miércoles, 28 de noviembre de 2018

365 QUEJÍOS (209) – LA CONSPIRACIÓN DE LOS NECIOS


En los años 60 se creía que el “Estado del Bienestar” nos iba a convertir a todos en miembros de una clase media alta con acceso a cualquier bien de consumo, a la pequeña propiedad inmobiliaria y lo que entonces era el sueño español: casa propia espaciosa para tener unos cuantos hijos (¡qué menos que tres!), terrenito con la esperanza de construir un chalet, vacaciones en la costa, dos pagas dobles sin prorratear y 600 en el garaje… aquello nos parecía a todos al alcance de la mano. Era cuestión de tiempo y, cuando llegó la democracia, muchos pensaron: “Las hemos pasado canutas, pero ahora va a llegar el reino de la abundancia”. Todo resultó ser un sueño. Me quejo de que los sueños, sueños son (que diría Calderón) y, con cierta frecuencia, se transforman en pesadillas.

En 1959, España vivía todavía en la precariedad, pero la Ley de Inversiones Extranjeras abrió la puerta al capital que fluyó en bolsas, bancos e inversiones directas. De ahí el meteórico ascenso de la economía española en la década siguiente. Pero en 1973 todo se torció. La culpa fue de la cuarta guerra árabe israelí y del embargo petrolero que siguió. Los “30 años gloriosos” de la economía mundial se detuvieron en seco. Esto tuvo más importancia en España porque la oposición democrática desencadenó una oleada a huelgas, más por interés político que económico, pero el caso fue que encontraron eco en la masa laboral que empezaba a tener dificultades al ver que el precio de la gasolina del 600 se disparaba. Luego ya nada volvió a ser igual.

La transición se realizó con una inflación que en algunos momentos alcanzó el 30%, mientras las huelgas de los recién estrenados sindicatos horizontales seguían a ritmo acelerado. Dado que el país estrenaba “libertades políticas”, nadie recordó que las cosas empezaban a ponerse cuesta arriba: porque, desde el punto de vista económico la transición fue un desastre para las clases medias. Pero, entre acudir a mítines y manifestaciones convocadas por los nuevos tribunos, disfrutar del porno a buen precio servido en todos los kioscos y cines y hacernos a la idea de que todos, a partir de ahora, podríamos, no solamente ser concejales, diputados, senadores y presidentes del gobierno, y votar hoy, mañana y pasado, el país no estaba atento a lo que se le venía encima.


Los socialistas iniciaron el final de la faena taurina en la que se sacrificaría el toro de la clase media. Ansiosos por entrar en Europa y porque Europa financiara infraestructuras con el consiguiente desvío de fondos, en aquellos años la corrupción se hizo consuetudinaria al sistema político. Si antes bastaba con regalar un reloj o un Dupont al gobernador civil de turno, ahora, la nueva clase política exigía entre un 3 y un 5% del valor de las concesiones de obra pública entregada. En ocasiones más. Y una participación para el partido. Y otra para los firmantes y otra más para la “superioridad”. Así se hicieron las grandes fortunas del socialismo y del nacionalismo, a golpe de comisión. El problema fue que el PP llegó con hambre atrasada y todo él se convirtió en una gigantesca masa corrupta, corruptible y corruptora, sin redención posible.

Los años 80 pintaron mal para la clase media española, especialmente después de que los socialistas desmovilizaran a la sociedad civil o bien la comprar a bajo precio. Ni las asociaciones de vecinos, ni mucho menos las de cabezas de familia, las entidades cívicas, los ateneos y los centros culturales, el asociacionismo en general, expresiones habituales de la clase media por encima de los partidos, perdieron la iniciativa o se convirtieron en mansos borreguitos esperando cada año el reparto de subsidios. Nadie alertó sobre lo mal que se había hecho la “integración en Europa”. Como nadie alertó -al menos con capacidad para hacerse oír- sobre el disparato autonómico que ya, a mediados de los 80, se consideraba irreversible. Pero lo peor estaba por llegar: se llamaba neoliberalismo y globalización. Llegó cabalgando sibilinamente con la esperanza en que el fin de la época de la bipolaridad y de los dos bloques enfrentados generaría el “fin de la historia” y el triunfo de la democracia y con ella del bienestar en todo el mundo. Y lo que trajo fue deslocalización empresarial de Norte hacia el Sur y del Oeste hacia el Este y, en sentido contrario, inmigración masiva, de Sur a Norte y de Este a Oeste.

Aznar fue el primer presidente de la globalización. Su modelo económico basado en salarios bajos, compensados con el acceso fácil al crédito, impulso de sectores con bajo valor añadido (construcción y turismo), e inmigración masiva, constituyó la verdadera y gran catástrofe generada por los populares que se sumaba a la creada por los socialistas con motivo la entrada en la UE.

Aún quedaban la fase posterior de destrucción de los valores tradicionales de la clase media: trabajo, familia, estabilidad, educación, cultura… que corrió a cargo de un mentecato elevado a la presidencia gracias a las bombas del 11-M (ZP) y de un apático incapaz de actuar en dos frentes al mismo tiempo (Rajoy). Al actual okupa de la Moncloa y a sus sucesores lo único que les queda es gestionar subsidios para que la clase media se mantenga temerosa ante el umbral de la pobreza. Porque lo triste, lo verdaderamente triste, es que, no solo en España, sino en todo el mundo, el único grupo social que tenía número y preparación suficiente como para proponer cambios, idearlos y ponerlos en práctica, la clase media, que en un momento pudo aspirar a vivir como las clases acomodadas, ahora se enfrente al miedo, no ya a la “proletariación”, sino a descender más allá del umbral de la pobreza.

¿Conspiración? Me niego a pensar que en este país alguien puede conspirar para algo más que llenarse los bolsillos. Más bien lo considero como un signo de los tiempos y el resultado de la caída en picado que se produjo en la transición entre el franquismo (que en su última etapa no era más que una tecnocracia con escasas libertades) y la democracia. Fue en ese momento, cuando el poder cayó en manos de cenutrios ambiciosos y sin escrúpulos. Como máximo fue la conspiración de los necios.