Hoy, incluso, muchos franquistas tienen tendencia a ignorar
que la sublevación del 18 de julio no
solamente estuvo apoyada por la Falange y el Requeté carlista, sino por otras
fuerzas políticas de la derecha. En otras palabras: los militares se
sublevaron apoyados por un significativo sector de la población que, desde el
principio, no se había reconocido en la República: ésta estuvo controlada los
dos primeros años por el radicalismo masónico obsesionado con sus medidas anticatólicas;
el desastre de aquel primer bienio generó otro de dominio del centro-derecha,
en el que, paradójicamente, la CEDA aun habiendo sido el partido con mayor
número de votos en las elecciones de noviembre de 1933, no entró en el gobierno
hasta casi un año después. Las izquierdas atribuyeron a ese bienio el
calificativo de “negro”, si bien el bienio anterior no es que hubiera sido
mucho mejor. Aquello se cayó porque las
izquierdas no estaban dispuestas a que gobernara el centro-derecha y, mucho
menos con partidos de derecha en el gobierno y -aquello era la España
Republicana, pero la España de Rincotene y Cortadillo al fin y al cabo- por la
corrupción del Partido Radical. Luego vino la victoria del Frente Popular y el
descontrol absoluto que terminó en lo que sabemos. Esta es el resumen de un régimen imposible que había llegado, no por
“consenso”, sino por la imposición apresurada el 14 de abril de 1931 de una
España sobre la otra. Y fue “la otra” la que reaccionó el 18 de julio, como
antes, en octubre de 1934, habían tomado las armas socialistas y separatas.
No había nada nuevo bajo el sol.
El 18 de julio se
sublevó un sector mayoritario de las Fuerzas Armadas. Unos porque se lo
ordenaron sus superiores, otros porque eran monárquicos de derechas, había
también algún mando próximo al carlismo (Varela) y otros con carné de Falange
(Yagüe). Pero la componente mayoritaria era -vale la pena no olvidarlo-
alfonsina (Kindelán, Aranda). ¿Y Franco?
Gallego él, miró los toros desde la barrera hasta que el asesinato de Calvo
Sotelo le obligó a decir algo. José Antonio siempre se lo reprochó. Mientras,
el general Mola, trataba de organizar a los grupos civiles que apoyaban el golpe:
dos, fundamentalmente, las milicias falangistas y el Requeté carlista. La
crónica de la semanas previas al golpe es curiosa: impaciencia en unos, miedo
en otros, indecisiones en los medios militares… Finalmente, el mecanismo se
puso en marcha.
Los militares abrían el paso, las milicias carlistas y
falangistas los reforzaban… Pero eso era insuficiente, porque, a nadie se le
escapaba que aquello no podía ser algo parecido al golpe de Primo de Rivera, en
el que los militares pasaron a encargarse, en los primeros momentos, hasta de
los negociados de los ministerios. De hecho, un golpe de Estado es una operación político-militar en la que los
militares ponen la carne en el asador en el momento mismo del golpe (la parte
militar), pero inmediatamente después se ven obligados a reordenar el Estado y
hacer que siga funcionando (la parte política). Así pues, desgraciado el
golpe que no cuenta con un amplio apoyo civil.
En este caso, además
de falangistas, requetés y soldados, en la retaguardia apoyaban el
pronunciamiento cedistas, buena parte de los resto del Partido Radical,
lliguistas catalanes, monárquicos alfonsinos, restos del Bloque Nacional y de
las JAP, organizaciones católicas, sindicatos “libres”, agrarios… Solamente
la historiografía de izquierdas y el imaginario de la extrema-derecha, ha
logrado transmitir la sensación de que en la “zona nacional” solamente estaban
presentes falangistas y requetés. Había especímenes de todas las tendencias
anti-frente popular.
El problema era la moda del momento: los fascismos. Y la moda tenía en España una franquicia: Falange Española de las JONS, con buena parte de los mandos presos o asesinados. Pero, aun en el caso de que todos los dirigentes hubieran sobrevivido a la masacre, lo cierto es que, Ramiro Ledesma, en octubre de 1934, cuando el partido apenas estaba compuesto en toda España por 5.000 personas, ya sugería la necesidad de dar un “golpe de Estado” y, José Antonio, más prudente, esperó solamente hasta agosto de 1935 para formular su primera hipótesis golpista en solidario y a las bravas (una “marcha sobre Madrid” de la Primera Línea desde la frontera portuguesa). Había mucho desenfoque entre la dirección falangista sobre la dimensión y las posibilidades reales del partido y siguió habiéndola después del 18 de julio. A partir de ese momento, se impuso la “moda” falangista: el partido creció como la espuma, mientras el carlismo se quedaba como estaba enfeudado tras sus altos muros.
Cuando se produjo la “unificación”,
Franco actuó unilateralmente, sin apenas consultar a unos o a otros. Las
conversaciones previas entre carlistas y falangistas no llegaron a buen puerto
por los exclusivismos de unos o de otros. Fal Conde por los carlistas
quería que se instaurara al acabar la guerra la “monarquía legítima” y los
falangistas decían que, primero la “revolución nacional”. Diálogo de sordos.
Además, los dos partidos estaban divididos: el Conde de Rodezno por un lado,
favorable al entendimiento con los azules, y Fal Conde más sectario que un Testigo
de Jehová en un convento de jesuitas; los falangistas de Hedilla, favorables al
acuerdo y los falangistas “legitismistas” que temían perder posiciones.
Sintetizando, claro está. Franco, de la mano de Serrano Suñer, actuó
unilateralmente y se dejó arrastrar por “la moda fascista”.
El resultado fue un
partido de nombre kilométrico (Falange Española Tradicionalista y de las Juntas
Ofensiva Nacional Sindicalistas) nacido con vocación de “partido único” (la moda
de la época era la moda…), pero en el que los Requetés nunca se integraron y del
que quedaron excluidos muchos falangistas. Además, el partido careció desde
el principio de medios suficientes para encuadrar a las masas (que
efectivamente, se iban aproximando a la Sección Femenina, al SEU, a las
Organzaciones Juveniles o a los sindicatos). Cuando, a partir de 1942 “la moda”
remitió, esa carencia se convirtió en dramática.
Pero había algo peor: los
alfonsinos no estaban en los frentes… estaban en las inmediaciones del cuartel
general de Burgos, trabajando y trabajándose a los militares monárquicos. Su
presencia en el Movimiento de FET-JONS fue nula, pero no así sus relaciones
privilegiadas con la cúpula del país.
De hecho, cabría
matizar que el fascismo fue “uno y trino”: en Italia el partido estaba por
encima del Estado, en Alemania el partido era el Estado, pero en España el
partido estaba por debajo del Estado, en realidad, muy por debajo. Lo que
vino después fue una continua recomposición de fuerzas: 1938-1942 hegemonía
falangista, 1942-1956 hegemonía nacional-católica, 1956-1975 hegemonía
tecnocrática opusdeista (e incluso dentro de cada período podrían realizarse
subdivisiones coincidiendo con los reajustes ministeriales que siempre estuvieron
marcados por circunstancias ajenas al mismo régimen).
La “unificación” y la
creación de FET-JONS se hizo apresuradamente. Sin conversaciones, ni acuerdos
previos. Por decreto, para vencer en la guerra. Tiene gracia que,
programáticamente, se adoptara el mismo programa de FE-JONS, amputando un punto
(bastante extemporáneo por lo demás, el 27, escrito bajo la presión que sentía
José Antonio al ver como los alfonsinos le segaban la hierba bajo los pies tras
la creación del Bloque Nacional). Como si el programa importara muy poco: un
programa que los carlistas consideraban “poco católico”, los alfonsinos lo tenían
por “revolucionario” y los militares por “totalitario”. Cuando callaron los frentes, estallaron las contradicciones.
Lo normal hubiera sido
que Franco hubiera impuesto a carlistas y alfonsinos la reunificación de las
dos ramas del monarquismo español (como se había propuesto desde las
columnas de Acción Española) y hubiera garantizado a ambas la
restauración monárquica en la personalidad de un líder reunificado al acabar la
guerra y, a su vez, que los monárquicos reunificados y los falangistas hubiera
negociado las estructuras del régimen y el programa de reformas sociales.
Pero era más fácil actuar por decreto y… salga el sol por Antequera. De hecho,
la crónica de las tensiones políticas bajo el franquismo (ocasionadas siempre
por los intentos hegemónicos de las distintas tendencias de la coalición que
apoyó al 18 de julio) fueron la crónica de los asuntos que quedaron pendientes
en el momento de la “unificación”.
¿Qué falló? Que no
hubo cultura de “coalición”. Ninguna fuerza de las que participaban en la
sublevación había practicado el noble arte de la negociación: todas las partes
tenían actitudes maximalistas, quizás Franco fuera el más realista y, desde
luego, el que mejor supo o intentó adaptarse a las circunstancias siempre
cambiantes de la política internacional y de las necesidades del país. Como
militar que era, su horizonte doctrinal se limitaba a unas pocas ideas: unidad
de la patria, defensa de la religión católica, defensa de la familia
tradicional, valores castrenses y no hacer política. Ya se lo dijo Franco a Salgado-Araujo: “Haga como yo, nunca se meta en política…”.
Así que, en el fondo, si había motivos para quejarse de cómo
fueron las cosas. Aquellas aguas trajeron los lodos de la transición.