EN
EL SENO DE LA EDAD MEDIA CATÓLICA
I.
INTRODUCCION
Quien
haya tenido ocasión de leer regularmente nuestros artículos y especialmente los
publicados en diversas ocasiones en Vita Nuova, conoce ya el punto de
partida que será el hilo conductor de las presentes notas: nos referiremos a la
idea de una oposición fundamental entre dos actitudes distintas del espíritu en
las que es preciso ver el origen de dos tradiciones bien diferenciadas, tanto
sobre el plano histórico como suprahistórico.
La
primera, es la actitud guerrera y real, la segunda, la actitud religiosa y
sacerdotal. Una constituye el polo viril, la otra, el polo femenino del
espíritu. Una tiene como símbolo el Sol, el "triunfo", corresponde al
ideal de una espiritualidad cuyas consignas son la victoria, la fuerza, el
poder ordenador y que afecta a todas las actividades y todos los individuos en
el seno de un organismo simultáneamente temporal y supratemporal (el ideal
sagrado de Imperium), afirmando la preeminencia de todo lo que es
diferencia y jerarquía. La otra actitud que tiene por símbolo a la Luna, es
como ella, recibe de otro la luz y la autoridad, se remite a otro y vehiculiza
un dualismo reductor, una incompatibilidad entre el espíritu y la potencia,
pero también una desconfianza y un desprecio por toda forma de afirmación
superior y viril de la personalidad: lo que la caracteriza es el pathos
de la igualdad, del "temor de Dios", del "pecado" y de la
"redención".
Lo
que la historia -hasta nuestros días- nos ha mostrado sobre la oposición entre
autoridad religiosa y poder "temporal", no es sino un eco, una forma
tardía y materializada, en la que ha degenerado un conflicto que, desde el
origen, se refiere a esos dos términos, es decir, un conflicto entre dos autoridades,
igualmente espirituales, entre dos corrientes referidas con el mismo título,
aunque de manera opuesta, al supramundo.
Hay
más: la actitud "religiosa", lejos de corresponder sin más a lo
espiritual y agotar lo que emana del dominio supremo del espíritu, no es más
que un producto, relativamente reciente, de procesos degenerativos que han
afectado a una tradición espiritual más antigua y primordial, de tipo
precisamente "solar". En efecto, si examinamos las instituciones de
las civilizaciones tradicionales más grandes -de China a Roma antigua, de
Egipto a Irán, del Perú precolombino al viejo mundo nórdico-escandinavo-
encontramos constantemente, bajo rasgos uniformes, la idea de una fusión
absoluta de los dos poderes, el real y el espiritual; respecto a la jerarquía,
no encontramos una iglesia, sino una "realeza divina", no el ideal
del santo, sino el de aquel que, por su naturaleza superior misma, por la
fuerza imprecante del rito en tanto que "técnica divina", juega, en
relación a las potencias espirituales (o "divinidades") el mismo
papel viril y dominador que un jefe militar ante sus hombres. A partir de aquí,
un proceso de desvirilización espiritual ha conducido a la forma religiosa,
luego -aumentando constantemente la distancia entre el hombre y Dios, y la
servidumbre del primero respecto al segundo en beneficio exclusivo de la casta
sacerdotal- ha terminado por minar la unidad tradicional dando lugar a la doble
antítesis de una espiritualidad antiviril (sacerdotalidad) y una virilidad
material (secularización de la idea de Estado y de Realeza, materialización de
las aristocracias antiguas y sagradas). Si las formas luminosas de las antiguas
civilizaciones "solares" se deben a las ramas arias, en Occidente,
hay que atribuir sobre todo al elemento levantino el triunfo del espíritu
religioso, desde la asiatización del mundo greco-latino, hasta la decadencia de
la idea imperial augusta y la llegada misma del cristianismo. En las presentes
notas nos proponemos aclarar algunos aspectos poco conocidos de la civilización
medieval, a fin de demostrar que incluyó el intento (tanto visible como oculto)
de una gran reacción, la voluntad de reconstruir una tradición universal cuyo
fin, a pesar de las apariencias formales y la concepción corriente de la Edad
Media como una edad "católica" por excelencia, es anticristiana o,
más bien, supera el cristianismo.
II. EL
DESPERTAR NORDICO-ARIO DE LA ROMANIDAD
Muy
verosímilmente, esta voluntad de restauración extrae su origen primigenio de
las razas nórdico-bizantina, es un hecho universalmente reconocido.
En
los más antiguos testimonios -comprendidos, desde cierto punto de vista, las
indicaciones del mismo Tácito-, estas razas aparecían como un tipo
extremadamente próximo a los Aqueos, los paleo-iranios, los paleo-romanos y, en
general, los nórdicos-arios, que se habría conservado, por decirlo de alguna
manera, en el estadio de una pureza "pre-histórica".
Y el
hecho de que, en razón de sus rasgos superiores rudos, sin florituras, groseros
y agriamente esculpidos en su existencia y en sus costumbres, estas razas hayan
podido aparecer como "bárbaras" frente a una civilización que, por un
lado había degenerado bajo el peso de estructuras jurídico-administrativas y,
por otro, se había ablandado en afanes de refinamiento hedonistas, literarios y
ciudadanos, siendo casi sinónimos de decadencia, este contraste favoreció que
estas razas vehiculizaran en propiedad y albergasen en sus mitos y en sus
leyendas la profunda espiritualidad de una tradición originaria, cuyo soporte era
una existencia impregnada de relaciones guerreras y viriles, de libertad, de
honor y fidelidad.
Por
otra parte, constatamos que, en su origen, estas razas desconocían y veneraban no
era el espíritu "religioso", sino al espíritu "heroico",
emanado de las encarnaciones de sus divinidades principales.
Es
el panteón de los Asen, en lucha perpetua contra los "gigantes" y las
naturalezas elementales de la tierra; es Donnat-Thor, destructor de Thyr y de
Hymir, el "fuerte entre los fuertes", el "irresistible", el
dueño del "abrigo contra el terror"; es Odin-Wotan, el dador de la
victoria, el detentador de la sabiduría, el huésped de los héroes inmortales
que las Walkirias elegían sobre los campos de batalla a los que hacían sus
propios hijos -el Señor de los batallones tempestuosos, aquel cuyo símbolo es
idéntico al de la grandeza romana y de la "gloria" -hvareno
irania-, el Águila, cuya fuerza alimenta la sangre no-humana de las dinastías
reales.
Además,
ya mezcladas con los hombres, tenemos razas heroicas, como la de los Wälsungen,
a la que pertenece Sigmun y Sigurd-rökr, contra el obscurecimiento de los
dioses, símbolos de las edades sombrías que serán el destino de las
generaciones futuras; tenemos a las razas reales góticas que se consideran como
âmals, los "puros" o los "celestes" y que hacen
remontar su origen a la simbólica Mitgarhz, la "tierra media",
situada -como la Hiperbórea del Apolo solar y el Airymen-vaêjo de los iranios-
en el extremo-Norte; tenemos una variedad de otros temas y mitos de origen ario
muy antiguo, igualmente y siempre, impregnados de espiritualidad guerrera y
ajenos a toda relajación "religiosa".
Si,
desde el exterior, la irrupción de los "bárbaros" ha podido parecer
destructora por su contribución al hundimiento de la ordenación material del
Imperio romano “asiatizado”, por el contrario, desde el punto de vista
interior, significa una aportación vivificadora del espíritu ario, un nuevo
contacto galvanizador con una fuerza aún en estado puro y que debía dar lugar a
una lucha y a una reacción bajo el signo, precisamente de esta Romanitas
y de este Imperium, que había extraído su grandeza, en el mundo antiguo,
de su conformidad con un tipo de espiritualidad viril y solar. Tras los
primeros siglos de nuestra era, los invasores tomaron en efecto conciencia de
una misión de restauración. Su "conversión" deja casi intactos su ethos
y su íntima tradición original que, una vez adoptado el símbolo de la antigua
Roma, debía dirigirse contra la usurpación y la voluntad hegemónica de la Iglesia,
mientras que al mismo tiempo emprenderían la formación, espiritual y material,
de una nueva civilización europea. Sabemos que, ya en el momento de la
coronación del rey de los francos, que tenía lugar el día considerado por la
Antigüedad como el del renacimiento del dios solar invencible (Natalis solis
invicti), se adoptó la fórmula Renovatio Romano Imperii. Tras los
francos, fueron precisamente los germanos quienes asumieron de una manera aún
más neta esta función. La designación de su ideal imperial ecuménico, no fue
"teutónico", sino "romano"; hasta en las tierras más
alejadas, llevaron las señas y las divisas romanas; basilei y augusti,
sus reyes se apropiaron del título de Romanorum Reges, y Roma permaneció
siempre como la fuente simbólica de su Imperium y de su legitimidad.
Lo
semejante se reconoce en lo semejante. Lo semejante despierta e integra a lo
semejante. El águila paleonórdica de Odín se renueva con el águila romana de
las legiones y del dios capitolino. El espíritu antiguo renace bajo nuevas
formas. Se crea una gran corriente a la vez formadora y unificadora. La
Iglesia, por una parte, se deja dominar -"romaniza" su propio
cristianismo- para poder dominar a su vez y mantenerse en la cresta de la ola; por
otra parte, resiste, quiere llegar al poder, situarse por encima del Imperio.
Si
es en la tensión donde se liberan las luces más claras en significados, no es
menos cierto que, si la Edad Media se presenta ante nosotros bajo el aspecto de
una gran civilización "tradicional" en su expresión más perfecta,
esto no es gracias al cristianismo, sino a pesar del cristianismo, en virtud de
la aportación nórdica que no hacía sino uno con la idea antigua de la Roma
pagana, y determina una fuerza actuante en dos direcciones: sobre el plano
político y ético, a través del régimen feudal, de la ética caballeresca y del
ideal gibelino; y sobre el plano espiritual de una manera oculta en el aspecto
"interno" de la caballería e incluso de las Cruzadas, a través del
mito pagano que reunía en torno a la idea imperial, a través de venas ocultad
de una tradición que desembocará en Dante y en los Fieles de Amor.