martes, 15 de diciembre de 2020

EN DEFENSA DE LA FAMILIA. LA INSTITUCIÓN ANCESTRAL MÁS GENUINA DL MUNDO CLÁSICO (1 de 2)

La Europa de hoy es altamente tributaria del mundo clásico. Tanto es así que algunos pensamos que la solución para el Viejo Continente es combinar los adelantos científicos más avanzados nacidos del genio de Europa con la tradición más ancestral. Y esta es la herencia clásica.

Porque fue aquí, en la sagrada tierra de Europa, donde nació la democracia, el pensamiento científico y todo aquello por lo que hoy vale la pena vivir e incluso sacrificarse. Y fue también en el mundo clásico donde nació una concepción de la familia que merece ser recuperada. Nuestro guía en esta etapa va a ser el brillante Foustel de Coulanges y su no superada y más que centenaria obra “La Ciudad Antigua”.

Explica Foustel que si nos trasladamos con la imaginación al mundo clásico encontraremos en cada casa un altar y en derredor del altar una familia congregada. La familia tiene conciencia de sí misma gracias a la memoria de sus ancestros. Si careciera de ancestros, ni siquiera existiría. Los vivos y los muertos están unidos en torno a este altar y no lejos de él, siempre cerca de la casa, se encuentra la tumba de los antepasados, la que Foustel denomina “la segunda mansión de la familia”. Y añade: “allí reposan en común varias generaciones de antepasados: la muerte no los ha separado. Permanecen agrupados en esta segunda existencia y continúan formando una familia indisoluble”. Porque lo que une a los miembros de la familia antigua es la religión del hogar y de los antepasados, sin duda la mejor y la más realista de todas las religiones. Resulta difícil que la presencia de un dios, ignoto e improbable, condicione nuestro comportamiento cotidiano, pero la fidelidad a los ancestros, a los de nuestra sangre, de nuestro linaje, a los que nos precedieron y de los que somos últimos vástagos, eso sí que tiene fuerza de compromiso.

La familia antigua tenía su altar en el hogar. Hogar, religión, familia, eran lo mismo. Es por eso mismo que Foustel puede decir con justicia: “Una familia era un grupo de personas a quienes la religión permitía invocar el mismo hogar y ofrecer la comida fúnebre a los mismos antepasados”. El fundamento de la familia era religioso y cultual. Separándose de la familia, el individuo quedaba al margen de la sociedad; espiritualmente era un desahuciado porque jamás su memoria sería venerada por los miembros de su familia

La idea era que, al morir, el hombre clásico perdía su cuerpo físico, pero una entidad más profunda seguía acompañando a los miembros de su familia y se manifestaba a través del fuego sagrado del hogar situado en el altar del culto doméstico. Además, las familias patricias romanas podían establecer con toda precisión el origen de su linaje en algún dios o héroe de la mitología clásica: Hércules, Agamenón, Aquiles, Marte, etc. Y había que ser fiel al linaje de los ancestros porque ellos eran dioses.

Cada culto doméstico era diferente y particular al resto. Cuando una joven perteneciente a una familia determinaba se enamoraba de un joven de otra familia y terminaba casándose con él, no se trataba sólo de una boda con consecuencias sobre la herencia, la dote, la descendencia, etc. sino que afectaba sobre todo al culto doméstico. Abandonar el hogar paterno y construir otro con el esposo, equivalía a convertirse a otra religión: de ahí la importancia del matrimonio y la gravedad de la elección. Por eso los antiguos llamaban al matrimonio “ceremonia sagrada”.

La boda, si es que así puede llamarse, constaba de tres episodios: el primero transcurría en el hogar del padre, el tercero en el hogar del marido y el segundo era el tránsito de uno a otro. Inicialmente el padre de la novia, en su hogar ofrecía un sacrificio a los ancestros y declaraba que entregaba a su hija al novio. Solamente si el padre accedía a que su hija se desligara del culto doméstico, el matrimonio era considerado válido. Para entrar en la nueva religión doméstica, debía, previamente, abandonar la antigua. La segunda fase era una ceremonia iniciática que equivalía a un rapto: no en vano, el marido cogía entre sus brazos a la novia y entraba así en el nuevo hogar. Las amigas de la novia y ella misma debían gritar y realizar un simulacro de resistencia, aunque, claro, ninguna aspiraba a que el “rapto” fracasara. Ya en el hogar, el esposo colocaba a la esposa en presencia de la divinidad doméstica. La rociaba con agua lustral y tocaba el fuego sagrado. Rezaban unas oraciones y comían juntos una torta de pan, frutas y vino. Las tres fases se llamaban: tradition, deductio in domun y confarreatio. La fórmula romana: “Nuptiae sunt divini juris et humani communicatio” (el matrimonio es una ley divina y una comunicación humana) implicaba que la mujer había entrado a formar parte de la religión del marido.

Así concebían nuestros ancestros –todos los hijos de la Vieja Europa somos, así mismo, hijos del mundo clásico- la unión de un hombre y una mujer con vistas a formar una familia. Foustel, por eso concluye: “La institución del matrimonio sagrado debe ser tan antigua en la raza indoeuropea como la religión doméstica, pues la una va unida a la otra. Esta religión ha enseñado al hombre que la unión conyugal es algo más que una relación de sexos y un afecto pasajero, pues ha unido a dos esposos con los poderosos lazos del mismo culto y de las mismas creencias”.

El matrimonio era, por todo ello, sagrado e indisoluble. No eran unos pacatos estos romanos que concedían el divorcio civil con una gran facilidad... el civil, porque el matrimonio religioso no se disolvía por el equivalente al tribunal romano de la Rota, sino que se precisaba otra ceremonia sagrada: “Solo –dice Foustel- la religión podía separar lo que la religión había unido”.

Luego estaba la cuestión de los hijos. Cada romano y cada griego tenían el máximo interés en dejar un hijo tras de sí, porque gracias a ellos dependía su propia inmortalidad. Es más: tener hijos era uno de los deberes para con los antepasados, pues su dicha podía durar lo que durase la familia. En el mundo indo-europeo el primer hijo recién nacido se llamaba “el hijo del deber”, los demás eran hijos del amor, de la pasión o de los efectos de la noche al claro de luna llena. Pero el indo-europeo debía ante todo cumplir con su deber engendrando el vástago que supondría la posibilidad de prolongar el linaje. El matrimonio era poco menos que obligatorio. Fustel cuenta que Dionisio de Halicarnaso había visto en los viejos anales de Roma una ley que prescribía el matrimonio de los jóvenes. Alabada sea aquella ley y maldito el tiempo futuro que la perdió. Cicerón, en sus comentarios sobre la ley romana, dice que proscribía el celibato. Y Fustel colige de todo esto que “el hombre no se pertenecía, sino que pertenecía a la familia”.

Del concepto de familia (como agrupación de los que proceden del mismo linaje en torno al altar doméstico), hemos pasado al examen del vínculo que lo hace posible (la boda con sus tres fases), para ver luego la importancia que adquiría el “hijo del deber” (en tanto que propagador del linaje). Pero si alguien creía que con esto ya bastaba, erraba. No era suficiente con engendrar un hijo. El hijo, además, debía ser engendrado según un ritual sagrado para que pudiera tener el poder de perpetuar la religión doméstica (y, por tanto, a la familia misma). El vínculo de sangre no era suficiente para prolongar la familia: era preciso un vínculo superior. Fustel, una vez más, explica con brillantez: “el hijo nacido de una mujer que no hubiese estado asociada al culto del marido por la ceremonia del matrimonio, no podía participar por sí mismo en el culto”. El casamiento era, por ello, obligatorio. Su objeto no era el placer, ni la fusión de dos fortunas patricias o del hambre y las ganas de comer plebeyas. El matrimonio servía para unir a dos seres del mismo culto doméstico para hacer nacer un tercero que fuera apto para continuar este culto.

Estaba claro que si la mujer era estéril el matrimonio podía disolverse sin excepciones. Es básico entender esto: lo fundamental para el griego y el romano antiguo era que la familia no se extinguiera y que la llama del culto doméstico jamás se consumiese. Y a este objetivo se subordinaba el amor, el pragmatismo o la pasión. Más aún: en las legislaciones indo-europeas más antiguas, si la esposa enviudaba, estaba escrito que debía casarse con el familiar más próximo del marido. Y si tenía hijos con él, éstos se consideraban hijos del difunto.

El nacimiento de una hija no suponía cumplir con el “hijo del deber”. Debía ser hijo varón. Pero tener un varón tampoco bastaba. Era preciso recibirlo en la comunidad religiosa familiar. El rito prescribía que, inicialmente, el hijo fuera reconocido por el padre. Luego venía la iniciación que los romanos celebraban al noveno día de vida del recién nacido, los griegos el décimo y los hindúes el duodécimo. Ese día el hijo era presentado a los dioses domésticos, una mujer debía llevarlo en brazos y dar con él varias vueltas en torno al fuego doméstico. A partir de ese momento se consideraba que el niño había entrado en la comunidad familiar, estaba obligado (obligado sería decir mucho, tenía el derecho sería quizás más adecuado) a practicar el culto doméstico y a profesar la religión de los antepasados. Porque era un privilegio más que una obligación.

Fíjense si estas concepciones estaban fuertemente arraigadas que influían en toda la legislación y en algunas instituciones familiares. Veamos. En aquellos tiempos la vida media era corta, no sólo por la precaria salubridad, sino también por la abundancia de guerras. Se tendía a que las familias fueran más que numerosas; la propia matrona romana era el símbolo de la fertilidad y de las necesidades de aquella sociedad tan ruda como pura y esencial. Además, si algo caracteriza a Roma era el pragmatismo. De ahí que existiera todo un ritual de adopción que garantizase la incorporación de hijos no sanguíneos al linaje. Cuando un linaje carecía de hijos varones, la legislación y el ritual permitían que se incorporara uno. Se repetían las mismas exigencias que para el matrimonio: para que un hijo pudiera integrarse en una nueva religión debía de abandonar la antigua. Cuando se adoptaba un hijo era preciso ante todo iniciarle en el culto familiar: “introducirlo en la religión doméstica, acercarlo a los penates”. El lazo de nacimiento quedaba roto, el vínculo otorgado por la iniciación era más fuerte y, desde luego, superior. Se integraba en una nueva familia y, para ello, era preciso emanciparse de la anterior; esto es, debía emanciparse de la religión practicaba por su antigua familia que, a partir de ese momento, ya no era nada para él. Para el mundo clásico, el lazo de la sangre no era nada a la hora de establecer un parentesco –cualquiera que sea- era preciso el vínculo del culto. Porque –siempre con Fustel- “la religión determina el parentesco”. El hijo no podía recibir la herencia del padre si no compartía el culto doméstico o si había abrazado otra forma de culto.