Será porque la vida me ha hecho observador o quizás, porque a mi edad, uno empieza a saber qué es lo que le gusta y qué rechaza, pero el caso es que este verano he observado una serie de “tendencias” en nuestro país que, en sí mismas, son auténticas estupideces sin ningún valor, pero que, juntas, facilitan un diagnóstico, no solo de lo mal que va el país, sino que aportar la certidumbre de que si el país “va mal” es, precisamente, porque la sociedad va peor.
El verano permite ver partes de la anatomía, seguramente más
amplias que en cualquier otro período del año. Especialmente en zonas
turísticas como la que vivo. El hecho de que, en los dos años de la pandemia,
el turismo hubiera descendido, pero en poco tiempo hayamos recuperado los
niveles de visitas turísticas del período anterior, con la masificación que
conlleva, quizás ha sido el detonante para que me fijara en que cada vez son
más las personas tatuadas. Y no se trata ya de un pequeño tatuaje, sino de
amplias zonas de su cuerpo, completamente taladradas por las agujas. El
fenómeno afecta a toda la Europa Occidental y a algunos países del Este. Pero,
me da la sensación de que en España se ha convertido en una moda de masas. Yo
he tatuado. Así que sé de lo que estoy hablando. He tatuado artesanalmente con
agujas de coser y tinta de bolígrafo mientras estaba en la cárcel (por delito
político, faltaría más). De hecho, al entrar en la cárcel se nos preguntaba si
llevábamos algún tatuaje. En aquella época estar tatuado era signo de
moverse por ambientes manguis. La policía tenía fichados a
tatuados y a tatuajes. Eran los años 80 y el socialismo ya estaba en el poder.
Soy de los que opina que el cuerpo humano es bello y cualquier
cosa que lo cubra, lo adorne, lo convierta en un anuncio publicitario de lo que
le gusta o de lo que rechaza, es fundamentalmente innecesario. Especialmente en
la mujer. Y esto no es machismo: cuando estoy con
una mujer, me gusta toda ella, no ese dragón que se ha tatuado en la espalda y
que parece mirarme. Si, ya sé que esto es propio de neuróticos, pero todos
somos algo neuróticos y, al menos, la mía es una neurosis selectiva.
Pasó el tiempo, poco a poco, esto del Tatoo se fue
desdramatizando. En los 90 ya había revistas sobre el tema (trabajé en una
editorial que publicaban dos de este tipo y allí fue donde vi a los primeros
tipos politatuados). Si menciono esto es porque no hace mucho me encontré con
uno de aquellos personajes. Hacía 20 años que no nos veíamos. Los tatus que
en otro tiempo estaban claros y nítidos, bien afirmados, ahora parecían manchas
inconexas; casi una enfermedad de la piel. El tiempo lo mata todo y desvirtúa a
los pocos años la perfección del mejor tatuaje.
Lo que este verano me ha sorprendido, además, es que he visto
tatus inconexos, independientes unos de otros, salpicando cuerpos de hombres y,
especialmente, de mujeres. Una cosa es el tatu “unificado”, coherente, y otro
el caprichoso: aquí el rostro de Einstein, al lado un dragón, el logo de un
conjunto en una mano y en otro el perfil de Sitges, sin olvidar la inefable
lengua de los Rolling. En algunos (y, mucho más, en algunas), cada miembro
tenía su pequeño e inconexo tatu, dando al conjunto una sensación de
improvisación, capricho, y escasa meditación sobre algo que se va a llevar toda
la vida.
Pero también lo que me ha sorprendido es que he visto tatuajes de
los de a 1.000 euros o más el trabajo, lucidos por gentes de rentas bajas. Calculando
lo que se ve y lo que no se ve, en algunos, es posible que el tatuado haya
pagado entre 6.000 y 10.000 euros al tatuador por todo el conjunto y en
distintas entregas. Servidor, educado en el ahorro y en la previsión del
futuro, considera un gasto así, excesivo y desproporcionado, especialmente si
uno no pertenece a la yakuza.
Y luego están los perros. También
entiendo de la materia porque siempre que he vivido en el campo he tenido
perros. Y utilizo el plural. Perros, varios y grandes. Nunca les he dejado
entrar en casa. Siempre han tenido un lugar propio cerca de la casa: el suyo.
Es bueno que los perros estén libres y sueltos en el campo. Entre otras cosas
porque son depredadores y unos mismos tienden a procurarse alimentos complementarios
a las croquetillas de saco o a los arroces partidos con sopa de ortigas. Me
gustan los perros tranquilos que, llegado el caso, sacan los dientes y arrugan
la nariz como única y última advertencia: “Atrás o te como”. No me gustan los
perrillos mini de apartamento de 80 metros cuadrados, chillones, ladradores y
poco mordedores. Pero son los que más se ven en nuestras calles. Creo que hay
demasiados. O, dicho de otra forma, hay demasiada soledad en la sociedad
para creer que un perro de escasos cinco kilos, nervioso, comedor y meón, es
una compañía que pueda sustituir a la de un hijo o un humano.
Sí, ya sé que, con los precios de la ropa, de la comida y de la
escuela, tener un hijo, puede ser considerado como una inversión ruinosa.
Además, no hay garantías de cómo saldrá, de si estudiará o será un colgadete
toda su vida. Ni siquiera de si lo podremos mantener con dignidad o no. Así que
mejor un perro que, en última instancia, se puede abandonar, como al abuelo, en
una gasolinera y ya vendrá alguien que lo recoja. He identificado varios casos
arquetípicos: perro para matrimonio sin hijos (lo normal es que al cabo
de unos meses compren otro perro de la misma raza para que su mascota no esté
sola, así cada cónyuge tiene a su “hijo más querido”; en estos casos, la pareja
humana compra todo tipo de gadgets para sus perros, incluidas, botas -sí,
botas, lo he visto- pero también cochecitos de bebé para pasearlos y mantitas
para el invierno, olvidando que la naturaleza de los perros favorece que en
invierno generen más pelo y en verano lo pierdan); luego está el caso del abuelo
que se ha quedado solo y al que sus hijos le han regalado un perro
(normalmente de tamaño medio) para que esté con él y no sienta la soledad a la
que los hijos le han abocado (lo normal es que, antes o después, el perro tire
tanto del abuelo que termine por hacerlo ingresar en urgencias con la cadera
rota); y no olvidemos el caso del chaval joven que quiere un perro de raza
agresiva que infunda respeto (normalmente, se trata de alguien que se gana
la vida con trabajos no particularmente bien pagados; el perro se come,
literalmente, parte de la paga, por lo que, pasada la primera euforia, el
fulano se deshace del perro y lo endosa a otro como él o a la perrera
municipal). No podemos olvidar al matrimonio con hijos caprichosos que piden
un perro y los papás que se lo compran valorando únicamente la cara de
satisfacción de sus hijos en el momento en que se lo entreguen (esa cara pasará
pronto y, por pasar, también pasarán algunas enfermedades del perro a los
niños, sin olvidar que cada día, los padres, además de cuidar de sus hijos,
deberán cuidar de las mascotas de sus hijos, porque ellos, jamás, pasearán al
perro, y resolver los destrozos caseros en mobiliario especialmente causados por
los caprichos de sus hijos). Hay otras tipologías de “tenedores de perros” a
los que el gobierno está haciendo sufrir a la espera de la próxima ley de
mascotas que prevé cursos de capacitación y castigos bíblicos para quien ose
maltratar a sus mascotas, pero lo cierto es que lo más habitual son las que
acabamos de presentar brevemente.
Y esto, por asociación de ideas, me lleva a otro terreno que
está proliferando excesivamente: las uñas postizas. Yo no sé qué
experimentará una mujer cuando se “hace uñas nuevas”. Si es que le gustan a
ella o es que creen que gustan a otros. O si es que compiten entre ellas por el
título de la más hortera de su círculo. Tampoco sé lo que se puede hacer con
esas uñas: no, desde luego, acariciar, ni tampoco cocinar o batir un huevo,
deben ser molestas para conducir, incompatibles con algunos oficios y
seguramente por todo eso, nunca me he aproximado a una mujer con esas “uñas de
fantasía” a lo Fu-Manchú. Ni aconsejo a nadie que lo haga, salvo que quiera
relacionarse con alguien que denota por este mero rasgo, falta de gusto,
narcisismo, y la innegable componente hortera a la que ya he aludido.
Otra cosa más. En la última película de Cronemberg, Crímenes
del Futuro, que se estrenará uno de estos días, uno de los personajes
cita la frase: “La cirugía es el nuevo sexo”. Por otra parte, corre
por ahí una actriz infantil española que luce, a sus nueve o, a lo más, diez
años, unos labios recauchutados a base de bótox. El efecto es desmoralizador e,
incluso, diría, aterrador: un rostro que ha pasado por cirugía estética, sin
necesidad, se convierte en una caricatura de sí mismo y mucho más si los
inductores han sido sus padres para hacer de ella una máquina de ganar dinero.
Unos labios artificialmente hinchados son tan falsos como un socialista
honesto, unas arrugas disimuladas con regatas de bótox servidos en la
peluquería, no pasan de ser bultos deformantes de la expresividad natural; no
digamos unos pómulos artificialmente marcados; y luego están las operaciones de
crecimiento de senos de las que siempre quedan rastros y que hay que renovar de
tanto en tanto. O los aumentos “latinos” de culo. Y en el ámbito gay los
“blanqueados” de ano (sí, blanqueados de ano que les fascinan).
No es raro que, después de pasar por todas estas operaciones -y
hay que recordar que los propios médicos y el sentido común son los primeros en
recomendar entrar en un quirófano solamente las pocas veces que sea necesario-
los transexuales que se han operado, demasiado apresuradamente y sin valorar
las consecuencias a medio plazo, persistan en sus depresiones y, dato que se
oculta, los niveles de suicidio entre ellos sean los mismos que entre los
aspirantes a trans que no se han operado. Habrá que dar la razón a
Cronenberg en lo de que la “cirugía es el nuevo sexo” y, como en el sexo,
también aquí hay gente que adquiere esa adicción: la cirugía estética -las
más de las veces innecesaria- se convierte en un foco de adicción. Y nadie,
absolutamente nadie, parece dispuesto a decir en voz alta que la mayor parte de
retoques que se ofrecen en centros de este tipo de cirugía, deforman
irremediablemente cuerpo y rostro, hasta hacerlos irreconocibles y verdaderas
caricaturas.
Hay más. Hemos hablado de tatus, de perros, de uñas, de cirugías,
podríamos añadir, adicción a móviles, difusión de las peores músicas que se
hayan compuesto en la historia (rap, hip-hop, bachata), del culto al cuerpo, al
ciclismo. Hagamos un aparte sobre este último que está causando verdaderas
masacres. Si usted quiere practicar “ciclismo”, de momento, ponga algo más de
3.000 euros sobre la mesa. Mil para una discreta montura y dos mil para los
complementos: casco, zapatos, maillot y demás. Y luego, cuando media docena de
amigos, compartan la “afición”, láncese sábados y domingos a la carrera, en
grupo (porque si no es en grupo, parece como si no se pudiera practicar este
deporte). A fin de cuentas, esto es España, y el grupo sirve solamente para ir
aquí a comer o pedalear a destajo hacia aquel otro garito en el quinto coño que
dan unas almejillas inolvidables. La energía que se consume el ciclista, la
repone siempre el mismo día en algún lugar de la geografía gastronómica de este
país. Uno termina con el culo roto, hemorroides de por vida, pero, eso sí, con
las pantorrillas y el estómago hiperdesarrollados. La fiebre del ciclismo no es
eterna, dura solamente unos meses -a veces, incluso, pocas semanas- el
cansancio, las protestas de la esposa o de la novia, el aumento de peso, y la
relativa eficacia del fármaco hemorroidal, generan abandonos temporales que
tienden a convertirse en definitivos.
Item más. El móvil se ha convertido en uno de los complementos
más útiles y, al mismo tiempo, más molestos para el ser humano. Aparte de
que hoy el terminal de telefonía se utiliza más para cualquier otra cosa que
para comunicarse verbalmente con otros, el problema es que un buen porcentaje
de quien lo hace, carecen de la sensibilidad y el pudor necesario para su
empleo. La palabra clave es “pudor”: no solamente se experimenta pudor al
ocultar las desnudeces a otros, el “pudor” atañe a todo aquello que tiene que
ver con nuestra intimidad. Estoy harto de oír conversaciones que no me
interesan, en la que gente absurda hace públicas sus miserias. Chonis
poligoneras que se quejan de que su rollo no les hace puto caso. Julandrones
explicando cómo les han tomado el pelo o les han decepcionado. La abuela que
telefonea a su hija desde el tren justo al salir de la estación hasta la que le
ha acompañado para ver si “todo va bien”. No sabía que dentro del “contrato
social”, la cláusula que prohibía la intemperancia había sido abolida o existía
una dispensa para los usuarios compulsivos de móviles.
Matemáticamente puede establecerse una razón en este tema: cuanto
más intrascendente, frívola y estúpida es una conversación, mas quien la
protagoniza se cree obligado a alzar la voz para que todos comprobemos su nivel
de aculturización y degradación simiesca. RENFE,
consciente de los problemas que se han ido generando con todas estas
interrupciones que suponen para la normalidad de un viaje, ha reservado un
pequeño vagón en la cabecera de los trenes de largo recorrido en la que quien
paga el complemento se compromete a no hablar en voz alta, no responder al
móvil sino es saliendo del compartimento y no oír música a través del altavoz
del móvil. Y ese vagón siempre está lleno. Es el vagón de la tranquilidad.
LAS DESCORAZONADORAS CONCLUSIONES
Podía seguir, pero con estos ejemplos creo que está claro que las
cosas no van bien y que estamos inmersos en una sociedad irresponsable,
decadente, irrespirable y, lo que es peor, que este proceso es irreversible. Lo
inherente a todas estas muestras de decadencia es claro: falta de pudor, falta
de educación, falta de cultura, falta de exigencia de calidad, modas,
tendencias marcadas por “influencers” de rebajas por fin de temporada, modas
importadas de la inmigración tercermundista -sí y tercermundista, y añado una
nota de desprecio, por si no ha quedado claro, hacia todo lo que llega de por
ahí, habitualmente lo peor de lo peor- que encuentran terreno abonado en una
sociedad perdida y abandonada a sí mismo, seguidores activos de lo que no son
más que muestras de estupidez.
Recuerdo aquellos tiempos en los que en los balcones de Cataluña
aparecían banderas independentistas a modo de declaraciones de fe. Quienes
ponían esos trapos parecían muy orgullosos de mostrar su fe política. Había
quienes los odiaban y no pensaban más que en arrancar aquellos trapos y lazos
amarillos. Yo siempre estuve en contra: para mí, eran nuevos signos de la
topografía urbana que ayudaban a orientarse. En efecto, si ahí han colgado un
trapo con el triángulo azulado, es que allí vive alguien que tiene poca cultura
política, nula cultura histórica y que es un fanático indepe del que hay que
alejarse. Gracias por indicármelo. Era el GPS de la estupidez.
Análogamente, todos los signos externos que he enumerado, crean
cribaS: jamás me relacionaré con alguien que sea adicto a algo, cuando veo
a alguien que tiene en su pisito a uno o dos perros, sé muy bien que esa
persona tiene carencias y problemas de todo tipo; cuando veo un rostro deformado
por el bótox o unas tetas más artificiales que el carisma de Feijó, no me pidan
que me acerque; alguien que habla a gritos por el móvil o te obliga a que
compartas sus pésimos gustos musicales con él, no es alguien cuya compañía me
gustaría más allá de los 5 minutos que dura un trayecto entre dos paradas de
metro. Veo unas manos y si sus uñas se han convertido en zarpas adornadas con
todo tipo de gilipolleces, la persona en cuestión ha quedado reconocida,
clasificada y descartada, pasa a tener para mí tanto interés como el pienso de
las hamburgueserías McPerro. Un ciclista, bajado de la bicicleta, de aspecto
ridículo, con esos zapatos que le impiden andar y el culo prieto por un maillot
ajustado con almohadillas adosadas en el lugar correspondiente a los lóbulos
del culo, es un pobre diablo al, que le han tomado el pelo, a pesar de lo cual,
si se trata de un amigo, habrá que consolar y llevar por el buen camino. Directo
al bar sin pasar por el suplicio de la bici.
Vivimos un momento afortunado en la historia: podemos reconocer la
estupidez con facilidad. Los humanoides tienen a bien mostrarnos signos
externos para reconocer su talante y su valía. Hoy, cada cual se muestra tal
como es. Eso tiene una ventaja: el sujeto se cree libre para mostrarse en su
plenitud. Pero, también, un inconveniente para él: inmediatamente sabemos a
quien no nos acercaremos jamás. Antes hacía falta
entablar conversaciones largas y no concluyentes con alguien para reconocer su
naturaleza profunda, su verdadera personalidad. Ahora es todo mucho más simple:
un tatu ayuda a conocer lo que piensa alguien. Con algunos estaremos de acuerdo
y a otros habrá que esquivarlos. Algunos ritmos musicales evidencian el grado
de negrificación de una persona. Y, lo siento, pero soy “hombre blanco
heterosexual” y no tengo el menor inconveniente en confesar, en esta época de
relativismo y entusiasmo por el “hombre blandengue”, que la cultura europea es
diferente y superior. Hagan un “mestizaje cultural” entre Beethoven y el
tam-tam y lograrán algo que está por debajo de Beethoven e incluso del tam-tam.
¿A cuanto de qué viene todo esto? A que se ha perdido la pauta
indicativa de “normalidad” y “anormalidad”. De lo admisible y de lo
inadmisible. De la personalidad y del look. De la originalidad y de la
excentricidad. De lo razonable y de lo estúpido. De lo conveniente y de lo
sugerido por “influencers” que lo son a falta de poder ser otra cosa. Y para
recuperar esa pauta de normalidad es preciso plantearnos todo lo que rechazamos
y todo lo que amamos.
Hemos hablado de frivolidades. Luego, claro está, hay que
establecer DISCRIMINACIONES entre conceptos, ideas y valores que son, a fin de
cuentas, los que interesan. Pero, si hemos empezado por ahí es porque quien
muestra los signos externos que hemos enumerado, es que -habitualmente- ya está
situado en “el otro lado” y difícilmente encontraremos un punto de encuentro
con alguien que nos muestra unas uñas de Fu-Manchú, unos pectorales como
pitones o evidencia sus pocas exigencias musicales o habla a gritos por el
móvil. Y así sucesivamente.