La Europa de hoy
es altamente tributaria del mundo clásico. Tanto es así que algunos pensamos
que la solución para el Viejo Continente es combinar los adelantos científicos
más avanzados nacidos del genio de Europa con la tradición más ancestral. Y
esta es la herencia clásica.
Porque fue aquí,
en la sagrada tierra de Europa, donde nació la democracia, el pensamiento
científico y todo aquello por lo que hoy vale la pena vivir e incluso
sacrificarse. Y fue también en el mundo clásico donde nació una concepción de
la familia que merece ser recuperada. Nuestro guía en esta etapa va a ser el
brillante Foustel de Coulanges y su no superada y más que centenaria obra “La
Ciudad Antigua”.
Explica Foustel
que si nos trasladamos con la imaginación al mundo clásico encontraremos en
cada casa un altar y en derredor del altar una familia congregada. La familia
tiene conciencia de sí misma gracias a la memoria de sus ancestros. Si
careciera de ancestros, ni siquiera existiría. Los vivos y los muertos están
unidos en torno a este altar y no lejos de él, siempre cerca de la casa, se
encuentra la tumba de los antepasados, la que Foustel denomina “la
segunda mansión de la familia”. Y añade: “allí reposan en común varias
generaciones de antepasados: la muerte no los ha separado. Permanecen agrupados
en esta segunda existencia y continúan formando una familia indisoluble”.
Porque lo que une a los miembros de la familia antigua es la religión del hogar
y de los antepasados, sin duda la mejor y la más realista de todas las
religiones. Resulta difícil que la presencia de un dios, ignoto e improbable,
condicione nuestro comportamiento cotidiano, pero la fidelidad a los
ancestros, a los de nuestra sangre, de nuestro linaje, a los que nos
precedieron y de los que somos últimos vástagos, eso sí que tiene fuerza de
compromiso.
La familia
antigua tenía su altar en el hogar. Hogar, religión, familia, eran lo mismo.
Es por eso mismo que Foustel puede decir con justicia: “Una familia era un
grupo de personas a quienes la religión permitía invocar el mismo hogar y
ofrecer la comida fúnebre a los mismos antepasados”. El fundamento de la
familia era religioso y cultual. Separándose de la familia, el individuo
quedaba al margen de la sociedad; espiritualmente era un desahuciado porque
jamás su memoria sería venerada por los miembros de su familia.
La idea era que, al morir, el hombre clásico perdía su cuerpo físico, pero una entidad más profunda seguía acompañando a los miembros de su familia y se manifestaba a través del fuego sagrado del hogar situado en el altar del culto doméstico. Además, las familias patricias romanas podían establecer con toda precisión el origen de su linaje en algún dios o héroe de la mitología clásica: Hércules, Agamenón, Aquiles, Marte, etc. Y había que ser fiel al linaje de los ancestros porque ellos eran dioses.
Cada culto doméstico era diferente y particular al resto. Cuando una joven perteneciente a una familia determinaba se enamoraba de un joven de otra familia y terminaba casándose con él, no se trataba sólo de una boda con consecuencias sobre la herencia, la dote, la descendencia, etc. sino que afectaba sobre todo al culto doméstico. Abandonar el hogar paterno y construir otro con el esposo, equivalía a convertirse a otra religión: de ahí la importancia del matrimonio y la gravedad de la elección. Por eso los antiguos llamaban al matrimonio “ceremonia sagrada”.
La boda, si es
que así puede llamarse, constaba de tres episodios: el primero transcurría en
el hogar del padre, el tercero en el hogar del marido y el segundo era el
tránsito de uno a otro. Inicialmente el padre de la novia, en su hogar ofrecía
un sacrificio a los ancestros y declaraba que entregaba a su hija al novio.
Solamente si el padre accedía a que su hija se desligara del culto doméstico,
el matrimonio era considerado válido. Para entrar en la nueva religión
doméstica, debía, previamente, abandonar la antigua. La segunda fase era una
ceremonia iniciática que equivalía a un rapto: no en vano, el marido cogía
entre sus brazos a la novia y entraba así en el nuevo hogar. Las amigas de la
novia y ella misma debían gritar y realizar un simulacro de resistencia,
aunque, claro, ninguna aspiraba a que el “rapto” fracasara. Ya en el hogar, el
esposo colocaba a la esposa en presencia de la divinidad doméstica. La rociaba
con agua lustral y tocaba el fuego sagrado. Rezaban unas oraciones y comían
juntos una torta de pan, frutas y vino. Las tres fases se llamaban: tradition,
deductio in domun y confarreatio. La fórmula romana: “Nuptiae
sunt divini juris et humani communicatio” (el matrimonio es una ley divina
y una comunicación humana) implicaba que la mujer había entrado a formar parte
de la religión del marido.
Así concebían
nuestros ancestros –todos los hijos de la Vieja Europa somos, así mismo, hijos
del mundo clásico- la unión de un hombre y una mujer con vistas a formar una
familia. Foustel, por eso concluye: “La institución del matrimonio sagrado
debe ser tan antigua en la raza indoeuropea como la religión doméstica, pues la
una va unida a la otra. Esta religión ha enseñado al hombre que la unión
conyugal es algo más que una relación de sexos y un afecto pasajero, pues ha
unido a dos esposos con los poderosos lazos del mismo culto y de las mismas
creencias”.
El matrimonio
era, por todo ello, sagrado e indisoluble. No eran unos pacatos estos
romanos que concedían el divorcio civil con una gran facilidad... el civil, porque
el matrimonio religioso no se disolvía por el equivalente al tribunal romano de
la Rota, sino que se precisaba otra ceremonia sagrada: “Solo –dice Foustel- la
religión podía separar lo que la religión había unido”.
Luego estaba
la cuestión de los hijos. Cada romano y cada griego tenían el máximo interés en
dejar un hijo tras de sí, porque gracias a ellos dependía su propia
inmortalidad. Es más: tener hijos era uno de los deberes para con los
antepasados, pues su dicha podía durar lo que durase la familia. En el mundo
indo-europeo el primer hijo recién nacido se llamaba “el hijo del deber”, los
demás eran hijos del amor, de la pasión o de los efectos de la noche al claro
de luna llena. Pero el indo-europeo debía ante todo cumplir con su deber
engendrando el vástago que supondría la posibilidad de prolongar el linaje. El
matrimonio era poco menos que obligatorio. Fustel cuenta que Dionisio de
Halicarnaso había visto en los viejos anales de Roma una ley que prescribía el
matrimonio de los jóvenes. Alabada sea aquella ley y maldito el tiempo
futuro que la perdió. Cicerón, en sus comentarios sobre la ley romana, dice que
proscribía el celibato. Y Fustel colige de todo esto que “el hombre no se
pertenecía, sino que pertenecía a la familia”.
Del concepto de
familia (como agrupación de los que proceden del mismo linaje en torno al altar
doméstico), hemos pasado al examen del vínculo que lo hace posible (la boda con
sus tres fases), para ver luego la importancia que adquiría el “hijo del deber”
(en tanto que propagador del linaje). Pero si alguien creía que con esto ya
bastaba, erraba. No era suficiente con engendrar un hijo. El hijo, además,
debía ser engendrado según un ritual sagrado para que pudiera tener el poder de
perpetuar la religión doméstica (y, por tanto, a la familia misma). El vínculo
de sangre no era suficiente para prolongar la familia: era preciso un vínculo
superior. Fustel, una vez más, explica con brillantez: “el hijo nacido de
una mujer que no hubiese estado asociada al culto del marido por la ceremonia
del matrimonio, no podía participar por sí mismo en el culto”. El casamiento
era, por ello, obligatorio. Su objeto no era el placer, ni la fusión de dos
fortunas patricias o del hambre y las ganas de comer plebeyas. El
matrimonio servía para unir a dos seres del mismo culto doméstico para hacer
nacer un tercero que fuera apto para continuar este culto.
Estaba claro que
si la mujer era estéril el matrimonio podía disolverse sin excepciones. Es
básico entender esto: lo fundamental para el griego y el romano antiguo era
que la familia no se extinguiera y que la llama del culto doméstico jamás se
consumiese. Y a este objetivo se subordinaba el amor, el pragmatismo o la
pasión. Más aún: en las legislaciones indo-europeas más antiguas, si la
esposa enviudaba, estaba escrito que debía casarse con el familiar más próximo
del marido. Y si tenía hijos con él, éstos se consideraban hijos del difunto.
El nacimiento de
una hija no suponía cumplir con el “hijo del deber”. Debía ser hijo varón. Pero
tener un varón tampoco bastaba. Era preciso recibirlo en la comunidad
religiosa familiar. El rito prescribía que, inicialmente, el hijo fuera
reconocido por el padre. Luego venía la iniciación que los romanos celebraban
al noveno día de vida del recién nacido, los griegos el décimo y los hindúes el
duodécimo. Ese día el hijo era presentado a los dioses domésticos, una mujer
debía llevarlo en brazos y dar con él varias vueltas en torno al fuego
doméstico. A partir de ese momento se consideraba que el niño había entrado
en la comunidad familiar, estaba obligado (obligado sería decir mucho, tenía el
derecho sería quizás más adecuado) a practicar el culto doméstico y a profesar
la religión de los antepasados. Porque era un privilegio más que una
obligación.
Fíjense si estas
concepciones estaban fuertemente arraigadas que influían en toda la legislación
y en algunas instituciones familiares. Veamos. En aquellos tiempos la vida
media era corta, no sólo por la precaria salubridad, sino también por la
abundancia de guerras. Se tendía a que las familias fueran más que numerosas;
la propia matrona romana era el símbolo de la fertilidad y de las necesidades
de aquella sociedad tan ruda como pura y esencial. Además, si algo
caracteriza a Roma era el pragmatismo. De ahí que existiera todo un ritual de
adopción que garantizase la incorporación de hijos no sanguíneos al linaje.
Cuando un linaje carecía de hijos varones, la legislación y el ritual permitían
que se incorporara uno. Se repetían las mismas exigencias que para el
matrimonio: para que un hijo pudiera integrarse en una nueva religión debía de
abandonar la antigua. Cuando se adoptaba un hijo era preciso ante todo
iniciarle en el culto familiar: “introducirlo en la religión doméstica,
acercarlo a los penates”. El lazo de nacimiento quedaba roto, el vínculo
otorgado por la iniciación era más fuerte y, desde luego, superior. Se
integraba en una nueva familia y, para ello, era preciso emanciparse de la
anterior; esto es, debía emanciparse de la religión practicaba por su antigua
familia que, a partir de ese momento, ya no era nada para él. Para el mundo
clásico, el lazo de la sangre no era nada a la hora de establecer un parentesco
–cualquiera que sea- era preciso el vínculo del culto. Porque –siempre con
Fustel- “la religión determina el parentesco”. El hijo no podía recibir la
herencia del padre si no compartía el culto doméstico o si había abrazado otra
forma de culto.