El otro día comentaba que ser padre es una de las pocas
tareas que pueden ser consideradas como heroicas en los tiempos modernos. Una
de las primeras decisiones que deben afrontar los padres conscientes es la
dicotomía de ofrecer a sus hijos una educación que haga de ellos seres humanos
con “estilo” y personalidad, diferenciados del resto, o bien una educación que
los convierta en seres “normales”, estandarizados y que respondan al modelo de
su tiempo. Las cosas no están claras: si hacen lo primero, corren el riesgo de
educar “bichos raros”, individuos que choquen con la tendencia general a la
vulgaridad y la zafiedad. Si hacen lo segundo, pueden caer en la construcción
de personalidades débiles y quebradizas. Así que las cosas no están tan claras
como parecen. Me quejo, de que, si uno quiere ser “normal” en nuestros tiempos,
debe ser, necesariamente vulgar.
La vulgaridad, calidad de “lo vulgar”, es todo lo que no tiene
nada de original y resulta poco distinguido, impropio de alguien culto y
educado. La colección de sinónimos que acompañan a la palabra (ordinariez,
tosquedad, grosería, incorrección, rusticidad, simpleza, necedad, chabacanería,
ramplonería, chocarrería) contribuyen a definir el arquetipo de “lo vulgar”,
frente a los antónimos que se sitúan en oposición: elegancia, distinción,
exquisitez, singularidad, particularidad, excelencia, cortesía, factores cada vez
más ausentes en nuestro marco social.
Esto tiene un alcance muy superior a la simple dimensión de
las costumbres y la educación. En democracia, por ejemplo, si un candidato quiere
tener mayoría, deberá contar, necesariamente, con los votos del grupo
mayoritario de ciudadanos, cuyos ideales y hábitos deberá imitar, o, lo que es
mejor aún, haber emergido de entre la masa informe de los vulgares. Miren a los candidatos de los tres grandes
partidos en este momento y verán que están cortados a troquel. Las “libertades
políticas”, al parecer, cuestan un tributo: la aceptación de la vulgaridad elevada
a triste paradigma de la normalidad democrática.
No es que demuestre una sagacidad particular, pero empecé a notar que la transición había sido, especialmente, un tránsito hacia la vulgaridad en cuando nuestras pantallas se poblaron con el “cine del destape” y cuando se entendió la “libertad de expresión” en clave de porno de consumo. Del cine porno no queda más rastro que Internet, pero, desde entonces, cualquier novedad en el ámbito tecnológico se ha integrado en clave de vulgaridad. Me cuentan que el 60% del tráfico de Internet se orienta hacia el porno. Lo peor no es eso, sino que todo centímetro cúbico de semen derramado en donde no corresponde, supone restar posibilidades al erotismo realmente existente con partener de carne y hueso. Lo peor no es la existencia del porno, sino el que el erotismo se convirtiera el patrimonio de la individualidad: sólo tú y la terminal electrónica hoy y solo tú y el robot humanoide a buen precio mañana. Pero esto, más que al terreno de la vulgaridad, pertenecería a la miseria sexual de nuestro tiempo.
Porque la vulgaridad deriva de algo mucho más amplio. Si el
otro día decíamos que las “ideologías de género” derivan de una concepción extrema,
absoluta y niveladora del concepto “vulgaridad”, podríamos añadir que la “vulgaridad”
aparece cuando las conductas dejan de contemplar mandamientos, obligaciones
absolutas o deberes. Haz lo que te rote es la garantía de que se impondrá,
finalmente, la ley del mínimo esfuerzo. ¿Moral? En tiempos de minimalismo, la
moral puede ser comparada a un mueble de Ikea: cada cual puede montarlo como le
dé la gana con la seguridad de que le servirá para poco tiempo.
La vulgaridad es, por lo mismo, el apéndice extremo del
individualismo. ¿Lo primero? El individuo, off curse. ¿Luego? El individuo y su
libertad individual. ¿Finalmente? La absoluta libertad sin valores, ni
mandangas que lo repriman. ¿El resultado? Calles recorridas diariamente por
fantasmas ambulantes que se creen lo más importante del mundo, y que siguen a
estetas excéntricos y gurús de la moda, fabricantes de trending-topics, twiteros obsesivos, homínidos y hominicacos, en
lugar de humanos.
El tuteo es una de esas muestras más significativas de
vulgaridad. No se trata del “tuteo revolucionario” propio de los “camaradas” que
han conocido experiencias similares, piensan de la misma manera y unen amistad,
destino y proyecto. Se trata de la cajera del super que te dice: “¿Tienes
cambio?”, o del alumno que le dice al profesor “¿te vienes a tomar una birra?”.
En un mundo hecho de granos de arena, iguales, del mismo tamaño, de la misma
calidad, sería absurdo que alguno se sintiera superior a otro. El tuteo es la
muestra de que quien lo practica ignora valores como “jerarquía”, “desigualdad”,
incluso conceptos como “más” y “menos”, “superior” o “inferior”. Cree en la
igualdad absoluta en todo: en inteligencia, en capacidades, en méritos, en
responsabilidades… Estamos en la época del individualismo extremo en el que, parajódicamente, cualquier individuo que
busca originalidad y realizar su libertad, se convierte en un ente anónimo y
despersonalizado de una “masa” informe y… vulgar.
Pero, por eso mismo, estamos también ante la cultura de la
barbarie. Desde los años 20, Nicolas Berdiaev ya recordó que, tras la caída del
Imperio Romano, esto es, a la caída de la civilización, sucedió un período de
barbarie que fue solamente de una intensidad menor al que se anuncia
actualmente. Al menos, los “bárbaros” del siglo V y VI, tenían conciencia de
pueblo: eran “pueblos jóvenes” que aportaron sabia nueva a la carcomida sangre
del Imperio. Los nuevos bárbaros hoy, lo son de pleno derecho. Niegan cualquier
regla, todo valor y jerarquía. Y lo que es peor: ya no existen instituciones
que los eduquen en el significado de estos conceptos y en su necesidad. Se da
por sentado, simplemente, que tienen libertad para elegir entre distintos
niveles de vulgaridad.
Es así como hemos realizado un doble salto mortal: el de la
sociedad amoral y el de la sociedad vulgar. Bienvenidos a la época de la
vulgaridad. Podéis elegir modelo: entre la Kardasian y la Esteban, entre el cutrerío
fashion y el cutrerío poligonero, hay
una amplia gama de iconos. Porque, no lo duce, si usted consigue alcanzar cuotas de vulgaridad
inalcanzables, usted tendrá su lugar en el santoral de la modernidad.