El final de
la segunda fase de la Guerra Fría se produjo en el período comprendido entre
1972 y 1973, con la tensión polarizada en tres escenarios diferentes: Oriente
Medio, China y la Europa del Sur.
En Oriente Medio
tuvo lugar la cuarta guerra arabe–israelí, la llamada “Guerra del Yonkipur” que
se saldó con una victoria israelí, acaso la más ajustada de todos estos
choques. Pero lo peor vino después y tuvo un nombre: embargo petrolero.
El golpe de
efecto que puso fin a esta segunda fase de la guerra fría vino de la mano del
presidente de los EEUU que, en principio, era el campeón del anticomunismo. En
efecto, los EEUU jamás habían reconocido al gobierno de la República Popular
China, teniendo como único gobierno legítimo el de Taiwan. Sin embargo, en 1971
se produjo un imprevisto cambio de alianzas. El 12 de abril de 1971, el equipo
de ping–pong norteamericano participó en una competición en la capital
China. Era la primera vez que viajaban deportistas norteamericanos a Pekín
desde 1949 cuando Mao–Tse–Dong llegó al poder. El episodio era demasiado
significativo como para que pudiera hablarse de una mera anécdota en torno a un
deporte minoritario en el que los chinos eran líderes mundiales. Se habló
entonces de la “diplomacia del ping–pong”, porque, en efecto, a los
analistas no se les escapaba que la actitud de Washington en relación a la
República Popular China (en la que hasta poco antes el ultraizquierdismo de los
Guardias Rojos, aparecía como hegemónico controlado la situación bajo el amparo
del presidente Mao) estaba cambiando. En efecto, en febrero de 1972, el
presidente Richard Nixon realizó una histórica visita a Pekín en el curso de la
cual se entrevistó con Mao. Se había producido un vuelco en las alianzas que
llegaba después de choques del ejército soviético con el chino en la frontera
del Usuri, territorio reivindicado por ambos países.
Obviamente, el
restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Washington y Pekín, implicó
un enfriamiento de las relaciones con la URSS y una ruptura total con Taiwan. La
URSS, a partir de ese momento, se vería obligada a combatir en dos frentes en
caso de guerra, con lo que sus posibilidades de victoria se reducían
extraordinariamente. De hecho, los chinos fueron los grandes beneficiarios
de esta nueva época: se deshacían de su rival histórico y se veían apoyados
para contener a los soviéticos en los territorios que reivindicaban. Los
soviéticos reaccionaron aumentando su nivel armamentístico nuclear y
convencional y, al mismo tiempo, yugulando por completo a la oposición
interior, alimentando, al mismo tiempo, conflictos en los lugares más distantes
del planeta para reducir la solidez de las alianzas norteamericanas.
La Iberoamérica de los años 50–70 fue siempre proclive a los pronunciamientos y a los golpes de Estado. Esto se debía, fundamentalmente, a la debilidad de las burguesías locales que no habían cristalizado en partidos políticos lo suficientemente sólidos ni en tradiciones democráticas bien arraigadas. Salvo excepciones, los partidos políticos existentes en la mayor parte de Iberoamérica eran pequeños grupos de oligarcas, sin apenas base social.
Las dos
fuerzas verdaderamente existentes (especialmente en los países andinos) eran las
fuerzas armadas y los sindicatos. No era raro que unos se declararan
frecuentemente en situación de rebeldía y “pronunciamiento” y que los otros se
echaran al monte y alimentaran continuos focos guerrilleros. Pero sería erróneo
y demasiado esquemático pensar que todos los golpes militares estaban
promovidos por los EEUU y que todas las guerrillas eran castristas. De hecho,
si se pone cuidado en examinar las cosas, se ve que hubo de todo: militares
golpistas a cuenta de los EEUU y militares nacionalistas que “golpearon” pero
sin que la CIA los instigara. Frecuentemente, los EEUU –incluso en la época
Reagan– condenaban esos golpes y decretaban el bloqueo económico. Ocurrió en Bolivia, en Argentina y
en Chile. A mediados de los 80 ya habían desaparecido cualquier tentación
golpista.
En realidad, las
últimas guerrillas iberoamericanas (salvo la narcoguerrilla colombiana por
razones muy diferentes) habían desaparecido incluso antes de que se produjera
el colapso de la URSS y Cuba no pudiera enviar más apoyo. El mal recuerdo
que dejó la experiencia guerrillera y los excesos en la represión,
desincentivaron a partir de entonces cualquier iniciativa golpista y cualquier
proyecto de revitalizar la guerrilla (solamente la guerrilla de Sendero
Luminoso subsistió en la región peruana de Ayacucho, hasta finales de los 80,
más como secta sanguinaria que como movimiento político). Iberoamérica, en
tanto que teatro secundario de la Guerra Fría dejó de generar tensiones en los
primeros años de la “era Reagan” y estuvo, casi completamente, alineada con los
EEUU, hasta la aparición de los movimientos indigenistas y bolivarianos al filo
del milenio.
Durante finales de los años 60, un oscuro oficial ruso, Sergéi Geórgievich Gorshkov, nacido en 1910 había ido ascendiendo. Era un experimentado oficial de marina graduado en la prestigiosa Escuela militar de Frunze en 1931 y que, con apenas un año de experiencia, fue nombrado por Stalin comandante de las unidades de superficie del Mar Negro. Se comportó heroicamente en la Segunda Guerra Mundial: dirigió una unidad de destructores y comandó el desembarco soviético en la península de Kerch en el Este de Crimea. Soportó bien las purgas de Stalin y mejor aún la desestalinización. Kruschev lo nombró en 1956 comandante en jefe de la Armada. Pero su hora estaba todavía por llegar. Gorshkov era un gran estratega y se planteó cómo la URSS podía ganar la Guerra Fría: estaba claro que hacía falta una fuerza nuclear que paralizara a la del adversario. Pero eso servía para mantener la estrategia de la “disuasión” global, no para vencer. Las fuerzas de tierra soviéticas habían demostrado su eficacia en la Segunda Guerra Mundial y no hubo nada nuevo en ese terreno durante la Guerra Fría: la URSS siguió produciendo blindados cada vez más pesados y siempre en cantidades masivas que, en caso de necesidad, harían valer su fuerza en las llanuras franco-alemanas. Sin embargo, tales unidades podían ser destruidas (o como mínimo contenidas) por los misiles y la poderosa aviación norteamericana destacada en Alemania. Además, de lo que se trataba era de no llegar a una guerra “caliente” en la que las dos partes perderían. Y Gorshkov elaboró una estrategia extremadamente lúcida.
En la Segunda
Guerra Mundial estuvo claro que el gran problema con que se encontró Alemania
fue la carencia de combustible. Los EEUU habían previsto desde la Primera
Guerra Mundial el abastecimiento de petróleo en el Golfo Pérsico apoyando
incondicionalmente a la dinastía de los Saud en Arabia Saudí. Además, tanto la
URSS como los EEUU en aquel momento, producían petróleo suficiente para
abastecer a su industria (los primeros por completo y los segundos ayudados por
el petróleo saudí y el venezolano). Pero Europa, que era la pieza que,
finalmente, se dirimía en la Guerra Fría, no disponía de tales ventajas. Todos
los países europeos eran deficitarios en materia de crudo. Todos dependían del
petróleo procedente del Golfo Pérsico. Para vencer, pues, bastaba con amenazar
un corte en la “ruta del petróleo” que, desde los oleoductos que van a dar al
Estrecho de Ormuz y de ahí al Golfo de Omán, recorren luego el Mar Arábigo,
bordean la costa de África desde Somalia hasta Sudáfrica, pasando frente a las
costas de Mozambique y Madagascar, hasta el Cabo de buena Esperanza y luego
remontan el Atlántico Sur, pasando frente a Angola, para adentrarse en el Golfo
de Guinea y bordear el damero africano del Oeste (Costa de Marfil, Liberia,
Sierra Leona, Guinea Conakry y Guinea Bissau, Senegal, Gambia), hasta llegar a
las costas del Shaël, con las islas de Cabo Verde a la espalda, llegando a
Gibraltar o bien adentrándose en el Atlántico Norte hasta los puertos franceses
y de la Gran Bretaña.
Tal era el cordón umbilical que después de la crisis de Suez y de la inestabilidad en Oriente Medio, había inducido a construir superpetroleros capaces de transportar en un solo viaje dos millones de barriles de crudo a bordo siguiendo esa ruta. Solamente el tránsito de estos navíos a lo largo de era “ruta” garantizaba que las fábricas de Europa Occidental y la propia civilización pudieran progresar…
Gorshkov
entendió que no era necesario entrar en conflicto directo y “caliente” para
vencer, sino que bastaba con que la URSS mejorara sus posiciones a lo largo de
la “ruta del petróleo” para chantajear (o, en palabras, más correctas,
“condicionar”) a los países occidentales. Ante la amenaza de que, por algún
punto, se interrumpiera la “ruta del petróleo”, Europa Occidental no podía
hacer otra cosa, simplemente, que capitular. Pero, para interrumpir esa
ruta se precisaban dos condiciones: de un lado, una flota de altura capaz de
intervenir en los teatros más alejados, de otro, una serie de gobiernos amigos
en los países próximos a la misma.
Leónid Brezhnev
aceptó el plan e hizo algo más: lo implementó poniendo al frente de la
renovación de la flota soviética al propio Gorshkov. El resto de la estrategia
(con la creación de gobiernos amigos y bases militares, a menudo encubiertas
como “factorías pesqueras”) corría a cargo del KGB. Y ambos trabajaron a buen
ritmo.
Teniendo en cuenta este dato puede entenderse lo que ocurrió desde finales de los 60 hasta que se entró en la última fase de la Guerra Fría durante el reaganismo. Una de las palabras más repetidas en aquellos momentos fue “descolonización”. Y con la excusa de la descolonización, la URSS se aprestó a generar gobiernos amigos especialmente en las colonias portuguesas de África: no fue por casualidad, ni siquiera por afinidad ideológica, que apoyaran en esa época a movimientos antiportugueses en Angola, Mozambique o Guinea.
En Sudáfrica,
el país era independiente pero estaba dirigido por una minoría blanca, así
pues, allí la excusa sería la “lucha contra el apartheid” y el instrumento fue
el Congreso Nacional Africano, como en las colonias portuguesas era el
Partido para la Independencia de Guinea y Cabo Verde, el Movimiento Popular
para la Liberación de Angola o en Frente de Liberación de Mozambique, todos
ellos fieles a las orientaciones del KGB y, ayudados, directamente, además
por asesores militares germano orientales y tropas cubanas.
En la zona del
“Cuerno de África” (Somalia, Etiopía y Eritrea), países que, con el Yemen, cierran
el estrecho de Bad el–Mandeb que comunica el golfo de Adén con el mar Rojo y
constituye el otro paso estratégico de la zona junto a Suez, aumentó la
desestabilización a partir de mediados de los años 70. En 1974 se abolió la
monarquía del Negus Haile Selasie en Etiopía y el país pasó a ser una
“república popular”. En 1977 el teniente coronel Mengistu Haile Marian dio un
golpe de Estado que alineó definitivamente el país con la URSS, pero al año
siguiente, los somalíes invadieron su territorio y solamente la llegada de
“fuerzas internacionalistas” reclutadas por Cuba logró contener la situación.
Mengistu permaneció en el poder hasta 1989 cuando la URSS ya no estaba en
condiciones de prestarle más apoyo. En cuanto a Somalia, tras la salida de los
británicos, el país quedó en manos de un gobierno prosoviético que solamente
dejó de serlo cuando se hizo evidente que la URSS apoyaba a su enemigo
geopolítico, Etiopía. Desde entonces la zona vive en un estado de inseguridad
permanente y de ausencia de cualquier cosa que se parezca a un Estado.
Otro tanto
ocurrió en las costas del Shäel y en los países situados desde ahí hasta el
golfo de Guinea. Un rosario de guerras civiles, golpes de Estado, e
inestabilidad congénita se extendió por toda la zona: en Mauritania estallaron
conflictos tribales a mediados de los 80 que alcanzaron su máximo auge en 1989
para luego remitir; en Senegal apareció un movimiento separatista en la región
de Casamance que ha llevado a esa zona a la guerra civil con especial violencia
en 1982; por lo demás, la unión proyectada con Gambia nunca se llevó a cabo.
Guinea–Konakry estuvo dirigida por un régimen corrupto dirigido por Seku Touré
hasta 1984, inicialmente marxista y luego un peón de la política francesa en
África. Sierra Leona se vio arrasada por una guerra civil que se prolongó hasta
2002 y sumió al país en continuas hambrunas, epidemias y calamidades. Otro
tanto ocurrió en Liberia. Costa de Marfil, por su parte, inició su guerra civil
a finales de los 80 que se reavivó en varias ocasiones hasta 2010. En Ghana,
Togo, Benin, Nigenia, Camerún, Guinea Ecuatorial y Congo, la situación no era
muy diferente: satrapías dictatoriales corruptas situadas dentro de la órbita
francesa durante la Guerra Fría. En estos países, a los soviéticos les fue
fácil adquirir “factorías pesqueras” que, de hecho, eran base para buques
espías.
En el Magreb,
la URSS había encontrado un aliado en la Argelia descolonizada por Francia y
que se orientó hacia el socialismo tímidamente durante el período de Ben Bella
inmediatamente posterior a la independencia, y radicalmente cuando estuvo en
manos de su sucesor, Houari Boumedian. Mientras Francia trataba por todos
los medios de conservar su influencia en la región, colaborando estrechamente
con la monarquía marroquí y con el gobierno tunecino, en Libia, el coronel Ghadafi
llegó al poder en 1969, con ideas neutralistas y una curiosa mezcla de
panarabismo e islamismo. Su intento de mantener hasta el final la equidistancia
entre los EEUU, Francia y la URSS, le costó lo suficientemente caro: a
diferencia del gobierno sirio que está siendo defendido a capa y espada por
Rusia (en la medida en que siempre consideró a la URSS primero y a Rusia
después, como aliado), Ghadafi fue abandonado a su suerte cuando Francia y
EEUU, instigaron la guerra civil que terminó con el régimen en 2011.