viernes, 27 de marzo de 2020

LA GUERRA FRIA Y SU GUION (3ª parte) -> EL RIESGO NUCLEAR, LA NO-ALINEACIÓN Y LAS GUERRILLAS


El arsenal mundial llegó a alcanzar los 12.000 megatones de poder explosivo, concentrados en 45.000 bombas. En 1979, la Oficina de Evaluación Tecnológica de los Estados Unidos estudió las consecuencias de un ataque soviético contra 250 ciudades norteamericanas en que se detonaran un total de 7.800 megatones. Se concluyó que las víctimas fatales serían entre 155.000.000 y 165.000.000 de norteamericanos, además de unas decenas de millones de heridos graves. Un ataque similar contra la Unión Soviética se saldaría con entre 50.000.000 y 100.000.000 de muertes.

Un estudio diferente fue publicado en 1982 por la Real Academia Sueca de Ciencias. El estudio supone 4.970 bombas dirigidas contra ciudades (125 de ellas hacia el hemisferio sur), totalizando 1.941 megatones. Otros 700 megatones se dirigen contra refinerías de petróleo, plantas de energía eléctrica, industrias y po­zos petroleros alejados de los centros poblados. Finalmente, 6.641 bombas con un rendimiento total de 3.100 megatones atacarían blancos militares, como aeropuertos, puertos navales, submarinos nucleares y mísiles balísticos intercontinentales. El resultado final de este escenario en que se detonan 5.741 megatones —apenas la mitad del arsenal total actual— es la muerte de 866.000.000 de seres humanos además de 280.000.000 de heridos que morirían a los pocos días debido a la imposibilidad de recibir ayuda médica. En total, algo más de 1.000 millones de víctimas fatales a causa de los efectos directos de las explosiones.

Las consecuencias físicas de un conflicto de este tipo serían devastadoras. Se lanzaría un total de 255.000.000 de toneladas de humo en pocas horas que, suspendido en la atmósfera, atenuaría la luz del Sol. Esto provocaría una bajada de la temperatura normal hasta 20°C bajo cero que se prolongarían durante tres meses. Otros análisis concluyen que la temperatura de la superficie del hemisferio sur bajaría unos 8°C a las pocas semanas y permanecería durante ocho meses unos cuatro grados bajo lo normal. El invierno nuclear se extendería sobre todo nuestro planeta. La capa de ozono se vería disminuida por la producción de óxidos de nitrógeno expulsados por la bola de fuego. En todas las zonas del hemisferio Norte incluido el ecuador, la radiación pasaría a ser 100 veces superior a la normal, mientras que en el hemisferio sur, a las pocas semanas se alcanzaría una radiactividad 80 veces superior. Las explosiones causarían cambios radicales en la climatología. Se iniciaría un invierno que duraría varios años.

Las bajas temperaturas y la oscuridad ambiental destruirían la vegetación en el hemisferio norte (donde los efectos físicos serán mayores) y de las zonas tropicales, (menos resistentes a una disminución de la temperatura ambiental). Grandes cantidades de animales perecerían a causa del frío, escasez de agua fresca (estaría congelada) y oscuridad. Cuando se disiparan las sombras, los altos niveles de radiación ultravioleta causarían daño en las hojas de las plantas, debilitándolas aún más, y en la córnea del ojo de los animales causando ceguera generalizada. No habría recursos alimenticios para los vertebrados. Las aguas poco profundas se congelarían y la oscuridad destruiría el fotoplancton eliminando la base alimentaria de muchas especies marinas y de agua dulce. Los peces que sobrevivieran (una de las pocas fuentes alimentarias para los humanos), estarían contaminados por las sustancias radiactivas precipitadas en el agua.

No lograría sobrevivir a las explosiones más del 50% de la población mundial actual. Los supervivientes afrontarían la gran mortalidad provocada por epi­demias a causa de la baja resistencia inmunológica y por la destrucción de la infraestructura sanitaria. Finalmente, la tensión psicológica por la experiencia vivida continuaría afectando gravemente a los supervivientes y a las generaciones futuras.


Ningún gobernante quiso ser recordado como el verdugo de la humanidad. La magnitud del posible desastre evitó su desencadenamiento, especialmente en los teatros principales –Europa, el territorio nortea­mericano y el soviético– pero no pudo evitar que du­rante toda la segunda mitad del siglo XX, las diferencias entre las superpotencias pasaran a ser dirimidas en teatros secundarios y a través de peones interpuestos. No chocarían los EEUU y la URSS directamente, sino a través de peones interpuestos, en guerras periféricas que afectaban a zonas que habían quedado al margen de los acuerdos adoptados por ambas potencias al final de la Segunda Guerra Mundial y nunca en el teatro europeo.

Esto explica los conflictos que estallaron o que se resolvieron en aquellos años de la postguerra: tuvieron que ver con la descolonización (guerra de Indochina), luego, una vez desposeídos los Estados europeos de sus colonias, aparecieron guerras para decantar a estas ex-colonias a favor de alguna de las dos superpotencias (USA y URSS) frecuentemente bajo el aspecto de guerras civiles en las que cada fracción miraba hacia un bloque concreto y, finalmente, guerras entre naciones vecinas. La descolonización y lo que sucedió después, fue importante para ver quién ganó verdaderamente la Segunda Guerra Mundial: cinco años después de concluida, ya estaba claro que las potencias europeas (Francia e Inglaterra) habían pasado a ser potencias de segunda categoría.

El proceso siempre era el mismo y se repitió en Indochina, en Argelia, en las colonias belgas, inglesas y portuguesas desde 1950 hasta 1975: una serie de movimientos (muchos de los cuales habían tenido inspiración fascista antes de 1945) reclamaban la independencia, la ONU la impulsaba y las potencias coloniales la retrasaban lo máximo posible, especialmente si eran colonias estratégicas por las materias primas o por las bases militares que albergaban. Luego, tras un simulacro electoral, se producía la entrega del poder al gobierno improvisado entre los más partidarios de la potencia colonial (o simplemente, estallaba el conflicto armado en caso de que la potencia colonial se negara a conceder la independencia) y se formaba una guerrilla o una fuerza política “de izquierdas”, en cualquier caso, que declaraba su simpatía a la URSS… que, a partir de ese momento, ofrecería su apoyo, asesoramiento y abastecimiento de armas y municiones.

Los dirigentes más responsables de estos nuevos países independizados, entendieron pronto que, o sea agrupaban o deberían afrontar un neo–colonialismo y el encuadramiento en uno de los bloques… y si esos países habían nacido era para ser independientes, no para cambiar de potencia colonial.

La Guerra de Corea había sido una advertencia para los nuevos países que estaban alcanzando la independencia. En efecto, en 1949, el Partido Comunista Chino venció completamente al Kuomintang que huyó para refugiarse en Formosa (Taiwan), mientras que en el continente se constituía la República Popular China. Era el desquite de Stalin a la humillación que había sufrido cuando decretó el bloqueo de Berlín y no pudo evitar que la ciudad en su parte occidental fuera abastecida por un puente aéreo continuo. Se quitaba también la espina yugoslava y a la disidencia titoista. La victoria comunista en China era el primer paso, para avanzar un segundo paso: la unificación de las dos Coreas, manu militari.

Nueve meses después del establecimiento del gobierno comunista en China, las tropas de Corea del Norte, cruzaron el paralelo 38 que les separaba del Sur y arrasaron las débiles defensas del ejército de este país. Pero la URSS no había calculado la reacción norteamericana. Los EEUU pidieron la convocatoria del Consejo de Seguridad de la ONU y obtuvieron el mandato para ponerse al frente de una fuerza internacional que restableciera la normalidad. La ofensiva norcoreana que se había adueñado de Seul fue cortada en seco y el 19 de octubre, las tropas norteamericanas dirigidas por el general Douglas McArthur alcanzaban la capital del norte, Pyongyang. Pero unos días antes de alcanzar ese objetivo, las tropas chinas con apoyo soviético, cruzaban la frontera y obligaban de nuevo a surcoreanos y norteamericanos a retirarse. El 4 de enero, los chivos llegaban a Seul de nuevo.

Llegados a este punto, McArthur llegó a proponer el bombardeo de China con bombas atómicas. Sin duda no fue por falta de ganas que el presidente Truman (que seis años antes había dado el visto bueno al innecesario bombardeo de Hiroshima y Nagasaki) se negó ahora a tan enérgica y expeditiva medida: en efecto, hubiera entrañado el riesgo de una reacción nuclear rusa, cuya potencia nuclear efectiva se desconocía en ese momento.

El conflicto de Corea fue la primera ocasión en la que se comprobó que el arma nuclear, a diferencia de cualquier otra arma anterior, se tenía pero no se utilizaba, servía solamente como factor de amenaza y chantaje, pero su potencial destructivo la hacía poco efectiva ante reacciones impulsivas. Ya hemos visto la reflexión estratégica de Beaufré que, según confesión propia, se inició en los días de Corea.

Pero este conflicto tuvo muchos más efectos: el primero de todos fue que las nuevas naciones que iban accediendo a su independencia eran pobres, con recursos pero con escasa industrialización, así pues, no podían disponer de ejércitos muy fuertes, ni comprar armamentos de manera ilimitada. Se trataba de independencias ficticias, esto es, lo que se llamó neo–colonialismo. Debían afrontar amenazas exteriores y riesgos de satelización por parte de las grandes potencias. Así pues, no les quedaba más remedio que optar por una “tercera vía”, agruparse, compartir sus problemas, garantizar mutuamente su defensa y proclamar su camino ante la URSS y los EEUU.

En 1955, tuvo lugar en Bandung, Indonesía, la conferencia de jefes de gobierno de India, Egipto e Indonesia (Nerhu, Nasser, Sukarno) y de otros veinticuatro países que, por primera vez lanzaron la idea de crear una organización que agrupara a lo que a partir de ese momento se llamaría “países no alineados”.

El camino fue largo y difícil y solamente en 1961 pudo celebrarse la Conferencia de Belgrado a la que asistieron 28 países (Cuba fue el único país iberoamericano que asistió en un momento en que todavía no estaba claro si se había alineado completamente con la URSS. Sin embargo, esta presencia demuestra que la no–alineación, en realidad no era completamente equidistante de Washington y de Moscú. Era una “intención”, indicaba una “voluntad”, pero se mostraba ligeramente escorada hacia Moscú, quizás por buenas razones (entre otras, la náusea que produjo en el mundo árabe el ataque anglo–francés a Suez en 1956, con el apoyo de Israel), pero que fue aprovechado por Moscú, para seguir manteniendo relaciones cordiales con algunos países díscolos hacia su influencia (Yugoslavia), mantener buenas relaciones con otros (la República Árabe Unida) y evitar que otros cayeran en el área de influencia occidental (Argelia). A esto se unía el hecho de que los nuevos países nacían con rechazos más o menos acusados hacia las antiguos potencias coloniales, todas ellas occidentales y, por tanto, estaban más predispuestos a aproximarse a la política exterior soviética que a la occidental.

El “movimiento de la no alineación” sigue todavía vivo en la actualidad, pero con un espíritu y unos objetivos muy diferentes a los fundacionales. La orientación actual es indigenista, bolivariana, favorable al chiismo iraní. Tras su última reunión en septiembre de 2016 en Isla Margarita, Venezuela, fue elegido presidente Nicolás Maduro. En la actualidad cuenta con 128 países y 15 observadores, pero es cosa del pasado, de un pasado vinculado a la Guerra Fría.

Como hemos dicho, uno de los hitos que impulsaron la no–alineación fue el ataque franco–inglés al Canal de Suez, desencadenando, junto con Israel, la Segunda Guerra Árabe–Israelí, llamada también “Guerra del Sinaí” que se prolongó entre el 29 de octubre y el 7 de noviembre de 1956 (y que fue aprovechada por los soviéticos como telón para aplastar a la revolución húngara). En realidad, Francia e Inglaterra aspiraban a cortar la popularidad creciente de Gamal Abdel Nasser, presidente egipcio, en todo el mundo árabe. Cuando las potencias occidentales se negaron a financiar la construcción de la presa de Assuán (tras haberse comprometido), Nasser respondió nacionalizando el canal de Suez por donde, en aquella época, circulaba el mayor flujo de petroleros que seguían la ruta del Golfo Pérsico al Mediterráneo.

En combinación con los paracaidistas anglo–franceses, las tropas mecanizadas judías ocuparon la península del Sinaí. El 5 de noviembre la ONU dispuso el alto el fuego y posteriormente ordenó la retirada israelí de Gaza y del Sinaí, mientras que los EEUU se desentendían de la operación y la URSS amenazaba a Francia e Inglaterra con “armas modernas de destrucción” en caso de que se negaran a retirarse de la zona. Al hacerlo unas semanas después, ambos países quedaron apeados completamente de Oriente Medio. Anthony Eden dimitió como primer ministro inglés y las opiniones públicas de ambos países comprendieron que habían dejado de ser fuerzas hegemónicas, no solamente en Europa, sino en todo el mundo.


Si bien en la primera conferencia de Bandung, no había asistido ningún país iberoamericano, en la de Belgrado ya estaba presente Cuba. Pero éste país, poco a poco fue concibiendo un proyecto apoyado por la URSS: la creación de la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (OSPAAAL), fundado en 1966 y surgida de la Primera Conferencia Tricontinental celebrada en La Habana. A pesar de sus ideales humanitarios y pacifistas, destinadas a cultivar una imagen democrática y tolerante, lo cierto es que la OSPAAAL participó decididamente en todas las guerrillas que surgieron especialmente en Iberoamérica durante los años 60 a imitación de la experiencia cubana. El símbolo mismo de la organización era elocuente: un globomundi acompañado de un brazo armado con un fusil...

En realidad, el gobierno cubano, inicialmente nacionalista, luego neutralista y, finalmente, alineado con la URSS, había surgido de una experiencia guerrillera irrepetible. Los “barbudos” de Fidel Castro, realmente, estuvieron aislados en la montaña durante la mayor parte de tiempo que duró la campaña, mientras que el peso del deterioro del gobierno del general Batista, tenía lugar por presión en las ciudades y, especialmente, por parte de las movilizaciones estudiantiles. Una vez en la Habana, los propios guerrilleros se fueron autoengañando sobre su papel en el conflicto, magnificándolo e induciendo al error a toda una generación de militantes de la izquierda iberoamericana, cuyas guerrillas nunca llegaron a prosperar y prolongarse en el tiempo (salvo quizás en Colombia y por razones muy diferentes). Pero, poco después de la llegada de Castro a la capital cubana, se creía (y aquí los intelectuales occidentales tuvieron también su parte de culpa, teorizando absurdos y magnificando estrategias que apenas conocían por los folletos de propaganda difundidos por los consulados cubanos) que el desarrollo de “focos guerrilleros” podían desencadenar movimientos rurales capaces de tomar el poder, aunque no existieran “condiciones objetivas” para ello: la guerrilla, por su mera presencia, creaba tales condiciones (Regis Debray)…