Me quejo de que el “humanismo”
esté sobrevalorado, siga apareciendo como “valor occidental” cuando ya no es
más que un despojo. Nacido de la crisis de la escolástica medieval, los
puntales del humanismo son la exaltación de la naturaleza humana. Cuando José
Antonio Primo de Rivera decía que el “hombre
es portador de valores eternos” se hacía eco de esta larga tradición
humanista que se había extendido y conquistado incluso el corazón del mundo
católico del siglo XX con personajes como Jacques Maritain o Charles Peguy
terminando en el personalismo versión 2.0 de Emmanuel Mounier. La doctrina fue
situada en el centro de la filosofía política del catolicismo por Paulo VI y
confirmada por Juan Pablo II. Lo reconozco, es una doctrina que nunca he
compartido por culpa del vecino del quinto, que tiene forma humana, disfruta de todos y cada de los derechos humanos,
tiene el mismo DNI que yo, pero me temo que es cualquier cosa menos “humano”: homínido,
quizás, hominicaco, seguramente. Me induce a este criterio su falta de
educación, de sensibilidad, sus modales más próximos a la animalidad que a lo
humano y el hecho de que, aparentemente, no porte más valores que su estupidez.
Estoy seguro de que todos vosotros habréis tenido también a un cretino de este
calibre que os haya hecho dudar de su humanidad.
¿Se nace “humano”? Sí, pero luego todo el mérito consiste en demostrar
que “se es humano”. Y, vosotros sabéis también como yo, que no todo el
mundo lo consigue porque es mucho más fácil comportarse como animalicos. Así
que, si se me permite, rectificar la frase de José Antonio, diría que “el
hombre es portador de valores eternos, pero hay humanos a los que difícilmente
se les podría otorgar el título de mamíferos, sino el de mamoncillos”.
Así pues, partamos de esta premisa: si
el humanismo ya no se adapta al “tiempo nuevo” es, precisamente, porque el ser
humano se ha autodesvalorizado, involucionando hacia la animalidad. Hay
animalidad allí donde la cultura se ha retraído. No es el momento de explicar
los procesos que han llevado a ese repliegue de la cultura, sino simplemente de
constatarlo.
Esto abre una nueva situación: en primer lugar, redefinir lo
que es “la humanidad”, o mejor todavía, “redefinir lo humano”. Lo segundo:
superar el paradigma humanista que se ha impuesto desde el siglo XV hasta
nuestros días. Vayamos a lo primero: redefinir “lo humano”. Nacer de vientre de
mujer humano ya no basta. En los espeluznante Cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont puede leerse: “Me
han dicho que soy hijo de un hombre y de una mujer, y es raro, porque creía ser
mucho más”… pero también se puede ser “mucho menos”. Lo procesos de
fecundación artificial en estos momentos deben estar avanzando entre las
sombras de los laboratorios y a resguardo de la legislación que prohíben este
tipo de experimentos (¿desde cuanto una ley ha bastado para detener la
investigación científica?). Así pues, ya
no hace falta “un hombre” y “una mujer” para generar nuevos seres humanos.
Pero sí que es cierto que el ser humano depende, ante todo, del “bios”: necesita un soporte biológico
sin el cual nos situaremos en la otra BIOS, el sistema básico de entrada salida
(Basic Input/Output System) propio de los ordenadores. Ya es mala leche
haber compuesto un anagrama para los ordenadores con el mismo acrónimo que el
que indica “vida”. Pero lo humano no puede
definirse solamente como “lo que tiene vida biológica”. También el paramecio la
tiene. Para que exista “lo humano” la biología debe de estar modulada por la “cultura”.
Lo que nos lleva a otro problema: ¿qué es cultura?
Etimológicamente deriva de “cultivo” y ya se utilizaba en el mundo clásico para aludir al “cultivo del alma”. De entre todas las doctrinas, acaso la de los “rosacruces” sea la que ha presentado un esquema, no por mítico y simbólico, menos interesante: en un principio el ser humano era “todo espíritu”, pero luego, tras la caída adámica, el alma quedó reducido a un “átomo” (que incluso los rosacruces situaban en un punto del cuerpo humano: a la altura del corazón, en el centro del tronco y detrás del esternón. Se nacía con alma… pero si ese alma no se desarrollaba, no se vivía o no se expandía, era como quien tiene un billete de lotería, y ni siquiera se ha enterado de que le ha tocado. Así pues, lo importante no era nacer “con alma”, sino expanderla, experimentarla y vivirla. ¿Cómo? A través de su “cultivo”, a través de la cultura.
Y esto plantea otro problema sobre las formas de entender la
“cultura”. En principio debería de haber muchas y todas ellas parecerían
legítimas. Se ha hablado de la “cultura del haschisch” o de la “cultura del
rock” o incluso de la “contracultura” que quizás sea el término genérico más
adecuado para definir un régimen de oposiciones: “cultura” es todo lo que abre nuevos caminos al espíritu, lo expande,
le facilita la comprensión de los procesos humanos, refuerza la conciencia de
sí mismo del ser humano; mientras que “contra-cultura” sería todo aquello que,
lejos de expandir, empobrece, reduce, asfixia, desorienta y le va privando de
su sentido de la presencia (de la sensación y de la certidumbre de estar “aquí
y ahora”), convirtiéndolo en la práctica en un sonámbulo que deambula por la
vida por pura inercia. O, simplemente, sometido a sus instintos: es bueno
que la parte “biológica” del ser humano tenga “instintos” para ahorrar
reacciones cerebrales y generar comportamientos acordes con la supervivencia,
la reproducción y el territorio… pero estos “instintos” son “humanos” solo en
la medida en que están rectificados y encarrilados por la “Cultura”.
Aún puede haber algo peor: cuando un sistema perverso, resta
en primer lugar, cualquier posibilidad al desarrollo de una “Cultura expansiva”
para el ser humano: es la época del relativismo para el que cualquier forma de “cultura”
es buena: leer a los clásicos y meditar sobre ellos sería tan provechoso y
estaría al mismo nivel que el noble arte de liarse un canuto y quedarse
empanado. Y a esa primera fase de “aculturización”
se une otra que es la de castración de los instintos: cualquier mamífero tiene
instinto territorial (necesita una zona que considere suya y en la que se mueva
en exclusiva), tiene instinto de reproducción (además del placer que genera la sexualidad,
garantiza la supervivencia de la especie), tiene instinto de agresividad (que
le garantiza la supervivencia personal y la respuesta contra desafíos que ponen
en peligro a su familia, a su especie o a sí mismo)… Pues bien, en el momento actual,
el ser humano, gracias a las “ideologías de género”, gracias a las últimas
consecuencias del “humanismo” (pacifismo, antimilitarismo, igualitarismo, etc)
está experimentando una época de castración y adormecimiento de los instintos.
Diariamente vemos a nuestros vecinos y en nuestro entorno a gentes que no
reaccionan ante problemas que comprometen la supervivencia de lo humano y que
parecen no entender ninguno de los instintos que acompañan a todo lo que es “biológico”.
En drama de nuestro
tiempo es que se ha perdido, no solamente el sentido de lo que es “la verdadera
cultura”, sino también se ha renunciado a los “instintos biológicos” que
garantizarían la supervivencia de lo humano. De ahí que la humanidad del
siglo XXI ya no pueda estar regida por el humanismo iniciado en el siglo XV. Pero
cuando se trata de superar esta orientación aparecen dos fenómenos: el post-humanismo y el trans-humanismo.
Es decir, lo que sucederá al humanismo como concepción del mundo, o bien lo que
tratará de redimensionar a lo humano. Dicho de otra manera: el humanismo puede ser superado “por arriba”
o “por abajo”, hacia formas superiores de pensamiento y organización o bien
hacia formas inferiores. La polémica del siglo XXI será entre ambas
posiciones y de lo que me quejo es de que cada vez, los centros de la “intelligentsia” globalizada hablen más
y más de “trans-humanismo”, pero nada de post-humanismo.