martes, 13 de noviembre de 2018

365 QUEJÍOS (195) – LA BARCELONA DE LOS NARCOPISOS


No puedo renunciar a haber nacido en Barcelona, pero sí que hará ya casi veinte años renuncié a vivir en Barcelona. La única vez que acudía con la familia a un oficio religioso, era en la Misa del Gallo de la noche de Navidad, en la Catedral. Más por tradición que por otra cosa. El último año (debió ser el 2001) fue terrible: primero, recorrer con mis hijos, las Ramblas por la noche, daba una sensación de absoluta inseguridad: el paisaje de la ciudad había cambiado hasta lo irreconocible. Las Ramblas ya no eran ese lugar en el que se podían mirar libros en los kioskos, animales domésticos un poco más allá y elegir un ramo de flores o una prosaico sobre de semillas; se había convertido en un lugar sórdido, con miradas hurañas y esquivas de gentes que sabías que te escaneaban para saber lo que podían robarte. Era la noche de Navidad, pero los choros llegados de todo el mundo, parecían celebrar un congreso en la que fuera gran arteria turística de la ciudad. Y luego, para colmo, al subir por las escaleras de la Catedral oído detrás de mí una carraspera con pollo y todo, me vuelvo y era él: el jefe del gang de los Pujol, tal como lo pintaban los imitadores, tosiendo y expectorando mucosidad. En ese trance hay que asegurarse de que uno tiene bien controlada la cartera.

Pero lo peor estaba por llegar: la homilía del obispo de Barcelona, fue alternando catalán y castellano, por deferencia a unos o a otros y eso me pareció bien, pero la alocución me indicó dónde estábamos llegando: nos contó que la Iglesia había asumido la tutela de los “nuevos pobres”, los inmigrantes y que esa misma mañana, el obispado había ofrecido una comida a varios cientos de inmigrantes a la que siguió un acto religioso… al que, añadió el pobre obispo, la mayoría no asistieron, optando por seguir en el comedor. Pero ¡qué importaba! Si la llegada hasta la Catedral había supuesto algo así como el “descenso del río Congo” tal como lo describe Conrad en El corazón de las tinieblas, el retorno se convirtió en algo intranquilizador. Fue la última vez que asistía a una Misa del Gallo con mi familia en Barcelona.

Pocos días después dejé ciudad. En las veces siguientes que he regresado, sin excepción, cada vez más, he ido viendo cómo se degradaba el paisaje urbano, como desaparecían todos los lugares comunes que los barceloneses mayores de 50 años podíamos albergar en el recuerdo y, sobre todo, como la vida urbana se hostilizaba progresivamente. Si los años del pujolismo provincianizaron a Barcelona, si el intento de convertirla en “ciudad fashion” de Europa se quedó en agua de borrajas y si el proceso soberanista ha terminado de hundir a la ciudad (por que en Cataluña no hay gobierno desde hace años, más allá del reparto de comisiones, y de la permanente campaña soberanista), Barcelona hoy es “causa perdida”. Y aun le queda por decaer mucho más.

Así está el patio. Entre los males incomprensibles que han afectado a la ciudad en los últimos tres años, la epidemia de los narcopisos es, de todas, la más inconcebible. Resumimos: un buen día, un piso vacío es ocupado por una banda de narcotraficantes que lo utilizan como base para su distribución: los yonkis llegan al edificio, llaman al piso, comprar heroína, aprovechan el escaso tránsito de la escalera y se la meten en vena allí mismo. Les importa un pito vecinos, niños que puedan pasar: el chute es lo primero. Y ahí que se chutan. Los vecinos, claro está lo denuncian y los Mossos toman nota… La legislación garantista exige que se respeten los derechos de los okupas, así que pasan meses y meses antes de que un juez autorice -cuando se ha comprobado “fehacientemente” que el narcopiso es, efectiva e indubitablemente, un narcopiso- a la policía a entrar.

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Los gobiernos municipales que se vienen sucediendo en los últimos quince años, a cual más torpe e inepto (la Colau es sólo el remate extremo de una gráfica de indigencia intelectual y de falta de autoridad), habían dejado que toda la sordidez y la delincuencia de la ciudad se concentrara, principalmente, en el Raval: a fin de cuentas, allí estaba el “Chino” y los barrio, “extramuros” de la ciudad, que desde la Edad Media había recibido a todos los réprobos y denostados por los barceloneses que vivían “intramuros”. La apertura de la Rambla del Raval y su promoción como “espacio multicultural”, hizo que algunos pobres diablos comprar viviendas nuevas a precios desmesurados, creyendo que sería una nueva zona de atracción. Y efectivamente, así ha sido: de atracción de la delincuencia y de pereza de la corporación municipal.

Porque no se trataba sólo de “sanear” la ciudad creando infraestructuras y mejorando las existentes, creando bibliotecas, piscinas y demás. Se trataba, sobre todo, de alejar a la delincuencia que había anidado en la zona: y era fácil, porque, a diferencia de la delincuencia de otras épocas que había residido allí, la de ahora pertenecía mayoritariamente a contingentes de inmigración ilegal. Era fácil presionar al ministerio del interior para que, simplemente, realizara expulsiones masivas de delincuentes. Nadie, salvo SOS Racismo, hubiera protestado. En lugar de ello, el obispo les dio la sopa boba, el ayuntamiento subsidios y subvenciones, pensando -¿pensando?- ingenuamente que eso bastaría para desactivar la delincuencia. Ocurrió lo que el sentido común dice que ocurre cuando disminuye la presión contra la delincuencia: que crece exponencialmente. Y eso fue lo que ocurrió con los narcopisos, que en los últimos meses se habían extendido por Sans, por Hostafrancs y, finalmente, por la Esquerra del Eixample.

Yo vivía cerca de la calle Villarroel. Era una zona donde todos los que vivíamos éramos de clase media. De niños, podíamos jugar en la calle, sin ningún problema y sin que nuestros padres se inquietaran. No es que todos los chicos del barrio nos conociéramos pero si que nos teníamos visto. Íbamos además a los mismos cines de restreno, luego, frecuentamos los mismos bares. La ciudad era estable. Se construía en los solares vacíos, pero los nuevos inquilinos eran como nosotros. Hoy, leo que los “mossos” han entrado en dos pisos de la calle Villarroel y ha registrado otros narcopisos del Raval, Poble Sec, Nou Barris… La Vanguardia dice que los pisos “estaban regentados por la misma banda”. Supongo que hoy, todos estarán en libertad, como están en libertad la mayoría de los 14 detenidos acusados de agredir sexualmente a una chica y apuñalar a su compañero. Dice la noticia que a dos se les va a hacer la prueba para ver si son “menores de edad”. Cualquier persona o sistema justo, simplemente, los llevaría al consulado de Marruecos para que, mayores o menores, los repatriaran ellos mismos.

Se acercan elecciones: la Colau, no ha hecho los deberes. La decadencia ciudadana estos últimos años ha sido tan absolutamente visible que sería milagroso que repitiera como alcalde de Barcelona. Su campaña ha empezado: ¿cómo? Presionando ahora para que se desmonten los narcopisos que han ido naciendo como hongos bajo su mandato y ante los que no ha movido ni un dedo en TRES AÑOS… ¿Se puede ser más miserable? Por supuesto que se puede; de hecho, estoy seguro de que en los próximos meses lo demostrará…