domingo, 14 de agosto de 2022

LA ESCUELA DE FRANKFURT (IV) - LAS MALAS RELACIONES INTERPERSONALES

Cada uno de los miembros de la Escuela -todos ellos intelectuales brillantes y, por tanto, más responsables de sus vacíos, de sus subjetividades, de sus errores y, sobre todo, del peso de sus propias personalidades- era un mundo separado. Estaban unidos solamente por sus fobias y por su origen étnico y por su clase social. En realidad, cuesta incluso representarlos como una “escuela”.

No puede decirse que, a pesar de las coincidencias originarias, y de su carácter marxista, se llevaran bien. En realidad, nada más lejos de la realidad, considerar que los miembros del Instituto de Investigaciones Sociales constituyeron un grupo bien avenido o que sus teorías fueran convergentes. Veamos una lista no exhaustiva de sus problemas interpersonales.

Fromm resultó expulsado de la Escuela e indemnizado económicamente por Horkheimer. Ingresó en la institución en 1930 Había participado activamente en la primera fase de investigaciones interdisciplinarias de la institución, pero era un personaje “diferente” al resto de sus miembros y, no solamente, por su conocimiento más profundo de las raíces religiosas judías, sino porque, desde el principio se había dedicado al ejercicio del psicoanálisis, a diferencia del resto que, ante todo, eran marxistas.

Fromm descubrió contradicciones en la teoría psicoanalíticas freudiana que los otros no estaban dispuestos aceptar. En efecto, el Freud anterior a la Primera Guerra Mundial había insistido en la idea de que los impulsos humanos estaban sometidos y oscilaban entre el deseo y la represión, mientras que en la década de 1920 interpretó esos impulsos como una tensión entre el “principio del placer” y el “principio de la muerte”, entre Eros y Thanatos. Tampoco compartía la misoginia de Freud que atacó en varias ocasiones. Y, finalmente, acusó a Freud de reduccionismo y de obstinarse en un pensamiento dualista entre dos polos opuestos que, para él, era una interpretación excesivamente limitada del origen de los comportamientos humanos. El descubrimiento de Marx fue posterior para él y, si bien, siempre considero que Marx, Freud y Einstein constituían los fundamentos del siglo XX, tampoco ocultó que Marx le parecía un pensador mucho más orgánico, disciplinado y consecuente. Cuando ya había sido despedido de la Escuela de Frankfurt descubrió el “socialismo humanista”, basado en el Marx anterior a 1848 -el “joven Marx”- y en una equidistancia entre el modelo de capitalismo norteamericano y el modelo soviético. Terminó afiliándose al Partido Socialista de los Estados Unidos y apoyando la candidatura de Eugene McCarthy para las presidenciales del año 1969.

Marcuse y Fromm se llevaban mal. Aparentemente, su desencuentro era por motivos doctrinales, pero a poco que se repasan las líneas que le dedicó Marcuse, se percibe un trasfondo mutuo de hostilidad: el núcleo central de la Escuela de Frankfurt (Marcuse, Horkheimer, Adorno) se situaron dentro de la ortodoxia freudiana y lo incorporaron a sus trabajos. Criticar a Freud, por tanto, suponía criticar su obra y cuestionar sus análisis. A lo largo de su experiencia como psicoanalista Fromm se había dado cuenta de que, contrariamente a lo que proponía Freud, no todos los problemas derivaban de la lívido, había otros elementos que entraban en juego. No era posible tampoco explicar todas las neurosis a través del esquema freudiano. Marcuse -que tenía sobre el psicoanálisis una versión completamente literaria y jamás había asumido la práctica psicoanalítica, sino solo aspectos de la teoría- había terminado considerando las ideas de Freud como dogmas de fe y achacaba a Fromm el que hubiera “reducido el psicoanálisis a un conjunto de éticas idealistas que sólo abrazan el status quo”. Fromm sostenía que la psicología social requiere puntos de vista más amplios, dinámicos y cambiantes.

Cuando estalló la contestación en las universidades norteamericanas, tanto la obra de Freud como la de Fromm fueron leídas por los estudiantes en rebeldía. Pero lo curioso es constatar que existieron dos bloques perfectamente diferenciados: los lectores de Fromm, cuando declinó el empuje de la contestación en los años 70, se orientarían en una segunda fase hacia movimientos terapéuticos de la “new age”, mientras que los lectores de Marcuse pasarían más a grupos políticos radicalizados tal como pudo verse en el mayo-68 francés (para, muchos de ellos, seguir en los años siguientes el camino opuestos y convertirse en miembros del stablishment político occidental).

Así mismo, la contestación fue el origen de la ruptura entre Theodor W. Adorno y Herbert Marcuse. El primero, en el fondo, había tenido un espíritu conservador, al menos en las formas y los aires de revuelta traídos por los contestatarios de los años sesenta, no podían menos que perturbar su espíritu matemático y el orden musical del que se había nutrido desde la infancia. Marcuse, en cambio, parecía que algo de su espíritu se había quedado en los Consejos de Obreros y Soldados de la revolución espartaquista y hasta última hora participó en mítines y asambleas estudiantiles. Cuando los estudiantes propusieron ocupar las aulas, Adorno se opuso y propuso llamar a la policía para desalojarlos. Marcuse, por supuesto, se entusiasmó con la idea las ocupaciones (no faltó quien le acusó de “provocador” y de seguir trabajando para la CIA).

Eran los años en los que Adorno acababa de publicar su obra Dialéctica negativa (1966) Al año siguiente, en Alemania, las protestas por la visita del Sha de Persia, degeneraron en incidentes en los que perdió la vida un estudiante. El gobierno alemán de la época, por lo demás, se había solidarizado con la postura norteamericana en Vietnam. Adorno, que entonces enseñaba en Alemania Occidental, se vio cogido entre todos estos fuegos. Denostaba la guerra (que para él demostraba que “Auschwitz” seguía planeando sobre el mundo). El vaso se desbordó cuando Adorno fue invitado a la Universidad Libre de Berlín para dar una conferencia sobre la obra de Goethe Ifigenia en Tauride y los estudiantes rebeldes quisieron imponerle un debate. Los miembros del SDS (la organización que movía la agitación universitaria) le invitaron a algunos debates, pero, en los meses siguientes y, especialmente, tras el mayo del 68 francés, manifestó que él era docente y, como tal, le repugnaba la interrupción de las clases. Para colmo, Hanna Arendt -próxima a la Escuela de Frankfurt y también judía- afirmo en esos meses, que Adorno había presionado a Walter Benjamin durante los años de exilio. Al parecer, la Arendt se excedió en sus críticas y ordenó los textos de Benjamin de manera torticera que obligaron a Gershon Scholem, amigo de Benjamin, a salir en defensa de Adorno.

Adorno, por lo demás, se había encontrado en 1925 en Nápoles con Benjamin. Había llegado hasta la ciudad italiana acompañado por Sigfried Krakauer. A pesar de que Adorno procuró no hablar mucho sobre este viaje; le disgustaba ser considerado como “discípulo de Benjamin” (“su primer y único discípulo”, según Arendt y “una especie de discípulo en materia estética”, para Scholem). Otros estudiosos de la filosofía de ambos, aseguran que Adorno debió también a Benjamin su concepto de “progreso”. Benjamín no consideraba que la lucha de clases fuera el motor de la historia, pero sí apreciaba al proletariado como protagonista de la misma. Adorno cuestionaba este punto de vista (y lo negó por completo en sus últimos años) y, tras la aparición de la obra de Benjamin sobre Baudelaire, Adorno le reprochó el empleo de terminología marxista, de manera “torpe y poco seria”. El resultado fue que Benjamin, un tipo algo inestable, que había ido acumulando desengaños y reveses en la vida (el menor de los cuales fue el haber depositado sus esperanzas en la URSS que, finalmente, firmó el pacto con Hitler en agosto de 1939) terminó suicidándose en la frontera franco-española.

En cuanto a Adorno, a medida que pasaron las semanas del verano de 1969, fue aumentando su hostilidad hacia los estudiantes contestarios. Terminó acusando a los estudiantes de basar su idea de unión de la teoría y la práctica en análisis erróneos de la situación. Definió a los contestarios como “SA con jeans” y a las barricadas como “ridículas contra quienes administran la bomba atómica”. Poco antes de morir, cuando pronunciaba un curso sobre Introducción al pensamiento dialéctico, tres alumnas se le desnudaron en clase. Murió pocas semanas después.

Bertolt Brecht, que junto con Piscator también había recibido subvenciones de Félix Weil para su “teatro popular”, atacó en muchas ocasiones a los miembros de la Escuela de Frankfurt a los que llamaba “frankfurturistas”. Desde su perspectiva de marxista fiel a la ortodoxia estalinista, les acusó de que trataban de apuntalar el sistema contra el que decía combatir. Brecht sostenía -no sin cierta lógica- que, por una parte, habían constituido un instituto marxista, pero, al mismo tiempo negaban el potencial revolucionario de la clase obrera para acabar con el capitalismo”. Esto es, negaban la esencia del marxismo.

Lukács, por su parte, padre ideológico del “marxismo occidental”, en el que se encuadraría la Escuela de Frankfurt, fue particularmente cruel con sus “hijos” doctrinales: dijo de ellos que se habían instalado en el “hotel Abismo”, equipado con “toda clase de lujos, al borde de un abismo, de la vacuidad, del absurdo”. El húngaro les reprochaba que, cada día, se solazaban contemplando el abismo “entre excelentes comidas y divertimentos artísticos, sólo puede sublimar el disfrute de las sutiles comodidades ofrecidas”. Negaba que alguna vez hubieran tenido intención de unir pensamiento y acción, ni siquiera considerado la posibilidad de asumir un compromiso político. Decía que “se habían pasado la vida observando ese despeñadero [donde estaba instalado el “hotel Abismo”, NdA] desde una distancia prudencial y hasta con algo de perverso placer”. Incluso tardíamente, cuando estallaron los incidentes de la contestación estudiantil, los “frankfurtianos” se negaron a “pasar a la acción”. Adorno llegó a decir que el “pensamiento era el acto verdaderamente radical y no los sit-in y las barricadas” a lo que los estudiantes contestatarios le respondieron: “Si dejamos en paz a Adorno, el capitalismo nunca desaparecerá”.

Los partidarios de la Escuela de Frankfurt, en su defensa, recuerdan los “sufrimientos” de los que fueron objeto al llegar el nacionalsocialismo al poder. Alegan que fueron perseguidos en tanto que judíos y marxistas, que debieron abandonar sus cátedras y exiliarse. Todo esto es cuestionable y se entiende el por qué, al terminar la guerra figuraron entre los primeros que insistieron en la realidad del “holocausto”. En efecto, su buena situación familiar fue lo que los llevó al exilio. Ninguno de ellos pisó ninguna cárcel, ni se incoaron procesos contra ellos, ni se vieron sometidos a algún tipo de discriminación. Simplemente, cuando el nacionalsocialismo llegó al poder, se autoexiliaron sin que nadie se lo impidiera, con sus pasaportes originarios, con sus nombres y apellidos, ninguno de ellos fue víctima de la represión anticomunista o antisemita, ninguno de ellos sufrió los rigores de las cárceles. Todos ellos llegaron sin dificultades a los más diversos países (Dinamarca, Suecia, Francia, Reino Unido, México, aunque todos terminaran convergiendo en Estados Unidos, trabajando, como hemos visto, para distintas agencias de seguridad y defensa y para la mayor de las fundaciones capitalistas, la Rockefeller). No sufrieron ningún tipo de represión, y relacionar su nombre con el “holocausto” resulta absolutamente gratuito. Es más, en la medida en la que trabajaron contra el gobierno de su propia patria, el adjetivo que mejor les cuadra, es el de “traidores”. Y en grado sumo, porque, aceptaron trabajar para el país que más esfuerzos realizó para que estallara la guerra en Europa.

Leo Löwenthal describió a un Adorno con 18 como “el señorito mimado de una familia pudiente” y, añadió que, mientras en 1922, las familias alemanas se veían afectadas de manera demoledora por la hiperinflación, Adorno y su familia podían pagarse viajes a Italia y siguieron llevando un “estilo de vida relativamente suntuoso”. Sus biógrafos reconstruyeron el hecho de que el “odiado padre” de Adorno, había invertido sus ganancias como empresario en bienes tangibles y no en productos de bolsa. El padre de Adorno había renunciado a su identidad judía y se convirtió casi en un “antisemita” en especial en relación a los judíos procedentes de Europa del Este que habían huido de los pogromos de Rusia y Polonia para establecerse en los distritos del Este de Frankfurt. No podía soportar -el padre de Löwenthal compartía la misma repugnancia- que le confundieran con uno de esos judíos con melenas, barba y caftanes. Krakauer, siempre chistoso y ocurrente decía de estos judíos que “lucían tan auténticos que pensabas que tenían que ser judíos de imitación”.

Marcusse, que, en sus últimos años había terminado peleado con todos sus antiguos compañeros, sostuvo en un debate con Habermas que la Escuela de Frankfurt estaba organizada de manera rígida de arriba abajo. Horckheimer, asesorado por Pollock, tomaba las decisiones financieras y administrativas. Los miembros de la escuela no se tutearon nunca, tenían un trato distante a pesar de que llevaran diez años trabajando juntos. Nada de democracia, puro dirigismo por parte de Horkheimer y de Pollock que administraba los fondos entregados por Weil. A éste último se le da como el artífice de las “malas inversiones” realizadas con fondos de la Escuela al llegar a EEUU.

Por lo demás, Marcusse, no hubiera podido vivir ni estudiar después de la Primera Guerra Mundial, cuando tuvo una breve e irrelevante participación en la revolución de los Consejos Obreros de Baviera, de no ser porque su padre, próspero editor, le proporcionó un apartamento y un porcentaje en las ganancias de su próspero negocio de libros antiguos. Con todo, Marcuse fue el único de los miembros de la primera generación de la Escuela de Frankfurt que siguió considerándose marxista en sus últimos años de vida. Horkheimer y Adorno, después de regresar a Alemania, apoyaron la posición de los EEUU en la guerra del Vietnam, suscitando ácidas críticas por parte de Marcusse.

Vale la pena realizar un punto y aparte y mencionar la tormentosa relación que todos estos intelectuales mantuvieron con sus padres, casi una caricatura de las tesis freudianas. De hecho, todos los miembros de la Escuela de Frankfurt están unidos por la magnanimidad demostrada por sus padres y por la desconfianza edípica y la hostilidad que recibían de sus hijos.

El caso de Walter Benjamin es significativo: siempre se negó a trabajar en el mundo de los negocios de papá, pero, incluso cuando ya había cumplido más de treinta años, seguía exigiéndoles a sus padres que le mantuvieran económicamente y tachaba de “incalificables”, los requerimientos de estos para que se ganara la vida. Al padre no le hizo excesiva gracia el que su hijo, esperase la celebración de su bar mitzvah para declararse públicamente y ante toda la familia, ateo. Cuando, momentáneamente, al acabar la Primera Guerra Mundial, estos negocios sufrieron un decline, el padre aceptó pagarle los estudios a cambio de que viviera en el hogar familiar. Benjamin entró a las pocas semanas en un “largo y espantoso período de depresión”. Con su mujer e hijo pequeño, abandonaron la casa y se instalaron en la de un amigo, no sin antes arrancar al padre, la no desdeñable cifra de 40.000 marcos. En los años siguientes, sería su mujer, Dora, la que aportase medios de vida a la familia gracias a su trabajo como traductora. Uno de sus biógrafos dice: En vez de ganarse la vida, Benjamin actuaba como si sus padres le debieran algo: pasó a depender de un estipendio mensual de ellos y siguió sin hacer ningún trabajo funcional (…) culpaba a su autoritaria madre por el hecho de que él, a la edad de cuarenta años, fuera incapaz de prepararse una taza de café. Parece que el escritor judío alemán Ernst Bloch, que influyó profundamente en él y a quien frecuentó durante los años 20, le había enseñado a fumar hachís.

La vida del “joven Horkheimer” discurrió por parámetros similares, si bien, a diferencia de Benjamin, aceptó trabajar escribiendo novelitas. Se sentía “culpable” de ser el hijo privilegiado de un industrial de Stuttgart y de ansiar una revolución social, a pesar de que la irracionalidad de las “clases bajas” le inquietara. En aquellos años de juventud, un biógrafo de Horkheimer dice: La culpa y la identificación le llevaron al borde de la locura. Conoció en 1926 a una mujer, Rose Riekehr, el amor de su vida. Era gentil y de clase baja, acaso elegida por él en tanto que antítesis de la mujer con la que deseaban sus padres que compartiera su vida. Su padre era un respetado empresario judío con varias fábricas textiles en Zuffenhausen (Stuttgart). Él mismo escribió: “Desde mi primer año de vida se dispuso que yo fuese el sucesor de mi padre como director de una compañía industrial”. Cuando el padre, antes de la guerra, le pagó estancias en Bruselas y en Manchester para que pudiera aprender los secretos del negocio, Horkheimer aprovechó esa oportunidad para alejarse de la familia. Fue en Bruselas, en esos años, cuando conoció a Pollock, que se encontraba en la capital belga por lo mismo: su padre, un rico propietario industrial, lo había enviado allí, también, para formarse. Ambos se fueron a vivir juntos. Eran conscientes de ser “almas gemelas”. Poco después se les unión Suze Neumeier, prima de Horkheimer. Se vieron, en París y luego fueron juntos a Calais. El plan paterno de que viajara a Manchester se frustró cuando los tres alquilaron un apartamento en Londres. Horkheimer estaba enamorado de su prima. La noticia llegó a las familias de los tres que denunciaron el caso a la policía británica: el padre de Suze cruzó el canal de la Mancha con una pistola en la maleta. Cuando llegaron a Londres, Pollock ya había sido detenido. El trío quedó deshecho y cada uno volvió al domicilio paterno. Pero Horckheimer se la tenía jurada a su padre, así que su siguiente ligue fue con la secretaria de éste, ocho años mayor que él y no era judía. Enterado el padre, optó por despedir a la empleada.

Ninguno de ellos, durante la Primera Guerra Mundial, combatió en el frente, a pesar de estar todos en edad de tomar las armas: Marcusse fue reclutado, pero sirvió durante toda la guerra en un establo militar donde pienso estuvo alimentando con pienso a los caballos. Horkheimer. Horkheimer consiguió eludir durante dos años el servicio militar alegando que su papel en la empresa paterna era esencial. Lo mismo ocurrió con Pollock.

Eran, en su conjunto y salvo algunas excepciones, judíos que no les gustaba ser percibidos ni considerados como tales. Todos en permanentes malas relaciones con sus padres, seguramente por esto, aceptaron sin dudarlo la tesis de Freud sobre el “complejo de Edipo” y la necesidad de “asesinar [simbólicamente] a la figura paterna”. Gershom Scholem, cuyo nombre aparece frecuentemente vinculado a algunos miembros de la Escuela de Frankfurt, pertenecía, como ellos, a la alta burguesía judía alemana (su padre era propietario de una importante imprenta). Los tres hijos de esta familia se rebelaron contra el padre, cada uno de ellos adoptando una senda particular: uno se hizo comunista, el otro se afilió a la derecha nacionalista alemana del Deutsche Volkkspartei y Gernshom acentuó su identidad judía y se hizo activista sionista y estudiando, incluso, cabalismo.

Jürgen Habermas, por su parte, sigue siendo considerado hoy como el “último representante” de la Escuela de Frankfurt. Era el año 2006. La filosofía de esta institución llevaba 83 años decretando que el cristianismo había “deformado y desviado” la historia de Occidente, generando pulsiones autoritarias y, como consecuencia, había que acabar con el cristianismo, esto es, con la religión, y con el resto de “aparatos ideológicos del Estado”, a saber, la familia y la escuela. Esta actitud anticristiana era una de las bases históricas de la filosofía de la Escuela. Y en esto que Jürgen Habermas, su último representante, se encontró con el cardenal Joseph Ratzinger el 19 de marzo de 2003 en la Academia Católica de Baviera. El resultado de aquella conversación con el futuro papa fue la aparición de un libro firmado por ambos, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión. Un pequeño texto de 69 páginas, en el que “donde dije digo, digo Diego”. No solamente la sangre no llegó al río, sino que, Ratzinger, dos años después se convertiría en Papa de la Cristiandad con el nombre de Benedicto XVI. La discusión tuvo lugar en un clima mutuo de comprensión. Daba la sensación, incluso, que Ratzinger era el “revolucionario” y clamaba por una “verdadera reforma” en la que se eliminaran “instituciones caducas”. El brillante cardenal -último representante de la grandeza intelectual de la Iglesia Católica- sentenció, cuando Habermas le sugirió que se aplicaran “reformas” en la Iglesia: “No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina; sólo entonces será verdaderamente humanas”. Ratzinger, vale la pena recordarlo, era entonces el prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe: su palabra era testimonio de una tradición milenaria.

Habermas, en aquella discusión, se limitó a jugar con las cartas de la Escuela de Frankfurt: apelar a la racionalidad, y no a la “instrumental”, sino a la “científica”. Su argumento sobre el racionalismo y el “diálogo” fue insuperable: “una cultura europea que fuera únicamente racionalista no tendría la dimensión religiosa trascendente, no estaría en condiciones de entablar un diálogo con las grandes culturas de la humanidad, que tienen todas ellas esta dimensión religiosa trascendente, que es una dimensión del ser humano. Por tanto, pensar que hay sólo una razón pura, antihistórica, sólo existente en sí misma, y que ésta sería la razón, es un error

Habermas“el Estado liberal incurre en una contradicción cuando imputa por igual a todos los ciudadanos un ethos político que distribuye de manera desigual las cargas cognitivas entre ellos”. Añadió que no bastaría con admitir “manifestaciones religiosas en la esfera público-política”, habría que asegurarse de que “a todos los ciudadanos se les puede exigir que no excluyan el posible contenido racional de estas contribuciones”. Incluso estaba de acuerdo con Ratzinger en que eran necesarios elementos reguladores de la ética ante los avances tecnológicos. Era fácil deducir que, aun existiendo desacuerdos (como no podía ser de otra forma), estos no excluían una “coexistencia pacífica” y una “comprensión mutua”.

Pero, si la Iglesia Católica ya no era la responsable, ni del fascismo, ni de la deriva autoritaria de Occidente, ni de la “desviación” de la cultura occidental, ni del complejo de Edipo fuente de todas las represiones psicológicas… ¿qué quedaba de la Escuela de Frankfurt? Daba la sensación de que su último representante vivo se había afirmado como un hombre tolerante, a costa de haber puesto la piqueta de demolición en el edificio construido con los dineros de Felix Weil en 1923…