jueves, 22 de abril de 2021

Germanos contra bereberes, o las reflexiones históricas del “último José Antonio” (4 de 6) - ARISTOCRACIA Y ARISTOFOBIA, JOSE ANTONIO Y LA IDEA DE ÉLITE

 

Sin embargo, el tercer texto escrito en esa época Aristocracia y aristofobia, que no deja de ser un lamento por la desaparición de la aristocracia en España como “clase directora”. Se trata de un texto inacabado, pero también aquí aparece algún paralelismo con la situación del Tercer Reich. El 19 de agosto de 1934, Hitler se convirtió en presidente de Alemania después de que Hindenburg, poco antes de su muerte, hubiera unificado los cargos de presidente y jefe de gobierno. Hizo falta para ello un referéndum para aprobar la reforma constitucional: 35 millones de alemanes votaron a favor, mientras que 4 millones y medio lo hicieron en contra. El referéndum seguía a la Noche de los Cuchillos Largos en la que fueron purgados, algunos dirigentes de las SA y, no se olvide, personajes de la reacción. Fue, por tanto, una “purga” interior y exterior (los eliminados “por la derecha” pertenecían al DNVP, o a gobiernos reaccionarios que habían cerrado el paso a Hitler en los meses anteriores a enero de 1936). El régimen había golpeado a “su derecha” y a “su izquierda”. Cuando Hindenburg muere, el plebiscito sobre la reforma constitucional es aprobado masivamente Antes, el plebiscito para la reincorporación del Sarre al Reich había dado como resultado 445.000 votos a favor de la incorporación a Alemania, 2.000 que exigían la incorporación a Francia y 45.000 favorables al mantenimiento del statu-quo de región administrada por la Sociedad de Naciones. José Antonio sabía que era difícil que se hubiera producido un falseamiento de los resultados, especialmente porque el plebiscito se había realizado bajo control de éste mismo organismo internacional. Lo más importante es que, tras la Noche de los Cuchillos Largos, la prensa mundial destacó el papel de las SS y resaltó el hecho de que la nobleza alemana se había incorporado masivamente a esta organización armada del NSDAP. En el plebiscito para la reforma constitucional que unificó presidencia del Estado y jefatura del gobierno, había participado activamente a favor de Hitler, Oskar von Hindenburg, nieto del fallecido presidente de la República. Así mismo, el August Wilhelm, cuarto hizo del Káiser, era público y notorio que se había incorporado primero a la organización de veteranos, el Stahlhelm, para pasar en 1930 a las SA.

Vale la pena retener todos estos datos que nos dan una visión de las relaciones entre el movimiento nacional-socialista y la aristocracia. Si, en un primer momento (entre 1919 y 1923), el NSDAP fue un movimiento de excombatientes y luego, entre 1924 y 1930, un movimiento de clases medias, a partir de ese momento, empezó a incorporarse la aristocracia alemana y, muy especialmente, a través de las SS. El hecho de que a partir de finales de enero de 1933, Hindenburg modificara sus prevenciones hacia Hitler y luego en los dieciocho meses siguientes, hasta muerte, lo apoyara decididamente y delegara en él prácticamente todas sus funciones, contribuyó a que el salto que supuso el tránsito de la “vieja Alemania” (la República de Weimar y la “pequeña Alemania” bismarckiana) a la “nueva Alemania” (el Tercer Reich) fuera amortiguado: para la nobleza suponía una forma de mantener su relevancia social, incorporándose a la más elitista de las organizaciones del NSDAP. Para el fundador de las SS, Heinrich Himmler, suponía que la aristocracia de la sangre y la élite del movimiento nacional-socialista se fundían en su organización: élite ideológica más aristocracia de la sangre serían los garantes para la supervivencia del régimen.

A diferencia de en Italia en donde la aristocracia apoyaba al régimen, en su inmensa mayoría, no por sí mismo, sino porque apuntalaba a la monarquía de los Saboya, en Alemania, se había producido la fusión entre la aristocracia de la sangre y el movimiento nacional-socialista. Aquélla se había incorporado a éste.

José Antonio, en tanto que aristócrata, era muy sensible al destino de su clase. Era, también, lo suficientemente objetivo como para reconocer que en España la aristocracia vivía uno de sus peores momentos. Existe en José Antonio, como en las hachas de doble filo europeas, del neolítico, una duplicidad en su pensamiento: por una parte, se niega, incluso el “último José Antonio” a renunciar a sus orígenes aristocráticos; por otra, manifiesta un deseo sincero de extender justas políticas sociales a todos los sectores de la nación. Esta duplicidad se percibe pertectamente en el texto titulado Aristocracia y aristofobia que carece de fecha pero está situado inmediatamente después del Germanos contra bereberes y del Cuadernos de notas de un estudiante europeo. Si nos atenemos a este dato, por inseguro que sea, Aristocracia y aristofobia debió ser escrito en el verano de 1926.

Describe la aristocracia que conoció en su infancia: “gentes hechas a vivir en todo el mundo como señores en su propia casa, de puro aplomadas, hábiles en el manejo de idiomas, fáciles en la conversación, sabias en platos, vinos, vestidos y perfumes, diestros en los más próceres ejercicios, como la equitación, la caza y, lo que ya es más profundo, escrupulosas en punto de honor y, a menudo, finalmente informadas sobre materias de arte”. Reconoce que la aristocracia española iba algo por detrás de la europea en estas “virtudes elementales”, pero subraya que “La proporción de duques españoles entre los duques europeos que promulgaban el tono aristocrático superaba bastante a la de catedráticos españoles recibidos entre las eminencias universitarias de Europa”.

Constata, acto seguido que, “desde la guerra”, en España “apenas han influido los aristócratas”. Y esto lo decía cuando, la aristocracia española seguía estando presente en los partidos de la derecha e incluso en Falange Española (no digamos en el partido alfonsino o en el carlismo). Con la República se acusa la desaparición de la aristocracia: “aquellos ejemplares humanos a cuyo alcance estaban, poco más o menos, todos los resortes; aquellos hombres hechos para cabalgar, para mandar y ser acatados; que lo habían sido, en efecto, hasta fecha cercana, no habrían sabido arreglárselas para conservar en sus manos el poder” y sigue: “La nobleza ha dejado de considerarse como exigencia de obligaciones y se ha convertido en goce pasivo de prerrogativas”.

¿Por qué se ha producido esta degeneración de la aristocracia? Y lo explica así: “Los primeros nobles se ganaron el puesto a punta de espada. Al principio cada uno de sus descendientes debía ser capaz (…) de reconquistas los privilegios si alguien se los disputara. (…) Según iba perdiendo la nobleza su misión específica, los privilegios iban adquiriendo más y más naturaleza suntuaria (…) [finalmente] lejos de encontrarse al nacer con rigurosos deberes, se lo encontraban todo resuelto (…) La tarea de los muchachos aristocráticos era puro juego: sabían que nunca se les iba a poner a prueba la formación. Les constaba que una vez cumplidos de cualquier manera los llamados estudios, nunca más tendrían nada que hacer, por obligación, en toda la vida. El ser aristócrata –y esto es lo importante- no imponía una tarea especial, como en los tiempos en que los aristócratas acaudillaban mesnadas y administraban justicia”.

Después de esta introducción, José Antonio inicia lo que debía ser el ensayo propiamente dicho que se quedó en meros apuntes. “La aristocracia no cuenta como clase directora (…9 como arstócrata nadie goza ya de ninguna prerrogativa (…) Cualquier grande de España tiene más intereses comunes con un convecino suyo de análoga posición económica que con otro grande morador en diferente lugar, sin bienes de fortuna y dedicado a actividades distintas. Económicamente la aristocracia no existe. Ni jurídicamente”. Sigue explicando en el parágrafo I (el texto se interrumpe y el II nunc será escrito) como la aristocracia se vio desposeída de su autoridad militar, luego de sus prerrogativas económicas (los mayorazgos), finalmente se su influencia política. En contrapartida, lo que ascendió fue la clase media: “la clase media se había ido infiltrando poco a poco en los tejidos del aparato de mandar y, como quien no quiere la cosa, en unos sitios más y en otros menos, no había parado hasta relegar a la aristocracia a algo así como a una mera función decorativa”. La conclusión es obvia: “La aristocracia, para venir a menos en tal medida, ha tenido forzosamente, que decaer en las cualidades que le dieron antiguamente preeminencia”.

Vale la pena realizar aquí un paréntesis. El análisis que realiza José Antonio es idéntico al que formulará Julius Evola en varias de sus obras, especialmente en Rivolta contro il mondo moderno y el Gli Uomini e le rovine. En la primera parte del Rivolta, Evola describe lo que llama “el mundo de la tradición” y sus valores. En la segunda, el proceso de decadencia. Evola (que, no lo olvidemos, era igualmente aristócrata y pertenecía a la pequeña nobleza del sur de Italia), que tiene la ventaja de conocer la metafísica oriental, utiliza el esquema de la doctrina hindú de la “regresión de las castas”: los procesos de decadencia, explica Evola, se debe a un proceso perfectamente estudiado en los vedas y que afecta, no solamente al grupo que es hegemónico en la sociedad, sino a todas las manifestaciones culturales y artísticas. Inicialmente, en todos los horizontes geográficos aparece una “realeza sacerdotal” que es, a la vez, dueña y administradora de los ritos sagrados y del poder político. El decaer, es substituida por la casta sacerdotal que administra el mundo suprasensible del espíritu. Sigue la “revuelta de los khsatriyas”, la casta guerrera, el equivalente directo a las aristocracias europeas que asumen su papel hegemónico en la sociedad. Al decaer la segunda casta, pasa a reemplazarla la clase de los burgueses, los vaysas en la tradición hindú. La cuarta carta, finalmente, irrumpe amparada en su número (proletariado = el que se caracteriza por su prole). En Europa, el inicio del tránsito de la tercera a la cuarta casta, de la burguesía al proletariado, está marcado por la revolución rusa de 1917, mientras que la ruptura anterior, entre aristocracia y burguesía, tiene lugar en la revolución francesa de 1789. Antes aún, en la edad media, se registraron los conflictos entre sacerdocio y aristocracias guerreras que siguieron al tiempo en el que el Edicto de Constantino puso fin a la concepción teocrática del Impero Romano en donde la figura del emperador tenía los rasgos propios de la realeza sacerdotal. Desde entonces, y durante el período de la recomposición que siguió en la fase de cadencia del Imperio, de las invasiones bárbaras y de la transformación del cristianismo primitivo en catolicismo y que culminó en la formación del Imperio carolingio, el sacerdocio fue la única autoridad estable que existió en Europa. Vista así, la historia es un proceso de decadencia en el cual la hegemonía, los valores y las manifestaciones artísticas de una sociedad pasan de una casta a la situada inmediatamente en el nivel inferior. Evola inserta la “doctrina de la regresión de las castas” (y con él René Guénon y toda la escuela tradicional) como mecánica directriz de los procesos históricos: la historia no sería un “progreso”, sino una “decadencia”. La decadencia de la aristocracia sería una parte de un proceso más general que afecta a todo el devenir histórico.

José Antonio, seguramente, desconocía la obra de Evola (a pesar de que, en tanto que vicesecretario de la Unión Monárquica Nacional, muy bien hubiera podido recibir revistas italianas en las que colaboraba Evola y a pesar de que la primera edición del Rivolta contro il mondo moderno apareciera en 1934), pero su análisis de la decadencia de la aristocracia se puede superponer a la que realiza éste.

Ahora bien, si José Antonio reconoce que la aristocracia ha entrado en un período de decadencia, reconoce también que a España le ha ocurrido otro tanto. En Germanos contra bereberes explica el por qué: el sustrato “bereber” ha tomado la revancha y se ha visto liberado precisamente por la decadencia de la aristocracia española. De ahí que ambos textos, estén estrechamente vinculados uno al otro y no solo en el tiempo: son productos de las mismas reflexiones. En Aristocracia y aristofobia, José Antonio, llega a la conclusión de que “la aristocracia, para venir a menos en tal medida, ha tenido, forzosamente, que decaer en las cualidades que le dieron antiguamente la preeminencia. Pero ¿en todas las cualidades? En todas no. Conserva algunas, bastantes, que aún la caracterizan”.

Lamentablemente, a partir de ese punto y aparte, el texto –que hasta ese momento parecía una exposición razonada- se vuelve apenas unos apuntes que, visiblemente, deberían haber sido desarrollados en un texto que jamás fue escrito. En realidad, lo que José Antonio ha hecho a partir de ese momento, ha sido desarrollar el esquema que debería haber tenido el ensayo que se propuso escribir. Este hubiera debido tener nueva parágrafos de los que solamente desarrolló el primero. Sin embargo, el paradigma de lo que hubieran debido ser los otros ocho es suficiente para intuir por dónde iban a discurrir sus razonamientos. Los resumimos:

1) El segundo parágrafo era aquel en el que debía de haber desarrollado las “calidades” de la nobleza. Escribe apenas: “Calidades… Ejemplo de estos días presentes, sin dinero, sin lujo ¡y cuánta distinción!”. Sólo cuando termine de enumerar los parágrafos, añadirá: “Aristocracia: Sentido del Honor (por ejemplo, valientes por deber)” y luego “Sentido de la veracidad, sentido de la honradez, sentido de la justicia, sentido de la elegancia, sentido de la cortesía”. Y, siguiendo las notas, añade luego: “Función e la aristocracia: 1) Social: Ejemplo de buenas maneras –de refinamiento- de beneficencia (p. e., enfermeras. UN ejemplo a seguir es mandado por un grupo aristocrática y éste arrastra a una serie de imitadoras” (nos está hablando del “ejemplo”, una de las funciones sociales de la aristocracia). 2) Política: mandar [puesto que la aristocracia registra las] mejores condiciones para la política, la historia, la diplomacia”.

2) El tercer parágrafo hubiera estado dedicado a los defectos de la aristocracia: “Enmohecimiento (pérdida de misión específica –abandono de la misión ejemplarizadora- menos lujo, sin deberes) les falta la escuela dura de la adversidad”. Luego, más adelante ampliará lo que entiende por “enmohecimiento”: “Privilegios regalados –pereza- descuido en la formación –decaimiento- pérdida de posiciones”. Alude también como defecto de la aristocracia de su tiempo, la “Ironía: Se burlan de los imitadores, ¡pero si justamente su misión consiste en procurarse imitadores!” y la “insensibilidad para su misión característica: imitar modelos extranjeros, a veces servilmente, en vez de procurar ser modelos por sí mismos”. En otra parte del escrito reitera: “La aristocracia decae porque no ha templado sus magníficas condiciones de refinamiento humano en el rigor de una formación dura”.

3) Sin haber definido lo que entiende por “aristófobos” (pero hay que entender que incluye en esta categoría a los miembros de las clases medias y trabajadoras que rechazaron activamente la hegemonía de la aristocracia), percibe en estos sectores cualidades positivas: “Trabajo, afán de superación, cultura, escuela dura de la adversidad”. Pero, al mismo tiempo, ve en ellos defectos: “Envidia, Rencor, Falta de rigor moral”, de tal forma que cuando la “aristofobia” se encuentra en el gobierno (como fue el caso de la Segunda República) se traduce en una práctica que carente de “miras de bien general”, existiendo en su lugar “emanaciones de un subconsciente turbio”. Luego aludirá a la “ordinarias (maneras toscas, inelegantes hasta laxitud moral: no hay armas prohibidas: calunias, difamación…), envidia, rencor…”

4) Los tres últimos parágrafos deberían haber sido los de las conclusiones: Necesidad de una élite que guíe a las masas (“Las masas se destrozarán a sí mismas. Necesidad de una minoría directora”, apunta). En el parágrafo VIII señala “Misión próxima de la aristocracia. Hoy, en el purgatorio. Aprendizaje: cultura para las grandes tareas: humanidades, historia, política, milicia, diplomacia”. La nueva aristocracia que auspicia no será una casta encerrada en sí misma y distante sino una “Aristocracia abierta” con “deseo de ser imitada” y “acceso libre”. En otro párrafo aporta algo más sobre esta materia: “Cuando las masas se encuentren en el callejón sin salida a que ha de conducirlas su incapacidad para el mando, es seguro que, sobre la confusión y la ordinariez imperantes, volverán a alzarse unas cuentas minorías selectas. Por ahora, y por bastante tiempo, si es que la ola turbia no nos anega del todo, la más llamada entre esas minorías a recobrar las condiciones de mando es la aristocracia de la sangre. Basta, para ello, que se imponga durante una generación la más severa disciplina. Luego, si no decae otra vez, nadie como ella podrá irradiar en la sociedad que gobierne finas calidades que la señalan como clase directora”. Los últimos párrafos que aparecen en estas notas, telegráficas en algunos momentos, no dejan lugar a duda: “1º) Endurecer y preparar una aristocracia (empezamos por la de la sangre). No en funciones de otras clases sino en funciones típicamente aristocráticas: policía, historia, diplomacia milicia… sobre el lecho de una magnífica preparación en Humanidades. La aristocracia es un servicio, hay que aceptarla como misión y no sólo como privilegio; [ilegible] de la monarquía. 2º) Aristocratizar la clase media, extendiendo todo lo posible las maneras finas, el escrúpulo rural, el sentido del honor, de la veracidad, del deber (Cosa distintas que el querer formar una masa en la que todos sean selectos, como se proponía Maura). Régimen muy severo”. Aquí termina el texto.

Lo que puede deducirse de todo ello es:

1) Que José Antonio reconoce la crisis de la aristocracia española y sus causas.

2) Que José Antonio no percibe ventajas en que la aristocracia haya cedido su hegemonía a la burguesía.

3) Que José Antonio considera que aún existen en buena medida “valores aristocráticos” que es posible reverdecer en la aristocracia de la sangre.

4) Que José Antonio afirma que la masa no puede dirigirse a sí misma y que precisa de la aristocracia.

5) Que solamente una aristocracia “abierta”, que empiece con la aristocracia de la sangre pero no se limite a ella, puede formar la nueva élite dirigente del Estado.

Si enlazamos el contenido de este boceto de ensayo con lo expuesto en germánicos contra bereberes se entenderá que José Antonio implícitamente aludiera a una élite étnico-racial “germánica” que ha definido como núcleo auténtico de la aristocracia española. ¿Se entiende ahora por qué decíamos lo que algunos falangistas considerarán una herejía y un desdoro para la figura y el pensamiento de José Antonio Primo de Rivera? Ese modelo y ese esquema era, justamente, el que en esos momentos ¡estaba poniendo en práctica Heinrich Himmler en las SS! Una élite racial, formada en un “régimen muy severo”, que reuniera a tres componentes: la aristocracia de la sangre, miembros notables de las clases medias (José Antonio aludía a “aristocratizar la clase media”) y personalidades del mundo de la cultura y de la ciencia (José Antonio no alude a científicos… acaso porque en aquella época eran raros los españoles llamados por ese camino). Eso fueron las SS en cuya divisa se incluía la alusión al “Sentido del Honor” que mencionaba José Antonio en su escrito: “Mi es honor es mi lealtad”.

Pero este es un José Antonio elitista. De hecho siempre lo había sido. La lectura de Ortega y Gasset le había proporcionado indicaciones en esa dirección. José Antonio, no fue, en absoluto un populista y seguramente hubiera sido el primero en avergonzarse y abofetear a aquellos que en plena transición pintaban en las paredes aquella memez de “Falange con el obrero”. El hecho de que fueron consciente de que en un período de masas, era necesario contar con las masas y satisfacer de la manera más justa sus necesidades, no implica que fuera un “populistas” o que su proyecto se agotara en un “Estado Sindical” (al que, por cierto, nunca aludió): quería una nación dirigida por una élite formada en la dureza y en la austeridad, formada en valores. No aludió a una “élite del trabajo” como algunos de sus intérpretes posteriores quisieron entender. Y, sobre este punto, el “último José Antonio” es formal: alude claramente a la “aristocracia de la sangre” como núcleo de esta élite y a los valores, no de las clases medias, ni del proletariado: sino a los valores que siempre han acompañado a la aristocracia de la sangre.

Solamente mediante una combinación de “justas política sociales” y de formación de una “élite aristocrática”, lograría superar España su gran contradicción, inherente en mil cuatrocientos años de nuestra historia: la lucha entre “germanos” y “bereberes”, cada uno dotado de sus correspondientes valores.

Este es el “último José Antonio” y tales fueron sus últimos razonamientos doctrinales. La inminencia de su juicio y la preparación minuciosa de su defensa, le absorbieron en las semanas siguientes. Nos parece demasiado evidente que, en esas últimas semanas de reflexión doctrinal, la mirada de Hitler estaba puesta en la experiencia del “fascismo alemán”. Pero, aun cuando no lo hubiera estado, lo que planteaba, era, precisamente, era lo que se estaba produciendo en el Tercer Reich, ese Reich que conocía bien y por el que le preguntó insistentemente el fiscal encargado de llevar la acusación contra él. José Antonio, en efecto, había estado en Alemania, se había entrevistado con Hitler, Rosenberg, Goebbels y había asistido a distintos actos oficiales del NSDAP. No desconocía, en absoluto, lo que se “cocía” en la Alemania hitleriana.

Queda, claro está, la cuestión del catolicismo. Ahí reside la diferencia entre la concepción del Reichführer Heinrich Himmler y la de José Antonio: Hitler era indiferentista religioso. Desde el principio de su actividad política era consciente de que Alemania estaba dividida en dos desde el punto de vista religioso: católicos en el sur, luteranos en el norte. Así pues, si de lo que se trataba era de unificar la sociedad alemana contra el enemigo común (la “puñalada por la espalda” que llevó al diktat de Versalles y con el bolchevismo), había que evitar aludir a la religión. Hitler optó por hablar de “la Providencia”, de manera muy frecuente. Asistió a ceremonias religiosas católicas y protestantes, pero, en sus conversaciones privadas que han sido reproducidas por fuentes dignas de crédito y que no están teñidas en absoluto de “propaganda de guerra”, su opinión era que las religiones terminarían por desaparecer cuando la ciencia diera respuestas a los misterios del cosmos. Para Hitler, la religión era algo así como un factor de orden social que había que respetar, especialmente porque una parte de la Comunidad del Pueblo era católica o protestantes. El Estado lo único que tenía que preocuparse es de que ninguna religión difundiera doctrinas perniciosas para la Comunidad del Pueblo. La Iglesia católica tenía otra visión, especialmente en lo relativo a la educación de la juventud: de ahí y no de otros planos, surgió la polémica entre el Tercer Reich y el Vaticano. José Antonio, en cambio, tenía una acrisolada fe católica. Era inevitable que al hablar de “germanos” aludiera, como de hecho hizo explícitamente- a la dinastía de los Habsburgo y a la defensa de la catolicidad. José Antonio, simplemente, quería una Europa unificada por una élite aristocrática (es decir, “germánica”) católica. Estas ideas están claramente expuestas en el Cuaderno de notas de un estudiante europeo.

El Tercer Reich, en cambio, quería una Europa unificada por el germanismo: de hecho, una vez iniciada la Segunda Guerra mundial y en su segunda mitad, las SS iniciaron el reclutamiento de voluntarios en toda Europa para participar en la lucha contra el bolchevismo con la idea de que al llegar la paz, esos combatientes de las SS formarían los núcleos nacionales de la “nueva aristocracia” que unificaría el continente. En las SS era frecuente que se aludiera a “valores” que siempre fueron los propios de la casta guerrera, esto es, de la aristocracia: en los burgers de las SS se enseñaba el sentido del honor y de la lealtad, del espíritu de sacrificio, de austeridad y de entrega… Eso era lo que constituía la “mística” de las SS. No se hablaba de religión. Hitler estaba de acuerdo y compartía lo que había escrito Mussolini sobre este punto: “El estado no tiene una moral, no tiene una religión”. La diferencia entre el fascismo alemán y el fascismo italiano radicaba en que el primero no había descendido a componendas con la Iglesia, de cuya decadencia y desaparición en apenas unas generaciones estaba persuadido, mientras que el fascismo italiano sí había terminado pactando con el Vaticano. No se equivocaba José Antonio en percibir que, tanto en movimiento nacional-socialista como el fascismo italiano tenían formas externas de religión, pero… de religión pagana. Su esperanza era que la unificación con Austria generara una dinámica imperial que hiciera algo parecido a lo que la componente del Vaticano con Mussolini había logrado, insertar el catolicismo en el interior del fascismo, justificándolo por el ejemplo histórico de la cristianización del Imperio Romano. En el caso alemán, el justificante histórico era el Imperio de los Habsburgo y ahí radicaba su esperanza: “la vuelta a la unidad religiosa de Europa” que vendría cuando el movimiento nacional-socialista “se apartara de su tradición nacionalista y romántica” y asumiera “el destino imperial de la casa de Austria”.

No puede negarse coherencia a este orden de ideas. Se argumentará que en algunas respuestas de carácter social al Tribunal Popular de Alicante, José Antonio se explaya en ideas “sociales”, insiste en el “sindicalismo” y en los aspectos más revolucionarios de su doctrina… pero no hay que llamarse a engaño. Él mismo confiesa que se valió de todos los recursos de su oficio para evitar la condena a muerte… era evidente que, ante un jurado compuesto por cenetistas, socialistas y comunistas, no iba a repetir las reflexiones que había realizado en la soledad de su celda, ni los conceptos elitistas vertidos en Aristocracia y aristofobia o la interpretación racial de la historia de España y de los conflictos sociales, contenida en Germanos contra bereberes. José Antonio no era ningún suicida: era abogado y en ese instante era su propio abogado defensor. Pero esos textos, ahí están: son tardíos e incómodos para quienes han presentado a José Antonio como portaespadas del sindicalismo, apóstol del obrerismo y populista social…

De hecho, en el volumen Papeles póstumos de José Antonio solamente se alude al “sindicalismo” en las partes relativas al proceso de Alicante. Desde el 20 de noviembre de 1936 hasta 1977, la maleta que contenía las pertenencias de José Antonio y las carpetas con los escritos que había ido recopilando en prisión, parecían perdidas. No lo estaban: habían llegado a manos de Indalecio Prieto y con él se fueron al exilio. Al morir Prieto en 1962, Víctor Salazar, albacea testamentario de Prieto quedó encargado de restituirlo a la familia del propietario y fue así como llegó a manos de Miguel Primo de Rivera y Urquijo, Vº Marqués de Estella, título que había heredado de su tío, José Antonio Primo de Rivera. Hijo del hermano menor de José Antonio, enero de 1977, Miguel Primo de Rivera había ocupado distintos cargos de cierto lustre durante el franquismo (alcalde de Jerez, procurador en Cortes, Consejero Nacional del Movimiento y Consejero del Reino, pero su papel más importante fue convencer a sus compañeros en Cortes que votaran a favor de la Ley para la Reforma Política, utilizando el prestigio de su apellido entre los veteranos del régimen. Cumplir esta misión le valió ser designado senador por Juan Carlos I en las Cortes Constituyentes de 1977. Solamente en 1996, Editorial Plaza & Janés publicaría el volumen titulado Papeles póstumos de José Antonio (Barcelona, 1996) en el que se incluyen todos estos textos que, evidentemente, rompen con la imagen que generalmente se tiene de José Antonio. Se entiende perfectamente el por qué de los casi veinte años de retraso en la publicación.