El «dios» de Bush: religiosidad a la carta
Pocos presidentes como Reagan y Bush han encarnado de una manera tan clara los valores de un Gran Despertar. Tiende a decirse que Bush es un accidente en la historia de los EEUU y que, solo la fatalidad, la acción de grupos de presión minoritarios que se convierten en mayoritarios a causa del alto absentismo electoral de la población y los extraños ataques terroristas del 11–S, han beneficiado su proyección nacional e internacional. No es así. Bush, lejos de ser un accidente en la historia americana, fue la encarnación de las fuerzas socio–político–religiosas que han creado los EEUU y que, por tercera vez se han manifestado con los cambios sociales que siguieron a los años sesenta. Antes que con Bush esas mismas fuerzas emergieron con Reagan, pero incluso en personajes tan distintos como Roosevelt, Carter, Lincoln o Washington, afloraban temporalmente con mayor o menor intensidad. En todos ellos, el mesianismo como destino histórico y misión de la nación americana, la simplicidad extrema y maniquea en los razonamientos y la existencia de un enemigo presentado inevitablemente como «eje del mal», ha hecho que la misma línea política emergiera una y otra vez. Si no hubiera sido con Bush habría reaparecido con cualquier otro.
Ahora bien, hay
que reconocer a George W. Bush la importancia histórica de haber “descubierto”
un enemigo. Si bien el mérito no le corresponde a él, sino a sus analistas de
seguridad y, seguramente, a sus servicios especiales, lo cierto es que, desde
1990, la hiperpotencia americana se había quedado sin enemigo. La caída del
comunismo le sumió en una profunda desorientación que los Fukuyama y Huntington
intentaron disipar, pero que contribuyeron a enmarañar un poco más las dudas
del stablishment norteamericano sobre quién era y dónde estaba su
enemigo. Los providenciales ataques del 11–S crearon ese enemigo fantasma
y, de manera aleatoria, para consolidar la presidencia de Bush que se basaba en
una usurpación oligárquica y plutocrática, más que en la aritmética electoral.
En varias
ocasiones, incluso en conversaciones privadas con dirigentes de distintos
países, Bush ha reconocido que, de no haber tenido su revelación personal de
Cristo, en este momento estaría tirado sobre la barra de cualquier bar de
Texas. Bush era un «cristiano renacido» y compartía absolutamente todos los
postulados de esta corriente que ya conocemos.
Si se prescinde
de la naturaleza de estas creencias político–religiosas, se corre el riesgo de
no entender absolutamente nada de la política exterior norteamericana. Ahora,
con todo el bagaje que ya tenemos sobre los cristianos renacidos, comprendemos
el porqué de la insistencia de invadir el territorio bíblico de Irak y la
irracional y pertinaz persistencia en negarse a solucionar el conflicto
árabe–israelí mediante el apoyo y el estímulo constante a las provocaciones de
Ariel Sharon desde su irrupción en la explanada de las mezquitas (septiembre de
2000) hasta el asesinato por miembros del Mosad de un dirigente de Hamas
radicado en Damasco, es decir, terrorismo puro y duro, al margen de cualquier
interpretación del derecho internacional.
Lo que ocurrió
fue que la América que ha heredado George W. Bush era un país en quiebra en
todos los terrenos. La sociedad americana está sufriendo un proceso de
fragilización que daba la razón al antropólogo Melvin Harris cuando en 1982
afirmó que EEUU está entrando en una guerra civil que será a la vez, racial y
social y que, probablemente, siga al desplome de su economía a causa del
desequilibrio en la balanza comercial. En 2003 aumentó la pobreza por segundo
año consecutivo.
La tasa en el
2001 era de 11’7, al año siguiente pasaría al 12’1, esto es 34,6 millones de
pobres con un aumento de 800.000 en apenas un año, a los que había que sumar 14
millones más en condiciones de extrema pobreza. El 16’7% eran niños pobres,
esto es 12 millones, 400.000 más que en el 2001. Pero esto no había sido lo
peor. Desde el inicio del milenio se fue afianzando la distancia que separaba a
ricos de pobres: en 1985 una quinta parte de la población detentaba el 45% de
la riqueza; en el 2001, habían acumulado ya el 55% de la riqueza. Solamente entre
1998 y 2001 la diferencia entre el 10% más rico y el 20% más pobre, hubo
aumentado un 70% ¡en apenas tres años! Después de la crisis económica
iniciada en 2007 estas distancias aumentaron todavía más
A pesar de ser
un ex alcohólico, Bush y su administración han ido liquidando progresivamente
programas sociales. En 2001, el propio Bush anuncio que la rehabilitación de
alcohólicos y toxicómanos se realizaría, a partir de ese momento, no a través
de programas de desintoxicación y reinserción social… ¡sino mediante la
oración! Es previsible la catástrofe social que tendrá lugar en los
próximos cinco años si se persiste en este insensato programa. La debilidad de
la sociedad americana (la que detenta el mayor índice de analfabetismo real y
estructural de todo el «primer mundo») se hará todavía más evidente y
peligrosa. Al final del camino lo que espera a una política social de tal
estilo es el desplome social. Pero hay más.
La sociedad
americana, se ha dicho y repetido hasta la saciedad, es una sociedad extremadamente
violenta. Doscientos millones de armas en manos de particulares generan una
violencia inigualable en el espacio occidental e incluso en zonas degradadas
del Tercer Mundo. El 2002 volvió a aumentar la violencia y los delitos
cometidos: 11’8 millones, un 2’1% más que el año anterior. La cifra de
asesinatos es insoportable: 15.980 al año, 44 al día. El número de violaciones
es igualmente significativo por lo extrema: 90.491 violaciones al año en 2007,
245 al día. Y esto en un país que se jacta de tener un sistema que enfatiza el
castigo penal del delito… pues bien, ni aun así.
En 2002
existían en EEUU, 2’1 millones de presos que representan una tasa desmesurada
del 10 por 1000, diez veces más que en Europa. Ciertamente los
afroamericanos que apenas representan el 13% de la población, aportan el 60% de
los reclusos, dato a tener en cuenta. También en las tasas de pobreza los
afroamericanos (después de 40 años de integración racial sin tregua) suponen el
doble de la media nacional. Y en cuanto a la vigencia y generalización de la
pena de muerte, tampoco ha supuesto un freno para el aumento de la
delincuencia. La relajación e impreparación de los tribunales con jurado
popular ha hecho que desde 1973 hasta 2003, un mínimo de 100 inocentes haya
sido ejecutados. El propio Bush firmó en Texas, cuando era gobernador, 152
ejecuciones. Y, sin embargo, ahí estuvo sentado en el Despacho Oval de la Casa
Blanca.
Está claro que
EEUU está cambiando. Ya hemos visto que para que los dos Grades Despertares
previos se han producido en situaciones de cambio acelerado. Ahora vuelve a
aparecer uno de esos endiablados momentos de la historia en donde nada
permanece por mucho tiempo sin mutar. El problema es si todas estas
mutaciones van a ser «positivas» o «negativas» y si van a hacer avanzar a los
EEUU, como ocurrió con los dos Despertares anteriores, o bien estos cambios van
a debilitar al país y provocar un desplome interior (tal como pensamos).
Hasta la llegada
de Reagan al poder, los presidentes de los EEUU, más o menos, tenían a gala
mostrar sus convicciones religiosas. A nadie se le escapa que Clinton tenía muy
poco de religioso y no lo habría demostrado de no haber sido por el caso
Levinsky. Todos los presidentes de los EEUU, son sinceramente creyentes o
simulan tener creencias religiosas. Habitualmente quienes si tenían tales
criterios eran los ciudadanos de base. En contrapartida, la tensión religiosa
estaba muy atenuada en la cúpula del stablishment, limitándose a ser una
especie de atrezzo emotivo y
sentimental en los discursos. Pero en las elecciones del 2000 todo esto cambia.
Bush llega acompañado por una corte de intelectuales procedentes de la
extrema–derecha conservadora ligada a los medios religiosos fundamentalistas y
a los seguidores del filósofo y politólogo Leo Strauss. Estos núcleos
confluyeron con otros grupos de presión tradicionales en la política
norteamericana: el complejo militar–industrial, los petroleros y el lobby judío.
Mary Kaldor en
su artículo Irak: una guerra sin igual
(El País, 2 de abril, 2003) indicaba
que «la Administración de EEUU ha
sido secuestrada por un grupo de ideólogos mesiánicos, que creen que pueden
organizar el mundo según los intereses norteamericanos. Esta gente se compone
de cuatro grupos que se solapan: individuos que participaron en la
Administración Reagan y que sienten nostalgia de la lucha maniquea entre buenos
y malos; representantes del complejo militar–industrial que saldrán
beneficiados de la guerra y que han adoptado la fe en el poder militar;
fundamentalistas cristianos de derechas; y defensores a ultranza de Israel».
El historiador Gabriel Jackson, a quien ya hemos citado, reconocía en su
artículo «La religión en la cruzada de Bush contra Irak» (El País, 24 de
marzo de 2003) «la importancia de la
cristiandad bíblica como factor más destacable de la opinión pública en los
EEUU». No es que Bush careciera de ideas, es que tenía «malas ideas»…
La «ideología»
política de Bush, como la de Reagan ayer, pudo definirse en terminología
europea como «reaccionaria». Intentaron seguir el camino marcado por Bill
Graham y Jerry Falwell, inmediatamente después de los atentados del 11–S:
revalidar la alianza entre Dios y su pueblo (EEUU) para que éste sitúe a los
EEUU en el lugar que se merece como faro de las naciones. Volvemos a la doctrina
del «destino manifiesto». Para ello, no es raro que el programa «social» que
Bush propuso a la nación americana coincidiera en todo con el redactado por la Coalición Cristiana de Falwell: retorno
de la religión a la escuela, protección a la familia, lucha contra el divorcio,
el aborto, el feminismo y la homosexualidad. El gobierno Bush,
evidentemente, no está formado «sólo» por fanáticos religiosos, pero estos si
figuran entre sus rostros más conocidos. La revista El Viejo Topo recuerda que «La consejera de Seguridad Nacional,
Condoleeza Rice, es hija de un predicador, el jefe de personal, A. Card, está
casado con una ministra metodista, el secretario de Comercio, Don Evans, fue
quien puso en contacto a Bush con la Biblia
el fiscal general, John Ashcroft, pertenece a un grupo extremista cristiano, lo
mismo que el asesor Karl Rove. Un teólogo, Mike Gerson, escribe los discursos
de Bush». Y el propio Bush fue ganado por los «cristianos renacidos»
tras su experiencia con el alcohol y la cocaína.
En realidad, George W. Bush no hizo otra cosa
que exasperar la doctrina Reagan, volverla más agresiva y directa y realizar
«simulacros teatrales» de lo que Emmanuel Todd llamó la «estrategia del
borracho»: dar miedo, fanfarroneando ante actores muy secundarios frente a los
cuales la victoria está asegurada (el régimen talibán, el Irak de Saddam, el
gobierno coreano o castrista…).
Diferente era la actitud de Reagan frente a la
Unión Soviética que, efectivamente, tenía un potencial destructivo equiparable
al de EEUU, un poder del que no disponen ni por asomo en los «estados fallidos»
(Estados que han fracasado en su intención de organizar a la sociedad de una
nación y han caído en manos de redes terroristas o de delincuentes) y «estados
terroristas» (Estados controlados directamente por terroristas y que fomentan
el terrorismo), integrados en el «eje del mal» tal como fue definido por Bush.
Reagan hablaba del «Imperio del Mal» (el mundo comunista), Bush altera poco
este concepto. El Viejo Topo terminaba
su artículo explicando: «De la doctrina del eje del mal, con el cual no se
negocia, derivan los rasgos característicos del equipo de la Casa Blanca: es
dogmático en lo económico (ultraliberal) y en lo religioso (ultracristiano),
inflexible con los enemigos, duro con los aliados si no son incondicionales (el
odio a los tibios prescrito en la Biblia), prima la fuerza militar sobre la
diplomacia (que cumple el secundario papel de arreglar los destrozos, no de
evitarlos) y subordina la legalidad internacional a la estrategia nacional
(sirve si es útil al proyecto de reforma moral y de expansión económica de la
Casa Blanca; si no, es legal lo que lo favorece al Gobierno de EEUU).
Inspirándose en la Biblia, la Casa Blanca reordena el mundo, dicta las nuevas
prioridades, las nuevas normas, las nuevas jerarquías y las nuevas alianzas.
Así parece que Dios es el artífice del nuevo orden mundial y que el Gobierno
norteamericano es un simple instrumento de su voluntad». Con Obama no ha
variado mucho estos planteamientos, tan solo han atenuado su carga
fundamentalista, pero no sus contenidos, ni sus políticas.
Esta doctrina extraña y anómala, enloquecida,
es una constante de la política norteamericana desde el período de los «Padres
Fundadores».