martes, 27 de noviembre de 2018

365 QUEJÍOS (208) – REMEMORANDO "LA UNIFICACIÓN" (Y LO QUE FRACASÓ)


Hoy, incluso, muchos franquistas tienen tendencia a ignorar que la sublevación del 18 de julio no solamente estuvo apoyada por la Falange y el Requeté carlista, sino por otras fuerzas políticas de la derecha. En otras palabras: los militares se sublevaron apoyados por un significativo sector de la población que, desde el principio, no se había reconocido en la República: ésta estuvo controlada los dos primeros años por el radicalismo masónico obsesionado con sus medidas anticatólicas; el desastre de aquel primer bienio generó otro de dominio del centro-derecha, en el que, paradójicamente, la CEDA aun habiendo sido el partido con mayor número de votos en las elecciones de noviembre de 1933, no entró en el gobierno hasta casi un año después. Las izquierdas atribuyeron a ese bienio el calificativo de “negro”, si bien el bienio anterior no es que hubiera sido mucho mejor. Aquello se cayó  porque las izquierdas no estaban dispuestas a que gobernara el centro-derecha y, mucho menos con partidos de derecha en el gobierno y -aquello era la España Republicana, pero la España de Rincotene y Cortadillo al fin y al cabo- por la corrupción del Partido Radical. Luego vino la victoria del Frente Popular y el descontrol absoluto que terminó en lo que sabemos. Esta es el resumen de un régimen imposible que había llegado, no por “consenso”, sino por la imposición apresurada el 14 de abril de 1931 de una España sobre la otra. Y fue “la otra” la que reaccionó el 18 de julio, como antes, en octubre de 1934, habían tomado las armas socialistas y separatas. No había nada nuevo bajo el sol.

El 18 de julio se sublevó un sector mayoritario de las Fuerzas Armadas. Unos porque se lo ordenaron sus superiores, otros porque eran monárquicos de derechas, había también algún mando próximo al carlismo (Varela) y otros con carné de Falange (Yagüe). Pero la componente mayoritaria era -vale la pena no olvidarlo- alfonsina (Kindelán, Aranda). ¿Y Franco? Gallego él, miró los toros desde la barrera hasta que el asesinato de Calvo Sotelo le obligó a decir algo. José Antonio siempre se lo reprochó. Mientras, el general Mola, trataba de organizar a los grupos civiles que apoyaban el golpe: dos, fundamentalmente, las milicias falangistas y el Requeté carlista. La crónica de la semanas previas al golpe es curiosa: impaciencia en unos, miedo en otros, indecisiones en los medios militares… Finalmente, el mecanismo se puso en marcha.

Los militares abrían el paso, las milicias carlistas y falangistas los reforzaban… Pero eso era insuficiente, porque, a nadie se le escapaba que aquello no podía ser algo parecido al golpe de Primo de Rivera, en el que los militares pasaron a encargarse, en los primeros momentos, hasta de los negociados de los ministerios. De hecho, un golpe de Estado es una operación político-militar en la que los militares ponen la carne en el asador en el momento mismo del golpe (la parte militar), pero inmediatamente después se ven obligados a reordenar el Estado y hacer que siga funcionando (la parte política). Así pues, desgraciado el golpe que no cuenta con un amplio apoyo civil.

En este caso, además de falangistas, requetés y soldados, en la retaguardia apoyaban el pronunciamiento cedistas, buena parte de los resto del Partido Radical, lliguistas catalanes, monárquicos alfonsinos, restos del Bloque Nacional y de las JAP, organizaciones católicas, sindicatos “libres”, agrarios… Solamente la historiografía de izquierdas y el imaginario de la extrema-derecha, ha logrado transmitir la sensación de que en la “zona nacional” solamente estaban presentes falangistas y requetés. Había especímenes de todas las tendencias anti-frente popular.


El problema era la moda del momento: los fascismos. Y la moda tenía en España una franquicia: Falange Española de las JONS, con buena parte de los mandos presos o asesinados. Pero, aun en el caso de que todos los dirigentes hubieran sobrevivido a la masacre, lo cierto es que, Ramiro Ledesma, en octubre de 1934, cuando el partido apenas estaba compuesto en toda España por 5.000 personas, ya sugería la necesidad de dar un “golpe de Estado” y, José Antonio, más prudente, esperó solamente hasta agosto de 1935 para formular su primera hipótesis golpista en solidario y a las bravas (una “marcha sobre Madrid” de la Primera Línea desde la frontera portuguesa). Había mucho desenfoque entre la dirección falangista sobre la dimensión y las posibilidades reales del partido y siguió habiéndola después del 18 de julio. A partir de ese momento, se impuso la “moda” falangista: el partido creció como la espuma, mientras el carlismo se quedaba como estaba enfeudado tras sus altos muros.

Cuando se produjo la “unificación”, Franco actuó unilateralmente, sin apenas consultar a unos o a otros. Las conversaciones previas entre carlistas y falangistas no llegaron a buen puerto por los exclusivismos de unos o de otros. Fal Conde por los carlistas quería que se instaurara al acabar la guerra la “monarquía legítima” y los falangistas decían que, primero la “revolución nacional”. Diálogo de sordos. Además, los dos partidos estaban divididos: el Conde de Rodezno por un lado, favorable al entendimiento con los azules, y Fal Conde más sectario que un Testigo de Jehová en un convento de jesuitas; los falangistas de Hedilla, favorables al acuerdo y los falangistas “legitismistas” que temían perder posiciones. Sintetizando, claro está. Franco, de la mano de Serrano Suñer, actuó unilateralmente y se dejó arrastrar por “la moda fascista”.

El resultado fue un partido de nombre kilométrico (Falange Española Tradicionalista y de las Juntas Ofensiva Nacional Sindicalistas) nacido con vocación de “partido único” (la moda de la época era la moda…), pero en el que los Requetés nunca se integraron y del que quedaron excluidos muchos falangistas. Además, el partido careció desde el principio de medios suficientes para encuadrar a las masas (que efectivamente, se iban aproximando a la Sección Femenina, al SEU, a las Organzaciones Juveniles o a los sindicatos). Cuando, a partir de 1942 “la moda” remitió, esa carencia se convirtió en dramática.

Pero había algo peor: los alfonsinos no estaban en los frentes… estaban en las inmediaciones del cuartel general de Burgos, trabajando y trabajándose a los militares monárquicos. Su presencia en el Movimiento de FET-JONS fue nula, pero no así sus relaciones privilegiadas con la cúpula del país.

De hecho, cabría matizar que el fascismo fue “uno y trino”: en Italia el partido estaba por encima del Estado, en Alemania el partido era el Estado, pero en España el partido estaba por debajo del Estado, en realidad, muy por debajo. Lo que vino después fue una continua recomposición de fuerzas: 1938-1942 hegemonía falangista, 1942-1956 hegemonía nacional-católica, 1956-1975 hegemonía tecnocrática opusdeista (e incluso dentro de cada período podrían realizarse subdivisiones coincidiendo con los reajustes ministeriales que siempre estuvieron marcados por circunstancias ajenas al mismo régimen).

La “unificación” y la creación de FET-JONS se hizo apresuradamente. Sin conversaciones, ni acuerdos previos. Por decreto, para vencer en la guerra. Tiene gracia que, programáticamente, se adoptara el mismo programa de FE-JONS, amputando un punto (bastante extemporáneo por lo demás, el 27, escrito bajo la presión que sentía José Antonio al ver como los alfonsinos le segaban la hierba bajo los pies tras la creación del Bloque Nacional). Como si el programa importara muy poco: un programa que los carlistas consideraban “poco católico”, los alfonsinos lo tenían por “revolucionario” y los militares por “totalitario”. Cuando callaron los frentes, estallaron las contradicciones.

Lo normal hubiera sido que Franco hubiera impuesto a carlistas y alfonsinos la reunificación de las dos ramas del monarquismo español (como se había propuesto desde las columnas de Acción Española) y hubiera garantizado a ambas la restauración monárquica en la personalidad de un líder reunificado al acabar la guerra y, a su vez, que los monárquicos reunificados y los falangistas hubiera negociado las estructuras del régimen y el programa de reformas sociales. Pero era más fácil actuar por decreto y… salga el sol por Antequera. De hecho, la crónica de las tensiones políticas bajo el franquismo (ocasionadas siempre por los intentos hegemónicos de las distintas tendencias de la coalición que apoyó al 18 de julio) fueron la crónica de los asuntos que quedaron pendientes en el momento de la “unificación”.

¿Qué falló? Que no hubo cultura de “coalición”. Ninguna fuerza de las que participaban en la sublevación había practicado el noble arte de la negociación: todas las partes tenían actitudes maximalistas, quizás Franco fuera el más realista y, desde luego, el que mejor supo o intentó adaptarse a las circunstancias siempre cambiantes de la política internacional y de las necesidades del país. Como militar que era, su horizonte doctrinal se limitaba a unas pocas ideas: unidad de la patria, defensa de la religión católica, defensa de la familia tradicional, valores castrenses y no hacer política. Ya se lo dijo Franco a Salgado-Araujo: “Haga como yo, nunca se meta en política…”.

Así que, en el fondo, si había motivos para quejarse de cómo fueron las cosas. Aquellas aguas trajeron los lodos de la transición.