martes, 31 de marzo de 2020

LA GUERRA FRIA Y SU GUION (6ª parte) -> LA ÚLTIMA FASE DE LA GUERRA FRÍA: LA DOCTRINA REAGAN. 1981–1989


Los EEUU quedaron literalmente desmoralizados y deshechos ante el “caso Watergate” que apeó a Nixon de la presidencia. Antes, el 30 de diciembre de 1972, el presidente norteamericano había ordenado suspender los bombardeos sobre Vietnam del Norte como medida previa para un alto el fuego. Como efecto inmediato, en enero de 1973 se reanudaron las conversaciones de París que esta vez llegaron a la recta final el 27 de enero de 1973. La paz en Vietnam era una necesidad para reducir las tensiones con Moscú, pero el proyecto de Nixon quedó en punto muerto cuando progresó el “empeachment” y debió renunciar a la presidencia el 8 de agosto de 1974.


Richard Nixon, hasta entonces el presidente más anticomunista de los EEUU, paradójicamente, fue uno de los que más contribuyeron a la distensión: además de su viaje a Pekín (que cambió radicalmente la política internacional) trató de evitar fricciones con la URSS, política que luego fue proseguida por su sucesor, Gerald Ford. Fue así como en agosto de 1975 se pudo firmar el Acta de Helsinki que garantizaba la inviolabilidad de las fronteras nacionales y el respeto por la integridad territorial… lo que implicaba reconocer que las incorporaciones territoriales realizas por la URSS como resultado de la Segunda Guerra Mundial eran inamovibles. Incluso en ese período, algunos hombres de negocios norteamericanos fueron autorizados a viajar a Cuba.

Pero lo que EEUU había tenido que pagar parecía excesivo o, al menos, era considerado como muy superior a lo que su dignidad y orgullo estaba dispuesto a entregar.

En primer lugar, estos esfuerzos entrañaron la resolución de la guerra del Vietnam. Los Acuerdos de París no fueron en absoluto respetados por los Norvietnamitas que pudieron entrar en la capital de Vietnam del Sur el 30 de abril de 1975. Las escenas de la evacuación por el aire de la embajada norteamericana, mientras las tropas del norte estaban a pocos kilómetros de la capital, causó tanto escalofrío en EEUU como las imágenes de la repatriación de féretros que se habían ido sucediendo ininterrumpidamente en los diez años anteriores. A pesar de que se esperaba una ocupación brutal, con incendios y saqueos, la llegada del Vietcong y de las tropas del norte fue disciplinada y ordenada. Saigón fue rebautizada como Ciudad Ho Chi Minh. Solamente la embajada norteamericana resultó saqueada. Sin embargo, en los últimos dos días de guerra se habían producido 2.000 muertos civiles: unos atropellados por la muchedumbre que huía, otros lanzados desde los helicópteros en los que habían logrado encaramarse y que precisaban liberar peso para poder elevarse... La guerra del Vietnam acabó tan vergonzosamente como había empezado.


Lo que siguió fue todavía peor. La guerra del Vietnam se había contagiado desde finales de los 60 a Laos y Camboya. Para ambos bloques se trataba de zonas de importancia geoestratégica: eran proveedores de materias primas y albergaban, junto con Vietnam puertos que facilitaban el acceso de quien los controlara a los “mares cálidos”. Vietnam del Norte se hizo pronto con el control de Laos que siempre había sido utilizado como parte de la llamada “ruta Ho Chi Minh” por la que se enviaban refuerzos y tropas norvietnamitas hacia el sur. Los habían intentado ocupar antes el país, se vieron derrotados por las unidades del norte. En Camboya, en cambio, fueron los propios comunistas locales, los Jemeres Rojos, quienes llegaron al poder aprovechando el descontento y la confusión generada por los bombardeos norteamericanos. La ayuda norteamericana resultó inútil y el 15 de abril de 1975 se instauró en Ponh–Pen un gobierno ultraizquierdista que ocasionó uno de los grandes holocaustos del siglo XX. Así pues, tras la caída de Saigón todo el Sudeste Asiático, salvo Tailandia estaban bajo el control de gobiernos comunistas.


Acabadas las operaciones militares, Vietnam siguió un par de años más en la primera página de los informativos a causa de los cientos de miles de refugiados que huyeron en un flujo que proseguía todavía a mediados de los años 80. Se trató de los “boat–peoples”. Solamente en las últimas semanas del régimen sudvietnamita habían huido del país 150.000 personas, la mayor parte de las cuales se procuraron barcas sencillas a remos para escapar hacia Thailandia. Fue la minoría étnica chino–vietnamita la que se lucró con este negocio. Muchos de estos refugiados pasaron por Hong–Kong.
A finales de los años 80, la ONU calculó que “varios millones” habían intentado huir de Vietnam, Laos y Camboya siguiendo esta ruta, pereciendo en torno a 250.000 personas: unos ahogados, otros ametrallados por los guardacostas vietnamitas, otros víctimas de la abundante piratería de la zona y otros, simplemente, muertos por agotamiento. La magnitud de la tragedia no pudo ser eludida por los Partidos Comunistas occidentales que tuvieron dificultades en explicar el éxodo. Ese período coincide también con su hundimiento político en la primera mitad de los 80.

Sin embargo en aquella fase de la Guerra Fría, durante el período de gobierno de Jimmy Carter, los EEUU experimentaron lo que podríamos llamar “resaca de las derrotas”: Vietnam les demostró algo que ya había podido intuirse desde la Segunda Guerra Mundial: los bombardeos estratégicos a gran altura, son suficientes para desarticular la retaguardia enemiga, pero no garantizaban el control del territorio: la infantería siguió siendo la reina de las batallas, pues no en vano era, en última instancia quien libra los combates y ocupa el territorio. En Vietnam fracasó una concepción estratégica. A partir de ese momento, el complejo militar–industrial y los estrategas del Pentágono apostaron por un nuevo tipo de guerra “limpia” en el que las bajas fueran completamente asimétricas: todas para el adversario – ninguna propia. Empezaron a desarrollarse dos tipos de armamentos. Por una parte, una generación de visores nocturnos que garantizaba ver en la noche lo que el enemigo no podía divisar; incluso sensores de olor, se desarrollaron sistemas de infrarrojos que ya existían y elementos que mejoraban las condiciones de vida en campaña de los soldados, elementos que fueron utilizados por primera vez en la Guerra de las Malvinas.


Pero esto no bastaba: eran precisas innovaciones estratégicas y un nuevo enfoque en la política internacional. Los documentos que redactaron los estrategas norteamericanos en aquellos años (mediados de la década de los 70) fueron fundamentalmente: por una parte, el libro de Zbigniew Brzezinsky, asesor de Seguridad Nacional del Presidente Carter, La era tecnotrónica, publicado en 1970 en el que auguraba los cambios tecnológicos que tendrían lugar en el último cuarto del siglo XX y obligarían a nuevos enfoques en la política internacional. Contratado por David Rockefeller para mejorar las relaciones comerciales entre EEUU, Europa y Japón, fue el fundador y organizador de la Comisión Trilateral y su primer presidente. Jimmy Carter, fue el hombre de esta Comisión elegido para ocupar la presidencia de los EEUU e inaugurar este nuevo período.

Brzezinsky era anticomunista (hacía aprobado la participación norteamericana en Vietnam y asesorado al presidente Johnson). Era también un experto en geopolítica y hasta sus últimos días siguió pensando que el gran enemigo de los EEUU era la URSS… y siguió pensándolo, incluso, después del desmantelamiento de la URSS. Pero, así mismo, opinaba que era preciso “profundizar la democracia en todo el mundo”. Esa política acentuó durante la presidencia de Jimmy Carter la sensación de que EEUU estaba perdiendo la batalla contra el comunismo.

Esta sensación se produjo después de tres episodios fundamentales que marcaron a fuego ese período. El primero fue la revuelta islamista en Irán que derrocó a la dinastía de los Palhevi, aliados de los EEUU, e instaló en el poder en Teherán al gobierno del Ayatolah Jomeini; la victoria de los sandinistas en Nicaragua con el riesgo de que se produjera un “efecto dominó” como el que había tenido lugar en el sudeste asiático; y, finalmente, el nuevo movimiento de la URSS en Afganistán que demostraba la voluntad soviética de alcanzar los “mares cálidos” (el sur de Afganistán está separado del Océano Índico solamente por 300 km que corresponden al Beluchistán una zona con fuertes disputas con el gobierno de Islamabad y en donde existe un movimiento secesionista).


Si a esto unimos el hecho de que la URSS había exhibido nuevos armamentos y que le doctrina geopolítica enunciada por el almirante Gorshkov se estaba ejecutando de manera implacable, entenderemos el estado de ánimo que dominaba a la opinión pública y a los medios de comunicación en los EEUU en aquella época, cuando aún la herida de la derrota en Vietnam estaba aún sin cicatrizar.

El otro documento fue la llamada “doctrina Carter”, enunciada a la nación en el discurso que el presidente realizó el 23 de enero de 1980. Aprovechando la convulsa situación en Irán, Carter anunció que los EEUU utilizaría la fuerza militar para defender sus intereses petroleros: “Dejemos nuestra posición absolutamente clara: cualquier intento realizado por cualquier fuerza externa para ganar el control de la región del Golfo Pérsico será considerado como un ataque a los intereses vitales de los Estados Unidos de América, y será repelido por cualquier método, incluyendo la fuerza militar”. El mensaje iba dirigido contra el movimiento chiita que se había apoderado de Irán en febrero de 1979.

En buena medida esa victoria había sido generada por el desinterés de los EEUU en defender al que hasta ese momento había sido su aliado incondicional, el Sha Reza Pahlavi. Abandonado por todos, el Sha tuvo que huir su país e iniciar un largo periplo que lo llevó a distintas capitales en ninguna de las cuales obtuvo buena acogida, falleciendo tempranamente en un hospital cairota. A la vista de las ingentes masas populares que se habían sublevado siguiendo a los ayatolas chiitas, la administración norteamericana juzgó oportuno inhibirse del conflicto, pensando que podría entenderse con el nuevo gobierno de Teherán pues, no en vano, había propuesto al Sha gobiernos democráticos en los dos últimos años que estuvo en el poder: gobiernos que, efectivamente, intentaron reconducir la situación sin éxito y que, finalmente, mostraron la debilidad y el aislamiento internacional del régimen.

El cálculo se demostró completamente erróneo y pronto los EEUU comprobaron la necesidad de afrontar el “efecto islamista” que corría el riesgo de provocar conflictos con otros aliados de los EEUU en la zona: especialmente con Iraq y con Arabia Saudí. La “doctrina Carter” era algo más que un programa de política internacional coyuntural y fijado a un presidente en concreto: era, como la “doctrina Monroe”, un principio categórico y consensuado con los principales actores políticos y sociales de los EEUU que se mantendría inconmovible hasta el período Obama y que ha justificado la intervención norteamericana mediante el envío de armas al régimen iraquí en la Primera Guerra del Golfo (entre Iraq e Irán, 1980–1988), en la zona en la Segunda Guerra del Golfo (Operación Tormenta del Desierto, Kuwait en 1990) y en la Tercera Guerra del Golfo (Operación Libertad Iraquí, 2003–2011).


Esto hizo que, paradójicamente, un gobierno liberal y demócrata como el de Carter, fuera, el impulsor de una doctrina que, de momento, se ha invocado para impulsar tres guerras de destrucción masiva, dos de las cuales se desarrollaron cuando la Guerra Fría ya había concluido. La actitud de Carter estaba influida por la Comisión Trilateral e impulsada, en última instancia por una escuela de financieros norteamericanos de orientación “fabiana” que consideraban que había que oponerse al comunismo pero no destruirlo, sino constituir una especie de gobierno equivalente al viejo despotismo ilustrado: una cúpula formada por empresarios, políticos y comunicadores, que elije las políticas a seguir que, sin duda, serán las que mejor convengan a sus intereses, dando a la población un nivel de vida aceptable, pero manteniéndolos fuera de las esferas de decisión.

Por increíble que pueda parecer, esta corriente de opinión se había difundido extraordinariamente en los medios liberales después de la Primera Guerra Mundial y era materia de enseñanza a los alumnos de las universidades fabianas, especialmente en la London Economic School a donde habían ido a estudiar los vástagos de las grandes dinastías económicas norteamericanas.

La Comisión Trilateral, en los años 70 supuso la cristalización de estas corrientes que seguían el lema utilizado por Quintus Fabius Maximus para vencer a Aníbal: contemporizar con él, ganar tiempo y esperar a estar preparados para asestar el golpe definitivo. Obviamente, los “cartagineses” eran, en este caso, la URSS.



La teoría se demostró relativamente acertada para política norteamericana… pero Carter no pudo gozar de las mieles del éxito, sino su sucesor, Ronald Reagan, un anticomunista mucho menos doctrinario que Nixon, pero con una visión más decidida: Reagan llegó al poder dispuesto a reponer la dignidad de los EEUU perdida en los escenarios internacionales desde la derrota de Vietnam hasta la humillación propinada por los ayatolas al gobierno de Carter. Los “estudiantes islámicos” de Teherán habían ocupado la embajada norteamericana en Teherán, reteniendo a un centenar de ciudadanos de aquel país hasta que se celebraron las elecciones que destrozaron a Carter a causa precisamente de la sensación de debilidad y concesiones que tenía el electorado sobre su gestión.

Con Reagan llegó algo más que el anticomunismo militante al poder: EEUU recuperó su voluntad de victoria. Además. se dieron dos felices circunstancias. Dos nuevos personajes aparecieron en escena. La llegada de un Papa polaco, el primero originario de Europa del Este que consideraba una cuestión de honor el hacer valer la fe católica en su propio país, tuvo más repercusión política que religiosa. Así mismo, resultó decisivo el hecho de que. en el Reino Unido, hubiera resultado elegido un gobierno conservador, extremadamente anticomunista y que traía ideas nuevas. En efecto, Margaret Tatcher, antes de ser nombrada primera ministra el 1979, había comenzado a asistir a almuerzos del Institute of Economic Affair, un think–tank fundado por los discípulos ingleses de Friedrich von Hayek.

Hasta ese momento, las doctrinas de von Hayek, no eran tomadas en serio por los economistas que habían visto en los 30 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, unos momentos de crecimiento económico casi continuo (“los treinta años gloriosos”) que se detuvieron solamente con la “crisis del petróleo” de 1973. La idea de este grupo era que el Estado del Bienestar era una fórmula perversa e insostenible en la medida en que el Estado asumía su mantenimiento, lo que implicaba unos impuestos elevados y un sector público extraordinariamente engordado (y, en buena medida, deficitario) que limitaba la actividad económica. La solución era simple: privatizar todo el sector público (la Tatcher explicó luego a Gorvachov que ella tenía que trabajar la mitad que él, al haberse desentendido de las cuestiones económicas y dejar la economía en manos de la iniciativa privada), generar un sistema de libremercado mundial de tal manera que las naciones pudieran especializarse en su producción y así se produjera una caída en los precios de los productos y, finalmente, todo esto permitiría reducir impuestos y aumentar el margen de ahorro incluso de las clases más desfavorecidas

Este programa es fácilmente reconocible en la globalización. De hecho, es el programa económico que nos ha conducido directamente al mundo globalizado como alternativa al Estado del Bienestar, hoy tenido como residuo de la postguerra e idea insensataespecialmente por las clases favorecidas. Se trataba de un programa insensato que iba a cambiar el curso de la historia. Para aplicarlo, era preciso concluir la Guerra Fría pues era impracticable en momentos de tensión internacional. La teoría de la Tatcher (que compartían las élites económicas fabianas e incluso algunos estratos del comunismo chino) era que el flujo de intercambios económicos generaría una interdependencia de las economías nacionales y haría imposible la guerra entre las naciones: todas tendrían algo que perder. Aquello no podría funcionar, al menos para beneficio de todos.


Un programa como éste era ultraliberal y en tanto que tal, solamente los poseedores del capital, serían los grandes beneficiarios, porque solamente ellos tenían el volumen de capital necesario para competir en una economía globalizada. Pero había algo peor: el fracaso de estas políticas ya se había experimentado en Chile después del golpe de Pinochet.

Se trató de un golpe anticomunista, obviamente, pero el 11 de septiembre de 1973 cayó algo más que la Unidad Popular allendista, cayeron también las esperanzas de la derecha en que un gobierno anticomunista resolviera la cuestión económica. Ante la falta de técnicos competentes surgidos de las filas golpistas, el gobierno de Pinochet entró en contacto con un grupo de economistas que se habían formado en la Escuela de Chicago, alumnos de Milton Friedman. Y allí, por primera vez, se aplicaron las doctrinas ultraliberales. Era un desafío: pero si fracasaban, al menos la izquierda no podría extraer beneficios. Y fracasaron. En pocos meses, el sector público chileno se vio debilitado por importaciones salvajes de productos que hasta ese momento se habían fabricado en Chile, pero que resultaban un poco más baratas importadas desde el extranjero. La Fosforera Nacional cerró poniendo en la calle a cientos de trabajadores, pero las cerillas no faltaron en Chile: venían de Canadá a un precio ligeramente inferior. El resultado era el que cabría esperar: miles de trabajadores en paro, disminución de los ingresos públicos y fracaso de la experiencia. Los ultraliberales alegaron que el experimento de había realizado en un país con un régimen autoritario y no democrático y que, por tanto, las masas no lo habían apoyado… Luego, cuando la Tatcher lo puso en práctica abordando un proceso salvaje de privatizaciones de todo lo privatizable, tuvo que enfrentarse a una oleada de huelgas. Si consiguió estabilizar la situación y no salir completamente destrozada de la experiencia fue gracias a la victoria inglesa en la Guerra de las Malvinas.


Vale la pena conocer cómo fue posible aquella guerra. El general Galtieri, agregado militar a la Embajada Argentina en Washington, había sido convencido por otros oficiales del Pentágono de que los EEUU apoyarían a su país en la recuperación de las Malvinas a cambio de que les concedieran una base en las Georgias del Sur, también reivindicadas por Argentina y que se encontraban en medio del Atlántico Sur, en plena “ruta del petróleo”. Tras la enfermedad sufrida por el presidente de la Junta Militar, general Viola, Galtieri se hizo con el poder y poco después se produjo el casus belli que llevó a la ocupación argentina. Pero en el momento en el que les tocaba a los EEUU negociar con los ingleses e impedir que adoptaran una actitud belicista, el Pentágono, no solamente se inhibió, sino que la Tatcher consideró que una gran victoria militar estabilizaría su poder, como de hecho así fue. Dicho de otra manera: los soldados argentinos fueron llevados al matadero en lo que podríamos llamar una operación de estabilización del gobierno británico.


Desde el mismo momento en el que Reagan llegó al poder, estuvo decidido a acabar con la Guerra Fría, quizás por su anticomunismo visceral, acaso por sus creencias religiosas o, posiblemente, porque era consciente de que la crisis nacional abierta con la derrota de Vietnam todavía no se había cerrado y comprometía el prestigio internacional de los EEUU. Cuando un periodista le preguntó al nuevo presidente cuál iba a ser su doctrina fue muy claro: “Nosotros ganamos y ellos pierden”. Eso era todo. Y, a partir de ese momento, empezó a ponerla en práctica. Tal era su punto de vista geopolítico.

Reagan adoptó las mismas líneas económicas del gobierno inglés, al mismo tiempo que abrió una serie de ofensivas políticas. La primera de todas ellas fue cortar radicalmente el crecimiento del comunismo en Centroamérica. A partir de 1983, la CIA empezó a organizar en los campamentos de refugiados nicaragüenses situados en Honduras y Costa Rica, unidades encuadradas por antiguos oficiales de la Guardia Nacional. Ante la negativa del congreso de los EEUU a financiar los gastos de la “contra” en Nicaragua, la CIA optó por una peligrosa operación triangular: importar droga comprada a bajo precio en Colombia y Perú, facilitar su venta en los guetos negros de los EEUU y pagar con ello armas compradas en Irán. Fue el famoso caso Irán–Contras, digno de las mejores novelas de misterio e intriga.

A pesar de que la contra no pudo obtener grandes éxitos militares, lo cierto es que su acción y el de quintacolumnistas que empezaban a estar disconformes con los aspectos más radicales del sandinismo, consiguieron alejar a estos del poder. En otras repúblicas iberoamericanas se produjeron masacres y liquidación física de guerrilleros y de civiles que apoyaban sus acciones, lo que coincidió con el desplome de la URSS, el aislamiento creciente de Cuba y su incapacidad para reavivar a las guerrillas.


En Europa se produjo un cambio casi lógico y obligado. Las dictaduras del sur de Europa (Portugal, España y Grecia), cayeron entre 1973 y 1976. A partir de entonces ya nada impedía el que, al establecerse gobiernos democráticos, estos países se integraran directamente en la OTAN. España, que estaba ligada a los EEUU por acuerdos militares bilaterales, se integró casi simultáneamente, primero en la OTAN y luego en las Comunidades Europeas, durante el gobierno de Felipe González. La Alianza Atlántica ganó así “profundidad” (hasta entonces la frontera entre las dos Alemania y los Pirineos no llegaba a los 1.200 km y podía ser cubierta por las unidades mecanizadas soviéticas sin dar tiempo a que la OTAN reorganizara sus defensas; la presencia de España aumentó la superficie de la retaguardia occidental y contribuyó también a reforzar los ejes estratégicos del Mediterráneo y del triángulo Gibraltar–Canarias–Azores, fundamental para la seguridad del penúltimo tramo de la “ruta del petróleo”.


La llegada al poder de Reagan, su simbiosis con la Tatcher, la estancia en el papado de Karol Wojtyla, la huelga de los astilleros de Danzig y la creación del sindicato Solidarnosc, unido al desgaste que estaba teniendo la URSS en Afganistán después de ocho años de guerra contra los insurgentes, a todo lo cual se sumó el proyecto de la Guerra de las Galaxias, que elevó el listón armamentístico hasta un nivel que las URSS no podía alcanzar, fueron los elementos que condujeron al colapso de este país y al final de la Guerra Fría.