Claro está que había hijos de trabajadores entre los dirigentes
socialistas de todos estos países, pero lo esencial es establecer que los
programas y las estrategias fueron elaboradas por hijos de burgueses provistos
de una formación cultural muy por encima de los propios de la clase
trabajadora. Fueron estos intelectuales
quienes, para “enlazar” con la clase obrera se vieron obligados a relacionarse
con movimientos sindicalistas y reivindicativos, surgidos en las fábricas, de
donde procedieron los partidos de izquierda que estuvieron vigentes durante
todo el siglo XX y alguno de los cuales todavía sobrevive hoy.
Los mecanismos que habían hecho posible que miembros de la
burguesía acomodada se decantaran por la causa de las clases trabajadoras eran
muy diversos: de un lado, el ya mencionado miedo que sentían a la
“proletarización”; si esta se producía era
necesario que la clase obrera experimentara una mejora en sus condiciones de
vida. Se trataba de un mecanismo psicológico que resulta muy evidente,
especialmente, en los escritos fabianos. Otros de estos burgueses se
identificaron por el proletariado por simple resentimiento a los que eran de su
propia clase (las acusaciones de Bakunin a Marx y a Engels por este motivo
son elocuentes: trataba a ambos de “resentidos” y “profesionales del odio”). Y
luego estaban aquellos otros que habían asumido ideales humanistas y estaban
extremadamente sensibilizados con las malas condiciones de vida de las clases
trabajadoras. A algunos les enfurecía la situación sanitaria de los barrios
más pobres, a otros su indigencia cultural y educativa, los había que no podían
soportar las injusticias y los malos tratos a los que eran sometidos los
trabajadores por sus capataces, mientras los accionistas de las sociedades
anónimas miraban a otra parte.
Era esto último lo que indujo al fundador de Falange Española
cuarenta años después, a certificar que “el nacimiento del socialismo fue
justo”. Y si hemos traído esta frase de José
Antonio Primo de Rivera aquí es porque sintetiza y resume perfectamente el
criterio de todos los doctrinarios del fascismo y del mismo espíritu del
movimiento.
Mussolini, por ejemplo, había militado durante años en el
socialismo y su paso por esas filas no se limitó a ser un simple militante:
ocupó puestos de dirección. Hitler, por su parte, conocía de primera mano la
experiencia de la pobreza. Ambos, por lo demás, eran hijos de familias de clase
media baja, pero eran lectores empedernidos, autodidactas, que no desdeñaban
ninguna ocasión para absorber conocimientos y forjarse ellos mismos ideas
propias sobre lo que está sucediendo en los primeros años del siglo XX. Se
vieron afectados por el mismo miedo a la “proletarización” que experimentaron
todos los doctrinarios de la izquierda. De no haberse producido la
revolución de 1917 en Rusia y las oleadas bolcheviques sobre Europa del Este en
el período 1918-1923, es incluso posible que hubieran militado en formaciones
de izquierda. Pero lo que vieron, tanto en Rusia como en Alemania y el caos
que se instaló en Europa Central especialmente en 1919-22, les convenció de la
necesidad de romper con el “socialismo marxista”. Antes de esa fecha, para
ellos, el enemigo eran los “grandes capitalistas” y los “señores del dinero”. A
partir de percibir las masacres que estaban ocurriendo en Rusia, los efectos de
la “revolución húngara” de Bela Kuhn, el caos que se instaló en Alemania, con
la “revolución de los consejos obreros” en Baviera, la insurrección de los “espartaquistas”
en 1919, los distintos alzamientos bolcheviques hasta 1922 y, sobre todo, al
identificar la acción de la izquierda como uno de los factores que llevó al
hundimiento de los frentes alemanes, de enero a noviembre de 1918, les
convenció de la necesidad de añadir a la búsqueda de la “justicia social”, otro
elemento. Lo encontrarían en los “valores nacionales”. Y, de ahí, era
inevitable que derivaran otras interpolaciones ideológicas: el antisemitismo,
en la medida en que identificaron a los dirigentes de la izquierda comunista y
socialistas de la época, en toda Europa, como de “origen judío” (a decir
verdad, lo eran), el anticomunismo (en Alemania, los núcleos socialistas y
espartaquistas fueron considerados como los principales actores de “la puñalada
por la espalda”). Formados por excombatientes que habían luchado durante cuatro
años bajo la bandera de su patria, identificaban en ésta, los “valores
nacionales” que había que defender y restaurar a la vista de que los “regímenes
parlamentarios” habían sumido a las naciones en el ciclo parlamentarismo –
corrupción – caos – elecciones… Había surgido, en el seno de la Segunda
Revolución Industrial, un movimiento nuevo: los fascismos que, además de buscar
“justicia social”, aspiraban a la “integración nacional”, por encima de las
clases sociales; defendían que el Estado era la encarnación jurídica de la
nación y, por tanto, la defensa de la integridad y salvaguarda del nivel de
vida de los ciudadanos, dependía del Estado. Y que el Estado y el Pueblo,
considerado como una unidad por encima de las clases sociales, debían de ser
“fuertes”, “unidos” y trabajar para realizar el “destino nacional”. Con ligeras
variantes y añadidos, los fascismos irradiaron en todo el mundo, obteniendo
adhesiones crecientes en el período 1928-1939.
Los fascismos nacieron como respuesta a las injusticias del
capitalismo (que, en grandísima medida, sus dirigentes habían experimentado en
su propia piel) y a las brutalidades del bolchevismo. Pero, pronto descubrieron la imposibilidad táctica de combatir
en dos frente al mismo tiempo. La alternativa era: o se aliaban con la
derecha conservadora para combatir a la izquierda, o lo hacían con esta última
para desalojar del poder a la derecha. Allí donde el fascismo tuvo éxito, se
impuso la primera opción. En realidad, Hitler realizó un hábil cálculo
estratégico. Dividió al mundo no-nacional-socialista en dos fracciones: el
“enemigo principal” y el “enemigo secundario”. A partir de aquí, la mecánica
era simple: aliarse con el segundo, para combatir al primera. Liquidada esta
fase, se trataba de deshacerse el “enemigo secundario”. El fascismo alemán fue
quien más brillantemente aplicó esta estrategia “gradualista”: al no poderse
realizar la “revolución nacional-socialista” en una sola fase, era preciso
descomponer este proceso en tramos sucesivos, como si se tratara de subir por
una escalera: en el peldaño inicial se encontraba Hitler al salir de la cárcel
tras el frustrado golpe de Estado de noviembre de 1923. El primer peldaño fue
la reconstrucción del NSDAP, operada entre 1926 y 1927. El segundo fue iniciar
el coqueteo con la derecha y, concretamente, con el sector más interesante, el DVNP
(Partido Nacional del Pueblo Alemán) una formación conservadora de
extrema-derecha, cuyo interés no era su fuerza, ni su programa, ni siquiera sus
objetivos, sino el hecho de que su dirigente más característicos, Alfred
Hugenberg, fuera el propietario de una cadena de prensa, el Grupo Hugenberg,
que controlaba el 50% de la prensa alemana de la época y buena parte de la
industria del cine a través de la UFA. Durante la campaña realizada
conjuntamente por el DVNP y el NSDAP para la celebración de un plebiscito contra
el “Plan Young” en 1928-29, Hitler apareció por primera vez en todos los medios
de comunicación del Grupo Hugenberg publicados a lo largo de todo el país. De
ser el líder local de un partido desintegrado y presente especialmente en
Baviera (como era el NSDAP antes de noviembre de 1923), pasó a ser un personaje
conocido en toda Alemania, mucho más carismático que los dirigentes del DVNP y
con un programa más realista y claro.
Hugenberg, cuya fortuna hacía estado relacionada con la Casa Krupp, participó en el primer gobierno de Hitler como “ministro de agricultura y alimentación”. Renunciaría pocos meses después, en junio de 1933, siendo sucedido por Walter Darré, mucho más popular y carismático entre los agricultores. La izquierda comunista, con su habitual esquematismo maniqueo, durante muchos antes (entre 1929 y junio de 1933), difundiendo la visión, absolutamente increíble e inverosímil, de que Hitler era un “títere” de Hugenberg y que, en realidad, la Casa Krupp era quien decidía, primero, los destinos del NSDAP y luego, tras el nombramiento de Hitler como jefe de gobierno, dirigiría ¡a través de Hubengerg!, el Tercer Reich. Un desenfoque así era el tributo a la idea de que la burguesía y el proletariado estaban en guerra y que los representantes de los primeros, la industria monopolista, siempre estaban en la dirección del Estado allí donde no se había producido la toma del poder por los bolcheviques.