Publicada
inicialmente en 1944, luego rectificada en 1947, titulada Dialéctica de la
Ilustración, es otro de los trabajos de referencia de la Escuela de
Frankfurt que suelen citarse como escalón obligado de su Teoría Crítica. Por las fechas en las
que fue elaborado, puede incluirse también dentro de lo que, podemos llamar
“propaganda de guerra para intelectuales”. Se trata de lo que algún
marxista ha descrito como el “grito del judío exiliado”. Es, en definitiva, un
libro que entra dentro del ajuste de cuentas personal de Adorno y Horkheimer
contra el fascismo. Casi podríamos definirlo como “un panfleto de pretensiones filosóficas”.
En la elaboración de la
obra participó también Gretel Adorno, esposa del co-autor. La base del trabajo
fue un memorándum elaborado por Horkheimer en 1939 en el que pretendía trazar
un plan de trabajo sobre la “lógica dialéctica”. Pidió ayuda a Felix Weil y a
Pollock. Pero, el primero ya había vuelto a Argentina para hacerse cargo de los
negocios de su padre y consideraba que hacía mucho financiando la institución
en el autoexilio. Pollock, por su parte, si dio algunas ideas que los dos
autores agradecieron, dedicándole el libro. Los capítulos escritos por uno
fueron revisados por el otro. Horkheimer declaró que, para aliviar
financieramente las cuentas y los sueldos que pagaba el Instituto, buscó financiación
para el trabajo en el Comité Judío Norteamericano, alegando que iban a realizar
un “trabajo sobre el antisemitismo” (y, en efecto, uno de los capítulos, el
quinto, trata, específicamente del tema). Al parecer, Adorno,
aprovechó parte del material reunido sobre el antisemitismo, para darle salida
en el estudio que estaba preparando por cuenta del Grupo de Estudio de la
Opinión Pública de Berkeley y que terminaría siendo el libro La personalidad
autoritaria.
La obra fue
publicada originariamente con el título de Fragmentos filosóficos en
1944, con una tirada de apenas 500 ejemplares mimeografiados. No tuvo éxito y a
finales de los 50 todavía seguían existiendo ejemplares no vendidos. La segunda edición,
publicada en Italia en 1966 tampoco tuvo ninguna resonancia; el mismo destino
tuvo la edición alemana (publicada después de que circularan varias versiones
piratas no autorizadas por sus autores), pero cuando se publicó la edición
inglesa de 1972, algo había ocurrido: la “contestación
estudiantil”, se fijó en este trabajo, no se sabe bien por qué. En el prólogo
de la edición en lengua castellana, se afirma que el propósito del libro es
“ilustrar a la ilustración” y “salvar a la ilustración”. El libro está
dedicado a Friedrich Pollock en “su quincuagésimo cumpleaños el 22 de mayo de
1944”.
La idea de
este trabajo es que, durante el “Siglo de las Luces”, el iluminismo trajo la fe
ciega en la razón. Apelando a la razón se podía dialogar y razonar, esperando
que, a partir de ese contraste de ideas se realizara el objetivo del “progreso
indefinido”. Porque, el eje del discurso ilustrado es que todos tenemos derecho
a la “felicidad”. Esta idea será recuperada también por la Escuela de Frankfurt
y situada como el único objetivo importante para el género humano: el tiempo
que disfrutemos de vida, debe ser un tiempo en el que seamos y nos sintamos
“felices”. Se es feliz cuando se hace lo que uno quiere y se busca el placer de
la manera individualizada. Puede entenderse así la relación directa que existe,
a través de este texto, entre la Escuela de Frankfurt y la “contestación
estudiantil” de los 60: felicidad, versus placer, versus hedonismo, crítica
antiautoritaria y relativismo, son los valores contenidos en la concepción del
mundo de los protagonistas del movimiento del 68 que se ha ido prolongando y
universalizando hasta nuestros días.
Pero, en 1944, ni a
Adorno, ni a Horkheimer, autores de la obra, les interesaba excesivamente el
placer lúdico. Estaban embarcados en la tarea de formular textos
que dieran un contenido aceptable para intelectuales que completara el
antifascismo pedestre difundido por la propaganda de guerra norteamericana. Así pues, de lo que
se trataba en la obra, era de ligar la cuestión de la Ilustración con el
antifascismo. Y el planteamiento que realizan es el siguiente: la
ilustración nos ha hecho avanzar durante tres siglos de “luces” y de uso de la
razón, pero no siempre lo ha hecho “hacia adelante”, sino que, en ocasiones, se
han producido retrocesos y se ha observado la irrupción de lo irracional,
especialmente en la aparición del fascismo, definido aquí como “nuevo género de
barbarie”. Y lo que se propone la pareja de autores, es entender cómo eso ha
sido posible y como el fascismo ha puesto en riesgo de desaparición a las ideas
de la Ilustración. Encuentran la respuesta en la naturaleza misma de la Ilustración: “El
mito es ya la Ilustración; la Ilustración recae en mitología”. Este tema,
desarrollado en los primeros capítulos, será el leit-motiv de la obra. ¿Cuál es
el problema de la Ilustración que les permite realizar una afirmación tan
extrema? Responden: “La enfermedad de la razón radica en su propio
origen, en el afán del hombre de dominar a la naturaleza”. De ahí
deducen que la idea de “dominio” es negativa, en tanto que presupone la
presencia de autoritarismo. El error de la Ilustración, por tanto, es tratar de
“dominar a la naturaleza desencantada” en lugar de aspirar a “la felicidad del
conocimiento”. Esto conduce directamente a que se reproduzca un mecanismo de dominio y
de explotación que terminará alcanzando a los propios seres humanos, en tanto
que ellos forman parte también de la naturaleza. A la Ilustración, le interesa,
sobre todo, dominar, someter y manipular a la naturaleza. Aquello sobre lo que
no puede hacerlo le resulta particularmente odioso en tanto que “diferente y
desconocido”:
“La Ilustración, en
efecto, se autodestruye (…) porque en su origen se configura como tal bajo el
signo del dominio sobre la naturaleza. Y se autodestruye porque éste, el
dominio sobre la naturaleza, sigue, como la Ilustración misma, una lógica
implacable que termina volviéndose contra el sujeto dominante, reduciendo su
propia naturaleza interior y, finalmente, su mismo yo, a mero sustrato de
dominio. El proceso de su emancipación frente a la naturaleza externa se
revela, de ese modo, al mismo tiempo como proceso de sometimiento de la propia
naturaleza interna y, finalmente, como proceso de regresión a la antigua
servidumbre bajo la naturaleza. El dominio del hombre sobre la naturaleza lleva
consigo, paradójicamente, el dominio de la naturaleza sobre los hombres”.
Este proceso
hace que aparezca la “enfermedad de la razón” presente en la civilización
europea desde sus orígenes, cuyas bases milenarias, siguen condicionando el
proceso discursivo de la razón. De ahí que el proceso de “desencantamiento del
mundo” (la idea no es de ellos, sino que se encuentra en Max Weber), se realice
bajo el signo del “poder” y lo que, en principio debería haber sido un “proceso
liberador”, se convierta, finalmente en un proceso marcado por una alienación y
una cosificación extrema.
Ante las posiciones de
la Ilustración, la naturaleza termina vengándose de los intentos de dominación.
La radicalidad demostrada por la Ilustración en su época, ha generado el que no
solamente desaparecieran los intentos de interpretación de la naturaleza
mediante el mito y la religión, sino que, además, ha terminado por eliminar
todo sentido que trascienda a los meros hechos considerados en sí mismos. Se ha
convertido en algo parecido a una mitología invertida, en la que los nuevos
dogmas han sustituido a los viejos mitos religiosos, y, finalmente, han
terminado pasando al nivel de mitos de sustitución. ¿Cómo puede interpretarse,
sino como mito, el proceso mediante el cual la parcela de soberanía nacional
inherente a cada ciudadano, se convierte en “voluntad nacional” gracias a la
convocatoria de unas elecciones? Este proceso tiene algo de “animismo” y de
“pensamiento mágico” y no está muy alejado de la interpretación tradicional de
que “todo el poder viene de Dios”. O la locura consumista o la posibilidad de
manipular a las masas aplicando principios de psicología social… En cada
aspecto de la modernidad, Horkheimer y Adorno, ven la recaída de los ideales de
la Ilustración al nivel de nueva mitología: la naturaleza que iba a ser
dominada por los “ilustrados”, finalmente se venga y esa venganza es posible
porque no tuvieron presente las enseñanzas históricas (lo que los autores del
libro llaman “una pérdida del recuerdo”.
¿Y el
fascismo? Sería un resultado extremo de esta alternancia dialéctica de razón e
irracionalismo, de intento de dominar a la naturaleza y de la afloración de los
nuevos mitos generados por esa misma naturaleza. Si la Ilustración conduce a
Auswitch y Auswitch es el símbolo del “mal absoluto” representado por el
fascismo, habrá que concluir que el germen de Auswitch está implícito en los
principios de la Ilustración y será ese afán de dominio sobre la naturaleza.
Por eso se trataba de “ilustrar a la Ilustración”, evitar que la Ilustración se
autodestruyera, reconocerla como “progreso” y podarla de sus aspectos
problemáticos y encontrar la raíz última de su perversión: la idea de “dominio
sobre la naturaleza”.
¿Y, como encaran el
problema capital del antisemitismo? Lo hacen en el capítulo titulado “Elementos
del antisemitismo – Límites de la Ilustración”. Las frases iniciales del
capítulo no tienen mucho de filosófico y nos dan la razón sobre la inclusión
del “espíritu” del libro como “propaganda de guerra antifascista”: “Para los
fascistas, los judíos no son una minoría, sino una raza distinta, contraria: el
principio negativo en cuanto tal; de su eliminación depende la felicidad del
mundo entero (…) Los judíos son marcados por el mal absoluto como el mal
absoluto (…) en el corazón de todos los potenciales fascistas de todos los
países halla eco la llamada a eliminarlos como moscas”.
Reconocen los autores
que “El antisemitismo fascista quiere prescindir de la religión. Afirma que
se trata sólo de la pureza de la raza y de la nación” porque la
preocupación por la “salvación eterna” ha dejado de interesar. Los autores
prefieren ignorar que el antisemitismo alemán nunca había estado ligado a la
religión, sino a cuestiones sociales y a la percepción de que el pueblo judío
era un elemento inintegrable insertado en el corazón de la nación que gozaba de
todos los derechos nacionales sin considerarse como tal, sino manteniendo su
identidad. El hecho de que, en ningún momento la propaganda del Tercer Reich
acusara a los judíos de ser “el pueblo deicida”, confirma lo que decimos. En cuanto
al interés por la destrucción total del pueblo judío, es algo que solamente
aparece en el contexto de la propaganda de guerra y, posteriormente, del
concepto de “holocausto” y en el drama de los campos de concentración en la
Alemania bombardeada y rota de finales de la guerra.
Son muchas las fuentes
que indican que el régimen nacionalsocialista no tenía un criterio unificado
sobre cómo resolver la cuestión judía, pero que las actitudes oscilaban entre
la expulsión (y, por eso mismo, hasta septiembre de 1939, existió un canal de
cooperación entre las SS y la Organización Mundial Sionista para expatriar a
los judíos alemanes a Palestina) y su alejamiento de determinadas áreas de la
vida alemana. Incluso había algunos miembros del NSDAP que no daban la más
mínima importancia a la “cuestión judía”. Göring, por ejemplo, declaraba que
podía confiarse en ellos para integrarlos en las cuestiones económicas del
Reich; Göbbels, examinaba la cuestión solamente desde el punto de vista de la
propaganda; Julius Streicher respondía al esquema propio del antisemita de
manual, y para Hitler, la cuestión era sobre todo estética: el judío, por su
aspecto, por sus tradiciones, por su herencia cultural, no tenÍa nada que ver
con el edificio unitario alemán que quería construir por tanto había que
integrarlo o debía abandonar Alemania, opinión que también compartía Himmler.
Fue, a partir de la Operación Barbarroja, cuando las tropas alemanas se vieron
atacadas en la retaguardia por partidas guerrilleras compuestas por judíos
ucranianos, cuando se adoptó la decisión de recluir a los judíos de las zonas
ocupadas en campos de concentración, para evitar estos hostigamientos. La lectura de
todo el capítulo sobre el antisemitismo, de sus siete parágrafos y de sus
treinta y siete páginas, deja una sensación bastante desoladora: los miembros
de la Escuela de Frankfurt que elaboraron esta obra, tenían una opinión
estereotipada sobre el fascismo que coincidía exactamente en todo con la
mostrada por la propaganda de guerra aliada y que, en el fondo, no era nada más
que su traslación a un nivel “filosófico” y “culto”. Es, además, uno de los
capítulos que ha registrado más modificaciones en las distintas ediciones,
especialmente para despojarlo de la jerga marxista, y convertirlo en
“políticamente aséptico”. Es probable que quienes financiaron el estudio, no
estuvieran muy conformes con los ataques iniciales al “capitalismo”, las
referencias a la “sociedad sin clases”, la exaltación del “proletariado” o las
alusiones a que el “racket” capitalista ha “financiado al fascismo”…
Horkheimer y, sobre todo Adorno, pertenecían a una élite económica y cultural. Adorno denostaba el jazz y se deleitaba con el dodecafonismo de Schömberg; no solamente se sabían miembros de una élite cultivada, sino que, hasta su muerte, se mantuvieron distantes de los “movimientos populares”, incluso en su período marxista, nunca descendieron a colaborar con los “militantes obreros” de alguna de las organizaciones de extrema-izquierda. Se contentaron con saludar a Trotsky y fotografiarse con él. Tampoco hay rastros de que se aproximaran a los judíos de “a pie”, cuya realidad social ignoraban por completo. Todas sus relaciones sociales se circunscribían de la clase media acomodada hacia arriba. Eran conscientes de que el judío azkenazíe de origen jázaro, tenía poco que ver con ellos, es, incluso, probable que. como otros judíos alemanes, abominaran de ellos, fácilmente reconocibles por sus caftanes, sus sobreros negros y sus barbas; y da la sensación de que cuando hablan de antisemitismo, ni siquiera toman en consideración a los "ostjüden" (judíos procedentes del Este y llegados a Alemania en las primeras décadas del siglo XX). Aluden al antisemitismo tal como lo sentían ellos, los propios miembros de la Escuela de Frankfurt, que se tenían como suficientemente integrados en la sociedad alemana y que apenas habían tenido vínculos con la sinagoga. El resto de grupos étnicos judíos parecen no existir para ellos. Si los hubieran tomado en consideración, hubieran percibido que entre estos grupos judíos y la sociedad alemana existían brechas antropológicas y culturales que explicaban suficientemente el antisemitismo. Por lo demás, los porcentajes de judíos que desempeñaban determinadas profesiones en Berlín (médicos, abogados, en concreto) era desmesurada y podía explicar la aparición de rivalidades y resquemores con los no-judíos que ejercían las mismas profesiones. Y, finalmente, puestos a hablar de "judíos alemanes" hubiera podido aludir a los 150.000 "judíos mestizos" que estaban alistados en el ejército alemán, mientras los frankfurtianos comían de la mano de los servicios de inteligencia norteamericanos... Pero está claro que todas estas temáticas no podían ser integradas en su "antifascismo filosófico", así que mejor olvidarlo y sustituirlo por el término "barbarie".
Hay en Adorno y Horkheimer un sentimiento indisimulado de superioridad, por ejemplo,
cuando escriben: “La civilización es la victoria de la sociedad sobre la
naturaleza que transforma todo en mera naturaleza. Los judíos mismos han
contribuido a ello durante milenios, con ilustración no menos que con cinismo.
Ellos (…) transformaron los tabúes en máximas civilizadoras cuando los demás
estaban aún estancados en la magia (…) Son acusados de lo que ellos -los
primeros burgueses- han vencido ante todo en sí mismos: la inclinación a
dejarse seducir por lo inferior, el impulso hacia lo animal y la tierra, la
idolatría. Por haber inventado el contacto de lo puro, son perseguidos como
cerdos. Los antisemitas se convierten en ejecutores del Antonio Testamento:
se cuidan de que los judíos, por haber comido del árbol del conocimiento,
vuelvan a la tierra”.
El razonamiento que no
citan, pero que grita desde cada una de esas treinta y siete páginas dedicadas
a la “cuestión judía” es: “nosotros somos judíos, pero no somos diferentes
de vosotros, vivimos como vosotros, pensamos como vosotros, ¿por qué, pues, sois,
antisemitas y nos castigáis con vuestra hostilidad?”. Ya hemos repetido
por qué existía antisemitismo en Alemania, sin embargo, ninguno de las
“razones” que alegan los antisemitas son analizadas “críticamente”, ni en este,
ni en ningún otro trabajo. Tampoco existe un análisis sobre la personalidad
judía y sobre los rasgos que conforman en “carácter judío”. Ni ellos estaban
interesados en la cuestión, ni debió existir ninguna entidad dispuesta a
financiar un estudio de tal magnitud que hubiera explicado muchas cosas. Esta
parte de la Dialéctica de la Ilustración resulta desoladora por su
vaguedad, por los tópicos que recorren cada una de sus páginas, por su,
digámoslo así, snulo “cientifismo” y por su fidelidad a las líneas maestras de
la “propaganda de guerra” norteamericana. Obsérvese esta frase: “No existe
un antisemitismo genuino; desde luego, no existen antisemitas de nacimiento (…)
Los mandatarios supremos, que lo saben, no odian a los judíos, ni aman a sus
secuaces antisemitas. Estos, en cambio, que no obtienen beneficio alguno, ni
desde el punto de vista económico, ni desde el sexual, odian sin fin".
No puede decirse que nada de esta frase contenga ningún elemento “filosófico”
ni sociológico, es simplemente una divagación, extremadamente hostil (¿se
entiende ahora, porqué algunos críticos favorables han descrito el libro como
“el grito del judío exiliado”?).
Escriben igualmente en
la obra: “El liberalismo había concedido la propiedad a los judíos, pero no
el poder de mandar”… sin embargo, ni Adorno, ni Horkheimer, podían ignorar
que su financiador, Felix Weil, “mandaba” mucho en la Alemania anterior a la
Primera Guerra Mundial, conocía personalmente al Káiser, era su consejero, e
incluso se ha escrito que uno de sus hijos estaba casado con una hija de
Guillermo II. Sin olvidar que, tanto en la Francia del siglo XIX, con los
Rotschild o en los EEUU, con los Rockefeller y otras dinastías financieras que
apenas unos años antes habían creado la Reserva Federal, sí existían miembros
del pueblo judío con un poder, muy superior a la mayoría de no judíos. Y,
además, ellos no podían ignorarlo en tanto que “analistas” de la modernidad y
las palabras que dicen sobre esto evidencia que caricaturizan al adversario, en
absoluto realizan un análisis mínimamente objetivo.
Es posible, incluso,
que no habiendo pasado por la sinagoga, ignorando las creencias y principios
contenidos en el Talmud, no interesándose por su propia tradición, tanto Adorno
como Horkheimer, pensaran que no existía ninguna base diferencial entre la
religión judía y las demás religiones, olvidando que buena parte
de los problemas psicológicos de la mentalidad judía es el ser considerado por
sus textos sagrados como “pueblo elegido” por Yavhé, el mismo Dios que,
paradójicamente, les obsequia con destrucciones del Templo, exilios, esclavitud
y, finalmente, diáspora. Se entiende perfectamente, cómo Freud les llamó tanto
la atención: la percepción edípica del “odio al padre” solamente podía
explicarse en el contexto psicológico-religioso judío (y, algo más atenuado en
el catolicismo en donde el Padre permite que el Hijo sea torturado, crucificado
y muerto). Freud debió hacerse la pregunta clave de la cuestión: ¿todos los
pueblos son proclives a sufrir el “complejo de Edipo” o solamente aquellos en
los que la divinidad, considerada como “padre” les hace sufrir pruebas casi
insuperables? Porque, Freud, al igual que los miembros de la Escuela de
Frankfurt en algunos de sus trabajos, tiendan a confundir la “parte” (la
psicología propia del pueblo judío), con el “todo” (la psicología de toda la
humanidad, si es que pudiera hablarse de una sola psicología para toda la
especie).
En nuestra opinión, cuando una creencia, como la incluida en el Antiguo Testamento, marca a un pueblo como el “elegido de Dios”, se está haciendo un flaco servicio a este pueblo. Se le está dando la posibilidad de que vea a cualquier otro pueblo como “inferior” y, por tanto, como si se tratara de animales de granja que pueden ser explotados y sacrificados. Podemos pensar lo que supuso esa concepción en la Edad Media, europea, por ejemplo, y podemos entender que los judíos -especialmente los que estaban en lugares de mayor visibilidad por su capacidad económica y su habilidad para los negocios- se sintieran “superiores” a los miembros de cualquier otra confesión religiosa.
El término “goym” con el que conocían a los no-judíos, encerraba, indudablemente, un carácter despectivo (Maimónides: “Siempre que decimos claramente ‘goy’, nos referimos a un adorador de la idolatría”; en Wikipedia, edición inglesa, se incluye en la página sobre el vocablo “goy” el parágrafo “Goy como un insulto”, donde se recogen muchas expresiones peyorativas de la palabra “goy” en yiddish, terminando así el parágrafo: “Nahma Nadich, subdirectora de Relaciones con la Comunidad Judía del Gran Boston escribe: "Definitivamente veo a goy como un insulto, rara vez se usa como un cumplido y nunca se usa en presencia de un no judío", y agrega: “Esa es una buena prueba de fuego: si no usarías una palabra en presencia de alguien a quien estás describiendo, es muy probable que sea ofensivo".
Pues bien, ese
sentimiento de “superioridad” en tanto que “pueblo elegido” respecto a los
“goym” (que, inevitablemente son considerados como “inferiores”), explica por
sí mismo, porqué se han producido en la historia estallidos antisemitas
reiterados y porqué, con demasiada frecuencia ha aparecido discriminación
contra los judíos. Sería raro que alguien se sintiera superior y no generase rechazo entre
sus vecinos. ¿Por qué ese rechazo se ha focalizado en la historia en los judíos
y no en otros pueblos que también se han visto obligados a practicar
“diásporas”? Porque ningún otro pueblo ha sido educado en una identidad
diferente e inevitablemente superior en tanto que elección realizada por Yavhé.
La Escuela de Frankfurt
no estaba en condiciones de interpretar e integrar en su “teoría crítica”, los
motivos que propiciaron la generalización del antisemitismo allí en donde
llegaron emigrantes judíos. De ahí que se contentaran con lanzar el “grito del
judío exiliado” y se limitaran a tachar al antisemitismo de patológico
precisando: “Lo patológico en el antisemitismo no es el
comportamiento proyectivo como tal, sino la ausencia de reflexión en el mismo”. Es el viejo “te lo
digo para que no me lo digas”, el recurso que están utilizando Adorno y
Horkheimer en estas páginas: lo patológico en el estudio que realizan es que,
precisamente, se niegan a reflexionar sobre lo que supone haber sido criado y
tener insertado en el ADN la idea de pertenecer a un “pueblo elegido”. Y mucho
más, lo que supone esa sombra permanentemente proyectándose en su personalidad,
para intelectos que han renunciado a su propia tradición y se han apartado de
la sinagoga.
En el parágrafo más largo del ensayo, se ven obligados a insertar la jerga psicoanalítica: “La teoría psicoanalítica de la proyección patológica ha reconocido como sustancia de ésta la transferencia al objeto de impulsos socialmente prohibidos del sujeto. Bajo la presión del super-yo, el yo proyecta como intenciones malignas al mundo exterior los deseos agresivos provenientes del ello (que representan, por su ímpetu, un peligro para él mismo) y logra así liberarse de ellas como reacción a ese mismo mundo exterior, ya sea en la fantasía mediante la identificación con el presunto malvado, ya en la realidad mediante una pretendida legítima defensa. El impulso prohibido y traducido en agresión es, por lo común, de tipo homosexual".
A partir de aquí, el tema de la homosexualidad latente en
el antisemita (que parece haber pasado desapercibido para los miembros del
colectivo LGTBIQ+) irrumpe brusca y toscamente: “Al no poder confesarse a sí
mismo su deseo, [el antisemita] arremete contra el otro como celoso o
perseguidor, lo mismo que el sodomita reprimido persigue o provoca a los
animales”. Claro está que, en aquellos momentos, la Escuela
de Frankfurt todavía no había caído en la cuenta -como haría Marcuse en los
sesenta- que las “minorías sexuales” podían ser consideradas, junto a los
estudiantes, como “grupos objetivamente revolucionarios” y, por tanto, había
que asumir su defensa. En el momento en el que, escriben Dialéctica de la Ilustración, la
homosexualidad está considerada como una patología social y, por tanto, solo
podía ser -sólo debía ser- una muestra de fascismo... La lectura del texto y el recurso a Freud no
quitan el hecho de que la inclusión de esta temática ha sido introducida con
calzador y encaja perfectamente con la “propaganda de guerra” norteamericana:
el enemigo es "degenerado", "sodomita" y en sus "deseos homosexuales" demuestra su
naturaleza amoral.
En esta parte del texto mencionan también y por primera vez, una temática, sobre la que luego Adorno y Marcuse, especialmente, insistirán: la “industria cultural” (aparece en el texto en 95 ocasiones). En la edición original de 1944, se alude al “monopolio económico y cultural”, pero en las siguientes, aparece como “gran industrial cultural” y luego sólo como “industria cultural”. A diferencia de la actitud que adoptarán luego Marcuse y Adorno, en esta ocasión no se muestran tan hostiles a ella: “La industria cultural ha heredado la función civilizadora de la democracia de las fronteras y de los empresarios, cuya sensibilidad para las diferencias de orden espiritual no estuvo nunca excesivamente desarrolladas”. Es de suponer que estas líneas fueron escritas por Adorno que, más adelante, trabajaría con mucha más profundidad esta temática.
Pero en 1944, cuando aparece la primera versión de esta obra, hay algo que merece reseñarse: buena parte de los medios de comunicación norteamericanos, desde principios de siglo, tienen como propietarios a judíos de origen (aunque no de religión) y este dominio es todavía mayor en Hollywood, prácticamente desde el inicio de la concentración de productoras y estudios en esa población californiana. Los “hermanos Warner”, por ejemplo, que dieron origen a la Warner Bros, eran judíos originarios de Polonia de lengua yidish (según indica Wikipedia edición española) y lo mismo podría decirse de la mayoría de productoras de los años 30 y posteriores. Si hemos citado específicamente a la Warner es porque es citada por Adorno y Horkheimer. Ninguno de los dos autores de la obra podía permanecer ajenos al hecho de que, desde 1933, esta prensa y este cine, habían “declarado la guerra” a Alemania, actuando como lobby y tratando de condicionar a la opinión pública.
Por supuesto, en ninguna de las 250 páginas de este libro se alude a esta acción que hizo imposible la resolución pacífica de la cuestión del “corredor de Danzig” e hizo inevitable el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El Reino Unido creía que con la guerra seguiría manteniendo de manera inflexible la política exterior del Imperio en los últimos 200 años: evitar que ninguna potencia detentara la hegemonía en el continente europeo e impedir por todos los medios el eje París-Berlín-Moscú. Pero, en los EEUU, conscientes del declive del imperio británico visible desde principios de los años 30, se veían las cosas de otra manera: los EEUU volverían a ser los grandes beneficiarios de un conflicto en Europa. A diferencia de la URSS, los EEUU quedarían fuera de las destrucciones del conflicto y el suministro de armas, municiones y logística, por sí mismo, les bastaría para salir de la crisis de 1929, que el “new deal” rooseveltiano, no había logrado sacarlos. Los EEUU eran conscientes desde mediados de los años 30, que el mundo del futuro pertenecería a las superpotencias y ellos solamente podían ser una de ellas, poniendo pie en Europa. A eso se redujo la Segunda Guerra Mundial, si hacemos abstracción de la propaganda de guerra emitida por las dos partes en el conflicto. Alemania no precisaba una guerra, ni contra Occidente, ni contra la URSS, simplemente porque con su volumen de población, su capacidad industrial, su unidad política y su red de alianzas, en apenas 5-7 años hubiera podido erigirse en la potencia hegemónica en Europa, mientras Francia y el Reino Unido se desangraban en la batalla perdida desde el principio, de mantener sus colonias unidas a la metrópoli.
En cuanto a la URSS, perdido el impulso revolucionario de los primeros años, Stalin no deseaba otra cosa que convertirse en una superpotencia tecnológico-militar que, por lo demás, tenía una tradición de pactos reiterados con Alemania. Los finos analistas, los “teóricos críticos” de la Escuela de Frankfurt estaban situados en la mejor atalaya para entender lo que estaba ocurriendo en la política internacional de aquellos años. Pero sus “subjetividades” pesaban mucho en su ecuación personal: judíos autoexiliados, varios de ellos al servicio de entidades del “stablishment” norteamericano, desde agencias de seguridad públicas, hasta lobbys y fundaciones vinculadas al judaísmo norteamericano, antisemitismo en su tierra natal, belicismo de la administración norteamericana.
Adorno y Horkheimer habían recibido un encargo
que cumplieron gustosos, pero que, lejos de responder a las cuestiones
fundamentales, se limitaba a ser propaganda de guerra servida para intelectuales
que, naturalmente, no podía recurrir a las mismas temáticas con las que la administración
Roosevelt alimentaba a la población. Ellos, los miembros de la Escuela de Frankfurt,
no se consideran el “pueblo elegido”, más bien, sabían que no lo eran, aunque
la sombra y el peso de esta concepción pesara sobre ellos. Pero sí se
consideraban miembros de una élite intelectual y social: defendían “lo suyo”,
defendían el encargo que habían recibido.
Si esta es, grosso modo, la tesis presentada en un libro compuesto por distintos artículos y ensayos y escrito bajo la presión de la “lucha antifascista”, cabe recordar también algunas notas sobre el camino que siguió hasta llegar a los lectores. Como hemos dicho, la primera edición fue fotocopiada y no llegó a las librerías, ni sus autores lo pretendieron: en la introducción a la edición castellana, el prologuista Juan José Sánchez explica: “Horkheimer y Adorno entregaron su texto al público con extrema precaución. La primera edición fotocopiada no estuvo motivada, ciertamente, por razones económicas. Los quinientos ejemplares de la misma fueron cuidadosamente distribuidos. Desde luego, sus autores no pretendieron la gloria con este texto; más bien todo lo contrario: hicieron, sobre todo Horkheimer, cuanto estuvo en su mano para limitar su difusión e incidencia (…) Hasta principios de los años 60 todavía quedaban ejemplares de la edición de 1947”. Esto explica que la edición italiana, preparada para aparecer en 1955, no pudiera aparecer sino once años después. Horkheimer alegaba que se trataba de un “texto peligroso” susceptible de ser malinterpretado. Pollock, el más estrecho colaborador de Horkheimer estaba de acuerdo: “el contenido de la Dialéctica de la Ilustración no es apropiado para una difusión masiva”.
Horkheimer hizo todo lo posible para que la reimpresión de la obra se realizara después de la aparición de su Crítica de la razón instrumental, publicado de nuevo en 1967. Incluso cuando el libro se publique en 1969, en la introducción, el propio Horkheimer confirmará sus reservas sobre el contenido al que concede, sobre todo, un carácter “documental” más que filosófico. Adorno, sin embargo, no opuso tantas resistencias a la publicación de esa edición en plena marea contestataria.
La actitud
de ambos autores de la obra, absolutamente contradictoria, se explica desde el
momento en el que se reconoce que las evoluciones de ambos y sus posiciones en
los años 60, eran diferentes. Horkheimer muestra mayores resistencias porque
advierte la dificultad en encajar las tesis contenidas en la obra con la
“Teoría Crítica”, mientras que Adorno el contenido de la obra suponía una
ampliación y adaptación de esta teoría irrumpiendo en el terreno de la
Filosofía de la Historia.
En 1941,
Horkheimer, que se había establecido en Nueva York (donde se habían establecido
inicialmente los miembros de la Escuela de Frankfurt que habían abandonado
Alemania en 1933), se traslada a California. Dice sentirse “abrumado” por los
“avances nazis” en Europa y por la “perversión” del estalinismo (criterio del que solamente hace gala desde el momento de la firma del Pacto Germano Soviético de agosto de 1939).
Opina que todos estos factores llevan al mundo “hacia la barbarie”. Walter Benjamin, a
todos esto, ya se había suicidado unos meses antes. En ese estado de pesimismo
elabora su tesis de la historia como catástrofe y el progreso como regresión.
Visión compartida por Adorno. Ambos asumen la tesis de Pollock sobre el
fascismo como desligado de la esfera económica y, pura y simple, dictadura de
la “barbarie”, forma de “estatismo integral” que consideraban como “la forma
más consecuente de Estado autoritario”. Ninguno de ellos, en ese momento, dicen
ver posibilidades de salida de la “barbarie”. Si no han renunciado al marxismo
completamente, son consciente en los EEUU, de que esa etapa queda muy lejos y
se refugian en una “filosofía negativa de la historia”, difícil de encajar con
la Teoría Crítica.
La inspiración para el
conjunto de artículos y ensayos contenidos en Dialéctica de la Ilustración,
procedente de la lectura de Max Weber, a través de la interpretación de Lukács
que introduce en la interpretación del sociólogo, la dialéctica marxista. La idea
de que la modernidad es hija de la ilustración es de Weber, pero le reprochan
el que la idea de que la “razón” lo domina todo, pero consideran que, además de
la economía, hay otros elementos a tener en cuenta en el proceso histórico. Uno
de ellos es que la razón ha terminado aplicándose también a la subjetividad:
ven, por ejemplo, en los razonamientos para justificar el antisemitismo una
muestra. Es comprensible que les moleste que exista antisemitismo, dado que
todos ellos son de origen judío, y, por tanto, no admiten que el razonamiento
lógico también puede ser aplicado por sus partidarios, incluso que éstos aporten datos objetivos para
poder explicarlo de manera convincente. El antisemitismo, de partida, es “barbarie” y, por
tanto, nada puede razonarse con él, salvo que se quiera perpetuar el fascismo.
Tras la aparición de la
Dialéctica de la Ilustración, la obra de Horkheimer entró en punto
muerto. Como si no hubiera un más allá de la crítica a la ilustración. Cuando
se reabrió el Instituto de Investigaciones Sociales en 1950, el tema de la
Teoría Crítica ya no volvió a tocarse. Por el contrario, la obra de Adorno se
intensificó y alcanzó su punto culminante. La Escuela había llegado a un punto en
el que, para Horkheimer la paradoja de la Ilustración, positiva y negativa a la
vez, era irresoluble. Da la sensación de que Adorno, en cambio, se tomó la
cuestión mucho más a la ligera y no le afectó especialmente, limitándose a
proponer “la superación de la enfermedad de la razón a través de la
enfermedad misma”, así que derivó su crítica hacia la estética del arte
moderno.
Adorno y Horkheimer habían considerado que su colaboración en esta obra supondría una fusión de sus propios pensamientos y temperamentos intelectuales. No consiguieron del todo llegar a un consenso y cada capítulo, parece diferente al otro, en estilo, en intereses y en objetivos, según lo escribiera Horkheimer o Adorno. A esto se une las correcciones que realizaron en cada una de las sucesivas reediciones, que afectaron especialmente al texto original de 1944.
Es significativo, por ejemplo, que en la primera versión aludieran a la relación entre el capitalismo monopolista, el totalitarismo y el fascismo, pero en las siguientes se modificara y dulcificara extraordinariamente la crítica al liberalismo -radical en la primera versión- y a la democracia burguesa y a sus instituciones.
El segundo bloque de modificaciones afecta a la jerga marxista propia de la primera edición, que es eliminada en las siguientes y sustituida por terminología sociológica: el “proletario” pasa a ser llamado “obrero”, el “capitalista” dejo de serlo para encontrarnos al “empresario”, la “explotación capitalista” se convierte en “injusticia”, ya no se habla de “dominio de clase”, sino de “dominio” a secas, el término “capitalismo”, “lucha de clases” e “historia de clases”, desaparecen.
A pesar de lo cual, los dos autores, se obstinaron en decir que “no
contiene modificaciones esenciales”. Las distintas versiones de la misma obra
sugieren, indubitablemente, un alejamiento creciente del marxismo que los
críticos favorables, interpretan como un “alejamiento del estalinismo”.
El libro no es en
absoluto unitario. Es más bien una serie de fragmentos, artículos y ensayos, más
o menos homogeneizados. En esos momentos, la suya ya no es una interpretación
marxista, sino, más bien, “progresista”. Esto resulta también extraordinariamente
lógico y comprensible: el marxismo no era la mejor forma para hacerse oír en los EEUU de los
años 30 y 40. Declararse marxistas hubiera supuesto ser alejados de la administración, enfrentarse a ella, quedar alejados de los organismos de seguridad nacional y mal vistos por las
fundaciones, chocar con los organismos de la comunidad judías, y con las universidades que los
apoyaron e integraron. La supervivencia exigía de ellos que relajaran su
marxismo y adaptaran un nuevo rumbo, al menos mientras permanecieron en EEUU.
Su ensayo no clarificó
mucho las cosas. De hecho, todavía hoy se discute lo que quisieron decir,
incluso si los dos autores dijeron lo mismo. La Ilustración quedó malparada, y, lejos de aclararse, los motivos del antisemitismo, este quedó bautizado como "barbarie". El
subjetivismo, visceral en algunos momentos de la obra, lo sitúa fuera de la serenidad que
debería tener un estudio filosófico. Incluso Jurgen Habermas, el último
representante vivo de la Escuela de Frankfurt se vio obligado a escribir:
"¿Cómo pueden los dos ilustrados, que todavía son, subestimar tanto el contenido racional de la modernidad cultural que perciben en todo solo una amalgama de razón y dominación, poder y prestigio?"
Respuesta
evidente: es que se trató de un trabajo de encargo. Cumplieron como pudieron. La palabra más repetida en el texto es "barbarie". Cualquier cosa que no encaja con su criterio de racionalidad es calificado como "barbarie". Era, también, el adjetivo más utilizado por la propaganda de guerra norteamericana durante los años 1938-1945.