viernes, 5 de noviembre de 2021

LA ESPIRITUALIDAD PAGANA EN EL SENO DE LA EDAD MEDIA CATÓLICA - (3 de 4) - EL SENTIDO DE LA CABALLERIA

LA ESPIRITUALIDAD PAGANA

EN EL SENO DE LA EDAD MEDIA CATÓLICA

V. EL SENTIDO DE LA CABALLERIA

La caballería es al Imperio, lo que el sacerdote a la Iglesia. Y, de la misma forma que el Imperio conoció el intento de reconstruir la unidad suprema de los dos poderes según el ideal pagano, igualmente la caballería conoció un intento de referir a un plano ascético, es decir, metafísico e iniciático, el tipo del guerrero, del aristócrata y del héroe. En el ideal político medieval, está presente un doble aspecto -uno relativo al "ethos" feudal, el otro al aspecto interno del mito del Imperio- de irreductibilidad, ética y esotérica.

Por lo que respecta al primer aspecto, relativo al ethos, la constatación es casi banal. La caballería, teniendo por ideal al héroe antes que al santo y al vencedor antes que al mártir; para quien todos los valores se resumían en la fidelidad y el honor, más que en la caridad y el amor; viendo en la dejadez y la vergüenza males peores que el "pecado": poco inclinado a no resistir al mal y a devolver bien por mal, sino, más bien, habituada a castigar la injusticia y devolver mal por mal; excluyendo de sus filas aquellos que mantuvieran el principio cristiano de "No matarás", teniendo por principio no amar al enemigo sino combatirlo y no demostrar magnaminidad con él sino tras haberlo vencido; en todo esto la Caballería afirma, casi sin alteración, una ética heroico-pagana y aria en el seno de un mundo que tenía de católico solo el nombre.

Hay más. Si la "prueba de las armas", la solución de las conflictos por la fuerza, considerada como una virtud concedida por Dios al hombre para hacer triunfar la justicia y la verdad, es la idea fundamental sobre la que reposa el espíritu caballeresco y se extiende del derecho feudal al plano teológico proponiendo el uso de las armas y el "juicio de Dios", incluso en materia de fe, tal idea pertenecía, también, al espíritu pagano; más directamente aún, se refería a la doctrina mística de la "Victoria", que -ajena a los dualismos propios de las concepciones religiosas- unía el espíritu a la potencia, transformando la victoria en una especie de consagración divina, al vencedor y al héroe en un ser tan próximo a los "cielos" como podían estar un santo o un asceta; mientras que asimilaba al vencido, por el contrario, al culpable y casi al pecador. Las edulcoraciones teístas en nombre de las cuales, en la Edad Media se quería ver, alegóricamente, una intervención personal y directa de Dios, no muestran nada del fondo anticristiano presente en las costumbres de los que acabamos de hablar y que restituye al concepto de "gloria" (reducida por el cristianismo a la aureola de los santos y de los mártires) su significado original y viril, ya que la "gloria", es el varenô iranio, el arr de las más recientes tradiciones, es decir, el fuego divino propio de las naturalezas solares que alumbra a los reyes de la victoria su derecho de orden trascendental.

Se nos objetará: la caballería ¿acaso no reconoció la autoridad de la Iglesia? La caballería ¿no emprendió las cruzadas en defensa del cristianismo? Si, todo esto es cierto, pero debe ser situado en su justo lugar, sin olvidar todo lo demás. Si el mundo caballeresco, en general, proclama su fidelidad a la Iglesia, y también, al mismo tiempo al Imperio, demasiados elementos hacen pensar que, más que una aceptación de la creencia cristiana, se trataba de un homenaje similar al que se rendía igualmente a los diversos ideales y a las "damas" hacia las cuales el caballero se volvía de forma desindividualizada, pues, para él, y conforme a la vía que se había trazado, solo era decisiva la facultad genérica del sacrificio heroico de su propia felicidad y de su vida, y no el problema mismo de fe en el sentido específicamente teológico. En realidad, el espíritu mismo de las Cruzadas no fue diferente. En el ideal de las Cruzadas, está implícito aquel otro, no reductible evidentemente solo al cristianismo evangélico, pero fácilmente reconocible, por el contrario, tanto en la tradición irania como en la hindú (Bhagavad-gita) o en el Corán, sin hablar de las concepciones clásicas referidas a la mors triunphalis o la "guerra santa" como vía heroica de superación de la muerte y de inmortalización.

Incluso admitiendo que se combatiese para liberar a la tierra en la que murió el apóstol galileo, en las Cruzadas se encuentra una vez más, un fenómeno que, por su origen, entraba en el marco de estas visiones del mundo a las cuales pertenece la máxima: "La sangre de los héroes está más cerca Dios que las oraciones de los devotos y la tinta de los sabios", que mantenía el Walhalla (el "palacio de los héroes") como ideal celeste, la "isla de los héroes" donde reina el rubio Radamanto sobre el trono de los inmortales. Estas concepciones no tenían nada en común con el horror pelasgo-meridional hacia la sangre, que se percibe en la sentencia agustiniana: "Aquel que puede pensar en la guerra y soportarla sin grave dolor, verdaderamente ha perdido todo sentido de lo humano", o en expresiones aún más drásticas como las de un Tertuliano, fiel al evangelio -"quien a hierro mata a hierro muere"- y al mandato de Jesús a Pedro para que retornara la espada a su vaina.

En realidad, si los cruzados pudieron aparecer como cristianos y ser queridos y santificados por la Iglesia, la conclusión que debe extraerse de todo esto, es que la tradición heroica, nórdico-germánica, había terminado por prevalecer sobre el cristianismo, incluso durante las Cruzadas. En lugar de una edulcoración de esta tradición por el cristianismo, por el contrario, tras las formas cristianas, se constata la restauración de la antigua virilidad espiritual, donde la vía del guerrero sacro, sustituye a la del santo y el devoto.

El tipo de guerrero sacro es, en el fondo, el tipo del caballero de las grandes órdenes medievales. En ellas la idea ascética se une al ethos nórdico, y fueron estas órdenes las que practicaban, no en el sentido religioso, sino en el heroico, los mismos votos que los monjes: pero en fortalezas, y no en iglesias. Poseyeron ceremonias regulares de consagración, llegaron en ocasiones hasta dotarse de iniciaciones en el sentido propio y de símbolos enigmáticos propios de una espiritualidad superior.

A este respecto, la orden de los Templarios fue naturalmente una de las más significativas: y aún más significativa aún, fue su feroz destrucción bajo los golpes de la Iglesia y de un soberano, enemigo de la aristocracia y ya próximo al tipo laico moderno, como Felipe el Hermoso. Se sabe que, a través de las acusaciones formuladas contra los Templarios, existía, en el grado preliminar de su iniciación, el rito de imponer al neófito el rechazo al símbolo de la cruz y de ver en Jesús un falso profeta cuya doctrina no conducía a ninguna salvación. Otra acusación se refería a ritos abominables entre los cuales, se decía, figuraba, la quema de los niños. El aspecto sacrílego expresamente dado a estas supuestas confesiones arrancadas mediante la tortura, a pesar de la declaración clara y concordante por parte de los acusados de que se trataba de símbolos, no debe impedirnos presentir un sentido mucho más profundo. Rechazando la cruz, no se trataba, con toda seguridad, más que de rechazar una forma inferior de creencia, en nombre de una forma superior. La famosa acción de quemar a un recién nacido no significa otra cosa que el bautismo del fuego destinado a la regeneración (este símbolo puede ser aproximado al de la salamandra animal que, como el Fénix inmortal, se baña en el "fuego" del renacimiento heroico) -que es también uno de los signos que Federico II habría recibido del "Preste Juan"- rito que puede también hacer pensar en la ceremonia ritual de la cremación de los cadáveres practicada por casi todas las grandes civilizaciones arias, y especialmente prescrita por Odín para aquellos que están destinados a entrar en el Walhalla.

Por otra parte, el simbolismo del Templo, al cual se habían consagrado los templarios, y por el cual la mayor parte de los cruzados luchaban y morían en la esperanza de transmutar la muerte en vida nueva e inmortalidad, de obtener la "gloria absoluta" y "conquistar un lecho en el paraíso", no se reduce, sin más, a ser un sinónimo de Iglesia. Justamente se ha dicho que “Templo” es un término más augusto, vasto y menos condicionado que el de "Iglesia". El Templo está por encima de la Iglesia: las iglesias pueden destruirse, pero el Templo permanece como el símbolo del parentesco de todas las grandes tradiciones espirituales y de lo perenne de su espíritu. Es por ello que el gran movimiento universal de las Cruzadas hacia Jerusalén, hacia el Templo, en el cual Europa realiza, por primera y última vez, el ideal imperial de una unidad supranacional a través del rito de la acción y de la guerra santa, no está desprovisto, en nuestra opinión de un significado esotérico. El papel que jugaron los albigenses y los templarios, su carácter eminentemente gibelino, deberían bastar para atraer la atención. En realidad, en la corriente hacia Jerusalén se esconde frecuentemente una corriente oculta contra la Roma de los papas y que Roma, sin percibirlo, alimentaba ella misma, de la que la caballería era la militia y que debía encontrar su apoteosis con un emperador estigmatizado por Gregorio IX como aquel "que amenaza con sustituir a la fe cristina por los antiguos ritos de los pueblos paganos y, acusado en medio del templo, de usurpar las funciones del sacerdocio".

La figura de Godofredo de Bouillon -representante más significativo de la caballería de las Cruzadas, llamado lux monachorum (lo que nos lleva de nuevo a la unidad del principio ascético y espiritual y del principio guerrero propio de estas órdenes)- es la de un príncipe que no acepta ascender al trono de Jerusalén, sino después de haber traído a Roma la sangre y el fuego, matando con su propia mano al anticésar Rodolfo de Rhinfeld, y expulsando al papa de la ciudad d los Césares.

Además, la leyenda establece un "parentesco" significativo entre este rey de los Cruzados y el mítico "Caballero del Cisne" (el Helias francés, el Lohengrim germánico) quien, a su vez, se refiere a símbolos imperiales paganos (algunos sugieren, incluso, una conexión genealógica con el mismo César), solares (ver las relaciones etimológicas entre Helias, Helio y Elías) y pagano-hiperbóreas (el cisne que conduce Helias o Lohengrin a la "sede celeste" es el mismo animal emblemático que lleva Apolo entre los Hiperbóreos y aparece frecuentemente en las huellas paleográficas del culto nórdico-ártico prehistórico). Tal conjunción de elementos hace de Godofredo de Bouillon fuera un símbolo más -en relación con las mismas Cruzadas- dando el verdadero sentido a esta fuerza secreta que, en la lucha política de los emperadores germánicos y en el triunfo mismo de un Otón I, no revela más que su manifestación superior más visible.