Me quejo de que la pobreza intelectual de los nacionalistas
no tiene como contrapeso una respuesta de los medios intelectuales,
perfectamente conscientes de la indigencia conceptual del independentismo y de
lo lamentable de sus planteamientos. No existe posibilidad de articular una
respuesta a los independentismos, desde el momento en el que no existe nada que
se parezca a una “historia nacional de España” que se enseñe en las escuelas de
toda la nación. Y, desde luego, ni el Estado de las Autonomías, ni la constitución
del Estado sirven para anteponerlo a los mitos de independentismo. Y eso me
lleva a la polémica que se dio en 1949 -se ve que en pleno franquismo, las
neuronas de los intelectuales funcionaban mejor- entre dos concepciones de
España.
Vayamos a finales de los 40. El grupo de intelectuales falangistas que figuraban en torno a Serrano Suñer y que habían elaborado un proyecto “revolucionario” (los Laín, los Tovar, los Ridruejo, los Salvador Merino, los Torrente Ballester), vivían angustiados por la presencia asfixiante de la Iglesia en la sociedad y en el Estado español. Después de los “sucesos de Begoña” de 1942 y, sobre todo, después de que Juan March repartiera millones de libras esterlinas procedentes de la embajada inglesa entre los capitanes generales de las regiones militares para evitar que España entrara en guerra junto al Eje, el proyecto de este grupo de intelectuales se había ido al traste. Consistía en realizar la “revolución nacional”, tras la reordenación de Europa después de la victoria del Tercer Reich.
A diferencia de los falangistas que entonces se llamaron “legitimistas” (Pilar y Miguel Primo de Rivera, Fernández Cuesta, Girón) que se habían acomodado bien al régimen de Franco y que, a partir de los “sucesos de Salamanca” de 1937, pueden ser considerados como “falangistas franquistas”, estos otros no se conformaban con unos cargos ministeriales y unas áreas de poder. Querían hacer la “revolución nacional” y por eso se encontraban en el entorno de Serrano Suñer: era el interlocutor ideal para presionar a Franco y, además, era el hombre de confianza de las potencias del Eje en España. A partir del cambio de gobierno que tuvo lugar en 1942, los falangistas de las dos tendencias (“legitimistas” y “revolucionarios”) dejaron de ser la fuerza hegemónica en el franquismo. Este papel pasó a manos de los “nacional-católicos” (vaticanistas de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, ex miembros de Renovación Española, monárquicos tradicionalistas, y la Iglesia en general).
Inmediatamente después, el mismo año, Rafael Calvo Serer publicaría su respuesta, España sin problema. Era la voz de los nacional-católicos que se mantenían en la pureza de sus concepciones: ¿la generación del 98? Liberales agnósticos en la mayoría de los casos, ajenos al sentir católico de España. ¿Los intelectuales republicanos en el exilio? La anti-España que había sido vencida por España y, por tanto, todo aquel que se empeñara en “recuperarlos” lo que estaba haciendo era introducir un peligroso virus en el cuerpo de una nación católica. Así pues, ya no había “problema español”. Lo significativo era que los ensayos que componían esta obra se habían publicado anteriormente en la revista Arbor, publicada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que controlaba el Opus Dei desde su creación.
Calvo Serer, antes de la guerra, se había aproximado a la revista Acción Española y al monseñor Escribá de Balaguer, fundador del Opus Dei, luego había pasado al Consejo Privado de Don Juan de Borbón en 1943 del que formaría parte permanentemente desde 1952. El Concilio Vaticano II hizo el resto y en 1974 reaparece de la mano del PCE en la “Junta Democrática de España”. Al igual que Laín, su evolución futura tiene poco que ver con la posición que ambos mantenían en 1949 cuando mantuvieron aquella agria polémica. Porque, a fin de cuentos, Calvo se oponía a la reincorporación de intelectuales y se alineaba con los sectores más inmovilistas del régimen, mientras que Laín, consciente de que ya no existía la posibilidad de realizar una “revolución nacional”, dada la derrota del Eje, sostenía posturas “aperturistas” en relación a los intelectuales, no así en relación a la política, juzgando que el parlamentarismo había muerto -y estaba feliz muerto- en España. Obviamente, el favor oficial se decantó hacia Calvo Serer que recibiría el Premio Nacional de Literatura en 1949.
Andaba repasando los dos textos fundamentales de la gran
polémica ideológica del franquismo: la que opuso a Rafael Calvo Serer a Pedro
Laín Entralgo, cada uno de ellos situado en dos corrientes ideológicas que
formaban parte de la “coalición” que dio lugar a la insurrección del 18 de
julio de 1936. Sería bueno que todos repasáramos aquellos dos textos, España como problema que recogía una
serie de ensayos de Laín y la respuesta de Calvo Serer, España sin problema. Fue la última vez que se produjo un debate
intelectual de altura sobre el ser y el destino de España y de los españoles.
¿Tuvo lugar en democracia con libertad de expresión? No, en democracia se dio
por sentado de que el Estado de las Autonomías era la panacea universal y así
hemos llegado a Otegui candidato a lendakari y proliferación de mindundis en
Cataluña.
No ha vuelto a saberse de ese debate, por muchos motivos. El
primero de todos es que la actual generación carece de curiosidad e interés por
la historia de su propio país y la existencia de un Estado de las Autonomías
impide reflexionar sobre España tomada como un conjunto, no sea que algún
nacionalista -cuyo voto se necesitará maña o pasado- vaya a ofenderse. España,
lo hemos dicho alguna vez, es el único país europeo que carece de “historia
nacional” o, mejor dicho, que ha renunciado a enseñarla en las aulas.
Vayamos a finales de los 40. El grupo de intelectuales falangistas que figuraban en torno a Serrano Suñer y que habían elaborado un proyecto “revolucionario” (los Laín, los Tovar, los Ridruejo, los Salvador Merino, los Torrente Ballester), vivían angustiados por la presencia asfixiante de la Iglesia en la sociedad y en el Estado español. Después de los “sucesos de Begoña” de 1942 y, sobre todo, después de que Juan March repartiera millones de libras esterlinas procedentes de la embajada inglesa entre los capitanes generales de las regiones militares para evitar que España entrara en guerra junto al Eje, el proyecto de este grupo de intelectuales se había ido al traste. Consistía en realizar la “revolución nacional”, tras la reordenación de Europa después de la victoria del Tercer Reich.
A diferencia de los falangistas que entonces se llamaron “legitimistas” (Pilar y Miguel Primo de Rivera, Fernández Cuesta, Girón) que se habían acomodado bien al régimen de Franco y que, a partir de los “sucesos de Salamanca” de 1937, pueden ser considerados como “falangistas franquistas”, estos otros no se conformaban con unos cargos ministeriales y unas áreas de poder. Querían hacer la “revolución nacional” y por eso se encontraban en el entorno de Serrano Suñer: era el interlocutor ideal para presionar a Franco y, además, era el hombre de confianza de las potencias del Eje en España. A partir del cambio de gobierno que tuvo lugar en 1942, los falangistas de las dos tendencias (“legitimistas” y “revolucionarios”) dejaron de ser la fuerza hegemónica en el franquismo. Este papel pasó a manos de los “nacional-católicos” (vaticanistas de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, ex miembros de Renovación Española, monárquicos tradicionalistas, y la Iglesia en general).
Cuando Franco, en la segunda mitad de los 40, comprobó que
la reconstrucción política de las antiguas potencias del Eje se realizaría en
función del centro-derecha (democracia cristiana) y del centro-izquierda
(socialdemocracia), tuvo la ingenuidad de pensar que, ese mismo esquema podía
darse en nuestro país: los primeros serían los “nacional-católicos” y los
segundos los “falangistas franquistas”. Pero estos últimos aportaban poco: se
conformaban con tener los resortes de la Secretaría General del Movimiento, de
los ministerios “sociales” y las “correas de transmisión” a la sociedad (empezando
por los sindicatos). Cuando Serrano Suñer abandonó la política en 1942, el
grupo falangista que lo apoyaba se dispersó: unos se dedicaron a prosperar en
la Universidad, otros ejercieron el periodismo en el extranjero y los hubo que
ingresaron en la empresa privada.
Sin embargo, en 1949 aparecería el libro de Laín España como problema que reagrupaba una
serie de ensayos escritos por el autor después de la guerra civil y publicados,
mayoritariamente en revistas falangistas. Básicamente, su tesis correspondía
perfectamente a la idea joseantoniana de España como “unidad de destino”, lo
que implicaba superar las diferencias entre “derechas” y “izquierdas”. Al igual
que Edgar Neville, haría posteriormente en el cine (en su película Mi calle, 1959), llamando a la “reconciliación”,
la obra de Laín, a pesar de haber sido publicada diez años después de la guerra
civil, llamaba a la reflexión: no todos los vencidos, ni todos los exiliados,
pertenecían a la “anti-España”. Algunos de ellos habían luchado sinceramente
por “otra idea de España”, en absoluto tributaria de las logias, del komintern
o de la internacional del dinero. A pesar de que sus ideales no coincidían
exactamente con los de la coalición que apoyó el 18 de julio (falangistas,
tradicionalistas, alfonsinos, Iglesia), lo cierto es que resultaba imposible no
reconocerlos como “españoles”, especialmente, para liquidar la diferencia entre
las “dos Españas”.
Eso permitiría recuperar a muchos intelectuales y artistas que se habían exiliado, sin haber ostentado cargos, ni, por supuesto, haber tenido responsabilidad en delitos de sangre o en la marcha hacia la guerra civil. Tal era el “problema de España” que no había sido superado por la guerra civil. Lo que Laín estaba haciendo, era clamar por la recuperación, especialmente, de la “generación del 98”. Laín, católico pero sin fanatismos, consideraba que aquellos que no lo eran, podían tener un lugar en la reconstrucción de España. El problema de España era, pues, superar la dicotomía entre las “dos Españas”. Eso era todo.
Eso permitiría recuperar a muchos intelectuales y artistas que se habían exiliado, sin haber ostentado cargos, ni, por supuesto, haber tenido responsabilidad en delitos de sangre o en la marcha hacia la guerra civil. Tal era el “problema de España” que no había sido superado por la guerra civil. Lo que Laín estaba haciendo, era clamar por la recuperación, especialmente, de la “generación del 98”. Laín, católico pero sin fanatismos, consideraba que aquellos que no lo eran, podían tener un lugar en la reconstrucción de España. El problema de España era, pues, superar la dicotomía entre las “dos Españas”. Eso era todo.
Inmediatamente después, el mismo año, Rafael Calvo Serer publicaría su respuesta, España sin problema. Era la voz de los nacional-católicos que se mantenían en la pureza de sus concepciones: ¿la generación del 98? Liberales agnósticos en la mayoría de los casos, ajenos al sentir católico de España. ¿Los intelectuales republicanos en el exilio? La anti-España que había sido vencida por España y, por tanto, todo aquel que se empeñara en “recuperarlos” lo que estaba haciendo era introducir un peligroso virus en el cuerpo de una nación católica. Así pues, ya no había “problema español”. Lo significativo era que los ensayos que componían esta obra se habían publicado anteriormente en la revista Arbor, publicada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que controlaba el Opus Dei desde su creación.
Calvo Serer, antes de la guerra, se había aproximado a la revista Acción Española y al monseñor Escribá de Balaguer, fundador del Opus Dei, luego había pasado al Consejo Privado de Don Juan de Borbón en 1943 del que formaría parte permanentemente desde 1952. El Concilio Vaticano II hizo el resto y en 1974 reaparece de la mano del PCE en la “Junta Democrática de España”. Al igual que Laín, su evolución futura tiene poco que ver con la posición que ambos mantenían en 1949 cuando mantuvieron aquella agria polémica. Porque, a fin de cuentos, Calvo se oponía a la reincorporación de intelectuales y se alineaba con los sectores más inmovilistas del régimen, mientras que Laín, consciente de que ya no existía la posibilidad de realizar una “revolución nacional”, dada la derrota del Eje, sostenía posturas “aperturistas” en relación a los intelectuales, no así en relación a la política, juzgando que el parlamentarismo había muerto -y estaba feliz muerto- en España. Obviamente, el favor oficial se decantó hacia Calvo Serer que recibiría el Premio Nacional de Literatura en 1949.
Cuando, uno años después, Franco nombró a Joaquín Ruiz Jiménez,
ministro de educación, éste abordó ambiciosas reformas de los planes de
estudios, lastrados por la losa del nacional-catolicismo y llamó para ocupar
cargos relevantes en su ministerio y al frente de las universidades a aquel
grupo de intelectuales que diez años antes había estado junto a Serrano Suñer.
Para ello, hubo que desalojar sus cargos a exponentes nacional-católicos, con
la consiguiente alarma de este sector que, desde la guerra civil, había
considerado ese ministerio como propio. Hay que decir que, en aquella época,
Ruiz Jiménez era católico, pero también estaba afiliado al Movimiento de
FET-JONS. El hecho de que hubiera nombrado altos cargos a antiguos falangistas “revolucionarios”
(en 1936-1945), indicaba sus preferencias. A partir de ese momento, la polémica
que antes había tenido lugar en la sociedad, se trasladó a las esferas del
gobierno: se enfrentaban dos concepciones de la educación en España y, por
tanto, dos concepciones de los programas de estudio.
Los incidentes de 1956 en los que resultó herido de bala un
joven falangista y los incidentes que tuvieron lugar en la Universidad
supusieron el desalojo de Ruiz Giménez y de su equipo y el triunfo definitivo
de los miembros de la nueva organización que se erigió como hegemónica a partir
de ese momento y seguiría siéndolo hasta las postrimerías del franquismo: el
Opus Dei que aporto sus técnicos salidos de la universidad para el proyecto desarrollista
y tecnocrático que solamente pudo abordarse tras la aprobación de la Ley de
Inversiones Extranjeras en España en 1959.
Estos días he pensado bastante en aquella polémica y he
vuelto a ojear ambas obras, polvorientas y en ediciones de los años 50,
desportilladas y con el papel oscurecido. Obviamente, ninguna de las dos
posiciones sería sostenible hoy y ambas están, formalmente, fuera de lugar. Casi
setenta años son muchos como para que pueda quedar algo de actualidad en tanta
especulación realizada sobre los rescoldos de la guerra civil y de la derrota
de Europa (por eso fue 1945: la derrota de Europa). No me preocupa tanto el que
ninguno de los problemas que planteaba España
como problema, se haya resuelto. Lo que realmente me preocupa es que en
casi 70 años no hemos vuelto a tener una reflexión sobre el destino de España y
el ser de los españoles. Eso sí, el Estado de las Autonomías, más que resolver
un problema ha creado diecisiete problemillas.