicaciones de las ciencias físico-químicas (es decir: de la técnica) [...] la infinita afirmación del hombre a través de indeterminadas series de mecanismos, dispositivos técnicos, etc. es [...] un homenaje de servidumbre y de obediencia».

En su “período filosófico”, Evola sostenía -y en ello se adelantaba a criterios aparecidos en los años 60- que la técnica forzaba a la Naturaleza al ser exterior a ella, pero precisar de la naturaleza para poderse expresar e incluso para poder construir los instrumentos de los que se vale para cualquier manifestación (está será una idea que reaparecerá en las reflexiones de la Escuela de Frankfurt con treinta años de retraso). Poco a poco, ya en esa época, Evola irá formándose la idea de que la técnica (recuérdese, conjunto de aplicaciones derivadas de los principios científicos) tiende a dar al hombre de las civilizaciones moderna la idea de que gracias a ella conseguirá un dominio titánico-prometeico sobre la Naturaleza. Verá en la figura del “Titán” mitológico, a aquel ser que emprende una aventura superior a sus capacidades y fracasa. En la mitología clásica, el Titán es siempre un derrotado. Prometeo robó el fuego sagrado y lo entregó a los humanos, pero luego pagó por su aventura. Ícaro intentó volar, pero sus alas de cera y plumas se derritieron ante la proximidad del Sol. Atlas, castigado con sostener el globo terráqueo a sus espaldas por toda la eternidad. El “pecado” de todos ellos es querer superar sus limitaciones mediante el recurso a algo extrínseco y exterior a ellos mismos. Y este era la ventaja que Evola veía en las concepciones tradicionales: todo lo que valía la pena, todo lo que era “normal”, debía partir del propio ser humano. En la Edad de Oro mítica, ni siquiera era preciso el cuerpo físico: el ser era espíritu puro y sus necesidades eran cubiertas por ese mismo espíritu; la técnica se manifiesta a medida que va progresando el proceso de materialización y, con él, la decadencia. Así pues, la técnica para Evola es, sin paliativos, decadencia. Podría ser asimilado a la capacidad de andar: el ser humano la tiene, pero si sufre algún percance, alguna caída, la rotura de algún miembro o una enfermedad, puede perder esa facultad natural y, entonces, deberá de utilizar muletas, silla de ruedas o cualquier otro recurso, que le permitirá desplazarse de un lugar a otro: pero eso indicará la pérdida de una cualidad natural. De ahí que Evola insista en que la técnica ofrece al ser humano moderno, la ilusión de un “poder” que, en realidad, no tiene y que expresa, más bien, su debilidad intrínseca: la técnica suple esa debilidad ofreciéndole muletas exteriores a él.

Esta idea, la repite unos años después en un artículo en su revista La Torre (1930): «la máquina [...] fomenta, en el contexto de una ilusión de potencia exterior y mecánica, la impotencia del hombre; materialmente le multiplica hasta el infinito la posibilidad, pero en realidad lo acostumbra a renunciar a cualquier acto suyo [...]. La máquina es inmoral pues puede convertir en poderoso a un individuo sin hacerlo simultáneamente superior».

En el fondo, en esa época, Evola, a través de las actividades realizadas en el Grupo de Ur y gracias a las lecturas de las obras de René Guénon, ya se ha hecho a la idea de la “morfología” de las civilizaciones a la que hemos aludido antes y por eso mismo, empieza a pensar que la técnica, concebida a la manera moderna, es un subproducto de las civilizaciones modernas que suplen las carencias del ser humano y su alejamiento del concepto tradicional de civilización, esto es, del conjunto de actividades orientadas hacia el espíritu. Y lo que cuenta para Evola ya en ese momento, es la superioridad espiritual, la única que es indiscutible. La otra, la superioridad técnica, es circunstancial, temporal, inestable e insegura: puede estar hoy en manos de un país, pero mañana, en otro, puede generarse una técnica más eficiente que otorgue más “poder”. Titanismo, choque brutal de “voluntades de poder” materializadas, eso es todo.

Esto explica también porque las “civilizaciones tradicionales” prolongan su vigencia en el tiempo, mientras que las “civilizaciones modernas” son devoradas por aquello que ellas mismas construyen. Aquí reside la agresión a la Naturaleza a la que aludía en su “período filosófico”: el “técnico” no mira al futuro, quiere y busca avances rápidos, aquí y ahora, le importa muy poco el resultado que derive de la aplicación de esos avances. Y, dado que estamos en el universo de lo contingente, esto es, de la dualidad, en el mundo manifestado, todo lo que supone un adelanto y una conquista, encierra al mismo tiempo y necesariamente una maldición y un castigo. Cualquier nueva conquista técnica, genera sobre sí misma una losa: el coche eléctrico es un avance en relación al motor de combustión interna, pero, la fabricación de baterías y la brevedad de su vida útil generan más prejuicios para la naturaleza que los provocados por la quema de carburantes. El teléfono móvil simplifica nuestra vida y nadie en su sano juicio, hoy, podría renunciar a él… sin embargo, la telefonía móvil tiene dos riesgos, uno exterior al individuo -su capacidad de control por parte del Estado o de organismos privados- y otro interior a él -la posibilidad de que quede atrapado por algunas adicciones derivadas de apps. Y resulta imposible pensar en la posibilidad de tecnologías “blancas” que reduzcan a cero el impacto sobre la naturaleza, de la misma forma que es imposible evitar los usos perversos y las adicciones generadas por las tecnologías vinculadas a la telefonía móvil.

El “tecnólogo” no mira más allá: se conforma con lanzar una nueva tecnología de la que espera lucrarse rápidamente. Lo que ocurre más alla, tanto con la naturaleza como con los usuarios, le resulta completamente indiferente. Más aún: ni siquiera lo considera. Es, a fin de cuentas, “progreso” y de eso se trata, de “progresar”, sin importar lo que venga luego, ni los efectos que se generen, por perniciosos y destructivos que puedan ser. Los avances sobre el estudio del átomo y de la energía atómica realizados a lo largo de la primera mitad del siglo XX, llevó al descubrimiento de la forma más destructiva de técnica conocida hasta entonces. El propio Einstein y otros científicos fueron reclutados para el Proyecto Manhattan sabiendo perfectamente lo que se les estaba exigiendo y por lo que se les estaba pagando: para descubrir el sistema destructivo de personas, bienes y naturaleza nunca antes visto, al servicio de no importa qué. Y lo hicieron sin pestañear, por mucho que Oppenheimer se arrepintiera a posteriori. Con razón dice la tradición hesiódica que los dioses “ríen” desde el Olimpo al ver las actividades suicidas de los humanos.

Más adelante, Evola reconocerá dos tipos de técnicas, la que denomina fáustica -en la línea de Spengler- destructora de la naturaleza y la técnica tradicional, respetuoso con ella. Para los distintos doctrinarios tradicionalistas está muy claro que las ciencias modernas (química, física, astronomía, etc.) son derivaciones degradadas y “utilitaristas” de antiguas ciencias tradicionales sometidas a la iniciación y al secreto (alquimia, magia, astrología, etc.). La destructividad de las ciencias modernas deriva de que operan solamente en el mundo de la dualidad, en el que, inevitablemente, a todo progreso, corresponde un riesgo, a cualquier logro, una merma.

Giovani Monastra en un artículo dedicado precisamente a esta temática, recuerda que Evola, durante su período más virulentamente anticristiano (los años 20 y la primera mitad de los 30), sostenía -y así lo expresó en Imperialismo Pagano (1928)- que el culpable de la degeneración tecnológica de Occidente era el “judeo-cristianismo”. Ve en el judaísmo, el cristianismo y en el islam, una negación del inmanentismo, doctrina que propone que todo lo creado es intrínseco al Creador y está unido a su esencia (aunque racionalmente pueda distinguirse de ella). Dios es la causa de todas las cosas y todo, por lo tanto, está en Dios: no existe nada fuera de Él. Dios, en este sentido, es causa inmanente de todo lo que existe. Dicho de otro modo, no hay existencia que pueda ser explicada sin la presencia de Dios. Sin embargo, las tres religiones monoteístas sostienen que Dios trasciende el universo creado y se eleva sobre él (a diferencia del inmanentismo que sitúa la “fuerza divina” en todos los objetos del universo). Y, en función de la temática que estamos tratando, al romperse la unicidad entre el Creador y su creación, queda justificada la acción del ser humano en su titánico intento de romper la naturaleza, imponerse a ella, agredirla para “progresar”.

La primera huella de esta actitud se encuentra en el antiguo Israel y en su desacralización pionera de la Naturaleza. Hasta ese momento, la Naturaleza era “la expresión visible de lo invisible”, algo sagrado, reflejo de la grandeza divina y, por tanto, intocable, inalterable y a lo que se debía respeto. Al negar el inmanentismo, la Naturaleza perdía esa sacralidad con que se adornaba en las civilizaciones tradicionales y se justificaba la idea de “progreso técnico”. Las bases culturales de la modernidad, por tanto, ya estaban presentes desde el Antiguo Testamento. El judaísmo “retiró” a Dios de la Naturaleza, convirtiendo a ésta en algo autónomo y, por tanto, irrelevante. Allí donde el viejo paganismo romano veía en un río, una fuente, un árbol y una montaña la presencia de fuerzas inmateriales y superiores, el judaísmo, veía elementos con los que se podía traficar, utilizar o, simplemente, destruir sin experimentar el más mínimo complejo de culpabilidad. Cuando Nietzsche sentenció la “muerte de Dios” a finales del XIX hacía más de 2.500 años que el judaísmo había retirado a Dios de la Naturaleza y convertido a esta en un objeto inerte. El camino estaba abierto para los desarrollos posteriores.

Esta explicaría porqué la técnica moderna nació en Occidente, territorio privilegiado del cristianismo, emanación directa del judaísmo. Es cierto que Evola, en períodos posteriores, incluso desde mediados de los años 30, moderaría extraordinariamente sus críticas al cristianismo y evitaría las polémicas que había suscitado en su “período filosófico” y en los años del “imperialismo pagano”, pero, a pesar de eso y hasta su muerte, tal como reconoció, en El camino del cinabrio, su espíritu siguió profundamente alejado del cristianismo precisamente por esta negación del inmanentismo y por la ruptura directa entre el “orden natural” y el “orden sobrenatural”. En realidad, esta atenuación de la carga anticristiana en su obra, no es producto de un oportunismo puntual, sino del establecimiento, en la estela de Guénon, de los momentos en los que se produjo la ruptura definitiva del “orden tradicional” en Occidente, con la aparición, primero del humanismo y luego del nacionalismo que terminaron aportando los elementos al paradigma mecanicista newtoniano y proporcionaron las bases del tecnicismo moderno. En sus escritos sobre la masonería y el rosacrucianismo, reconoce que, tanto Bacon (método científico), como Descartes (racionalismo), como Newton (paradigma mecanicista), sin olvidar a Comenius (pedagogía y arranque de las modernas teorías educativas), habían mantenido contactos con grupos “desviados” de la Rosa Cruz originaria.

El paso siguiente sería dado en el siglo XVIII por la Ilustración y el iluminismo. Es en ese contexto en el que aparecen las ideas rousonianas sobre el “buen salvaje” y la idealización de la naturaleza sobre las que se justificaran los mitos igualitarios. Evola percibe perfectamente este tránsito en los capítulos de la Segunda Parte del Revuelta contra el mundo moderno.

Tras la aparición de esta obra, otros problemas interesan más a Evola, así la cuestión de la técnica pasa a segundo plano. Son los años de la “doctrina de la raza”, del trabajo sobre la Escuela de Mística Fascista y de las conferencias en Alemania, esto es, de la “acción política” en sí misma sobre los regímenes del “nuevo orden”. Será con posterioridad a la guerra y gracias a Ernst Jünger y a su obra El Trabajador, cuando recupere esta temática. Como ya hemos comentado, El Trabajador apareció en 1932. A Evola le sorprendió ver como, por otros caminos, alguien hubiera llegado a las mismas conclusiones. La lectura de Jünger y su reflexión particular sobre la técnica, le permite ver un doble aspecto en ésta: además de ser un elemento que habían desconsiderado las civilizaciones tradicionales, la técnica se convierte en las modernas en un factor disolutivo para el hombre masificado y estandarizado que no es más que un subproducto troquelado por esa misma modernidad a efectos de lograr un modelo de carácter que le sirva mejor.

Pero eso no vale para el “hombre de la Tradición”, esto es, aquel que vive anclado en los valores tradicionales, los ha incorporado a su vida y los siente dentro de sí como las motivaciones que le impulsan a seguir estando en pie y vivo sobre esta tierra. La técnica sería, para este tipo humano, un “banco de pruebas” que le dará la medida objetiva de sus convicciones. Enfrentado a la técnica de su tiempo, podrá ver con claridad quién domina a quién: si se convierte en un esclavo de la técnica o si es él quien la domina. La conoce, la utiliza, incluso es posible que la cree o que la desarrolla, pero no depende de la técnica. Un ejemplo de lo que nos plantea, trasladado a nuestros días, sería el tipo humano “corriente” que utiliza un teléfono móvil y toca entre 2.000 y 6.000 veces su pantalla táctil al día, evidenciando estar “enganchado” a la terminal y depender de él, o bien aquel que utiliza el móvil cuando juzga que debe hacerlo, cuando es su momento y su vida no está pendiente de los sonidos, vibraciones o mensajes que le puedan llegar. Es autónomo: no depende de nada exterior a él. Controla las tecnologías, en lugar de estar controlado por ellas. Nada tan fácil como auto observarnos para saber si somos “hombre masa” u “hombre diferenciado”. Y si creemos serlo, los valores que nos alimentan serán los valores tradicionales.

En el otro extremo, se encuentra el hombre-masa, entre otras cosas, aquel que ha caído preso de la técnica. Ha sido ganado por la técnica, absorbido por ella; en la técnica ha disuelto su personalidad: cuando ve la televisión y se identifica con un programa o un personaje, ya no es él, pasa a ser eso con lo que se identifica (se aliena, por tanto), cuando utiliza una tecnología y pasa a depender de ella, deja de ser autónomo. Cuando experimenta una adicción hacia algo que, por lo demás, es una tecnología masiva, deja de ser “persona” para convertirse en grano de arena en un mundo poblado por otros granos de arena, individuos-masa, que experimentan las mismas adicciones, los mismos gustos y han sido víctimas de las mismas tendencias disolutivas. Evola observa en varios momentos de su obra que la aparición del capitalismo y de la producción en serie, constituyó el punto de arranque de ese proceso de masificación social, homogeneización y disolución de las personalidades y consolidación del individuo-átomo. Éste carece de nexos orgánicos con estructuras naturales, solamente se diferencia de otros por rasgos exteriores, por su físico o por el look del que se dota (esa falsa personalidad, reflejo adulterado de la auténtica), pero no por los valores que lo mueven, los recursos y las adicciones, exactamente iguales a los de cualquier otro hombre-masa. No es raro, por tanto, que la técnica empieza a ser un problema a partir del advenimiento de la civilización burguesa. Una apreciación en la que Evola y Jünger coinciden.

Es un momento de decadencia, al que seguirá otro, porque la producción en cadena está protagonizada por proletarios, esto es por aquellos que “son muchos”, son “prole”, y la cantidad siempre ha sido sinónimo de negación de lo cualitativo, incluso de calidad humana. El proletario querrá vivir como un burgués, tener adicciones a los bienes de consumo y poder satisfacerlos. No se querrá quedar atrás como simple “productor”, querrá ser también consumidor. Y no le importará si esto supone pasar de la alienación económica (no ser dueño de su fuerza de trabajo, como anunciaba Marx) sino también de su alienación humana (perder su personalidad en beneficio de esa personalidad colectiva propia de las arenas de una playa con sus granos de arena exactamente iguales, minúsculos, irrelevante, homogeneizados y… prescindibles).

Evola y Jünger están de acuerdo en que la secuencia burguesía-proletariado supone fases sucesivas de decadencia. Pero, incluso los procesos de caída tienen un límite, más allá del cual es susceptible de experimentarse renovaciones liberadoras. Para ello hace falta llegar al “punto cero de todos los valores”, comenta Monastra. Y esto es algo que, incluso, excede las posibilidades del individuo. Este concepto implica que es una civilización entera -y, por tanto, cada uno de sus integrantes masificados- quien ya no puede ir más abajo en la escala degenerativa y descendente. Nosotros, hoy, estamos mucho más cerca de ese “punto cero” que hace cincuenta años cuando falleció Evola. Cada día, a poco que tengamos ojos y seamos capaces de percibir la realidad objetiva, somos más conscientes de que a ese punto se llega mediante la pérdida de todas las identidades, desde la personal a la nacional, pasando por la sexual, no digamos la cultural o la étnica. Esto nos indica la proximidad de la llegada al “punto cero”.

¿Qué ocurre cuando se llega a ese “punto cero”? Aparece aun revulsivo: Jünger lo llama “lo elemental”, casi un equivalente de “lo primitivo”. “Lo elemental” se convierte en absolutamente destructivo cuando aparece amenazando climas benignos, incapaces de resistir el embate de las fuerzas de la naturaleza desencadenadas.

El burgués y el proletario aburguesado, el hombre-masa en definitiva, tan propio de la modernidad, volcado hacia su propia seguridad y a sus pequeños placeres consumistas, a sus adicciones, tiene verdadero horror por “lo elemental”. Y en el siglo XX, a partir de entonces, “lo elemental” se encarnó en la técnica. Jünger y Evola, soldados en la guerra, lo comprobaron en los campos de batalla y en las desolaciones que cañones de calibres nunca antes vistos, lanzallamas jamás empleados antes, vulgarizadores del “fuego griego”, carros de combate y aviones, podían generar. La técnica, inicialmente nacida para satisfacer las necesidades del ser humano, luego pasó a ser un medio de destrucción nunca antes conocido de ese mismo ser humano que la había creado. La propia guerra se convirtió en un choque entre maquinarias en la que vence la más eficiente. El individuo se eclipsa en este choque de máquinas. Los efectos de las dos guerras mundiales les convencieron de esta evidencia. El ser humano desaparece en este choque. En décadas posteriores, “lo elemental” seguirá acompañando a la técnica, pero se refinará mucho más: no hará falta destruir al ser humano, bastará con alienarlo, hacer que la técnica le resulte imprescindible para su vida cotidiana.

La técnica puede privar -de hecho, priva a la mayoría- de personalidad, homogeneiza, estandariza, tritura a la personalidad, la iguala, la anula. Pero, eso que para la mayoría es una realidad, para un pequeño número de seres humanos, supone un reto, una divisoria: entienden que su estilo los debe llevar, no al nivel de la masa, sino a elevarse sobre ella, que ese proceso de masificación puede ser positivo para ellos a condición de que sepan mantenerse en pie, sólidos, desapegados de un mundo en el que “están”, pero al que no pertenecen. Dotados de la dureza ascética pueden utilizar la técnica, de hecho, seguramente, la utilizarán, pero son conscientes que no dependen de ella, que pueden renunciar a ella y que un mundo sin técnica no es el peor de los mundos posibles, mientras que un mundo en el que solamente la técnica gobierne al individuo supone el extremo máximo de degeneración. Ese extremo hoy es el que se proponen alcanzar los inspirados por las ideologías transhumanistas. Aquel que sea capaz de forjarse una personalidad, de tener un rostro propio, autónomo, de descollar sobre el hombre-masa, que sea capaz de enfrentarse y vencer a “lo elemental”, será dueño del futuro y el heraldo del tiempo postapocalíptico. Evola define así a este tipo humano: “[estará] caracterizada por dos elementos: en primer lugar, por una extrema lucidez y objetividad, luego por una capacidad de actuar y de mantenerse de pie recabada de fuerzas profundas, más allá de las categorías del individuo, de los ideales, de los valores y de los fines de la civilización burguesa”.

La fórmula que nos propone Evola es la de “dominar a la técnica sin ser dominado por ella”.