sábado, 27 de octubre de 2018

365 QUEJÍOS (180) – EL AMARILLO DA MALA SUERTE


Si los indepes.cat, querían hacerlo todo mal, lo han logrado a pulso. Incluso en el color elegido para su secesión -el amarillo pastel- ha habido un cálculo equivocado. Me quejo de que Cataluña lleva ya mucho tiempo mostrando esa ictericia de plástico y no hay perspectivas de que se dé marcha atrás. Me quejo de que hayan elegido el amarillo como color emblemático. Verán los motivos.

Dalí tenía el amarillo Nápoles como el gran color, reflejo del sol y de la brillantez de su reflejo en las aguas del Mediterráneo y, más en concreto, en las que bañan Port Lligat. Incluso tenía una barca de pesca pintada de ese color. Y alertaba: “Jamais le verd!”. En sus cuadros se ve como usaba (y a veces abusaba) del amarillo Nápoles. Es también el color que les va a los “gipsy King”, les remite a la brillantez del oro. Más o menos, todos los pueblos han asociado el amarillo al sol y al oro, incluso, apurando analogías, al alma (el centro del ser humano como el sol lo es del sistema solar y como el azufre en flor de los antiguos alquimistas llevaba al oro de sus delirios). Los antiguos brahamanes -recuerda Frazer en La Rama Dorada- utilizaban un cuchillo de oro para el sacrificio de caballos y era porque el oro, símbolo solar, y sus irisaciones amarillas, se convertía en el vehículo de comunicación entre el hombre y los dioses.

Decir amarillo en el mundo medieval era evocar la eternidad. Siempre nos levantamos y el sol y su luz están allí. Siempre miraremos un anillo de oro sin que su brilla merme. La Iglesia que estaba muy al tanto de los gustos del mundo antiguo, incorporó el amarillo a su bandera: sol y oro, por tanto, eternidad. En esto compitieron con los fieles de Mithra para los que el oro era el color “psicopómpico” que evocaba la eternidad de los que habían muerto fieles al matador del toro. Amarillo DORADO, no el amarillo PÁLIDO asumido por los del “procés”…

la gencat ha cometido uno de sus patinazos más espatarrantes al elegir este color y pensar que seduciría a los grupos de inmigrantes recién asentados en Cataluña. A los moros, el amarillo les repele. Dicen sus tradiciones, especialmente las shiítas, que los ojos de los “perros del infierno” son amarillos. Y el perro, como se sabe, es para los musulmanes un animal maldito. A los musulmanes, como a muchos otros pueblos, les seduce el amarillo brillante, por su similitud con oro: el amarillo pálido del “procés” les evoca sus peores pesadillas. Y otro tanto ocurre con los chinos. No se extrañen si entra un pobre diablo con el lazo amarillo en uno de los miles de bares chinos de BCN y le escupen en el café con leche. Para los chinos, el amarillo es símbolo de la perfidia, la crueldad, el disimulo y, como poco, del cinismo. Unas tajetas más atrás en la escala de Pantones y la comunidad china asentada en Cataluña hubiera aceptado mucho mejor, el amarillo brillante, evocador de honestidad.  Lo mismo le ocurría a Kandinsky para quien el amarillo era el “más divino de los colores”… el amarillo brillante, no el tristón. Así pues, chinos y moros, con sólo ver el color elegido para el “procés”, no necesitan más datos: se han inhibido por completo del mismo y la gencat todavía se pregunta por qué esa ausencia de compromiso que contrasta con las prebendas y las toneladas de euros invertidos en ellos.

Y luego están las consideraciones realizadas por los gitanos. Existe entre ellos lo que se llama “magia amarilla”. Es la que otorga dinero y buena suerte, especialmente en los juegos de azar. El hecho de que sea menos conocida que la “magia negra” (la que busca contagiar la mala pata a terceros) o la “magia blanca” (la del amor, la salud y demás chorraditas inofensivas), implica que es también la menos efectiva y la más cuestionable. Quizás -y digo quizás-  el hecho de que la esposa de Puigdemont, la misteriosa rumana llegada de los bosques de Transilvania, Marcela Topor, sea aficionada a la magia amarilla que todavía se practica en su tierra entre los gitanos, debió de tener alguna importancia en la elección del amarillo como color emblemático del “procés”.

Por eso, los manuales de simbolismo y las enciclopedias de símbolos (y tengo a gala disponer de la mejor, la escrita por Jean Chevalier y Alain Gheerbrandt, editorial Herder, Barcelona 1991) hablan del amarillo como de un “color ambivalente”. Todo depende del tono. Cuando las SS buscaron un color para los judíos, no dudaron que el amarillo era el más adecuado y los adornaron con una estrella hexagonal… amarillo pálido. Lo que hacían era lo mismo que los actores de teatro: evitar el amarillo. Porque en el teatro, es el color de la mala suerte. No se sabe por qué, no se sabe desde cuándo, probablemente desde tiempo inmemorial, desde antes de las tragedias griegas, el amarillo sobre las tablas del escenario es señal de que algo gravísimo puede ocurrir. Ningún actor quiere arriesgarse a desmentirlo.



El “procés” ha sido una colección de errores en cascada. El menor de los cuales, desde luego, no ha sido la selección de amarillo pálido, como vehículo gráfico del procés. Pero sí que esta elección resulta significativa porque marca una línea de tendencia: el error de interpretación que ha acompañado a la iniciativa desde sus orígenes. Supongo que lo habrán elegido porque es una de los dos colores presentes en la bandera cuatribarrada y, siendo el otro el rojo, podía dar lugar a confusiones. La selección se hizo de manera apresura e impulsiva.

El color amarillo, desde el punto de vista simbólico el amarillo es el color más ambivalente de la carta de tonos. En la misma ambivalencia del amarillo, se reconoce que su uso ha servido solamente para partir a Cataluña en dos. Siempre se atribuyen dos significados a este color. Las cualidades positivas que le acompañan (inteligencia, juventud, belleza, sensualidad, optimismo, alegría, amistad, madurez) no son precisamente las que han adornado el procés (algunos rostros de sus protagonistas indicen que ha faltado, precisamente, todo esto).

Luego están las otras cualidades, las negativas que acompañan a este color y que parecen el paradigma definitorio de lo que ha sido el “procés”: narcisimo (mirarse en el ombligo y lo peor de todo, terminas enamorándote de él), egoísmo (“lo mío, por encima de todo, sólo lo mío y nada más que lo mío para mí y sólo para mí, para quien yo quiera y lo reparto yo…”), envidia (“Colón era catalán”, “Quevedo robó las obras al rector de Vallfogona”…), suciedad (mirar los colgajos y decidme si Cataluña es “mes bonica” que antes o que ahora: sucia, triste, descolorida), traición (ahora mismo, los distintos “cenáculos” -sin acento- indepes están a la greña multiplicando navajazos unos a otros), hipocresía (“¿por qué llamarlo “procés” si debería llamarse “secesión”?”), celos (“la calle es mía y que no se manifiesten masas de ningún otro color, no sea que ya no pueda hablar en nombre de toda Cataluña”). Y para colmo, enfermedad: y yo entiendo que a los indepes, lo prolongado del “procés”, la inviabilidad del mismo y su carácter disparatado, las ilusiones depositadas y las fantasías albergadas, hayan terminado en destrozarles el hígado como el de cualquier alcohólico irredento y su aspecto haya pasado a ser… amarillento.

Este es el “procés” y este es su color. ¿Y luego me preguntáis por qué me tienen sin cuidado los colgajos que afean media Cataluña? Están ahí para recordar un “procés” que nunca debió comenzar y ante el que sus impulsores no meditaron bien ni sus posibilidades, ni sus consecuencias, ni sus apoyos, ni siquiera el color que debería teñirlo. Hay veces en las que los símbolos se convierten en verdaderas definiciones del sentir de quienes los exhiben; ésta es una de ellas.