viernes, 4 de junio de 2021

MEMORIA HISTÓRICA: EL SEXO QUE LLEVO AL TERCER REICH

La República de Weimar fue uno de esos momentos estelares en la historia de la humanidad en la que en apenas unos años se produjo una gigantesca eclosión científico-político-cultural en la que lo mejor se juntó con lo peor y que, finalmente, predispuso a una mutación total y radical que llevó al III Reich. Las bases de este impulso, por supuesto, existían antes de la I Guerra Mundial pero las condiciones de inestabilidad, tensión, crisis permanente, agitación e inseguridad que aparecieron después (y en cierto sentido se mantuvieron a lo largo de toda la conflictiva vida de Weimar) parecieron favorecer a este movimiento de renovación uno de cuyas columnas centrales fue la modificación de los hábitos sexuales, tema que vamos a tratar en este artículo.

 

Cuatro años de guerra habían modificado profundamente la forma de ver la vida, el mundo y la sexualidad por parte de los jóvenes. Muchos de ellos habían caído en los frentes sin conocer los placeres del sexo. La guerra demostró a todos la impermanencia de lo humano, su fragilidad y la necesidad de vivir intensamente y sin tiempos muertos o de lo contrario, en cualquier momento un fragmento de metralla, una ráfaga certera o un disparo perdido podrían interrumpir banalmente la existencia. En los cerebros de toda una generación se habían producido inevitablemente estos pensamientos durante su tiempo de permanencia en las trincheras, en los hospitales del frente o durante los breves permisos en la retaguardia. Si la vida es breve, y todo es “vanidad de vanidades”, pasajero y puntual ¿por qué no disfrutar de los placeres de la vida “sin trabas y sin tiempos muertos”?

El problema era que el “antiguo régimen” se caracterizaba por un recato y unas actitudes pacatas que no dejaban mucho margen para vivir intensamente la sexualidad. Gozar no estaba bien visto. Así pues, hubo que esperar hasta noviembre de 1918 para que el shock de la derrota descompusiera los fundamentos de la sociedad y fuera posible vivir la sexualidad de otra manera. Una de las primeras consecuencias de la caída del Káiser fue la abolición de la censura. Entonces irrumpió la modernidad y esto implicaba, fundamentalmente dos cosas, apreciar la “libertad individual” (aceptar la democracia formal como la mejor forma de organizar una sociedad) y “vivir intensamente y sin inhibiciones el sexo” (rechazar cualquier cortapisa al principio del placer).

Algunos “reformadores sexuales” que aparecieron en los primeros años de la República introdujeron otro elemento en la ecuación: la sexualidad se vivía individualmente pero también dentro del marco de la sociedad, por tanto, había en ese impulso algo que trascendía lo privado y que, por tanto, debía tener una dimensión social. Y, por curioso que pueda parecer, esta opinión apareció en la derecha, en el centro y en la izquierda, como veremos.

En la izquierda esta idea se extendió de la mano de socialdemócratas con Hirschfeld (fundador del Instituto de Investigaciones Sexuales) como entre los comunistas con Wilhelm Reich. A pesar de la tradicional austeridad en materia sexual del Partido Comunista (KDP) que consideraba oficialmente que determinadas formas de sexualidad eran “residuos pequeño-burgueses”, en ese entorno apareció el Movimiento para la Reforma Sexual cuyo lema era “Tu cuerpo te pertenece”. Mientras la derecha (Theodor Hendrich van Welde, autor de tres gruesos volúmenes dedicados a una vida sexual placentera y ordenada el primero de los cuales se titulada El matrimonio ideal) se limitaba, en su habitual conservadurismo, a procurar extraer el máximo placer dentro del matrimonio, la izquierda solía aludir a la “miseria marital”, a la “crisis de la familia” y a la “miseria sexual”.

La guerra había provocado un desequilibrio sociológico en la sociedad alemana: en 1925 existían 1075 mujeres por cada 1000 hombres. Para colmo, la crisis de la superinflación que apareció a principios de los años 20 y que se reavivaría con la crisis mundial de 1929, generó el que las tasas de natalidad fueran extremadamente bajas, las más bajas de toda Europa en 1933, apenas 14,7 nacimientos por cada 1.000 habitantes. El 25% de los berlineses, ni tenía hijos ni quería tenerlos voluntariamente y para ello utilizaban entre 80 y 90 millones de preservativos al año. Por si esto fuera poco, el número de abortos ilegales pasó a ser de 1.000.000 anual sobre 32.000.000 de mujeres. El hecho de que buena parte de estos abortos se realizaran en condiciones higiénicas lamentables que provocaban la muerte de entre 4.000 y 12.000 mujeres al año, mientras otras 50.000 sufrían problemas de salud relacionados con la intervención.

La homosexualidad que hasta ese momento había estado contenido y era prácticamente invisible aumentó, aunque no se dispongan hoy de cifras seguras. Hirschfeld, uno de los gurús socialdemócratas de la sexualidad de Weimar, recomendaba prácticas sexuales imaginativas incluidas la homosexualidad. Incluso los “reformadores sexuales” de derechas, decían creer en el matrimonio, pero no en la monogamia. Para estos, las relaciones sexuales prematrimoniales debían mostrar si la pareja se “acoplaba” bien y, cuando lo habían comprobado, se trataba de obtener el máximo placer en el interior de la pareja. La izquierda, por supuesto, iba mucho más allá. Wilhelm Reich, que en aquel momento compartía las doctrinas psicoanalíticas de Freud, sostenía que la “represión” sexual había destrozado la estabilidad mental de los trabajadores y que la única terapia consistía en adoptar una vida sexual gratificante pues, según él, la “represión” era el recurso del capitalismo para paralizar y contener a la clase obrera. Si ésta quería ser dueña de su destino debía proceder, no solamente a una “liberación de clase” mediante la revolución proletaria, sino también a la terapia psicoanalítica. La primera aboliría la represión de clase que la burguesía ejercía sobre el proletariado, la segunda llevaba a la “liberación sexual”.

La sociedad alemana –siguiendo la tesis de Freud- había experimentado durante la guerra el principio del Thanatos (de la muerte) y solamente podía liberarse absorbiendo hasta las heces el principio del Eros (del placer). Theodor Hendrick, el teórico de la sexualidad marital de derechas, reconocía que la familia era la célula básica de la sociedad, pero, al mismo tiempo que el matrimonio podía llegar a ser para algunos un infierno. La clave de la vida feliz –u él estaba convencido de que la felicidad en el matrimonio existía- consistía en reconducir la sexualidad hacia el paraíso. En sus investigaciones había observado que muchas mujeres casadas no experimentaban ningún placer en las relaciones con sus maridos y que estos también habían caído en el aburrimiento y la rutina recurriendo a prostitutas, amantes o simplemente a la masturbación y se decía que la clave para una relación duradera era que ambas partes, marido y mujer, obtuvieran placer.

Hendrick, como decíamos, era un liberal de derechas y por tanto veía cierta relación “jerárquica” en la pareja: el marido, decía, debía ser el “educador” de la mujer, de su propia mujer y debía de darle la mano para recorrer con ella el camino que llevaba al placer. Confiaba, como todos los “terapeutas sexuales” de Weimar que la ciencia era quien debía marcar el camino hacia el placer teniendo en cuenta las características fisiológicas de las partes y las técnicas más adecuadas para dar placer. El orgasmo simultáneo marcaba la cima de la perfección de las relaciones maritales. Había observado que la culpa de que muchas mujeres no experimentaran placer en sus relaciones sexuales era por la tensión que les ocasionaba el coitus interruptus, unido a que los maridos no sabían utilizar las “técnicas sexuales”. Y allí estaba Hendrick y demás “reformadores sexuales” para difundir con su verbo misionero la buena nueva de una sexualidad sana y placentera.

Muchos de ellos creían que la respuesta a los males de la sexualidad occidental vendrían resueltos por las ideas recogidas por antropólogos y sociólogos entre las tribus primitivas o los aborígenes del Pacífico (estudiadas a través de los trabajos de Malinovsky), otros pensaban que había que recurrir a refinamientos orientales (el Kama-Sutra acababa de ser traducido y también había llamado la atención de la sociedad alemana anterior al conflicto bélico el descubrimiento de la institución japonesa de las Geishas o las prácticas sexuales árabes o propias del sudeste asiático. No solamente la mujer debía de aprender determinadas técnicas para dar más placer al varón, sino que éste debía hacer otro tanto, modificando sus hábitos y considerando que el placer no era cosa de uno, sino de dos, puntos en los que coincidían todos los “reformadores sexuales” de Weimar era en creer que el Estado debía de tomar cartas en el asunto.

Fue durante la República de Weimar cuando se introdujo la idea de que era necesario que existiera una educación sexual en las escuelas. A través de la educación sexual el Estado debía recomendar prácticas sexuales que llevaran a la felicidad individual y conyugal. Este planteamiento quedaba todavía más reforzado por el hecho de que en los años 20 las enfermedades venéreas y las psicopatías sexuales se habían enseñoreado de la sociedad. Sin excepción, todos estos problemas eran tratados en la amplia literatura que se generó a derecha e izquierda en la República de Weimar. La izquierda, por supuesto, insistía resaltando las dificultades económicas que encontraba la clase obrera en el ejercicio de una sexualidad placentera. La derecha, por su parte, buscaba contener el placer en el interior de la célula familiar. Sin embargo, la diferencia entre unos y otros consistía en que entre los medios de la izquierda, existían muchas mujeres que se habían sumado al movimiento, mientras que en la derecha el movimiento era algo protagonizado solamente por varones.

La sífilis estaba extraordinariamente extendida y era solamente una de las muchas enfermedades sexuales que transmitían las prostitutas (y de ahí se extendía a toda la sociedad); la impotencia también era el pan de cada día. La pauperización de la clase obrera contribuía a aumentar su miseria sexual. Viviendo en barrios hacinados, dentro de pisos minúsculos en los que era imposible disfrutar de una sexualidad plena unido a la falta de intimidad, con las mujeres constantemente embarazadas o trabajando fuera del hogar, la clase obrera parecía vivir una situación dramática que le impedía el acceso al placer. Por eso los “reformadores sexuales” de izquierda consideraban que la revolución sexual y la revolución social iban de la mano y que no podía darse una sin la otra.

Los medios de comunicación weimarianos también pusieron su granito de arena a la hora de definir una nueva sexualidad. Las varias decenas de títulos de la cadena de prensa Ullstein (sobre la que Arthur Koestler en sus memorias da abundantes datos en la medida en que desde muy joven fue uno de sus corresponsales) crearon el arquetipo de la imagen de la “mujer moderna” que tanto habría de influir posteriormente en toda Europa. Hay que decir, que los propietarios de cadena fueron muy criticados por el NSDAP en la medida en que eran judíos alemanes.

El ideal femenino weimariano: la “mujer moderna”

La “mujer moderna” tenía unos rasgos taxonómicos inequívocos: era atractiva, esbelta, la práctica del deporte (especialmente del tenis y la natación) le proporcionaban un cuerpo atlético y atractivo; ya no lucía melena recogida, sino un pelo corto casi varonil. Carecía por completo de instinto maternal o al menos las publicaciones de los Ullstein no se lo atribuían. El arquetipo, abundantemente fotografiado en los magazines ilustrados, mostraba inevitablemente a una mujer de clase media o acomodado, que trabajaba fuera del hogar en el mundo de la cultura o en oficinas y que no tenía inconveniente –importante novedad en la época- en salir sola o bien en grupo de mujeres. Tenía independencia económica y recurría a hombres solamente cuando experimentaba la necesidad del contacto. Políticamente era progresista o “centrista”. Creía en la democracia traída por la República y en la igualdad de derechos con el varón. 

Naturalmente, el arquetipo era una falacia que correspondía solamente a unos pocos miles de mujeres. En su mayoría la mujer weimariana distaba mucho de este ideal y del arquetipo pintado en las publicaciones de la cadena Ullstein que correspondía al ideal de la “mujer moderna” de derechas. Ciertamente, la mujer se había incorporado al mundo del trabajo durante la guerra europea, pero en 1925 una estadística demostró que a pesar de que un tercio de las mujeres alemanas trabajaba por cuenta ajena, habitualmente en fábricas insalubres o en oficinas, casi siempre lo hacía en puestos subalternos y percibiendo unos salarios extraordinariamente bajos. Esto permitió que los comunistas construyeran otro arquetipo de su “mujer ideal” de izquierdas.

Ésta era una mujer que no se cuidaba tanto de su apariencia externa. Solía vestir mono de trabajo y se la representaba manejando la cuba de un alto horno o cuidando de una máquina industrial. Si la mujer de derechas se peinaba “a lo garçon” y utilizaba prendas masculinas (pantalones y americanas estilizadas), la mujer de izquierda también incorporaba a su imagen el mono propio de los trabajadores y el pelo recogido. La mujer de izquierdas se presentaba en las publicaciones comunistas como comprometida con la causa del proletariado, a diferencia de la mujer de derechas que apenas lo estaba con la de Weimar y la democracia republicana. En Weimar no se inventó lo “bisex”, pero si apareció una tendencia a asimilar mujer a varón en su imagen externa.

El ideal de belleza masculina

¿Y cómo era el arquetipo del varón weimariano? También aquí se produjo otra novedad. Mientras que hasta ese momento nadie se había atrevido a hablar de la belleza masculina” y cualquier cosa que supusiera el que el varón se cuidaba de su aspecto físico, era considerado como sospechoso de homosexualidad o, lo que era lo mismo en la óptica de la época, de debilidad, lo cierto es que distintas publicaciones del período weimariano no dudaron en difundir un ideal de belleza masculina que interesó algo más a la derecha que a la izquierda. Y es que los ideales de la belleza masculina eran tipos habitualmente identificados con la óptica de derecha.

Stephan Zweig se sorprendía de que en apenas 15 años (desde principios de siglo hasta el final de la I Guerra Mundial) la sociedad alemana hubiera cambiado tanto. Recordaba sin ninguna nostalgia especial bien es cierto a las mujeres encorsetadas, utilizando canesús y miriñaques que recorrían los barrios acomodados alemanes en 1905 y las comparaba con la “mujer moderna” que parecía recorrer la Unter den Linden en 1920. Era todo el símbolo del tiempo nuevo que había sustituido a la vieja Alemania decimonónica. Esta visión era suficiente como para que Zweig se reconfortara pensando que todo estaba cambiando.

Los dolores de la guerra y el trauma de la derrota habían exorcizado todo lo que el Antiguo Régimen parecía representar. Además habían aparecido medios de comunicación nuevos e incluso los ya existentes como la prensa se beneficiaban de la incorporación de ilustraciones cada vez más perfectas que exhibían arquetipos de la belleza femenina y también masculina. La fotografía y el cine (que en Weimar adquirieron un desarrollo extraordinario) contribuyeron a esta renovación de la estética masculina y femenina. Pero también el auge de los deportes (que siempre había estado presente en Alemania desde el último tercio del siglo XIX) y entre ellos del boxeo que mostraba cuerpos desnudos y rostros sudorosos de varones agresivos. Además, habían llegado de los EEUU en los furgones de los vencedores, nuevos ritmos (el jazz, el fox, el charlestón…) que obligaban a los cuerpos a moverse y adoptar posturas y gestos que encerraban contenidos eróticos. Las bailarinas de revista, tan habituales en los miles de cabarés berlineses –a imitación de las hileras de coristas del Cotton Club neoyorkino- parecían responder muy bien al espíritu de la época, pero también a las tradiciones prusianas de disciplina. Tal como observó el filósofo y sociólogo Sigfried Kracauer, aquellas coristas no eran sino una deformación del arquetipo prusiano: iban de uniforme (quizás no con galones y guerra, sino con corpiños y mallas), evolucionaban en el escenario como una tropa en formación y, para colmo, tenían tendencia a levantar sus piernas uniforme y rítmicamente como si estuvieran desfilando al paso de la oca. Militarismo prusiano y sexualidad norteamericana confluyeron en los escenarios weimarianos y explican quizás porqué aquella época marcó el paraíso de la revista, los espectáculos de cabarets y la aparición de los primeros locales similares a nuestras actuales discotecas.

La guerra había dejado miles de minusválidos recorriendo las calles alemanas. Antiguos soldados del frente a los que las balas y la metralla enemiga había amputado piernas y brazos, cuyos rostros estaban deformados por el fuego, las heridas o las quemaduras, eran un penoso espectáculo que estaba presente día a día en las calles de la República y en todos sus barrios. Nadie podía huir de aquella realidad, pero si enmascararla refugiándose en el concepto de belleza idealizada que se pretendía encontrar en las salas de fiestas, en los espectáculos y en los medios de comunicación. Por tanto, no puede extrañar que incluso la “belleza masculina” estuviera presente en Weimar y en sus medios de masas.

Los Ullstein explotaron este filón que sabían que atraería a lectoras. Los actores a lo Paul Richter (que entre otros filmes había encarnado al Sigfrido de Die Nibelungen Fritz Lang) encarnaban un ideal “germánico” de belleza masculina que se complementa con la de deportistas como el boxeador Max Schmelling, considerado como un derroche de masculinidad agresiva que volvía locas a las “mujeres modernas” de la época (y a algunos hombres…). Schmelling (que luego sería paracaidista de la Luftwaffe durante la guerra y su imagen difundida por la propaganda de Goebels, debió abandonar el boxeo a causa de haberse roto los tobillos en un salto durante la batalla de Creta), boxeador de éxito y campeón mundial de los pesos pesados, era el arquetipo del héroe y del luchador real que tanto agradaba a la derecha. Era además, el triunfador, la imagen de la nueva Alemania que se inició en Weimar y que el nacionalsocialismo exaltó hasta la saciedad especialmente en las Olimpiadas de Berlín y en las películas de Leni Riefenstahl.

El ideal masculino en Weimar mostraba a un hombre sereno, misterioso, repeinado, destilando encanto y sensualidad, elegante y directo, destilaba una mezcla de firmeza y ductilidad, decisión y virilidad. Así era Richte en sus filmes. En el otro extremo estaba Schmelling cuyas fotos sugerían fuerza, vitalidad, sudor, brutalidad, erotismo salvaje y poder. Entre ambos extremos discurrió el ideal de belleza masculina en Weimar.

El movimiento nudista

Hubo un hombre llamado Hans Surén. Era hijo de un capital del Estado Mayor y él mismo ingresó en el ejército. En 1905 había alcanzado el grado de teniente y fue uno de los primeros aviadores militares del ejército del Káiser. Antes de la I Guerra Mundial había sido destacado al Camerún en donde fue capturado por los ingleses pasando un cautiverio de tres años. Tras acabar la guerra siguió en el ejército y en 1919 tomó parte en los combates que tuvieron lugar en el sur de la URSS alcanzando el rango de mayor. Aprendió durante su período de prisionero de guerra la importancia del deporte para mantenerse en forma. Practicó remo, boxeo, lucha libre, esgrima, levantamientos de pesas y gimnasia sueca. Era un individuo austero que por las noches gustaba realizar atletismo desnudo en los campos. Cuando se casó en 1920 ya había asumido el nudismo como ideal.

Hacia 1924 ya tenía claro su programa de actividades para llevar a cabo una vida sana, natural y sexualmente plena y lo expresó en su obra Der Mensch und die Sonne, literalmente El hombre y  el Sol. Hay en ese trabajo algo de mística de los Wandervogel (los “pájaros errantes” que habían aparecido antes de la guerra en Alemania como movimiento de la protesta de la juventud algunas de cuyas ramas de orientaron hacia el paganismo y el nudismo), pero también de los “reformistas sexuales” que aparecieron en Weimar. El libro obtuvo un gran reconocimiento en Alemania y en todo el mundo. La obra trataba sobre el arte de vivir al aire libre, acompañado del sol (de quien se recibía la vitalidad) y del deporte (que proporcionaba la fortaleza); ambos elementos daban proporcionaban belleza al cuerpo. Para Surén los cuerpo humanos, masculinos y femeninos, deben ser fuertes, bronceados y fibrados. El nudismo y la gimnasia son elementos esenciales para alcanzar la perfección corporal que, tal como se creía en el mundo clásico, era el mejor reflejo de una mente sana. El Sol (con mayúsculas) era el aliado de los humanos para perseguir este objetivo y el nudismo la mejor forma de absorber su energía. Su libro empezaba así: “¡Salve a todos los que amáis la naturaleza y la luz del sol! Bienaventurados vosotros que marcháis por campos y praderas, por valles y colinas (…) Una maravillosa sensación de libertad fluye en vuestro interior y exultáis con el ejercicio! (…) Nuestra desnudes natural encierra algo puro y sagrado. Sentimos la maravillosa revelación de la belleza y la fuerza de nuestro cuerpo desnudo, transfigurado por la divina pureza que resplandece en la mirada abierta y límpida que revela toda la profundidad de un alma noble en busca de algo (…) Salve a todos los que aman el sol desde su desnudez natural y saludable”. Así empezaba el libro de Surén, resumiendo su contenido. Desnudez, belleza, ejercicio, salud, son las claves de la alegría de vivir para Surén.

La segunda obra de Surén apareció en pleno régimen nacionalsocialista. En él abundan las citas al Mi Lucha de Hitler. Hacía tiempo que se había sumado al NSDAP y asumido sus tesis especialmente en lo que se refiere a la raza y a las técnicas eugenésicas de mejora de los arquetipos raciales.  A pesar de que sectores del NSDAP se mostraban contrarios a las prácticas nudistas de Surén (Goering, por ejemplo, era uno de sus críticos más demoledores), lo cierto es que en las publicaciones de propaganda del III Reich (en la edición española de la revista Signal, por ejemplo), la publicación de fotos de mujeres desnudas era habitual (y sorprende que en los años 40, en un momento en que la influencia del nacional-catolicismo en España estaba en su cenit, se difundieran estas publicaciones, las primeras que mostraron cuerpos desnudos de mujeres durante el período franquista).

A pesar de que Surén se declaraba heterosexual es cierto que sus trabajos excitaron la homofilia y que, en sus obras, las fotos de varones desnudos son extraordinariamente significativas y decían mucho sobre sus fantasmas ocultos. A decir verdad, había algo enfermizo no tanto en la obra de Surén como en él mismo. En 1942 fue detenido por la policía por masturbarse en público, excluido del NSDAP y multado, pasando los últimos años del III Reich en la cárcel de Brandeburg…

El caso de Hans Surén no era único, en la Alemania Weimariana el movimiento por la “reforma sexual” y el movimiento nudista iban de la mano. Si bien algunos sectores de la república eran admiradores de la vida ciudadana, del vértigo de las grandes ciudades y de la frialdad de las construcciones de acero, vidrio y cemento, otros seguían la tradición de los Wandervogel y apostaban por las excursiones al campo, el paseo por los bosques y las caminatas de uno a otro monumento ancestral como formas para reponer energías. La extrema izquierda, la socialdemocracia, los partidos del centro, la derecha y, por supuesto, el NSDAP compartían estas tendencias y todos ellos albergaban en su interior asociaciones deportivas y gimnásticas que estimulaban la práctica del deporte.

Es significativo que en la propaganda política de todos los partidos weimarianos, se tendiera a representar al adversario –fuera cual fuese- con los rasgos depravados y deformes, mientras que se atribuía a los propios militantes características de belleza y perfección física. Había un trasfondo sexual en todo ello. El enemigo, además de ser depravado, malvado, feo… tiene los rasgos de un acosador sexual que intenta lacerar la belleza. Así fueron presentados los judíos en la propaganda de Streicher y, por supuesto, los partidos de la derecha en las hojas del KDP o del SPD. La derecha y especialmente el NSDAP cargaron las tintas cuando se produjo la ocupación del Ruhr. Buena parte de las tropas que penetraron en aquel momento en Alemania eran fuerzas coloniales francesas procedentes de países africanos. Era inevitable que la propaganda nacionalsocialista los presentase como gorilas primitivos capaces de cualquier brutalidad. Así mismo, la propaganda de reclutamiento de los Freikorps insistía en la virilidad y la belleza de sus combatientes. Incluso los grabados de Sluyterman von Langeveyde muestran una singular tendencia a exaltar la belleza natural de los combatientes y no digamos los carteles de reclutamiento que suelen mostrar a soldados tocados con el casco de acero en actitudes marciales que emanan cierto erotismo. Quizás era esta la forma para olvidar la tristeza de la derrota, la miseria de los cuerpos mutilados que deambulaban por las calles de Alemania y la frustración generada por la doctrina de la “puñalada por la espalda”.

Hubo mucho equívoco sexual en la Alemania weimariana. Cualquier negativa a tener una relación sexual suscitaba inmediatamente una serie de letanías: “eres una reprimida”, “no has logrado emanciparte de tus prejuicios”, “vives en el antiguo régimen”, etc. En una mala lectura de las obras de Freud, Reich, Rank, y demás psiquiatras, cualquier negativa podía ser interpretada en clave psicoanalítica y evidenciar supuestas inhibiciones y traumas. Abundó en este sentido la presión psicológica surgida de la charlatanería seudo-psiquiátrica que indujo a muchas mujeres a revolverse contra esta dialéctica. El feminismo de la época reaccionó contra esta tendencia y denunció las “nuevas estratagemas” del varón para alcanzar el coito sin que a mujer lo deseara verdaderamente. En realidad, lo que estaba ocurriendo es que el tránsito de la sexualidad tradicional del período “wilhelmino” a la nueva sexualidad del período “weimariano” había tenido lugar demasiado aceleradamente y se había filtrado demasiada escoria. Algunos intelectuales de la época denunciaron el fenómeno. Kracauer, por ejemplo, denunció la obsesión por las apariencias física y por la perfección corporal y lo consideró como un reflejo del “carácter represivo e injusto de la modernidad capitalista en la fase del consumo de masas”.

Las iglesias católica y protestante se situaron también en la oposición a la nueva sexualidad pero desde el punto de vista conservador. No negaban la necesidad de una vida sexual sana, pero si temían que desembocara en un hedonismo que olvidara que en su concepción el papel sagrado de la familia era la procreación. Además, estas confesiones se alarmaron al conocerse, a mediados de los años 20, las dimensiones del número de divorcios y de abortos que estaban proliferando y que para ellos era sinónimo de inmoralidad y decadencia. Los “reformadores” les contestaban que la novedad de la nueva sexualidad que recorría Alemania consistía en haber desvinculado la “propagación de la vida” de la “alegría de vivir”… lo que implicaba reconocer que la sexualidad era importante no solamente por lo que contribuía a la procreación, sino también porque proporcionaba placer y uno era independiente del otro. Por extraño que parezca esa idea que hoy es unánimemente aceptada, se teorizó por primera vez en Weimar.

La república fue uno de aquellos momentos en los que una sociedad pareció sincerarse consigo misma. Los alemanes reconocieron que las restricciones a la sexualidad de las que habían hecho gala hasta ese momento les generaban más problemas y tensiones interiores que otra cosa. Fueron, acaso por primera vez en la modernidad, conscientes de que una vida sexual sana y plena tiende a estabilizar al resto de la personalidad y acertaron a la hora de reconocer el papel importante de la sexualidad en la constitución e lo humano. Tuvieron razón en denunciar la hipocresía que rodeaba a las concepciones burguesas de la sexualidad y aspirar a una salud y a una higiene sexual desconocida hasta entonces. Lo que estaban cuestionando los “reformadores sexuales” de Weimar era a la sociedad burguesa y a sus prácticas. Todo eso, como hemos dicho al principio fue inseparable del trauma que supuso la guerra y su catastrófico final.

La sexualidad tal como la conocemos hoy empezó en Weimar. Pero también puede formularse una crítica a estas posiciones. El “principio del placer” quedó situado en la cúspide de todos los valores y esto llevó a una oleada de hedonismo y de subordinación de cualquier otro valor a la tiranía del eros. Weimar, contribuyó a dar el primer paso para absolutizar el principio del placer y convertirlo en el eje de las búsquedas personales para muchos. No era algo que no se intuía en los EEUU desde antes de la I Guerra Mundial, pero si es rigurosamente cierto que en Weimar esta tendencia a liberar el sexo de cualquier atadura y absolutizarlo encontró a sus primeros teóricos e intelectuales. De hecho, en Weimar encontramos una mezcla de espíritu de renovación viciado por la importación de usos y costumbres procedentes de los EEUU que nada tenían que ver con la tradición europea. Quizás por esto, las concepciones weimarianas sobre la sexualidad escaparon pronto a todo control. Y entonces llegó el nacionalsocialismo.

El NSDAP era una mezcla de distintas tendencias políticas reunidas todas bajo la jefatura indiscutible y la personalidad carismática de Hitler. También en materia sexual el NSDAP era un amasijo de tendencias contrapuestas, con la diferencia de que Hitler nunca pareció tener una opinión concreta sobre la sexualidad (y si la tuvo no la divulgó). Hitler era uno de esos tipos históricos para los cuales la sexualidad parece no existir y que canalizan todas las energías que el hombre común encauza hacia la sexualidad, en dirección a otros fines. Esto creaba un vacío que hizo que la política sexual en el III Reich adquiriera rasgos relativamente contradictorios.

De un lado se reforzó el concepto de familia tradicional, se estimuló la natalidad y se tendió a que las familias fueran estables. El número de divorcios y abortos disminuyeron. También las distintas organizaciones del partido tendieron a favorecer las políticas eugenésicas e incluso, se favorecieron los matrimonios entre hombres y mujeres que respondían al arquetipo del ideal “germánico” tal como se concebía (el famoso proyecto Lebensborn), es decir, piel blanca, alta estatura y ojos y cabellos rubios o claros.

En general, las autoridades nacionalsocialistas solamente restringieron la actividad de los “reformadores sexuales” en la medida en que estaban vinculados a proyectos de izquierda y extrema-izquierda. En absoluto se favoreció una moral sexual restrictiva, ni se prohibieron lo que algunos hubieran podido considerar como muestras pornográficas: los espectáculos de cabaret y revista prosiguieron, se restringieron eso sí las publicaciones consideradas inmorales y que difundían mensajes contrarios a la integridad del Reich pero ni siquiera se restringieron las películas pornográficas que siguieron filmándose incluso tras el inicio de la guerra y en el Bundesfilarchiv de la República Federal Alemana han quedado muestras suficientes para atestiguarlo. El nudismo estuvo presente bajo el III Reich sin más restricciones que las derivadas de la “higiene racial”. Otro tanto ocurrió con la difusión de desnudos masculinos y femeninos en revistas gráficas, incluso de propaganda, que como hemos apuntado anteriormente, se difundieron con naturalidad.

Entre 1918 y 1933, en los apenas quince años que duró la república de Weimar, la problemática sexual estuvo muy presente y frecuentemente atrajo la atención de los medios y de las gentes. Lo mejor, como hemos visto, se juntó con lo peor y lo mismo ocurrió en otras ramas de la  sociedad weimariana en diferentes artes y manifestaciones culturales e incluso en la política. Cuando se produjo el advenimiento del III Reich todo esto quedó tamizado por las conveniencias de la política nacionalsocialista: aquello que contribuía a reforzar su concepción de la vida, del mundo, de la estética y de la sexualidad, sobrevivió, aquello que estaba ligado a movimientos de izquierda y de extrema-izquierda desapareció. Reformadores sexuales como Wilhelm Reich debieron abandonar Alemania y siguieron defendiendo sus principios desde los EEUU.

La sexualidad en los doce años que duró el nacionalsocialismo en el poder no fue muy diferente de la tendencia iniciada en Weimar: en el fondo, el Reich, con sus políticas sociales y de natalidad, con sus centros Lebensborn, con su exaltación de la belleza masculina y femenina y sus arquetipos de perfección racial, con sus tendencias neopaganas y su culto a la naturaleza, no podía sino seguir una tendencia muy desinhibida en lo sexual. La sexualidad en el Reich, en definitiva, no fue sino la sexualidad de Weimar depurada de sus componentes anárquicas, libertarias y de las interpretaciones psicoanalíticas que se les antojaban producto de la “teorización judía” sobre el psicoanálisis.