Uno de los espejismos de nuestra época es ese “optimismo
científico” que se evidencia en los medios. “¿Cómo? ¿Qué hay un virus que
lo arrasa todo? ¡Tranquilos, aquí no pasa nada! En breve estará lista la vacuna
que resolverá la cuestión. ¿Acaso el VIH, mortal en los 80, no se ha convertido
hoy en una enfermedad crónica?”. Es uno de los últimos argumentos que
hemos oído machaconamente en todos los medios de comunicación desde febrero-marzo
de 2020. La ciencia lo puede todo, resuelve todos los problemas, los que
existen hoy y los que aparecerán mañana. Quien no tiene confía en la ciencia,
tiene un problema. Ciencia es hoy la definición más breve de “progreso”.
Luego resulta que las cosas no son exactamente así.
En los años 60 se planteó un debate epistemológico sobre la
ciencia y su neutralidad. Había quienes sostenían que existía una “ciencia” al
servicio del capitalismo y que, por tanto, la ciencia no era neutral, sino que
era una prolongación del capitalismo para alcanzar mejor, más rápidamente y de
manera más rentable, sus fines últimos. Los otros decían que la ciencia era
neutral porque un invento como la bomba atómica podía servir tanto a los “capitalistas”
como a los “comunistas”. Al final, lo más razonable -pasadas la fiebre del
mayo del 68- que la ciencia era neutral en sus principios, pero su aplicación
no lo era. La ciencia forense difundida desde hace 20 años de manera
pedestre por la franquicia “CSI”, puede ser aplicada tanto por la investigación
policial para la resolución de crímenes, como por criminales que no deseen
dejar huellas (la serie Dexter, por ejemplo, estaba basada en esta idea).
Así que, a la conclusión sobre la neutralidad de la ciudad, pero
no de sus aplicaciones, podemos añadir otra: la ciencia puede ser empleada,
tanto en su aspecto “luminoso”, benéfico para la humanidad, como en su aspecto “oscuro”.
Y, a partir de aquí, incluso, tenemos una tercera conclusión al alcance de la
mano: los “optimistas científicos” se refieren, únicamente, a los aspectos
positivos de los nuevos descubrimientos y posibilidades que se van abriendo en
los distintos campos, pero nunca, absolutamente nunca, de su “lado oscuro”. Porque
todo progreso científico y todo avance técnico, conllevan, inevitablemente, un aspecto
problemático.
A pesar de que nos reconocemos como partidarios de la energía
nuclear como la forma más barata para garantizar el suministro de energía, al
menos en Europa, y que consideramos que las centrales nucleares del siglo XXI
no tienen nada que ver con las de la segunda mitad del XX, y son, por tanto,
más seguras, siempre planeará la posibilidad de un fallo técnico, humano o un
atentado. Pero es que todas las formas de producción de energía tienen su
aspecto oscuro: la energía eólica, por ejemplo, genera problemas acústicos
que impiden la vida humana en las proximidades de parques eólicos. Quién haya
visitado alguno sabe perfectamente de lo que estamos hablando. Y, por otra
parte, todo depende de que sople viento, de la misma forma que la energía solar
funciona mientras no haya nubes en lontananza…
No existe una solución 100% segura y que, al mismo tiempo, no
implique algún tipo de perjuicio, molestia, riesgo o residuo.
Vayamos a otro terreno. Las ciencias de la salud. Los grandes
capitales excedentes de las empresas tecnológicas, están invirtiendo en este
campo. Nadie se quiere morir. Nadie quiere estar enfermo. Algunos, incluso,
quieren vivir eternamente. Y la ciencia investiga en esa dirección. No es
ciencia ficción, son realidades que ya se han alcanzado: se ha conseguido
prolongar la vida de ratas de laboratorio multiplicando por cuatro su vida
normal, prolongando los telómeros que garantiza la correcta reproducción de sus
células. Esto, supondría, en la vida humana, la posibilidad de alcanzar los 320
años, sin ir más lejos. Así mismo, se están experimentando la llamada “tecnología
CRISPR” que, básicamente consiste en cortar y pegar genes averiados en las
cadenas de ADN y sustituirlos por otros “sanos”. En otras palabras, se consigue
“editar el ADN”. Está bien eso de poder vivir algo más de tres siglos… pero el
problema no es sólo vivir, sino ¿cómo será nuestra calidad de vida? ¿y cómo
reaccionará nuestra mente ante un mundo que no tiene nada que ver con el que
conocimos en la infancia, ni siquiera cuando cumplimos los primeros 100 años;
habremos llegado a la “madurez” hacia los 150 años… ¿Qué puede haber de malo en
prolongar la vida hasta más allá de los tres siglos? ¿Podemos imaginar lo que
hubiera supuesto nacer en la España de 1700 y morir en 2022? ¿Podría el cerebro
almacenar y procesar tantos recuerdos? ¿podría soportar tantos cambios? ¿Qué
calidad de vida tendríamos? La cuestión de la “superlongevidad” -posible,
desde el punto de vista técnico ya en nuestros días- genera nuevos problemas de
muy difícil solución… sobre los que ninguno de los científicos que están
trabajando en esos proyectos, habla.
El inefable Elon Musk está financiando el proyecto “Neurolink”
que consiste en conectar directamente cerebro y ordenador. A pesar del
hermetismo que rodea este proyecto, se ha hecho público que, en una fecha
indeterminada, en cualquier caso, antes de los próximos 25 años, sería posible
crear una interface para que podamos “descargar” todo lo que hay en nuestro
cerebro en la “nube”. La idea es que, este proyecto, avanzará junto a otras
nuevas tecnologías. La robótica, por ejemplo. Si tenemos que estar en
Australia, no será necesario, nos dice el bueno de Musk, que viajemos allá.
Bastará con cargar un robot con el contenido de nuestra partición en la “nube”,
para que “nosotros” estemos allí, sin estar… ¿Ciencia ficción? De momento, sí.
Pero, no olvidemos que se están invirtiendo miles de millones de dólares en
investigaciones en esa dirección.
Mucho más realista y al alcance de la mano es el abandono de los trasplantes
de órganos. Dicen que España es líder en “donaciones” de órganos. De poco
servirá de aquí a un lustro, cuando puedan “imprimirse” en impresoras 3D,
órganos artificiales, utilizando como “tinta”, células madres. Será un gran
avance, porque no existirá “rechazo” y el organismo no se verá saturado al cabo
de unos años por los residuos químicos de los medicamentos antirrechazo. La cuestión
de fondo, una vez más, no es técnica, sino si la Seguridad Social correrá a
cargo de los gastos de este tipo de operaciones o la técnica estará solamente
al alcance de algunos privilegiados. Las desigualdades sociales correrán el
riesgo de traducirse en tiempo de vida: los más afortunados podrán pagarse el “estirado”
de telómeros, podrán reemplazar cualquier organismo que se les averíe por una
réplica impresa en 3D y, en el límite, si todo falla y no hay remedio,
siempre les cabrá la posibilidad de contratar una póliza con ALCOR, empresa que
lleva funcionando un cuarto de siglo, con sucursal en España, que garantiza la conservación
criogénica del cuerpo físico ante la muerte por cualquier enfermedad incurable,
y la “descriogenización” en el momento en el que se encuentra una cura para esa
dolencia. El seguro de vida cubre los gastos de conservación. Y si no se
tiene una fortuna suficiente para pagar los gastos de criogenización y
conservación de todo el cuerpo, lo que se conserva -lo que hoy se está
conservando- es la cabeza cuyo cerebro será trasplantado a un robot a la
primera ocasión.
En el límite de este “optimismo científico” se encuentran los gurús
del posthumanismo (a no confundir con el transhumanismo). Mientras que este sostiene la posibilidad de mejorar las capacidades
humanas mediante las nuevas tecnologías, los posthumanistas afirman que, una
vez superada la etapa transhumanista, es preciso llegar a una situación en la
que el ser humano puede emanciparse por completo de la biología que lo limita, para
refugiarse en la “nube”, crear en ella una especie de ”conciencia global”, lo
que consideran sería el límite de la evolución darwiniana: habremos, pues,
recorrido, el camino entre el gusano y el hombre, como decía Nietzsche… para
transformarnos finalmente en un único ser global, con una única conciencia de
especia, casi como la que gobierna un hormiguero o una colmena.
Esta última perspectiva, defendida no en el terreno de la ciencia
ficción, sino de las “ciencias de vanguardia”, constituye el límite extremo de
una tendencia muy acusada en nuestro tiempo: la consideración de la ciencia
como madre de todas las soluciones y el progreso como tendencia inevitable a la
que nos conduce. ¿Para qué preguntarse más? La ciencia hace progresar a la
humanidad y, poco importa, si vivimos 320 años, eternamente, o si superamos la “etapa
biológica” y conseguimos emanciparnos de sus limitaciones. El resto no importa.
La idea de “progreso” siempre vence y siempre hay que ir más lejos en la dirección
que nos marca.
A principios del siglo XX, los avances científicos y técnicos,
generaron un debate sobre la ciencia. Creo recordar que fue Henri Poincaré
el que acuñó la expresión “ciencia sin conciencia” en su crítica a la ciencia
positivista. La idea era que, si bien es cierto que la ciencia puede explorar
en cualquier dirección, precisa hacerlo con una ética, una conciencia, una
moral y unos criterios razonables de seguridad y prudencia.
La “era de la informática”, creada por inmaduros emocionales (desde
Gates, hasta Musk, pasando por Jobs) augura los fracasos titánicos de la
mitología y de la literatura: Ícaro que quiso llegar al sol (muy directamente relacionado
con Elo Musk y su SpaceX), Fausto que vendió su alma al diablo a cambio
de “conocimiento” y, a partir de ahí, todo se le torció (la “ciencia sin
conciencia” de Poincaré), Prometeo que robó el fuego sagrado del conocimiento y
sabemos cómo terminó (perífrasis simbólicas del transhumanismo), el doctor Frankenstein
que quiso crear al “hombre perfecto” y le salió un engendro (otra variante
simbólica del destino que aguarda a los delirios transhumanistas), Jekyll y
Hyde, de Stevenson que creía que una fármaco podía mejorar las capacidades
humanas y creo un monstruo (que remiten directamente a las “farmacéuticas” y a
sus productos “milagro”, incluida la vacuna anti-Covid o el fentanilo que ha
arrasado en los EEUU más que cualquier otra plaga bíblica), y, como suelen
referir todos los textos trans-humanistas, el mismísimo Gilgamesh que se
quejaba de que los dioses se habían reservado la inmortalidad para ellos y
quería ser como los dioses.
En el fondo, lo que está detrás de todos estos proyectos inmaduros
y frustrados es la transformación del “homo sapiens” en “homo Deus”, o, incluso,
la paradoja de que el hombre que ha dejado de creer en Dios, ha terminado por
creer que él era dios y, por tanto, sus proyectos consisten en realizar las
capacidades de Dios a través de la técnica.
Quizás sea por esto, por lo que, hoy más que nunca, tiene más
actualidad si cabe que en la Edad Media, la frase que definía al Diablo como
“el mico de Dios”, el gran imitador. Su inversión. En verdad, que hoy
vivimos tiempos radicalmente opuestos a cualquier idea de “normalidad”. Para
poder “progresar” en esa dirección, la ciencia de vanguardia, para ser aceptada
y tolerada, se abstiene de aludir a los aspectos negativos que encierra.
Tan solo se centra en sus logros positivos, agradables a todos. Pero, cualquier
avance técnico y científico, conlleva un riesgo. Nunca como hoy, los “optimistas
tecnológicos”, en su absoluta irresponsabilidad, han evitado aludir a los
riesgos de las nuevas tecnologías.
Lo más grave es que vivimos tiempos de pérdida de las identidades:
todo lo que supone una referencia, esto es, un sistema identidades, es
proscrito o se tiende a que quede lo más difuminado posible: vivimos tiempos de
pérdida de las identidades nacionales, pérdida de las identidades culturales,
pérdida, incluso, de las identidades sexuales. Lo que cabalga con las nuevas
tecnologías y en su fondo, es algo todavía más grave y extremo: la pérdida de
la identidad humana.