Los EEUU
quedaron literalmente desmoralizados y deshechos ante el “caso Watergate” que
apeó a Nixon de la presidencia. Antes, el 30 de diciembre de 1972, el presidente
norteamericano había ordenado suspender los bombardeos sobre Vietnam del Norte
como medida previa para un alto el fuego. Como efecto inmediato, en enero de
1973 se reanudaron las conversaciones de París que esta vez llegaron a la recta
final el 27 de enero de 1973. La paz en Vietnam era una necesidad para reducir
las tensiones con Moscú, pero el proyecto de Nixon quedó en punto muerto cuando
progresó el “empeachment” y debió renunciar a la presidencia el 8 de
agosto de 1974.
Richard
Nixon, hasta entonces el presidente más anticomunista de los EEUU,
paradójicamente, fue uno de los que más contribuyeron a la distensión:
además de su viaje a Pekín (que cambió radicalmente la política internacional)
trató de evitar fricciones con la URSS, política que luego fue proseguida por
su sucesor, Gerald Ford. Fue así como en agosto de 1975 se pudo firmar el Acta
de Helsinki que garantizaba la inviolabilidad de las fronteras nacionales y el
respeto por la integridad territorial… lo que implicaba reconocer que las incorporaciones
territoriales realizas por la URSS como resultado de la Segunda Guerra Mundial
eran inamovibles. Incluso en ese período, algunos hombres de negocios
norteamericanos fueron autorizados a viajar a Cuba.
Pero lo que EEUU
había tenido que pagar parecía excesivo o, al menos, era considerado como muy
superior a lo que su dignidad y orgullo estaba dispuesto a entregar.
En primer lugar,
estos esfuerzos entrañaron la resolución de la guerra del Vietnam. Los
Acuerdos de París no fueron en absoluto respetados por los Norvietnamitas que
pudieron entrar en la capital de Vietnam del Sur el 30 de abril de 1975.
Las escenas de la evacuación por el aire de la embajada norteamericana,
mientras las tropas del norte estaban a pocos kilómetros de la capital, causó tanto
escalofrío en EEUU como las imágenes de la repatriación de féretros que se
habían ido sucediendo ininterrumpidamente en los diez años anteriores. A pesar
de que se esperaba una ocupación brutal, con incendios y saqueos, la llegada
del Vietcong y de las tropas del norte fue disciplinada y ordenada. Saigón fue
rebautizada como Ciudad Ho Chi Minh. Solamente la embajada norteamericana
resultó saqueada. Sin embargo, en los últimos dos días de guerra se habían
producido 2.000 muertos civiles: unos atropellados por la muchedumbre que huía,
otros lanzados desde los helicópteros en los que habían logrado encaramarse y
que precisaban liberar peso para poder elevarse... La guerra del Vietnam acabó
tan vergonzosamente como había empezado.
Lo que siguió
fue todavía peor. La guerra del Vietnam se había contagiado desde finales de
los 60 a Laos y Camboya. Para ambos bloques se trataba de zonas de importancia
geoestratégica: eran proveedores de materias primas y albergaban, junto con
Vietnam puertos que facilitaban el acceso de quien los controlara a los “mares
cálidos”. Vietnam del Norte se hizo pronto con el control de Laos que
siempre había sido utilizado como parte de la llamada “ruta Ho Chi Minh” por la
que se enviaban refuerzos y tropas norvietnamitas hacia el sur. Los habían
intentado ocupar antes el país, se vieron derrotados por las unidades del
norte. En Camboya, en cambio, fueron los propios comunistas locales, los
Jemeres Rojos, quienes llegaron al poder aprovechando el descontento y la
confusión generada por los bombardeos norteamericanos. La ayuda norteamericana
resultó inútil y el 15 de abril de 1975 se instauró en Ponh–Pen un gobierno
ultraizquierdista que ocasionó uno de los grandes holocaustos del siglo XX. Así
pues, tras la caída de Saigón todo el Sudeste Asiático, salvo Tailandia
estaban bajo el control de gobiernos comunistas.
Acabadas las
operaciones militares, Vietnam siguió un par de años más en la primera página
de los informativos a causa de los cientos de miles de refugiados que huyeron
en un flujo que proseguía todavía a mediados de los años 80. Se trató de los
“boat–peoples”. Solamente en las últimas semanas del régimen sudvietnamita
habían huido del país 150.000 personas, la mayor parte de las cuales se
procuraron barcas sencillas a remos para escapar hacia Thailandia. Fue la
minoría étnica chino–vietnamita la que se lucró con este negocio. Muchos de
estos refugiados pasaron por Hong–Kong.
A finales de
los años 80, la ONU calculó que “varios millones” habían intentado huir de
Vietnam, Laos y Camboya siguiendo esta ruta, pereciendo en torno a 250.000
personas: unos ahogados, otros ametrallados por los guardacostas
vietnamitas, otros víctimas de la abundante piratería de la zona y otros,
simplemente, muertos por agotamiento. La magnitud de la tragedia no pudo ser
eludida por los Partidos Comunistas occidentales que tuvieron dificultades en
explicar el éxodo. Ese período coincide también con su hundimiento político en
la primera mitad de los 80.
Sin embargo en
aquella fase de la Guerra Fría, durante el período de gobierno de Jimmy
Carter, los EEUU experimentaron lo que podríamos llamar “resaca de las
derrotas”: Vietnam les demostró algo que ya había podido intuirse desde la
Segunda Guerra Mundial: los bombardeos estratégicos a gran altura, son suficientes
para desarticular la retaguardia enemiga, pero no garantizaban el control del
territorio: la infantería siguió siendo la reina de las batallas, pues no
en vano era, en última instancia quien libra los combates y ocupa el
territorio. En Vietnam fracasó una concepción estratégica. A partir de ese
momento, el complejo militar–industrial y los estrategas del Pentágono
apostaron por un nuevo tipo de guerra “limpia” en el que las bajas fueran
completamente asimétricas: todas para el adversario – ninguna propia.
Empezaron a desarrollarse dos tipos de armamentos. Por una parte, una
generación de visores nocturnos que garantizaba ver en la noche lo que el
enemigo no podía divisar; incluso sensores de olor, se desarrollaron sistemas
de infrarrojos que ya existían y elementos que mejoraban las condiciones de
vida en campaña de los soldados, elementos que fueron utilizados por primera
vez en la Guerra de las Malvinas.
Pero esto no
bastaba: eran precisas innovaciones estratégicas y un nuevo enfoque en la
política internacional. Los documentos que redactaron los estrategas
norteamericanos en aquellos años (mediados de la década de los 70) fueron
fundamentalmente: por una parte, el libro de Zbigniew Brzezinsky, asesor de
Seguridad Nacional del Presidente Carter, La era tecnotrónica, publicado
en 1970 en el que auguraba los cambios tecnológicos que tendrían lugar en el
último cuarto del siglo XX y obligarían a nuevos enfoques en la política
internacional. Contratado por David Rockefeller para mejorar las relaciones
comerciales entre EEUU, Europa y Japón, fue el fundador y organizador de la
Comisión Trilateral y su primer presidente. Jimmy Carter, fue el hombre de
esta Comisión elegido para ocupar la presidencia de los EEUU e inaugurar este
nuevo período.
Brzezinsky era
anticomunista (hacía aprobado la participación norteamericana en Vietnam y
asesorado al presidente Johnson). Era también un experto en geopolítica y hasta
sus últimos días siguió pensando que el gran enemigo de los EEUU era la URSS… y
siguió pensándolo, incluso, después del desmantelamiento de la URSS. Pero, así
mismo, opinaba que era preciso “profundizar la democracia en todo el mundo”. Esa
política acentuó durante la presidencia de Jimmy Carter la sensación de que
EEUU estaba perdiendo la batalla contra el comunismo.
Esta sensación
se produjo después de tres episodios fundamentales que marcaron a fuego
ese período. El primero fue la revuelta islamista en Irán que derrocó a
la dinastía de los Palhevi, aliados de los EEUU, e instaló en el poder en
Teherán al gobierno del Ayatolah Jomeini; la victoria de los sandinistas en
Nicaragua con el riesgo de que se produjera un “efecto dominó” como el que
había tenido lugar en el sudeste asiático; y, finalmente, el nuevo
movimiento de la URSS en Afganistán que demostraba la voluntad soviética de
alcanzar los “mares cálidos” (el sur de Afganistán está separado del Océano
Índico solamente por 300 km que corresponden al Beluchistán una zona con
fuertes disputas con el gobierno de Islamabad y en donde existe un movimiento
secesionista).
Si a esto unimos
el hecho de que la URSS había exhibido nuevos armamentos y que le doctrina
geopolítica enunciada por el almirante Gorshkov se estaba ejecutando de manera
implacable, entenderemos el estado de ánimo que dominaba a la opinión pública y
a los medios de comunicación en los EEUU en aquella época, cuando aún la herida
de la derrota en Vietnam estaba aún sin cicatrizar.
El otro
documento fue la llamada “doctrina Carter”, enunciada a la nación en el
discurso que el presidente realizó el 23 de enero de 1980. Aprovechando la
convulsa situación en Irán, Carter anunció que los EEUU utilizaría la fuerza
militar para defender sus intereses petroleros: “Dejemos nuestra
posición absolutamente clara: cualquier intento realizado por cualquier fuerza
externa para ganar el control de la región del Golfo Pérsico será considerado
como un ataque a los intereses vitales de los Estados Unidos de América, y será
repelido por cualquier método, incluyendo la fuerza militar”. El mensaje iba
dirigido contra el movimiento chiita que se había apoderado de Irán en febrero
de 1979.
En buena medida
esa victoria había sido generada por el desinterés de los EEUU en defender al
que hasta ese momento había sido su aliado incondicional, el Sha Reza Pahlavi.
Abandonado por todos, el Sha tuvo que huir su país e iniciar un largo periplo
que lo llevó a distintas capitales en ninguna de las cuales obtuvo buena
acogida, falleciendo tempranamente en un hospital cairota. A la vista de las
ingentes masas populares que se habían sublevado siguiendo a los ayatolas
chiitas, la administración norteamericana juzgó oportuno inhibirse del
conflicto, pensando que podría entenderse con el nuevo gobierno de Teherán
pues, no en vano, había propuesto al Sha gobiernos democráticos en los dos
últimos años que estuvo en el poder: gobiernos que, efectivamente, intentaron
reconducir la situación sin éxito y que, finalmente, mostraron la debilidad y
el aislamiento internacional del régimen.
El cálculo se
demostró completamente erróneo y pronto los EEUU comprobaron la necesidad de
afrontar el “efecto islamista” que corría el riesgo de provocar conflictos con
otros aliados de los EEUU en la zona: especialmente con Iraq y con Arabia Saudí.
La “doctrina Carter” era algo más que un programa de política internacional
coyuntural y fijado a un presidente en concreto: era, como la “doctrina Monroe”,
un principio categórico y consensuado con los principales actores políticos y
sociales de los EEUU que se mantendría inconmovible hasta el período Obama y
que ha justificado la intervención norteamericana mediante el envío de armas al
régimen iraquí en la Primera Guerra del Golfo (entre Iraq e Irán, 1980–1988),
en la zona en la Segunda Guerra del Golfo (Operación Tormenta del Desierto,
Kuwait en 1990) y en la Tercera Guerra del Golfo (Operación Libertad Iraquí,
2003–2011).
Esto hizo que,
paradójicamente, un gobierno liberal y demócrata como el de Carter, fuera, el
impulsor de una doctrina que, de momento, se ha invocado para impulsar tres
guerras de destrucción masiva, dos de las cuales se desarrollaron cuando la
Guerra Fría ya había concluido. La actitud de Carter estaba influida por la
Comisión Trilateral e impulsada, en última instancia por una escuela de
financieros norteamericanos de orientación “fabiana” que consideraban que había
que oponerse al comunismo pero no destruirlo, sino constituir una especie de
gobierno equivalente al viejo despotismo ilustrado: una cúpula formada por
empresarios, políticos y comunicadores, que elije las políticas a seguir que,
sin duda, serán las que mejor convengan a sus intereses, dando a la población
un nivel de vida aceptable, pero manteniéndolos fuera de las esferas de
decisión.
Por increíble
que pueda parecer, esta corriente de opinión se había difundido
extraordinariamente en los medios liberales después de la Primera Guerra
Mundial y era materia de enseñanza a los alumnos de las universidades fabianas,
especialmente en la London Economic School a donde habían ido a estudiar
los vástagos de las grandes dinastías económicas norteamericanas.
La Comisión
Trilateral, en los años 70 supuso la cristalización de estas corrientes que
seguían el lema utilizado por Quintus Fabius Maximus para vencer a Aníbal:
contemporizar con él, ganar tiempo y esperar a estar preparados para asestar el
golpe definitivo. Obviamente, los “cartagineses” eran, en este caso, la
URSS.
La teoría se
demostró relativamente acertada para política norteamericana… pero Carter no
pudo gozar de las mieles del éxito, sino su sucesor, Ronald Reagan, un
anticomunista mucho menos doctrinario que Nixon, pero con una visión más
decidida: Reagan llegó al poder dispuesto a reponer la dignidad de los EEUU
perdida en los escenarios internacionales desde la derrota de Vietnam hasta la
humillación propinada por los ayatolas al gobierno de Carter. Los “estudiantes
islámicos” de Teherán habían ocupado la embajada norteamericana en Teherán,
reteniendo a un centenar de ciudadanos de aquel país hasta que se celebraron
las elecciones que destrozaron a Carter a causa precisamente de la sensación de
debilidad y concesiones que tenía el electorado sobre su gestión.
Con Reagan
llegó algo más que el anticomunismo militante al poder: EEUU recuperó su
voluntad de victoria. Además. se dieron dos felices circunstancias. Dos
nuevos personajes aparecieron en escena. La llegada de un Papa polaco,
el primero originario de Europa del Este que consideraba una cuestión de honor
el hacer valer la fe católica en su propio país, tuvo más repercusión política
que religiosa. Así mismo, resultó decisivo el hecho de que. en el Reino Unido,
hubiera resultado elegido un gobierno conservador, extremadamente anticomunista
y que traía ideas nuevas. En efecto, Margaret Tatcher, antes de ser
nombrada primera ministra el 1979, había comenzado a asistir a almuerzos del Institute
of Economic Affair, un think–tank fundado por los discípulos ingleses de
Friedrich von Hayek.
Hasta ese
momento, las doctrinas de von Hayek, no eran tomadas en serio por los
economistas que habían visto en los 30 años posteriores a la Segunda Guerra
Mundial, unos momentos de crecimiento económico casi continuo (“los treinta
años gloriosos”) que se detuvieron solamente con la “crisis del petróleo” de
1973. La idea de este grupo era que el Estado del Bienestar era una fórmula
perversa e insostenible en la medida en que el Estado asumía su mantenimiento,
lo que implicaba unos impuestos elevados y un sector público
extraordinariamente engordado (y, en buena medida, deficitario) que limitaba la
actividad económica. La solución era simple: privatizar todo el sector
público (la Tatcher explicó luego a Gorvachov que ella tenía que trabajar
la mitad que él, al haberse desentendido de las cuestiones económicas y dejar
la economía en manos de la iniciativa privada), generar un sistema de
libremercado mundial de tal manera que las naciones pudieran especializarse en
su producción y así se produjera una caída en los precios de los productos y,
finalmente, todo esto permitiría reducir impuestos y aumentar el margen de
ahorro incluso de las clases más desfavorecidas…
Este programa es
fácilmente reconocible en la globalización. De hecho, es el programa económico
que nos ha conducido directamente al mundo globalizado como alternativa al
Estado del Bienestar, hoy tenido como residuo de la postguerra e idea insensata…
especialmente por las clases favorecidas. Se trataba de un programa
insensato que iba a cambiar el curso de la historia. Para aplicarlo, era
preciso concluir la Guerra Fría pues era impracticable en momentos de tensión
internacional. La teoría de la Tatcher (que compartían las élites
económicas fabianas e incluso algunos estratos del comunismo chino) era que el
flujo de intercambios económicos generaría una interdependencia de las
economías nacionales y haría imposible la guerra entre las naciones: todas
tendrían algo que perder. Aquello no podría funcionar, al menos para beneficio
de todos.
Un programa como éste era ultraliberal y en tanto que tal, solamente los poseedores del capital, serían los grandes beneficiarios, porque solamente ellos tenían el volumen de capital necesario para competir en una economía globalizada. Pero había algo peor: el fracaso de estas políticas ya se había experimentado en Chile después del golpe de Pinochet.
Se trató de un golpe anticomunista, obviamente, pero el 11 de septiembre de 1973 cayó algo más que la Unidad Popular allendista, cayeron también las esperanzas de la derecha en que un gobierno anticomunista resolviera la cuestión económica. Ante la falta de técnicos competentes surgidos de las filas golpistas, el gobierno de Pinochet entró en contacto con un grupo de economistas que se habían formado en la Escuela de Chicago, alumnos de Milton Friedman. Y allí, por primera vez, se aplicaron las doctrinas ultraliberales. Era un desafío: pero si fracasaban, al menos la izquierda no podría extraer beneficios. Y fracasaron. En pocos meses, el sector público chileno se vio debilitado por importaciones salvajes de productos que hasta ese momento se habían fabricado en Chile, pero que resultaban un poco más baratas importadas desde el extranjero. La Fosforera Nacional cerró poniendo en la calle a cientos de trabajadores, pero las cerillas no faltaron en Chile: venían de Canadá a un precio ligeramente inferior. El resultado era el que cabría esperar: miles de trabajadores en paro, disminución de los ingresos públicos y fracaso de la experiencia. Los ultraliberales alegaron que el experimento de había realizado en un país con un régimen autoritario y no democrático y que, por tanto, las masas no lo habían apoyado… Luego, cuando la Tatcher lo puso en práctica abordando un proceso salvaje de privatizaciones de todo lo privatizable, tuvo que enfrentarse a una oleada de huelgas. Si consiguió estabilizar la situación y no salir completamente destrozada de la experiencia fue gracias a la victoria inglesa en la Guerra de las Malvinas.
Vale la pena
conocer cómo fue posible aquella guerra. El general Galtieri, agregado militar
a la Embajada Argentina en Washington, había sido convencido por otros
oficiales del Pentágono de que los EEUU apoyarían a su país en la recuperación
de las Malvinas a cambio de que les concedieran una base en las Georgias del
Sur, también reivindicadas por Argentina y que se encontraban en medio del
Atlántico Sur, en plena “ruta del petróleo”. Tras la enfermedad sufrida por el
presidente de la Junta Militar, general Viola, Galtieri se hizo con el poder y
poco después se produjo el casus belli que llevó a la ocupación argentina. Pero
en el momento en el que les tocaba a los EEUU negociar con los ingleses e
impedir que adoptaran una actitud belicista, el Pentágono, no solamente se
inhibió, sino que la Tatcher consideró que una gran victoria militar
estabilizaría su poder, como de hecho así fue. Dicho de otra manera: los
soldados argentinos fueron llevados al matadero en lo que podríamos llamar una
operación de estabilización del gobierno británico.
Desde el mismo
momento en el que Reagan llegó al poder, estuvo decidido a acabar con la Guerra
Fría, quizás por su anticomunismo visceral, acaso por sus creencias religiosas
o, posiblemente, porque era consciente de que la crisis nacional abierta con la
derrota de Vietnam todavía no se había cerrado y comprometía el prestigio
internacional de los EEUU. Cuando un periodista le preguntó al nuevo
presidente cuál iba a ser su doctrina fue muy claro: “Nosotros ganamos y
ellos pierden”. Eso era todo. Y, a partir de ese momento, empezó a
ponerla en práctica. Tal era su punto de vista geopolítico.
Reagan adoptó
las mismas líneas económicas del gobierno inglés, al mismo tiempo que abrió una
serie de ofensivas políticas. La primera de todas ellas fue cortar
radicalmente el crecimiento del comunismo en Centroamérica. A partir de
1983, la CIA empezó a organizar en los campamentos de refugiados nicaragüenses
situados en Honduras y Costa Rica, unidades encuadradas por antiguos oficiales
de la Guardia Nacional. Ante la negativa del congreso de los EEUU a financiar
los gastos de la “contra” en Nicaragua, la CIA optó por una peligrosa operación
triangular: importar droga comprada a bajo precio en Colombia y Perú, facilitar
su venta en los guetos negros de los EEUU y pagar con ello armas compradas en
Irán. Fue el famoso caso Irán–Contras, digno de las mejores novelas de misterio
e intriga.
A pesar de que
la contra no pudo obtener grandes éxitos militares, lo cierto es que su acción
y el de quintacolumnistas que empezaban a estar disconformes con los aspectos
más radicales del sandinismo, consiguieron alejar a estos del poder. En otras
repúblicas iberoamericanas se produjeron masacres y liquidación física de
guerrilleros y de civiles que apoyaban sus acciones, lo que coincidió con el
desplome de la URSS, el aislamiento creciente de Cuba y su incapacidad para
reavivar a las guerrillas.
En Europa se
produjo un cambio casi lógico y obligado. Las dictaduras del sur de Europa
(Portugal, España y Grecia), cayeron entre 1973 y 1976. A partir de entonces ya
nada impedía el que, al establecerse gobiernos democráticos, estos países se
integraran directamente en la OTAN. España, que estaba ligada a los EEUU
por acuerdos militares bilaterales, se integró casi simultáneamente, primero en
la OTAN y luego en las Comunidades Europeas, durante el gobierno de Felipe
González. La Alianza Atlántica ganó así “profundidad” (hasta entonces la
frontera entre las dos Alemania y los Pirineos no llegaba a los 1.200 km y
podía ser cubierta por las unidades mecanizadas soviéticas sin dar tiempo a que
la OTAN reorganizara sus defensas; la presencia de España aumentó la superficie
de la retaguardia occidental y contribuyó también a reforzar los ejes
estratégicos del Mediterráneo y del triángulo Gibraltar–Canarias–Azores, fundamental
para la seguridad del penúltimo tramo de la “ruta del petróleo”.
La llegada al
poder de Reagan, su simbiosis con la Tatcher, la estancia en el papado de Karol
Wojtyla, la huelga de los astilleros de Danzig y la creación del sindicato
Solidarnosc, unido al desgaste que estaba teniendo la URSS en Afganistán
después de ocho años de guerra contra los insurgentes, a todo lo cual se sumó
el proyecto de la Guerra de las Galaxias, que elevó el listón armamentístico
hasta un nivel que las URSS no podía alcanzar, fueron los elementos que
condujeron al colapso de este país y al final de la Guerra Fría.