LA
ESPIRITUALIDAD PAGANA
EN
EL SENO DE LA EDAD MEDIA CATÓLICA
V. EL
SENTIDO DE LA CABALLERIA
La
caballería es al Imperio, lo que el sacerdote a la Iglesia. Y, de la misma
forma que el Imperio conoció el intento de reconstruir la unidad suprema de los
dos poderes según el ideal pagano, igualmente la caballería conoció un intento
de referir a un plano ascético, es decir, metafísico e iniciático, el tipo del
guerrero, del aristócrata y del héroe. En el ideal político medieval, está
presente un doble aspecto -uno relativo al "ethos" feudal, el otro al
aspecto interno del mito del Imperio- de irreductibilidad, ética y esotérica.
Por
lo que respecta al primer aspecto, relativo al ethos, la constatación es casi
banal. La caballería, teniendo por ideal al héroe antes que al santo y al
vencedor antes que al mártir; para quien todos los valores se resumían en la
fidelidad y el honor, más que en la caridad y el amor; viendo en la dejadez y
la vergüenza males peores que el "pecado": poco inclinado a no resistir
al mal y a devolver bien por mal, sino, más bien, habituada a castigar la
injusticia y devolver mal por mal; excluyendo de sus filas aquellos que
mantuvieran el principio cristiano de "No matarás", teniendo por
principio no amar al enemigo sino combatirlo y no demostrar magnaminidad con él
sino tras haberlo vencido; en todo esto la Caballería afirma, casi sin
alteración, una ética heroico-pagana y aria en el seno de un mundo que tenía de
católico solo el nombre.
Hay
más. Si la "prueba de las armas", la solución de las conflictos por la
fuerza, considerada como una virtud concedida por Dios al hombre para hacer
triunfar la justicia y la verdad, es la idea fundamental sobre la que reposa el
espíritu caballeresco y se extiende del derecho feudal al plano teológico
proponiendo el uso de las armas y el "juicio de Dios", incluso en
materia de fe, tal idea pertenecía, también, al espíritu pagano; más
directamente aún, se refería a la doctrina mística de la "Victoria",
que -ajena a los dualismos propios de las concepciones religiosas- unía el
espíritu a la potencia, transformando la victoria en una especie de
consagración divina, al vencedor y al héroe en un ser tan próximo a los
"cielos" como podían estar un santo o un asceta; mientras que
asimilaba al vencido, por el contrario, al culpable y casi al pecador. Las
edulcoraciones teístas en nombre de las cuales, en la Edad Media se quería ver,
alegóricamente, una intervención personal y directa de Dios, no muestran nada
del fondo anticristiano presente en las costumbres de los que acabamos de
hablar y que restituye al concepto de "gloria" (reducida por el
cristianismo a la aureola de los santos y de los mártires) su significado
original y viril, ya que la "gloria", es el varenô iranio, el arr
de las más recientes tradiciones, es decir, el fuego divino propio de las
naturalezas solares que alumbra a los reyes de la victoria su derecho de orden
trascendental.
Se
nos objetará: la caballería ¿acaso no reconoció la autoridad de la Iglesia? La
caballería ¿no emprendió las cruzadas en defensa del cristianismo? Si, todo esto
es cierto, pero debe ser situado en su justo lugar, sin olvidar todo lo demás.
Si el mundo caballeresco, en general, proclama su fidelidad a la Iglesia, y
también, al mismo tiempo al Imperio, demasiados elementos hacen pensar que, más
que una aceptación de la creencia cristiana, se trataba de un homenaje similar
al que se rendía igualmente a los diversos ideales y a las "damas"
hacia las cuales el caballero se volvía de forma desindividualizada, pues, para
él, y conforme a la vía que se había trazado, solo era decisiva la facultad
genérica del sacrificio heroico de su propia felicidad y de su vida, y no el
problema mismo de fe en el sentido específicamente teológico. En realidad, el
espíritu mismo de las Cruzadas no fue diferente. En el ideal de las Cruzadas, está
implícito aquel otro, no reductible evidentemente solo al cristianismo evangélico,
pero fácilmente reconocible, por el contrario, tanto en la tradición irania
como en la hindú (Bhagavad-gita) o en el Corán, sin hablar de las concepciones
clásicas referidas a la mors triunphalis o la "guerra santa"
como vía heroica de superación de la muerte y de inmortalización.
Incluso
admitiendo que se combatiese para liberar a la tierra en la que murió el
apóstol galileo, en las Cruzadas se encuentra una vez más, un fenómeno que, por
su origen, entraba en el marco de estas visiones del mundo a las cuales
pertenece la máxima: "La sangre de los héroes está más cerca Dios que las
oraciones de los devotos y la tinta de los sabios", que mantenía el
Walhalla (el "palacio de los héroes") como ideal celeste, la
"isla de los héroes" donde reina el rubio Radamanto sobre el trono de
los inmortales. Estas concepciones no tenían nada en común con el horror
pelasgo-meridional hacia la sangre, que se percibe en la sentencia agustiniana:
"Aquel que puede pensar en la guerra y soportarla sin grave dolor,
verdaderamente ha perdido todo sentido de lo humano", o en expresiones aún
más drásticas como las de un Tertuliano, fiel al evangelio -"quien a hierro
mata a hierro muere"- y al mandato de Jesús a Pedro para que retornara la
espada a su vaina.
En
realidad, si los cruzados pudieron aparecer como cristianos y ser queridos y
santificados por la Iglesia, la conclusión que debe extraerse de todo esto, es
que la tradición heroica, nórdico-germánica, había terminado por prevalecer
sobre el cristianismo, incluso durante las Cruzadas. En lugar de una
edulcoración de esta tradición por el cristianismo, por el contrario, tras las
formas cristianas, se constata la restauración de la antigua virilidad
espiritual, donde la vía del guerrero sacro, sustituye a la del santo y el
devoto.
El
tipo de guerrero sacro es, en el fondo, el tipo del caballero de las grandes
órdenes medievales. En ellas la idea ascética se une al ethos nórdico, y
fueron estas órdenes las que practicaban, no en el sentido religioso, sino en
el heroico, los mismos votos que los monjes: pero en fortalezas, y no en iglesias.
Poseyeron ceremonias regulares de consagración, llegaron en ocasiones hasta dotarse
de iniciaciones en el sentido propio y de símbolos enigmáticos propios de una
espiritualidad superior.
A
este respecto, la orden de los Templarios fue naturalmente una de las más
significativas: y aún más significativa aún, fue su feroz destrucción bajo los
golpes de la Iglesia y de un soberano, enemigo de la aristocracia y ya próximo
al tipo laico moderno, como Felipe el Hermoso. Se sabe que, a través de las
acusaciones formuladas contra los Templarios, existía, en el grado preliminar
de su iniciación, el rito de imponer al neófito el rechazo al símbolo de la
cruz y de ver en Jesús un falso profeta cuya doctrina no conducía a ninguna
salvación. Otra acusación se refería a ritos abominables entre los cuales, se
decía, figuraba, la quema de los niños. El aspecto sacrílego expresamente dado
a estas supuestas confesiones arrancadas mediante la tortura, a pesar de la
declaración clara y concordante por parte de los acusados de que se trataba de
símbolos, no debe impedirnos presentir un sentido mucho más profundo. Rechazando
la cruz, no se trataba, con toda seguridad, más que de rechazar una forma
inferior de creencia, en nombre de una forma superior. La famosa acción de
quemar a un recién nacido no significa otra cosa que el bautismo del fuego
destinado a la regeneración (este símbolo puede ser aproximado al de la
salamandra animal que, como el Fénix inmortal, se baña en el "fuego"
del renacimiento heroico) -que es también uno de los signos que Federico II
habría recibido del "Preste Juan"- rito que puede también hacer
pensar en la ceremonia ritual de la cremación de los cadáveres practicada por
casi todas las grandes civilizaciones arias, y especialmente prescrita por Odín
para aquellos que están destinados a entrar en el Walhalla.
Por
otra parte, el simbolismo del Templo, al cual se habían consagrado los
templarios, y por el cual la mayor parte de los cruzados luchaban y morían en
la esperanza de transmutar la muerte en vida nueva e inmortalidad, de obtener
la "gloria absoluta" y "conquistar un lecho en el paraíso",
no se reduce, sin más, a ser un sinónimo de Iglesia. Justamente se ha dicho que
“Templo” es un término más augusto, vasto y menos condicionado que el de
"Iglesia". El Templo está por encima de la Iglesia: las iglesias
pueden destruirse, pero el Templo permanece como el símbolo del parentesco de todas
las grandes tradiciones espirituales y de lo perenne de su espíritu. Es por
ello que el gran movimiento universal de las Cruzadas hacia Jerusalén, hacia el
Templo, en el cual Europa realiza, por primera y última vez, el ideal imperial
de una unidad supranacional a través del rito de la acción y de la guerra
santa, no está desprovisto, en nuestra opinión de un significado esotérico. El
papel que jugaron los albigenses y los templarios, su carácter eminentemente
gibelino, deberían bastar para atraer la atención. En realidad, en la corriente
hacia Jerusalén se esconde frecuentemente una corriente oculta contra la Roma
de los papas y que Roma, sin percibirlo, alimentaba ella misma, de la que la
caballería era la militia y que debía encontrar su apoteosis con un
emperador estigmatizado por Gregorio IX como aquel "que amenaza con
sustituir a la fe cristina por los antiguos ritos de los pueblos paganos y,
acusado en medio del templo, de usurpar las funciones del sacerdocio".
La
figura de Godofredo de Bouillon -representante más significativo de la
caballería de las Cruzadas, llamado lux monachorum (lo que nos lleva de
nuevo a la unidad del principio ascético y espiritual y del principio guerrero
propio de estas órdenes)- es la de un príncipe que no acepta ascender al trono
de Jerusalén, sino después de haber traído a Roma la sangre y el fuego, matando
con su propia mano al anticésar Rodolfo de Rhinfeld, y expulsando al papa de la
ciudad d los Césares.
Además,
la leyenda establece un "parentesco" significativo entre este rey de
los Cruzados y el mítico "Caballero del Cisne" (el Helias francés, el
Lohengrim germánico) quien, a su vez, se refiere a símbolos imperiales paganos
(algunos sugieren, incluso, una conexión genealógica con el mismo César), solares
(ver las relaciones etimológicas entre Helias, Helio y Elías) y pagano-hiperbóreas
(el cisne que conduce Helias o Lohengrin a la "sede celeste" es el
mismo animal emblemático que lleva Apolo entre los Hiperbóreos y aparece
frecuentemente en las huellas paleográficas del culto nórdico-ártico
prehistórico). Tal conjunción de elementos hace de Godofredo de Bouillon fuera
un símbolo más -en relación con las mismas Cruzadas- dando el verdadero sentido
a esta fuerza secreta que, en la lucha política de los emperadores germánicos y
en el triunfo mismo de un Otón I, no revela más que su manifestación superior
más visible.