martes, 21 de enero de 2025

"TRANSHUMANISMO" O "ARQUEOFUTURISMO" (IV de V) - LA DIALECTICA DEL FUTURO: ARQUEOFUTURISMO O TRANSHUMANISMO


4. LA DIALECTICA DEL FUTURO:
ARQUEOFUTURISMO O TRANSHUMANISMO

Con el “ultraprogresismo” en derrota, los actores en juego se están desplazando significativamente. A partir de ahora, el “ultraprogresismo” va a darse-- cuenta por qué le era necesario disponer de una doctrina sólida y firme, en lugar de tópicos convertidos en dogmas por el peso de las redes sociales, pero que no resisten una mínima discusión y solo satisfacen a minorías; al no disponer de ella, está abocado a desaparecer. Lo que le espera es un declive progresivo hasta su desaparición total cuando quede convertido en símbolo de la estupidez y el esnobismo, o bien en una presencia residual e irrelevante, compartida solo por minorías. A partir de los puntos de los que ha partido, ni siquiera es posible que evolucione hacia posiciones más razonables, ni mejor argumentadas. La insistencia en la “igualdad universal” -cuando en el Universo, lo que rige es, precisamente, el principio de la desigualdad y de la jerarquía- y su contradicción entre la búsqueda de la igualdad y la defensa de todo lo que es desigual por minúsculo que sea, lo ha condenado a una esterilidad completa.

El hecho capital de nuestra época, el tiempo de la Cuarta Revolución Industrial, es la aparición de un nuevo modelo de técnica que no tiene absolutamente nada que ver con la que hemos visto en revoluciones anteriores y que, por supuesto, va a cambiar la faz de la Tierra y la organización de las sociedades. El “ultraprogresismo”, al haber nacido al margen de este fenómeno, se limitó solamente a aportar explicaciones y reivindicaciones que satisficieran solamente a minorías que él mismo alimentaba en su deseo de generar una narcosis social que mantuviera la hegemonía de los grandes consorcios y de las dinastías financieras. Pero una sociedad así concebida solamente podía mantenerse con la aquiescencia de todas las partes. El choque entre el “dinero nuevo” (surgido en torno a los grandes consorcios tecnológicos) y el “dinero viejo” (producto de las acumulaciones de capital, los consorcios industriales convencionales y el préstamo con interés) han generado la derrota del “ultraprogresismo” y, a partir de ahora, su creciente marginación. Se puede prever, por tanto, que el protagonismo se desplazará hacia dos opciones que, en esta nueva fase histórica, protagonizarán la contradicción esencial y que, hasta ahora, habían sido marginales: Transhumanismo y Arqueofuturismo.


1) El Transhumanismo puede ser definido como un “optimismo tecnológico” o también como un “progresismo tecnológico” que atribuye sólo a las nuevas tecnologías la posibilidad de llevar al ser humano a la felicidad y a la realización de utopías que antes solamente eran concebibles a través de la religión.

No es, sin embargo, la continuación evolucionada del “ultraprogresismo, en la medida en que ignora y desprecia toda la temática wokista, la corrección política, la multiculturalidad y los “estudios de género” y aspira a la meritocracia. Ahora bien: es una forma de “progresismo” y de “evolucionismo” desde el momento en el que considera una historia lineal de la Humanidad desde un pasado bárbaro (a causa de la ausencia de tecnologías eficientes) a un futuro feliz (generado por el desarrollo de tecnologías eficientes).

Para el Transhumanismo, los avances y las conquistas que cuentan, son simplemente las aportadas por la tecnología, siendo la ética y la moral, derivados de ella y a la que se deben adaptar. Más que una “ciencia sin conciencia”, se trata de una “ciencia que define una forma concreta de conciencia” o, si se prefiere, una conciencia subordinada a la ciencia: lo que la ciencia puede realizar, para el Transhumanismo, es lo que marca el eje de la ética y de la moral y no al revés.

De la misma forma que en la Primera Revolución Industrial se vivía todavía los restos de las concepciones renacentistas, durante la Segunda apareció la moral burguesa, en la Tercera fueron las masas las que dictaron su ley moral, en la Cuarta, el Transhumanismo propone que sea la tecnología quien genere un nuevo orden ético y moral.

De ahí que sostengamos que el Transhumanismo, que cabalga con los sectores más cuestionables de la Cuarta Revolución Industrial, trata de generar una “revolución antropológica” a diferencia de las anteriores que sólo precipitaron cambios en las costumbres. En efecto, el Transhumanismo pretende de redefinir y alterar la naturaleza y el sentido de lo humano.

Nos dice que las nanotecnologías, la robótica, la criogenia y la ingeniería genética, al converger, nos transformarán profundamente no sólo en nuestro comportamiento sino en nuestra misma constitución. El ser humano ya no será lo que ha sido hasta ahora, ni prolongará su vida lo que le haya permitido su herencia genética o el fatum, sino que todo esto será manipulable y manejable, hasta el punto de que pasará a ser un “cyborg” (un “organismo cibernético”), compuesto por “piezas originarias” (esto es, biológicas, susceptibles por tanto a manipulación genética) que, a medida que dejan de funcionar o sufren enfermedades (“averías”), son sustituidas por prótesis mecánicas fabricadas artificialmente que realizan la misma función, hasta el punto de poder prolongar indefinidamente su duración. Esto debería permitir prolongar a voluntad la vida humana. E, incluso, cuando, por cansancio o por necesidad, el sujeto elija “morir”, todo su bagaje intelectual y su personalidad, podrá descargar su cerebro en “la nube” en forma de impulsos electromagnéticos 0 y 1. Incluso el milagro de la ubicuidad y la bilocación podrán realizarse en vida, conectando cerebro y ordenador. El sujeto podrá crear un clon de sí mismo mediante ingeniería genética que esté presente en otro lugar del planeta mientras él lo hace en las antípodas, o bien conectar su cerebro a un robot. Lo que hasta ahora ha sido ciencia ficción, a partir de ahora se convierte en posibilidad.

Eso supone, en cierto sentido, la realización del viejo sueño de los alquimistas: la vida eterna. Y las grandes fortunas de Silicon Valley están dedicando una parte sustancial de sus ingresos, a invertir en este prometedor terreno. Elon Musk, precisamente, es uno de los magnates que más apuestan por la conexión cerebro-ordenador y su empresa Neurolink está dedicada a la investigación en este terreno.

En un último -y problemático- estadio, la humanidad entera, habrá dejado de ser una entidad biológica, para pasar a ser un Todo informatizado integrado en “la nube” que será una especie, no de Inteligencia Artificial, sino de “inteligencia cósmica”, identificada con “lo Absoluto” (el “Cristo Cósmico” que definió el teólogo jesuita Teilhard de Chardin en el primer tercio del siglo XX).

¿Se entiende ahora porqué decíamos que la Cuarta Revolución Industrial generará sobre todo un cambio antropológico sin precedentes? ¿Cuándo el “ser humano” seguirá siendo considerado “humano”? ¿Cuándo se le haya implantado una lente intraocular? ¿Cuándo tenga miembros mecánicos? ¿Cuándo su sangre no sea bombeada por un corazón sino por un motor artificial? ¿Cuándo no sea su cerebro el que piense, sino que la conexión cerebro-ordenador piense por él? ¿Con cuántas prótesis mecánicas empezará a ser considerado “cyborg”? ¿Y los robots provistos de inteligencia artificial? ¿Serán los nuevos esclavos? Y si lo son, ¿cuánto tardarán en aparecer movimientos reivindicativos que velen por sus derechos y propongan su liberación? ¿Cuándo se producirá la “singularidad” y la IA “pensará” por sí misma, pasando de ser “generativa” a “imperativa”? Y, si la IA es eficiente, ¿por qué no dejarle a ella -como se está haciendo ya en los procesos de producción y en la logística de las grandes empresas tecnológicas- que sea la que tome las decisiones y adopte las políticas a implementar? Y en el futuro, ¿por qué no dejar que asuma las grandes -y las pequeñas- decisiones ejecutivas, administre la justicia y establezca la legislación?

2) El viejo conservadurismo está desarmado ante todos estos problemas que genera la Cuarta Revolución Industrial y que el Transhumanismo percibe como el irrenunciable futuro al que estamos, felizmente abocados. El viejo conservadurismo ya no está en condiciones de competir y frenar al Transhumanismo, ni siquiera de oponerse a la actual revolución tecnológica. Y esto por cuatro razones:

a) Las “ciencias de vanguardia” marcan, en la actualidad, las principales líneas de investigación en universidades y en organismos estatales o corporativos. Su avance es irreversible y generará especialmente problemas de bioética que le enfrentarán a los propietarios de las nuevas tecnologías. A pesar de que estos problemas empezaron a suscitarse a finales de 1999 con la “creación” de la Oveja Dolly, el conservadurismo ha permanecido ajeno a la polémica o a interpuesto débiles argumentos inasumibles para buena parte de la sociedad.

b) Nunca nadie ha estado dispuesto a renunciar a los avances logrados con las nuevas tecnologías: si hoy nadie está dispuesto a renunciar al uso de un Smartphone o al GPS, podemos pensar cuál será la reacción cuando se le pida renunciar a procedimientos para prolongar la vida, ante la introducción de nanomáquinas en el flujo sanguíneo para resolver problemas de salud o cuando la robótica se haya convertido en un artículo de consumo. El viejo conservadurismo no ha meditado sobre el futuro que están construyendo las nuevas tecnologías y sobre sus repercusiones sobre la psicología individual y de masas o sobre la mutación brusca de las costumbres que ya se está empezando a producir.

c) El conservador no se ha dado cuenta de que, a medida que se avanza en el siglo XXI, se va extinguiendo su “base social”. Hasta el principio de la Tercera Revolución Industrial, el conservadurismo se apoyaba en las aristocracias, la Iglesia y la Nación. En la Cuarta Revolución Industrial, el liderazgo de la primera ya había desaparecido, el Concilio Vaticano II supuso una aceleración en la pérdida de vigor de la Iglesia y, a partir de 1945, los “superpotencias” hicieron imposible la supervivencia de naciones soberanas. Era preciso “alinearse” y/o formar bloques continentales; la “dimensión nacional” había cambiado y ya no era viable como lo había sido hasta el final del primer tercio del Siglo XX. El sustrato “conservador” solamente podía ser una especie de etérea nostalgia del pasado, pero sin grupos organizados que constituyeran su base social. Ahora, en apenas veinte años habrán desaparecido los restos de generaciones que han conocido un mundo sin tecnologías digitales, que no se habrán educado en ideas de orden, autoridad o jerarquía. Dentro de poco, los conservadores se habrán quedado sin referencias vivas.

d) El conservadurismo clásico no se ha dado cuenta de la potencia y de la irreversibilidad de la revolución tecnológica actual, ni del carácter antropológico de la misma. El conservador está dirigiendo su mensaje a un tipo humano en vías de extinción. En nuestros días, puede dar la sensación de que ese viejo conservadurismo sigue vivo y activo: pero la derrota del “ultraprogresismo” era fácil, acumulaba fracasos, era evidente que llevaba a estadios cada vez más caóticos a la sociedad y que no se sustentaba en una doctrina sólida, sino en tópicos para uso y disfrute de minorías que no eran nada y lo exigían todo. Pero el Transhumanismo y la Revolución Tecnológica se basan en logros muy reales, en avances concretos que pronto se han alcanzado un amplio consenso social (incluso entre los conservadores que los utilizan ampliamente).

Por todo ello y, a pesar de la victoria de Donald Trump, podemos afirmar que el conservadurismo clásico está a punto de desaparecer después del “ultraprogresismo”.

3) ¿Dónde está, pues, la alternativa?

A partir del Siglo XVII, la filosofía occidental entró en la vía que ha conducido a los actuales desarrollos. La mecánica newtoniana, las ideas de Amos Comenius en educación (sostenidas hoy entusiásticamente por la UNESCO y que, en realidad, constituyen su “doctrina oficial” sobre pedagogía), el racionalismo cartesiano, el “método experimental inductivo” de Bacon, supusieron una ruptura con el humanismo renacentista y el inicio de una nueva era a la que seguirá, sin duda no por casualidad, la Primera Revolución Industrial.

En realidad, el punto de partida de toda esta avalancha de nuevas ideas es que “todo lo real es racional y todo lo racional es real”, por tanto, solamente existe lo tangible, susceptible de ser visto por los sentidos y mesurado por patrones predefinidos. Hegel enuncia este principio en 1817, en medio de la Primera Revolución Industrial, sintetizando la herencia del XVII y generando un pensamiento que, como él mismo dijo en los Principios de la Filosofía del Derecho, es un producto de su tiempo (“la filosofía es su tiempo aprehendido en pensamientos”).

El resultado de todos estos puntos de vista, fue la separación cada vez más evidente entre “realidad” y “espiritualidad”, que precipitó una materialización creciente de las sociedades que. En una fase previa se había divorciado el “espíritu” del gobierno de las cosas (“dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”), luego se generaron luchas entre partidarios del poder civil sometido al religioso (güelfismo) y partidarios de reconstruir la síntesis entre ambos poderes (gibelinismo), para desembocar durante el renacimiento en corrientes neoplatónicas por un lado y humanistas por otro o en la síntesis de ambas.

Sin duda no es por casualidad que todos los doctrinarios del “nuevo espíritu científico” (Newton, Comenius, Bacon, Descartes, etc.) hubieran pertenecido a ramas desviadas de la Rosa+Cruz, grupos elitistas más o menos secretos provistos de concepciones que se habían ido alejando del neoplatonismo originario, olvidando su deseo de transformar a la persona y anhelando transformar a la sociedad. Lo mismo ocurrió con la masonería que, inicialmente aspirada a alcanzar la “perfección del ser humano” y a partir del XIX empezó a hablar del “perfeccionamiento de la humanidad”...

Cuando la realidad se reduce a lo que se puede observar con los sentidos y se niega cualquier otra forma de realidad, se está cayendo en la misma actitud que negar la existencia de moléculas antes de que se descubriera el microscopio. Si la realidad es lo que se observa con los órganos sensoriales, habrá que convenir que la no utilización, el olvido o la atrofia de otros sentidos puede darnos una visión incompleta de la realidad. A pesar de que un sordo no pueda percibir los sonidos, no puede negar su existencia. Esos sentidos, no utilizados o atrofiados (“La llave que abre nuestra naturaleza interior, está oxidada desde el Diluvio” decía Gustav Meyrink en El rostro verde) era lo que imprimía carácter antaño al fenómeno religioso, entendiendo por “religión”, precisamente, aquello que aspiraba a “religare” (volver a unir) la realidad física con un mundo que está “más allá de lo físico” (lo “metafísico”).

Esto es lo que, en la estela de Julius Evola y de René Guénon, puede definirse como la “vía de la Tradición”: lo que ha acompañado al ser humano desde el principio de los tiempos, desde el momento indefinido en el que dejó de ser un animal guiado solo por necesidades e instintos, a pasar a convertirse en un ser que advertía la presencia de un universo holístico, compuesto por lo visible y lo trascendente, así debería de seguir siendo, si de lo que se trata es de no caer en una especie de retorno a etapas prehumanas y animalescas en las que el individuo vuelva a estar guiado sólo por instintos y necesidades.

¿En qué se basaba la concepción tradicional del ser humano?

Respuesta: en una concepción antropológica sobre los tres elementos presentes en lo humano, el cuerpo físico, el espíritu y el alma; entendiendo el cuerpo físico como el soporte material de la existencia, el espíritu como su bagaje mental e intelectual, y el alma, aquello que nos une con la trascendencia y que se manifiesta en los “estados oceánicos” de los que hablara Arthur Koestler en El Cero y el infinito, o bien en los éxtasis místicos, o en las iniciaciones mistéricas del mundo clásico: todos ellos nos hablan de un mismo lenguaje y lo definen como una comprensión brusca e integral de la realidad y del Cosmos. Todos ellos tienden a adjetivarla como “el despertar”, dando por sentado que la visión habitual que han tenido hasta ese momento, era una especie de “sueño”.

El elemento central de esta “vía de la tradición” es la “depuración del espíritu” presente en las propuestas de todos los sistemas religiosos que, finalmente, aspiran al “perfeccionamiento del ser humano” durante la vida. Para eso es preciso “depurar” el espíritu de todas aquellas tendencias y hábitos que lo ligan al mundo de lo material. Es la obligación de seguir “los diez mandamientos”, el “noble óctuple sendero del buda”, o los “pilares del islam”, lo que el mundo clásico y las iniciaciones mistéricas llamaban “los misterios menores”.

El hecho de que el cristianismo no reconociera estos “misterios”, no quiere decir que, en la práctica no llegara objetivamente a una práctica similar proponiendo una moral y un concepto de vida que conducía a la perfección. Era la “vía ascética” o “depurativa” que proponía el catolicismo español y que no les bastó a algunos de nuestros místicos que quisieron ir más allá siguiendo su “vía mística”. Y esta vía, significativamente, conducía a la “theosis”, la “unión con Dios”, tal como contemplaban los “misterios mayores” del mundo clásico y las prácticas de meditación de las concepciones orientales.

La Tradición Hermética derivada del neoplatonismo, sugería que, desde el momento en el que el espíritu consumaba la “vía depurativa”, éste dejaba de ser atraído “hacia lo bajo”, por la vida material y por las necesidades materiales del cuerpo físico, para ser atraída “hacia lo alto”, por el alma, esa chispa de trascendencia presente en el ser humano, que solamente se percibe cuando el ascesis nos recuerda que existe y que puede ser activada a través de la “vía de la Tradición”.

Las experiencias de personajes tan distintos y alejados en el tiempo como Koestler, los practicantes hinduistas del yoga (“yug”, su raíz, por cierto quiere decir “unión” en sánscrito), de la meditación Zen, o del sufismo, del hesicasmo (la práctica ascética de los monjes de las iglesias orientales) o de la mística renana y de su continuación en la mística española del Siglo de Oro, nos hablan de una sola y misma realidad trascendente, visible, activa y que conduce a la “metanoia” (cambio radical de conciencia) y a la comprensión de que esa parte trascendente del ser humano, en cuando se consigue activar, nos lleva a un concepción integradora del Cosmos, no científica, pero sí directa e iluminadora.

4) Arqueofuturismo significa, pues, aceptar los logros de las nuevas tecnologías, sin olvidar que, para lograr el perfeccionamiento holístico del ser humano es preciso disponer de un método que garantice una vida plena que puede realizarse mediante la “vía depurativa” (prescindir de todas las tendencias, sensaciones, pensamientos y acciones que aumentan nuestro ego y lo desvían del “camino de perfección”) más allá de la cual, la “vía mística” supone intentar vivir la trascendencia durante nuestro tiempo de vida biológica. Expresado de otra forma: compaginar los adelantos tecnológicos con el seguimiento de una vía espiritual y con unos valores derivados de ella.

En conclusión: las dos concepciones que entrarán en conflicto en esta Cuarta Revolución Industrial será, de un lado el Transhumanismo y de otro el Arqueofuturismo. Ambos están en contradicción flagrante:

1) El Transhumanismo considera a la técnica como una herramienta que posibilita acelerar la evolución darwinista. El Arqueofuturismo considera la técnica como una conquista humana más, la acepta, la incorpora y la promueve, pero sin mitificarla, ni exaltarla, considerándola como un logro -uno más- del espíritu humano, percibe la técnica como un instrumento para la mejora de las condiciones de vida humana, no para la “evolución” de lo humano.

2) El Transhumanismo considera que la etapa final de la evolución lineal ascendente de la humanidad es su integración en un “espíritu absoluto electrónico” logrado mediante la transferencia a “la nube” de todos los impulsos, pensamientos, emociones, hechos y conocimientos de todos los seres humanos. El Arqueofuturismo ve la historia de la humanidad como un conjunto de ciclos de ascensos y descensos en los cuales existe la posibilidad de carecer o de disfrutar de avances tecnológicos, pero manteniendo inmóvil el “centro” de la rueda: una concepción tradicional del ser humano y de sus vías de ascenso a la trascendencia.

3) El “paraíso” concebido por el Transhumanismo es un de naturaleza tecnológica al que se llegará mediante avances científicos que bastarán para dar a la humanidad sensación de plenitud y realización. El Arqueofuturismo considera a la técnica irrenunciable, pero accesoria, acompañante fiel y subordinada a una visión del mundo que ha sido propia del género humano desde los albores de la humanidad.

4) Para el Transhumanismo el ser humano es cuerpo y espíritu que se bastan para generar técnica y progreso y terminan retroalimentando el cuerpo y prolongando al máximo su existencia terrestre. Para el Arqueofuturismo, el ser humano es cuerpo, espíritu y alma y la técnica un mero coadyuvante del conjunto, en absoluto un fin en sí mismo, y su fin no puede ser diferente a la búsqueda de su perfeccionamiento, ni de su mejora durante su vida biológica.

5) El Transhumanismo considera solamente una visión parcial y limitada de la naturaleza humana derivada del racionalismo, mientras que el Arqueofuturismo parte de una visión holística del ser humano y percibe otra realidad más allá de la descrita y mesurada por los sentidos físicos.

6) El Transhumanismo aspira a construir un mundo nuevo surgido de la Cuarta Revolución Industrial, gobernada por los tecnólogos y abierta a que, en un futuro, termine gobernando una Inteligencia Artificial generativa, capaz de resolver los problemas más complejos de la tarea de mando y aportar soluciones eficientes. El Arqueofuturismo, por el contrario, percibe la técnica como un elemento susceptible de colaborar, simplificar y aligerar la tarea de gobierno, pero considera que el “poder” debe estar en manos de una élite que se destaque de la masa y que haya conseguido alcanzar el límite del “perfeccionamiento humano” o bien esté en contacto con la trascendencia y haya operado la “theosis”.

Se entiende, pues, que ambas son nociones contradictorias y que entrarán en conflicto.  Cuando en nuestros escritos sobre el Transhumanismo -véase en el recuadro de “búsquedas” de Info|Krisis- decíamos que no hay elaboración filosófica posible después de su formulación y que con él había muerto la posibilidad de elaborar una nueva escuela filosófica, en realidad, estábamos diciendo que para que la humanidad pueda disponer de una concepción del mundo y de una interpretación de la existencia válida, hay que retrotraerse al pensamiento anterior al racionalismo cartesiano y, a partir de ahí, ir retrocediendo en las distintas concepciones que le habían precedido, hasta remontarse a las concepciones originarias (las concepciones presentes, especialmente, en las filosofías clásicas y en las concepciones indoarias), cuando la humanidad no había iniciado todavía la materialización creciente y progresiva de su existencia, instalada con las sucesivas Revoluciones Industriales.

Si hoy sabemos que la técnica es irrenunciable, también debemos admitir que, sin esas concepciones originarias, la vida humana deja de ser tal y se convierte en la simple existencia de un objeto material más o menos sofisticado al que se puede colocar tal o cual complemento, como a un vehículo fabricado en serie, o llevar al mecánico para la reparación de no importa qué parte de su estructura y cuyo final, no es otro que el reciclado al término de su vida.