viernes, 24 de enero de 2020

LOS SÍMBOLOS Y LA TRADICIÓN (3 de 3) - EL SÍMBOLO COMO BASE PARA LA RECONSTRUCCIÓN DEL ORDEN TRADICIONAL


V. LAS INTERPRETACIONES PSICOANALÍTICAS

Llegados a este punto, hay que repetir la pregunta que otros muchos han hecho: ¿Dónde se albergan los simbolos? ¿Cuál es su lugar de residencia? A partir de Jung y de su intento de psicología analítica, ta­les preguntas han polarizado las discusiones centrales en torno a los símbolos. ¿Por qué los mismos símbolos se repiten en todas las épo­cas en lugares distantes y sin contacto entre sí? ¿Por qué encuentran eco en las profundidades del alma humana? ¿No será que es ahí donde se encuentra su residencia?

Las teorías de Jung han intentado dar respuesta a estas pre­guntas a través de la psicología analítica, heterodoxa en relación a Freud, pero, al mismo tiempo, limitada, como ésta. Las tres teorías de Jung ‑sobre los “procesos de individuación", el "inconscienie colecti­vo" y los "arquetipos"‑ aminoran la importancia dada por Freud a la sexualidad infantil, principal aberración del psicoanálisis, pero, a de­cir verdad, no penetra en la naturaleza del mundo tradicional que pre­tendió estudiar y desvelar.

Las distintas técnicas tradicionales ‑y la alquimia en particu­lar, a la que Jung consagró un voluminoso trabajo: Psicología y Alquimia‑ serían para Jung proyecciones de contenidos psíquicos del inconsciente sobre las cosas. A esto Jung lo llamaba "proceso de individuación" y mostraría la tendencia hacia la realización del ser. ¿Por qué se producía una convergencia de símbolos? Porque todos los seres humanos tenían desde el momento mismo de su nacimien­to, grabados en su cerebro, mitos y creencias propios de su raza, una especie de herencia psicológica a la que Jung llamó "inconsciente colectivo". Otto Rank, psicoanalista freudiano ortodoxo durante mu­cho tiempo, convergió con estos postulados afirmando que "el mito es el sueño colectivo de un pueblo". Sería en este inconsciente co­lectivo en donde residirían los "arquetipos", modelos simbólicos re­currentes.

Estas teorías fueron expuestas en diversos libros: El secreto de la flor de oro, Transformaciones y símbolos de la líbido y Psicología y Alquimia, fundamentalmente. Ya en su momento su­frieron críticas muy duras, beneficiándose de la ventaja de eludir los aspectos más problemáticos de las teorías freudianas y de recurrir a exposiciones frecuentemente cargadas de poesía. Por lo demás, en la discusión entre Freud y Jung lo que hubo fue una confrontación ra­cista del "Slgfrido suizo" contra el "judío de Viena", repleta de ajus­tes de cuentas (Totem y tabú, de Freud, es solo un ajuste de cuentas con la escuela de Jung), insultos mutuos y dos personalidades en dis­puta por la jefatura de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Era rigurosamente cierto, por lo demás, como achacó Ernst Jones a Jung, que éste solía cubrir sus exposiciones con "inmensa espuma de ver­borrea".

Pero tras todas estas disputas y teorías, lo que existe es una teoría freudiana difícil de comprobar, frente a un "cuento de hadas" junguiano que se desvanece en presencia de la genética actual (los caracteres adquiridos no se transmiten por herencia). Efectiva­mente, ni uno ni otro utilizan el método científico para establecer sus teorías. Freud fue lamarckista hasta su muerte y Jung no va más allá de él cuando intenta explicar los símbolos tradicionales no co­mo un eslabón de enlace entre el mundo físico y el metafísico, sino entre el consciente y el inconsciente. En este punto ‑el que interesa verdaderamente‑, Jung permanece en el mismo nivel de ideas que Freud.


La tendencia del psicoanálisis, sea cual sea su escuela, es siempre la de haber superado efectivamente, al menos en parte, el ma­terialismo que dominaba hasta finales del siglo XIX (“no existe más realidad que la que se puede percibir con los sentidos”) y haber con­cebido estados de conciencia subpersonales, pero sin conteniplar si­quiera la posibilidad de existencia de estados suprapersonales, que trasciendan al individuo. La confrontación entre el psicoanálisis y las doctrinas tradicionales estriba en lo que los símbolos serían, para el psicoanálisis, una plasmación del inconsciente colectivo al­bergada en un estrato más profundo del insconsciente individual, mientras que para las doctrinas tradicionales tal inconsiciente no es si­no una manifestación de lo mental y, por tanto, está alejada de la me­tafísica y la espiritualidad pura. El mundo tradicional contemplaba la existencia del inconsciente entendido en sentido psicoanalítico ‑a eso aluden los mitos sobre el "reino de Neptuno" y los monstruos abomi­nables que moran en él‑, pero considerándolo como capas infrarracio­nales y subpersonales. Al mismo tiempo, afirma la existencia de ni­veles superiores a la conciencia ordinaria, supra‑personales. Estos ni­veles suprapersonales estarían en el umbral de la otra realidad, la me­tafísica, y mantendrían con ella "territorios" comunes. Esta situación privilegiada permitiría al símbolo ejercer su función de mediador en­tre lo humano y lo metafísico. Por lo demás, para la metafísica tadi­cional no existe realidad individualizada ‑este sería uno de los aspectos de "maya", la ilusión‑, sino unicidad orgánica, demostrable a tra­vés de la persistencia espacio‑temporal de los símbolos.

VI. EL SÍMBOLO COMO BASE PARA LA RECONSTRUCCIÓN DEL ORDEN TRADICIONAL

La sociedad tradicional, como todo lo que tiene un soporte humano, se fue agotando en el curso de los siglos y su influencia ha ido disminuyendo en el plano contingente. Hoy incluso ha desapareci­do el concepto mismo de "tradición" y "tradicionalismo", pasando, en ocasiones, a ser sinónimo de "ochocentismo" o de "burguesismo".

Pero es innegable que cuando se habla de "alternativa al siste­ma" en materia espiritual, una de las pocas alternativas posibles es la recuperación de los valores de la Tradición. La búsqueda de la nove­dad parece el callejón sin salida de todos los intentos "alternativistas". Martin Buber escribió: “Imago mundi, imago nulIum”; pero si no se quiere ser tan radical, es preciso reconocer, como mínimo, que cuando se han agotado todas las fórmulas "nuevas" no queda más re­medio que buscar entre el arsenal de las que se dieron en el pasado y adaptar sus principios al tiempo moderno.

Pero esto suscita una serie de problemas. En primer lugar, "tradición" implica "transmisión". Y esto se ha perdido. El hilo que une las escuelas tradicionales del pasado con el presente es tan débil que no puede considerarse como realmente válido y operativo. Cualquiera que haya tenido relación con escuelas tradicionales ‑budis­tas, sufíes, hinduístas, ortodoxas, residuos occidentales‑ habrá adverti­do lo problemático de todas ellas. Desde Taishen Deshimaru, uno de los japoneses que más hicieron por adaptar el budismo a Occidente, hasta Allan Wats, gurú de la contracultura y divulgador del Zen en los años 60 y 70, pasando por el lama Tchongyam Grumpa Rimpoché, uno de los más lúcidos maestros tibetanos llegados a nuestras latitu­des, todos ellos ‑cuyos escritos nos han ayudado extraordinariamente­- murieron de algo tan prosaico como la cirrosis hepática... No puede esperarse encontrar un "maestro" perteneciente a una escuela regular sobre cuyo origen o regularidad no existan dudas. El mundo moderno no puede ofrecer ningún tipo de certidumbre si no es la de su propio fin, y esto afecta a los residuos tradicionales que subsisten en su seno.




En la polémica entre Julius Evola y René Guerion en torno a la "regularidad iniciática”, demos la razón al prime­ro en contra de la innegable ortodoxia del segundo. Como se sabe, to­das las doctrinas tradicionales sostienen la posibilidad de injertar en el aspirante una fuerza que le trasciende a través del rito de la iniciación; algo así como colocar un molino de viento justo donde pasa una co­rriente de aire para activarlo. Pero nuestra experiencia personal nos ha permitido conocer decenas de "iniciados regulares" en disatintas escue­las, cuya cualificación humana ha variado tan po­co, tras recibir la iniciación, como la de quienes reciben los sacramen­tos mecánicamente en el catolicismo. En la Grecia crepuscular ocurrió otro tanto: los ritos dejaron de ser "eficaces"; al igual que en los mornentos actuales, los ritos y las iniciaciones "se democratizaron”: como los sacramen­tos, se recibían sin ninguna preparación previa en profundidad, ni pa­sar por períodos de ascesis y, de la misma forma que el corcho ab­sorve cualquier vibración, el así "iniciado" se convertía en impermea­ble a la "fuerza actuante" de los ritos.

Sobre este tema se podría discutir mucho ‑y de hecho así ha ocurrido‑, pero a nuestros efectos carece de interés en tanto que, si bien es posible dar la prueba en negativo (la actual ineficacia de las iniciaciones), no lo es en positivo (nunca sabremos "positivamente" si en el pasado fueron o no eficaces ciertos ritos). A su favor está la tesis de la duración dilatada de los ciclos tradicionales; el arqueólogo e his­toriador Contenau pone, al respecto, el dedo en la llaga: los ciclos tra­dicionales, con sus ritos y mancias, nunca habrían podido sostenerse durante muchos años de no ser por haber mostrado un porcentaje sig­nificativo de éxitos, Gaston Bachelard, por su parte, abunda en la mis­ma idea: "¿Cómo podría perpetuarse y mantenerse una leyenda si ca­da generación no tuviera razones íntimas para creer?‑.

Despojando al mundo tradicional de todo aquello que es acce­sorio, de lo que fueron construcciones históricas sujetas a imperativos étnicos, geográficos o históricos; quitando a todo exoterisrno sus ras­gos propios superfluos y su utilitarismo social, abandonando en el camino todo aquello que se presta a discusión intelectual y reviste caracteres problemáticos o indemostrables, lo único que nos queda hoy son tres factores: unos métodos de meditación e introspección, unos elementos mínimos de metafísica y un sistema de símbolos sobre los que apoyar la práctica. Es decir: teoría, práctica y puntos de apoyo. ¿Para qué hace falta más?

A la hora de la verdad, meditar ‑es decir, abordar una de las prácticas tradicionales posibles‑ es estar solo consigo mismo, y nada ni nadie puede ayudarnos en la búsqueda de nuestro Ser más profun­do. A la iniciación "real" y “ortodoxa" como la teorizada por Guenon, el tiempo nuevo debe oponer, ha opuesto, una "iniciación virtual”, de­rivada de una práctica seria, personalizada, basada en una rigurosa or­todoxia metafísica y apoyada en un sistema de símbolos que encuen­tren eco en nuestro interior.

No puede haber reconstrucción de orden tradicional alguno, si antes no se reconstruye la élite tradicional que lo alumbrará. Nunca el efecto fue anterior a la causa. El símbolo está ahí para apoyar tal reconstrucción.