jueves, 23 de junio de 2022

EL TIEMPO DE LOS FASCISMOS (3 DE 3): EL FASCISMO Y LA TÉCNICA

Todo esto nos lleva a percibir los fascismos que instalados en el tiempo de la Segunda Revolución Industrial y, por tanto, como una de las respuestas a los efectos más perversos de la misma. La otra respuesta fue el bolchevismo, pero, entre ambos existían profundas diferencias: los bolcheviques de todo el mundo (que pronto se convirtieron, a partir del IV Congreso del Komintern, en simples auxiliares de la política exterior de la URSS) querían alcanzar para su país el nivel de vida logrado en los EEUU. Los últimos escritos de Lenin al respecto son significativos y demuestran que el “modelo americano” era el tomado como referencia: producción y consumo, darían lugar a un elevado nivel de vida para el pueblo ruso. En cambio, los fascismos tendían a algo muy diferente: sus fundadores y sus primeros miembros eran “hombres modernos”, no solamente les interesaba integrar raíces y justicia social, sino que, además, estaban pendientes de los avances técnicos de su época. No es por casualidad que en todos estos movimientos se encontraban aviadores, incluso pioneros de los viajes trasatlánticos. Les gustaban los coches y la velocidad. Fueron grandes aficionados al cine en todos los casos y supieron integrar la radio como método de difusión de sus ideas e, incluso, en el Tercer Reich, realizaron transmisiones de televisión. Hitler fue el primer político en realizar una campaña electoral trasladándose de una ciudad a otra en avión. Es cierto que todos estos elementos eran propios de la época, pero lo interesante es constatar que solamente los fascismos supieron integrar estas técnicas con la acción de gobierno y que todos sus dirigentes estaban predispuestos a aceptar las innovaciones desde el mismo momento en que aparecían en el horizonte y, una vez en el gobierno, dieron prioridad a las vanguardias científicas: aviación a reacción, cohetería, elaboración de la primera pila de energía nuclear, arquitectura, bellas artes

En este sentido, los fascismos fueron regímenes “modernos”, nacidos en la Segunda Revolución Industrial, y que deliberadamente situaron a sus países en la vanguardia de la técnica, da la exploración (se interesaron por recorrer los lugares más apartados del planeta, desde el Tíbet hasta el Ártico) y de ciencias que, hasta ese momento, eran “alternativas” o estaban en pañales y en las décadas posteriores fueron desarrollándose (ecología, etología) . De no haber estallado la Segunda Guerra Mundial y haber resultado derrotados, la Tercer Revolución Industrial hubiera estallado una o dos décadas antes irradiando a través de los países fascistas. Los fascismos contribuyeron a estimular la creatividad y a generar un caldo de cultivo en el que, quien tenía algo que decir y un proyecto que realizar, encontraba los medios necesarios para llevarlo a cabo.

De hecho, si en la postguerra el neo-fascismo no fue capaz de recuperar el terreno perdido con la derrota de 1945 y jamás volvió a ser un movimiento con verdadero arrastre popular y soporte de masas (salvo en algunos momentos muy concretos), se debió, por supuesto, a muchas causas, pero entre las menos mencionadas y más notables, es que sus dirigentes ya no estuvieron en condiciones de “sintonizar” con las innovaciones técnicas que fueron apareciendo. Tardaron en incorporarlas a su arsenal político-propagandístico. Sus dirigentes no volvieron a aparecer en lugares relevantes como usuarios de nuevas tecnologías o como protagonistas de su impulso. Se diría que quedaron desconectados de las líneas de tendencia de las vanguardias científicas y culturales de su tiempo, cuando dirigentes del fascismo propiamente dicho, no solamente aparecían como sus usuarios de cualquier avance tecnológico, sino que, una vez en el poder, convirtieron las conquistas tecnolólgicas en políticas de Estado.

Detrás de esta inadecuación, lo que subyace es que los fascismos vencidos no consiguieron renovar su doctrina, ni encontrar grupos sociales, ni dirigentes carismáticos que estuvieran en condiciones de adaptar sus movimientos a las nuevas condiciones que iba generando la evolución del mundo. Poco a poco, la época en la que habían nacidos los fascismos fue quedando atrás. La propia evolución del mundo generada por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, implicó cambios en la estructura mundial del capitalismo: las corporaciones multinacionales constituyeron el desarrollo de las “sociedades por acciones” presentes desde los primeros momentos de la Segunda Revolución Industrial. El proceso de acumulación de capital prosiguió y en la fase siguiente, la especulación financiera fue ganando terreno a la inversión productiva.

No es por casualidad que lo que, en un número anterior de la Revista de Historia del Fascismo, hemos llamado “la gran crisis del neo-fascismo” (volumen LXXI, correspondiente a Septiembre-Octubre de 2021), estallara en los años 60: 15 años después del final de la Segunda Guerra Mundial se había demostrado que el ciclo “revolucionario fascista”, desde el arranque de su trabajo político hasta la conquista del poder, ya no sería breve como el que habían protagonizado Hitler y Mussolini. También resultaba evidente que no habían aparecido líderes con carisma suficiente para suplir a los fundadores históricos. Ni siquiera estaba claro a qué clases sociales iban a dirigir el mensaje los distintos movimientos neofascistas. Ninguna de las corrientes existentes tenía en cuenta la totalidad de los problemas que estaba afrontando la sociedad en aquellos momentos: unos se contentaron con lenguajes anticomunistas, mientras que otros se autoimponían como límite el ser partidos de “derecha nacional” que solamente aspiraban a apoyar gobiernos conservadores apoyando a la “derecha liberal”. Y luego estaban los “revolucionarios”, los “ultrarrevolucionarios” y los “hiperrevolucionarios” que parecían cada vez más desconectados de la realidad y tenían una irreprimible tendencia a creer en planteamientos cada vez más delirantes y minoritarios, pero que ignoraban por completo el concepto de estrategia política y solamente estaban en condiciones de unir tacticismo y mitomanía. En los años 60, los neofascistas en todo el mundo realizaron “experimentos nuevos” ante el fracaso de su andadura desde 1945 hasta 1960. El resultado fue, en todos los casos, negativo. Ya explicamos el motivo: aunque estos círculos hubieran contado con brillantes estrategias y líderes carismáticos, el problema era que, a partir de 1945, resultaba extremadamente difícil generar una estrategia de conquista del poder en el ámbito neofascista. No es que se equivocaran de estrategias, era que no existía ninguna estrategia que hiciera posible revivir la experiencia histórica de los fascismos.

A esto se unió otro problema: los años 60 fueron años de cambio en todo el mundo. Incluso a los sectores más lúcidos del neofascismo les costó interpretar los nuevos elementos que iban apareciendo en el horizonte y, cuando lo conseguían, ese fenómeno ya había pasado de actualidad y solamente una minoría había conseguido entender lo ocurrido. La historia se estaba acelerando, mientras que la capacidad de evolución del neo-fascismo se ralentizaba. Para encubrir ese retraso general del movimiento neo-fascista aparecieron sectores que optaron, simplemente, por asumir cualquier moda cultural que apareciera en el horizonte: bastaba con que fuera lo suficientemente provocativa y llamara la atención. En la RHF-LXXI que hemos mencionado, la hemos aludido a la “fiebre maoísta” y, posteriormente, a la “fiebre guerrillera” que acudió a los ambientes más marginales del neo-fascismo de los 60 y 70. Pero ya era imposible de recuperar la iniciativa y, habitualmente, cuanto más marginal era un movimiento político y más reducida era su clientela, el maximalismo y el narcisismo eran su compañía inseparable.

En el momento en el que Texas Instruments lanzó el primer transistor de silicio difundido comercialmente, Occidente empezó a cambiar. Era 1954. Inicialmente, sólo estuvieron presentes en determinadas manufacturas, pero diez años después, el invento no dejaba de perfeccionarse e integrarse en más y más circuitos. Un joven ingeniero, director de los laboratorios Fairchild Semiconductor (una rama del holding creado por Sherman Fairchild, todas ellas directamente vinculadas a la industria militar), Gordon Moore, observó que cada año la complejidad y potencia de los circuitos integrados y, por tanto, sus transistores, duplicaban su potencia y se abarataban. Estableció una primera ley que modificó en 1975, previendo dos años para cada duplicación de la potencia de los chips –circuito electrónico de silicio que combina en su interior pequeños transistores y otros componentes producidos por fotolitografía- con el abaratamiento de su coste. Moore fue uno de los fundadores de la compañía Intel, cuyo Intel 4004, lanzado en 1971, contenía 2.300 transistores. Cincuenta años después, el Graphcore MK2, contiene 60.000 millones de transistores… Lo que va de uno a otro, es la distancia entre la Tercera y la Cuarta Revolución Industrial.

Un mundo nuevo empezó a nacer a finales de los años 70: el de la microinformática. A la mutación de los 60, que fue, especialmente, una mutación cultural y supuso un cambio general de costumbres, sucedió la revolución tecnológica de los 80. La “revolución del silicio” había comenzado. El 12 de agosto de 1981 se lanzó el IBM PC. No era barato, pero el desarrollo de diversos productos de software que permitían reducir costos y tiempos a las pequeñas y medianas empresas y, por lo demás, casi inmediatamente, la informática empezó a invadir los hogares. No se trataba de un ordenador especialmente volcado a las video-juegos sino que permitía aplicaciones profesionales. Pronto se convirtió en estándar del “ordenador personal”. Desde entonces, el PC, provisto de un sistema operativo MS DOS y luego de Windows hizo posible la primera revolución informática en el marco de la Tercera Revolución Industrial. Lo que algunos han llamado “la revolución wintel” (del software diseñado por Microsoft y del hardware de Intel).

Cada época, cada revolución industrial marca a fuego todos los elementos de carácter político, sociológico y cultural que nacen en su interior. Las vanguardias de la “revolución wintel” no llegaron solas: el neoliberalismo se convirtió en doctrina económica globalizada, el mundo comunista se volatilizó, la segunda revolución de las comunicaciones generó Internet (la primera, se había desarrollado durante la Segunda Guerra Mundial y contribuyó al “empequeñecimiento” del mundo). Los únicos programas políticos que sobrevivieron fueron los de la socialdemocracia y el liberalismo conservador, centro-derecha y centro-izquierda. Los partidos comunistas entraron en la marginalidad a partir de los primeros síntomas de debilidad de la URSS. Incluso el neo-fascismo tuvo que reconvertirse allí en donde existía: en Francia, el “fenómeno Le Pen” se orientó hacia un nacionalismo tradicional primero, más tarde hacia un populismo, y, finalmente, hacia un “realismo identitario” con Marine Le Pen; en Italia, el MSI pasó a ser “Alternativa Nazionale” y acentuar sus rasgos de “derecha nacional”, mutando su “neo-fascismo” por el “post-fascismo” antes de diluirse en el mix berlusconiano.

Eran intentos de reacomodarse a las nuevas situaciones que iban apareciendo. En otros lugares, el neo-fascismo no era lo suficientemente fuerte como para que tratara de adaptarse: simplemente prosiguió sin inmutarse hasta su extinción en países como España, sacudido por fenómenos que le fueron restando espacio político (como ocurrió con la irrupción de Vox en España, pero también con la Acción por Alemania que bloqueó las posibilidades de crecimiento del NPD), o bien logrando éxitos puntuales en momentos de crisis profunda (Amanecer Dorado en Grecia).

El tiempo del fascismo había quedado definitivamente atrás. Vale la pena, ahora, examinar, aquellas tendencias que consideraron, dentro del fascismo y del neo-fascismo, la irrupción del fenómeno de la técnica.