Me quejo de que la
procreación es un instinto que está “out”. Va a menos. Lo sabemos todos: cada
vez tenemos menos hijos (o no tenemos), los tenemos cada vez más mayores o nos
vemos obligados a recurrir a métodos alternativos para satisfacer nuestro
instinto de padres (fecundación in vitro, adopciones, vientres de alquiler).
Todo esto resulta mucho más curioso y contradictorio, si tenemos en cuenta la
verdadera masacre ocasionada por abortos y píldoras del día después. Considero
estas tendencias, contradictorias entre sí, como otro más -entre los
importantes- de los signos de la decadencia de europea. Hará treinta años me
sorprendí cuando me dijeron que tres hijos ya constituían una “familia numerosa”.
Yo pensaba -ingenuo de mí- que “numerosa” eran las familias a las que el
franquismo daba el “Premio Nacional de Natalidad”: ocho o nueve hijos, como
mínimo. Hoy tener un hijo es un lujazo. Y tal como está la vida en España, es
un acto para el que hay que ser plenamente consciente. Lo digo sin ironías de
ningún tipo: hoy, para ser padres, en España, hay que estar dispuesto a
derrochar el mismo valor que un héroe en el campo de batalla.
La paternidad en
Europa y entre la raza blanca, atraviesa malos momentos. Me preocupa la raza
blanca, porque, esa es mi identidad. No veo que chinos ni africanos tengan el
mismo problema, francamente: ellos tienen asegurado su futuro. La raza blanca,
la mía, parece estar abocada a la implosión. Dicen los sociólogos y los
demógrafos que cuando un pueblo alcanza cierto nivel de confort y resuelve los
problemas de la mortalidad infantil, deja de preocuparse por tener hijos. La
tesis dista mucho de estar demostrada: aquí, los inmigrantes que llegan de
fuera, siguen teniendo los mismos hijos que han tenido siempre. Esta ley
sociológica parece cumplirse solamente con los nacidos blancos y europeos.
¿Tener hijos? ¿por qué? ¿para qué? Ya es curioso que
tengamos que mencionar algo que, antes se daba por sentado: ¿Cómo que por qué? Para perpetuar el propio linaje, por
eso. La condición humana se levanta
sobre un sustrato biológico: somos mamíferos superiores y, por tanto, tenemos
todos los instintos propios del orden taxonómico al que pertenecemos: instinto
de supervivencia, instinto territorial, instinto de agresividad. Solo que los
humanos los “modulamos” a través de estructuras o categorías sociales: el
instinto territorial pasa a ser el patriotismo, el instinto de agresividad se
concentra en la milicia, el instinto de supervivencia en el sexo y en la
procreación.
Una concepción de este tipo es “peligrosa” y choca
directamente con las ideologías de género. Porque está claro que si se acepta
esto (y parece difícil negarlo a la luz de los conocimientos de la biología y
de la etología), las “ideologías de género” resultan descartables: las
relaciones homosexuales valen como muestra de libertad de opción, pero no son
la traslación de nuestros “instintos animales”, sino, más bien la manifestación
de preferencias personales que, por distintos motivos, se manifiestan en
individuos de cada género que, en ejercicio de su libre albedrío, al optado por
una forma de sexualidad que distinta a la impuesta por el hecho biológico.
Sorprende que, en la actualidad, la paternidad sea torpedeada desde tantos puntos de vista: no nos referimos a las “ideologías de género”, sino, más bien a hechos bastante más importantes y sólidos: los ritmos de vida, la alimentación, factores aún desconocidos, influyen negativamente en la capacidad de procreación. Cada vez hay más mujeres y hombres que no poseen la capacidad de procrear. Que esto está ligado a la presencia de pesticidas o de determinados productos químicos parece indiscutible (entre los agricultores que, en teoría están más próximos a la naturaleza, la esterilidad es una verdadera epidemia constatada estadísticamente). A nadie, por supuesto, parece preocuparle: quien quiera ser padre tiene la opción de adoptar un niño.
La adopción no es algo nuevo. Se ha hecho siempre: en la
antigua Roma era frecuente que un emperador “adoptara” al hijo de alguna familia
patricia, lo educara y lo nombrara sucesor suyo. Sin embargo, esta práctica se
ha convertido hoy en un simple negocio: no
existe actividad humana alguna que el capitalismo no haya pervertido. Se
compran niños a bajo precio y se venden caros. Las comisiones a repartir entre
las partes implicada en este comercio son sustanciosas.
Y ya tenemos a nuestra familia, con 1,4 niños por pareja por
término medio, que tiene lo que la naturaleza le obliga a tener para perpetuar
la especie: un hijo. Ahora toca educarlo. Es ahí en donde deberá sortear a lo
largo de dos décadas, todas sus habilidades para que el hijo no descarrile. Los
obstáculos serán muchos: la estupidez del sistema educativo, los compañeros y
los padres de compañeros asilvestrados, las muchas distracciones existentes en
la oferta de ocio para niños, los malos ejemplos, que siempre son superiores a
los buenos, la litrona, el porrito, a los malos hábitos derivados de la ley del
mínimo esfuerzo, y, claro, como lo que tenemos es 1,4 niños/pareja, se lo
merece todo, la manifestación de cualquier deseo, de todo capricho, la
insinuación de que quiere algo que otros amigos tienen, es suficiente como para
que no se lo escatimemos. ¿Regañarle? Pero si la criatura es un cielo, el rey
de la casa, emperador de nuestra vidas y tiranuelo de toda la familia… Si le
decimos que no a algo, corremos el riesgo de hacer de él un desgraciado reprimido;
hay que persuadirle, en absoluto obligarle; hay que respetar su deseo, nunca
forzarlo a nada; debe educarse en libertad, nada de imposiciones… Y luego pasa lo que pasa: que, a la que nos
descuidemos, el niño se ha habrá convertido en un ni-ni para toda la vida, nadie le habrá enseñado a luchar por nada,
carecerá de valores, por carecer, ni siquiera tendrá identidad, personalidad o
rasgos distintivos: será igual a cualquier otro ejemplar de su generación
surgida del fracaso escolar.
No me digan que no es para admirar la tarea de los que,
consciente y responsablemente, deciden hoy ser padres. Y digno de una medalla
al mérito el de aquellos padres que, además de querer serlo, son capaces de
ejercer ese oficio con éxito. Yo los
comparo a héroes: el héroe es aquel que realiza las misiones más peligrosas y
demoledoras, en el curso de las cuales debe permanecer desde el primer momento
hasta el último en el que culmina su misión, alerta, en guardia, con los ojos
abiertos, dispuesto siempre a entrar en acción para salvar la posición o
alcanzar el objetivo propuesto.
La educación de los
hijos es más importante que el tenerlos. Es ahí en donde se demuestra el heroísmo,
la abnegación y la entrega. O mucho me equivoco, en la actualidad,
solamente hay una minoría de parejas heterosexuales que hayan decidido,
consciente y responsablemente tener hijos. Pero, de estos, creo -a la vista de lo que se ve en las calles de nuestro país- que
solamente una minoría son capaces de educarlos. Y de estos, es muy probable,
que, como ocurre en cualquier misión, muchos de ellos no alcancen el objetivo
propuesto.
No es de ahora, la crisis de la procreación empezó hace
cuarenta años (fue e Guerra, ese que ahora va diciendo incluso cosas sensatas
sobre el independentismo catalán, el que dice en 1983 que había que quitar los “puntos”
-pequeños complementos de suelto que se daban a los trabajadores por cada hijo-
del salario porque era “fascista”…). Ahora no es una crisis: es un verdadero
holocausto. Luego vino la crisis de la enseñanza, la crisis de las costumbres y
ahora estamos inmersos en la crisis de las identidades sexuales queridas por
las “ideologías de género”. Para que venga alguien y me diga que los padres de
hoy no están abocados a una tarea heroica. Son los nuevos “últimos de Filipinas”.